Cómo escriben los nuevos cronistas de Indias - Seminario de

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Seminario de Narrativa y Periodismo.
El arte de contar lo que sucede
Fundación Santillana, Universidad Internacional Menéndez
Pelayo y TEC de Monterrey
Por qué el periodismo narrativo es necesario
Por Roberto Herrscher
Quiero agradecer en primer lugar a Basilio Baltasar y a Ximena
Godoy por traerme, por fijarse en mi libro. Y por la pelea que
me dieron con el título de esta charla.
Sé que Silvana Paternostro participó también a la distancia y
con Leo Faccio, como siempre, tuvimos larguísimas
conversaciones telefónicas. Yo quería hablar de los problemas
del periodismo narrativo y literario en España y en menor
medida en América Latina.
¿Por qué no es relevante, por qué se hace tan poco, por qué
tan pocos pueden y quieren dedicarse a la inmersión durante
medio año o un año en un mundo real y palpable para después
escribir un artículo muy largo o un libro de no ficción? Faltan
escritores, faltan medios, faltan editores, falta público… Ya está,
ya lo dije, y no llevamos ni un minuto.
Quiero agradecer a todos los que me quitaron esa idea de la
cabeza, porque hubiera resultado una charla insufrible. Una
hora despotricando sobre lo que está mal. Me vería como un
viejo amargado y nostálgico de un pasado que, en este tema
del periodismo narrativo, ni siquiera existió del todo. Darlo
vuelta, contar por qué me parece importante, necesario, útil, es
hacer que lo negativo quede implícito y centrarme en lo
positivo.
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En parte creo que ahí está el problema. La mayoría de los
lectores no saben cuánto puede gustarles, beneficiarles,
hacerles reír y llorar un gran texto de periodismo narrativo,
porque no se han encontrado con ninguno. Periodismo largo es
igual a aburrimiento. Los mismos que leen novelas de 600
páginas de catedrales, niños magos o conjuras vaticanas
piensan que un reportaje de cuatro páginas es un abuso a su
paciencia.
Obviamente, con la pirámide invertida y contando cosas que
todo el mundo ya sabe, cuatro párrafos ya es demasiado. A mí
también me pasa. Pero cuando me cuentan una historia que
pasó de verdad, cuando el que me la cuenta estuvo ahí, cuando
lo que pasó lo afectó o le hizo cambiar algo de lo que pensaba
antes, cuando encontró una forma de narración original y
pegada a la historia que cuenta, cuando lo que me cuenta tiene
que ver con los temas que me afectan y me preocupan, no
puedo dejar de leer.
UNO
El placer de que me cuenten
Me gusta que me cuenten historias. Más, mucho más escuchar
una buena historia que contar una. Siento una sensación casi
mística, o erótica: se me paran los pelos de la nuca. Siento que
estoy entendiendo algo importante, sí. Pero sobre todo estoy
disfrutando con una historia y estoy sintiendo la generosidad
del que me la cuenta.
Tardé mucho en entender este elemento de disfrute, de placer,
de plenitud. Mi abuelo y mi padre me contaban historias.
Historias muy distintas, porque son hombres muy distintos.
Pero supongo que sigo buscando, cuando hablo con un
desconocido en un avión, cuando mi familia me cuenta algo por
teléfono o cuando entrevisto a alguien, repetir esa plenitud,
esa atención total en la historia, el quedarme quieto, para que
no se detenga.
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Me pasó en un momento de la investigación del libro que estoy
escribiendo, cuando entrevistaba a mi personaje principal, un
señor mayor, autodidacta, muy inteligente, gran conversador,
que de adolescente y hasta la madurez trabajó en las
plantaciones bananeras del sur de Costa Rica. Don Félix me
contó una anécdota que me permitió ver una parte esencial de
su personalidad, como una ventana abierta.
Huérfano y pobre, había salido con dos amigos de su pueblito
en Nicaragua, había viajado por barco, lancha y tren y sobre
todo caminando y llevaba ya más de un mes de viaje, cuando se
le acabó la plata y uno de sus amigos le dijo que llegando al
puerto de Puntarenas le daría lo que le faltaba para la última
lancha, hasta la zona bananera. Era 1945, y el poder de la
United Fruit Company estaba en su apogeo.
