DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS: SANTÍSIMA TRINIDAD (31 de mayo de 2015) LECTURAS: − Dt 4,32-‐34.39-‐40 − Rom 8,14-‐17 − Mt 28,16-‐20 HOMILÍA Hoy celebramos una fiesta que resume todo lo que hemos ido celebrando a lo largo del año. Pero hemos de evitar reducir la fiesta de la Santísima Trinidad a la consideración de una verdad meramente intelectual, que confesamos en el Credo y que aprendemos en el Catecismo. La palabra “misterio”, referida a la Santísima Trinidad, no se refiere a algo oscuro o impenetrable, sino a un Dios que sólo podemos conocer por cómo se nos ha manifestado en la historia, realizando su plan de salvación. A esto se nos invita hoy. Un Dios que es amor y que nos hace sus hijos adoptivos La fiesta de la Santísima Trinidad nos aporta luz sobre quién es Dios. El Dios de Jesús es un Dios transcendente, pero, a la vez, el más próximo y afable. Al principio del Evangelio de Mateo (Mt 1,23) se nos revelaba como el Emmanuel, el “Dios con nosotros”. Y, al final de este Evangelio (lo hemos escuchado hoy), Jesús vuelve a revelarse con una fórmula semejante: “sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Lo que Jesús nos dice ha sido una constante en la historia de la salvación, como lo acredita la historia de Israel (primera lectura). Dios siempre está en compañía del ser humano. Se nos muestra como Padre que lleva la iniciativa de la historia salvífica. Nos ha creado por amor, por lo que Él es la razón, el origen, la meta de nuestra vida. Dios nos ha regalado a su Hijo, que, con su palabra y con su vida, nos ha revelado cómo es el Padre. Jesús nos ha hecho percibir el rostro de un Dios amigo, compasivo y misericordioso…, que no hace acepción de personas, que se presenta como una Buena Noticia para todos, y que, por tanto, nos reviste de la dignidad de ser sus hijos. Finalmente, con el don del Espíritu, Jesús nos ha hecho experimentar la intimidad de Dios con nosotros. Te buscaba fuera de mí, y no me daba cuenta de que tú estabas dentro de mí, decía San Agustín, refiriéndose a Dios. Éste se nos manifiesta como presencia suave y, a la vez, impetuosa en nuestro interior, como fortaleza y aliento, como amor que nos hace salir de nosotros mismos, como Palabra que pretende iniciar una conversación con cada uno y que provoca que nosotros respondamos con nuestras palabras… Un Dios que nos llama a continuar su proyecto de salvación El Señor se dirige a “los once discípulos” que estaban en el monte que Él mismo les había indicado. Antes de la entrega de Jesús, el grupo estaba formado por “doce”. Al final del Evangelio de Mateo, Jesús se muestra a un grupo “tocado” por una traición, herido en su identidad… Y en esta situación de infidelidad, de fracaso, de mal… los “once discípulos” son invitados a reconocer a Dios tal como se ha revelado en Jesús, y, en cierto modo, a “comenzar de nuevo” la tarea iniciada por Él (Mt 4,17): “id”, “haced discípulos”, “bautizándolos”, “enseñándoles”… Al igual que aconteció a los discípulos, experimentamos y reconocemos al Dios de Jesús, manifestado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde nuestra realidad postrada y pecadora… Dios nos da siempre nuevas oportunidades y éstas no siempre están ligadas a nuestros éxitos, a nuestro bien hacer, a nuestra suficiencia… Y, una vez más, el Evangelio nos muestra que Jesús confía la responsabilidad de continuar su misión salvadora a aquéllos discípulos que lo han traicionado y que no tenían una buena autoestima… Por tanto, tarea nuestra será el ponernos cada día en camino, retomando continuamente el proyecto divino del que nos habla Pablo en la segunda lectura: vivir con confianza y esperanza como “hijos adoptivos” del Padre, uniéndonos a Jesús y dejándonos conducir por su Espíritu. Y el vivir según esta vocación divina conllevará también el anunciar que todos los seres humanos están llamados a formar parte de la familia de los hijos de Dios; y el construir una comunidad de hermanos y hermanas. Jesús vincula la experiencia de Dios como Padre, Hijo y Espíritu a enseñar a guardar todo lo que nos ha mandado. Es decir, el encuentro con un Dios que se nos presenta como misterio de amor y de comunión se traduce en un mandato misionero, en un envío, para que otras personas puedan participar y beneficiarse del amor divino como hijos del mismo Padre. La filiación divina es participación de la vida trinitaria y es comunión con todos los hijos e hijas de Dios. Viene bien recordar aquí la conocida frase de San Ireneo: “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Hablar de la Trinidad es hablar del misterio profundo de Dios que se expresa en dar, acoger, intercambiar vida y amor… Y este Dios reclama para todos los seres humanos vivir como hijos y hermanos, haciendo posible la dignidad de todos ellos. Si amamos, “entendemos la Trinidad”… Un Dios que se nos revela en la historia La revelación de Dios está ligada a la historia. En ella se nos muestra como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En nuestra reflexión anterior hemos puesto rostro a Dios partiendo de su Palabra. Pero esta Palabra nos sigue invitando hoy a hacer experiencia de Dios desde nuestra propia historia. La Palabra nos ayuda y acompaña, pero hemos de evitar que nos bloquee en el pasado, por muy glorioso que éste sea. No hay encuentro con Dios al margen de nuestra historia personal y colectiva. Por tanto Él no puede encontrarse con nosotros, ni nosotros con Él, si damos la espalda a nuestra realidad social y mundana. Palabra de Dios e historia se reclaman mutuamente. Recordemos cómo Don Cafasso invitaba a Don Bosco, joven sacerdote, a recorrer las calles para experimentar en ellas la presencia de Dios en los muchachos abandonados de su tiempo. Don Bosco descubre el rostro amoroso y compasivo de Dios, y la misión que éste le encomendaba, en aquellos rostros juveniles que, víctimas de todo mal, llenaban las calles de Turín. También hoy Dios sale a nuestro encuentro en las calles de nuestro mundo, y no podemos renunciar a recorrerlas… Tomarnos en serio a Dios La fiesta de la Santísima Trinidad es una invitación a tomarnos en serio a Dios en nuestra vida, evitando manipularle según nuestros intereses, o haciendo imágenes suyas que responden sólo a nuestros deseos, o haciéndolo irrelevante... El Dios que se nos revela en Jesús es el Dios transcendente que está más allá de nuestro lenguaje, pero que se nos manifiesta como amor total y definitivo. Es un Dios cargado de autoridad…: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra”, dice Jesús. Por esto puede Él enviarnos a “todos los pueblos”; puede pedirnos que guardemos y enseñemos a guardar todo lo que nos ha mandado”; y puede asegurarnos que estará con nosotros “todos los días”. El Dios de Jesús, como el Dios del Antiguo Testamento, no puede dejarnos indiferentes, por lo que necesariamente cada uno de nosotros queda implicado en su misterio, en su palabra, en su actuar, en su juicio escatológico… En nuestra vida diaria la señal de la cruz, oraciones, etc. recuerdan y expresan nuestra fe trinitaria. Que esta fe sea el resultado de mirar y escuchar a Jesucristo, de pensar y actuar como Él, de experimentar y de prolongar su presencia en nuestra sociedad… Ojalá todos, como Don Bosco, contemplemos a Dios en las personas y en los acontecimientos, en nuestra acción de cada día… La Eucaristía de hoy nos prepara para tener esta mirada contemplativa y confesante de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu. Carlos García Llata
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