«DIOS NO HACE DISTINCIONES» AGALGA-33/10-05-2015/585 DOMINGO SEXTO DE PASCUA 1ª lectura (Hechos 10,25-26.34-35.44-48): Dios acepta al que lo teme, sea de la nación que sea. Salmo (97,1.2-3ab.3cd-4): «El Señor revela a las naciones su salvación» 2ª lectura (1ª Juan 4,7-10): Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Evangelio (Juan 15,9-17): Permaneced en mi amor. Muchas veces se nos llena la boca hablando de amor, pero tanto hablamos y tan poco lo practicamos que lo hemos convertido en una palabra hueca, vacía de sentido, pues nos limitamos a amar en pura teoría, a amar “de palabra y de boquilla”. Por ello este domingo es una buena ocasión para reflexionar acerca de nuestra capacidad de amar, para recordar con san Juan de la Cruz que «en el atardecer de la vida seremos examinados en el amor». Y para llevar a término el auténtico amor, la Palabra de Dios nos da una pista: «Dios no hace distinciones» y esto nos tiene que llevar a nosotros a no hacer tampoco distinciones y saber mirar a todos como hijos de Dios; sean como sean y piensen como piensen todas las personas tienen la marca divina, y por tanto somos iguales en dignidad. Es la reflexión que nos propone hoy la Palabra de Dios en una sociedad donde a pesar de que se nos llena la boca hablando de democracia, de derechos humanos, de justicia social…, seguimos manteniendo un mundo marcado por las diferencias sociales. Un mundo donde la profunda crisis en que estamos sumergidos nos afecta a todos; pero mientras unos viven tranquilamente, o incluso se enriquecen, otros viven en la más absoluta miseria; un mundo donde tendemos a hacer acepción de personas con distinciones entre: buenos y malos, entre amigos y enemigos, blancos y gentes de color, y todavía en demasiadas circunstancias, entre hombres y mujeres. Una sociedad que permite y favorece que unos hombres vivan permanentemente arrodillados ante otros. Frente a esto, debemos adoptar la reacción que Pedro tuvo ante la actitud del centurión Cornelio: «Levántate que soy un hombre como tú». Y, es que, está claro, para Dios no existen superhombres, ni dioses humanos, la dignidad de las personas es igual para todos porque ha puesto su sello en todas. Así debe ser porque Dios, que no hace distinciones, acepta a los que le temen y practican la justicia. Y practicar la justicia de Dios es arrodillarnos, no para venerar a otro hombre, sino arrodillarnos para el servicio, como el Señor se arrodilló ante nosotros, arrodillarnos ante nuestros hermanos más débiles para que puedan experimentar la liberación de Dios. Dios no nos quiere postrados sino liberados, y, arrodillándonos en el servicio, nos liberamos a nosotros mismos de nuestros orgullos y egoísmos y contribuimos a liberar a nuestros hermanos de sus postraciones y humillaciones a las que les condena nuestra actual sociedad. Recordemos que nadie ha nacido para ser esclavo, que «para ser libres nos ha liberado Cristo» (Gálatas 5,1) y, por ello, debemos realizar en nuestra sociedad los mismos gestos de liberación que Cristo realizó. En la recta final del tiempo pascual, el Señor resucitado, como revelador del Padre, nos da a conocer el Misterio de Dios, y este es un Misterio de amor. Amor de Dios que creó al hombre, y amor de Dios-Padre que produce el envío del Hijo para la salvación del hombre. Jesús manifiesta en el evangelio que nos ama como el Padre le ama a Él, que su misión, en obediencia al Padre, es transmitir al mundo el amor de Dios, por eso afirmará el evangelista en otro lugar: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca…». Así que, si queremos penetrar en el Misterio de Dios, tenemos que experimentar el amor de Jesús que nos transmite el amor del Padre, en esto consiste la auténtica mística: Permanecer en el amor de Cristo, que es el único que nos incorpora al Misterio de Dios. Jesús nos comunica el amor de Dios en su obediencia al Padre y nos invita a la obediencia para ser sus discípulos. El discípulo de Cristo es el que cumple sus mandamientos; pero el único mandamiento de Jesús es este: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». La obediencia de Jesús al Padre se traduce en el amor a los hombres, y nuestra obediencia a Jesús se traduce en el amor entre nosotros; pero para que este amor refleje, de verdad, el amor de Cristo, tiene que cumplir lo que Juan nos dice en su primera carta: «Amemos, no de palabra y con la boca, sino de verdad y con obras». Entonces, amar “de verdad” supone, como nos recuerda Jesús en el evangelio, «dar la vida», y esto significa salir de nuestras tibiezas, de nuestros caprichos, de nuestras comodidades, en resumen: comprometernos con la causa del Evangelio; ver que nuestro compromiso de fe no puede ser un compromiso cómodo, porque amar a nuestros hermanos como Jesús nos amó significa implicarnos en nuestra realidad inmediata siendo constructores de paz en este mundo de violencias y odios, creadores de vínculos de amor en una sociedad egoísta y materializada que valora a los hombres por lo que tienen más que por lo que son. Implicarnos en la tarea de anunciar la Buena Nueva a los pobres es llevar a la práctica el mandamiento del amor. La primera lectura nos recordaba que Dios no hace distinciones; pues entonces tampoco podemos hacerlas a la hora de llevar a la práctica el amor de Dios, no podemos considerar “gentiles” a los que no piensen como nosotros; debemos recordar que amar es hacer Iglesia, pues Iglesia, esencialmente, es «comunión», es decir, «amor que une a los hombres entre sí y los une con Dios».
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