En el puerto el amigo le dijo que no le alcanzaba, y el chico vio
como sus amigos se iban y lo dejaban ahí. A media mañana se
le acercó un señor, también nicaragüense, y entendió su
situación. “¿Ya desayunó?”, me dijo don Félix que le dijo el
hombre. “Sí, ya comí”, le contestó. “Pero yo no, y no quiero
comer solo. Si quiere acompañarme…”
Tres veces me contó la historia, y siempre con las mismas
palabras. El plato, un típico desayuno centroamericano, tenía
arroz, frijoles, leche agria, queso fresco y salchichón frito. Y café
bien caliente recién chorreado. Estaba delicioso. Setenta años
más tarde, don Félix todavía se relamía.
Es una historia de pobreza, de orgullo y de generosidad. Su
historia estaba empezando, faltaban muchísimos años de
trabajo en la bananera, pero yo sabía que quería más historias
de este hombre. Yo necesitaba sus historias, pero también
buscaba el placer de escucharlas. Y el dolor y el placer de
buscar la forma de escribirlas para que queden, para que
lleguen a los lectores que, como yo, no podemos apenas
imaginarnos lo que es ser un peón bananero.
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Hace unos meses estaba entrevistando a Plácido Domingo para
un perfil que escribí en la revista Gatopardo. Y en medio de los
preparativos para la gala en el Teatro Real, esperando que en
cualquier momento llegara la Reina, le pregunté cuándo, en
qué momento supo que lo suyo era cantar.
En un momento se abstrajo de la sala donde estábamos y se
acordó de una escena de su niñez. Estaba con su madre, una
cantante profesional de zarzuela, y se puso a cantar La negra
noche, una canción lenta, triste, que cantaba Pedro Infante.
La canción dice: “La negra noche tendió su manto, surgió la
niebla, murió la luz…” Y la palabra ‘luz’ es un agudo, un si
natural. Y el niño Plácido miró a su madre y la madre estaba
llorando. “No sabes lo que has hecho”, le dijo, y él me dijo. “No
sabes lo que has hecho, Plácido”, y en ese momento, como en
esos contados momentos, supe por qué estoy haciendo esto.
Si había leído literalmente miles de páginas sobre Plácido
Domingo, ¿cómo es que no me había encontrado con esta
historia? Tuve por un momento la extraña certeza de que le
habían preguntado por su mejor actuación, por su noche
mágica en la ópera, por su forma de hacer Otelo, por las
aventuras con Los tres tenores. Pero que a nadie se le había
ocurrido preguntarle cuándo supo que esto era lo suyo.
Por eso quiero hoy contar historias. Quiero compartir
momentos ‘estelares’ (para mí) que me ayudaron a entender la
función, el valor, la cruel belleza de esta pasión. Quiero
practicar lo que predico. A través de una serie de escenas, de
momentos que para mí tienen impacto y fuerza y al mismo
tiempo guardan la esencia de lo que hace necesario el
acercamiento narrativo para contar hechos de la realidad y
para ayudarnos a entender el mundo que nos rodea, a nosotros
mismos y sobre todo al ‘otro’. Y lo voy a hacer de la forma que
más fácil y natural me sale: de forma narrativa, no
argumentativa.
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DOS
Ver al otro: la anciana en la casa derrumbada
Y voy a empezar con una historia que me impactó muchísimo.
Pasó en el 2004, me quedó tal como la leí en un diario, y ahora,
al pensar en qué decir aquí, me acordé de esa historia y me
puse a buscar en Internet. Y me encontré con un personaje
fascinante.
Esta es la escena, como la recuerdo de cuando la leí en el diario:
un ministro de Ariel Sharon, en Israel, vio a una anciana
palestina revolviendo entre las ruinas de su casa demolida por
las topadoras y le dijo a un periodista que se había acordado
de su abuela, víctima del Holocausto. Se armó un revuelo y
Sharon lo hizo retractarse.
Eso era lo que me acordaba. Como Internet tiene mucha mejor
memoria y permite ir más a fondo, si uno quiere, esta es la
historia completa.
Se llamaba Tommy Lapin. Nació en 1931 en la antigua
Yugoslavia, con un nombre mucho más complicado. Eran judíos.
Cuando tenía 12 años vino la Gestapo a buscar a su padre.
Muchos años después, recordó el abrazo y las palabras del
padre: Tal vez nos volveremos a ver, tal vez no. Los dos sabían
que era la última vez. El padre y la mayoría de los familiares de
Tommy Lapin murieron en campos de concentración.
La abuela murió en Auschwitz. Lapin la recordaba siempre
buscando sus medicinas, por toda la casa.
Fue rescatado del gueto de Budapest por las tropas soviéticas.
Llegó a Israel a los 17 y sin salir del muelle se alistó para pelear
por una tierra y un futuro para los judíos.
Fue periodista y polemista, fue la principal voz de un Israel laico,
con menos poder para los extremistas religiosos. Fundó un
partido entre izquierdista y liberal. Y fue un encendido defensor
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del derecho a existir del Estado de Israel y de la preservación de
la memoria del holocausto. Hasta su muerte fue presidente de
la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del
Holocausto.
En el Kneset defendió el matrimonio laico, el servicio militar
también para los ortodoxos, limitar el dinero para
organizaciones ultra-religiosas. Y parar y demoler las colonias
en terrenos palestinos. Y la paz con los palestinos. Para que
Ariel Sharon no tuviera que pactar con los ultraortodoxos, el
partido de Tommy Lapid se alió con él. Lapid fue nombrado
ministro de justicia.
Era visto como una espina en el país que mezclaba nación y
religión. Era un judío ateo. Pero su poder y su presencia en el
parlamento, su familia exitosa – su esposa era una importante
novelista, su hijo mayor, presentador de la televisión pública –
mostraban un rasgo importante de la democracia: la posibilidad
de disentir y oponerse, el debate encendido pero limitado a las
palabras.
Y en 2004 Tommy Lapid estaba viendo la televisión y le ocurrió
una revelación. Vio unas imágenes de una demolición de casas
de palestinos por el ejército israelí. El ejército del gobierno del
que él era ministro de justicia.
Y vio en la televisión a una anciana palestina buscando sus
medicinas entre las ruinas de su casa. Y se le vino a la mente la
escena
de
su
abuela
buscando
sus
medicinas
desesperadamente. Su abuela judía muerta en Auschwitz. La
abuela palestina le recordó a su abuela, le dijo Tommy Lapid a
un periodista de la BBC.
Ese comentario terminó con la carrera política de Tommy Lapid.
Su partido lo desautorizó. Sharon le exigió que se retractara.
Lapid dijo que no estaba comparando la Shoah con la situación
de los palestinos. Pero el daño estaba hecho. Su sacrilegio
corrió como reguero de pólvora.
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La política de mano dura de Israel incluía demoler las casas de
familias donde tuvieran información de que un miembro se
unió a Hamás o hubiera participado en un atentado.
En las casas palestinas suelen vivir, hacinados, la familia
extendida del ‘terrorista’ y otras familias. En el momento en
que un israelí – y mucho más un dirigente, un ministro, un
miembro prominente del establishment – se atreve a ver el
sufrimiento de los palestinos con empatía, todo el andamiaje
de la autopercepción de los judíos de Israel corre el riesgo de
venirse abajo. Ni siquiera hace falta entender, justificar,
comparar. Ver al otro ya es una amenza. Ver al otro como si
fuera uno mismo del otro lado.
En 2008, cuando murió Tommy Lapid, los líderes ultraortodoxos
sorprendentemente le dedicaron elogios fúnebres. Fue un
contendiente formidable, leal y honesto, dijeron. Lo que te
tenía que decir, te lo decía a la cara. Qué suerte que ya no esté,
pero le echaremos de menos, dijeron.
Para su funeral, él mismo eligió un verso de Dylan Thomas,
leído por su hijo el periodista en hebreo: ‘No vayas
gentilmente hacia la dulce noche: enfurécete, enfurécete
contra la muerte de la luz’.
Todo esto encontré la semana pasada sobre Tommy Lapid en
Internet. Para mí el eje de su larga vida y su implacable
inteligencia y sentido de la decencia, de la justicia y de la
coherencia está en ese momento en que prendió la televisión y
se atrevió a ver a la anciana palestina y pensar en su abuela
muerta en el Holocausto.
En los relatos de ese hecho que leí, nadie se fijó en un punto
que me parece importante. Tommy Lapid vio una noticia de la
televisión israelí. En la casa demolida había un camarógrafo,
que se fijó en la anciana y la grabó con su cámara. Un periodista
que describió la escena. En el canal había un editor, un jefe de
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informativos, un presentador. El presentador era, tal vez, un
compañero de su hijo, Yair Lapid.
¿Dónde estaba el lugar, el momento en que esa imagen se
convirtió en el recuerdo de la abuela? ¿Estaba enteramente en
la mente de Tommy Lapid, y explotó cuando una simple visión
de una vieja revolviendo entre los escombros lo puso frente a
lo que hacía tiempo venía pensando y sintiendo y no se atrevía
a decir? ¿O había algo en la forma en que esa simple noticia fue
grabada, estructurada, editada? ¿Qué se escuchaba de fondo,
mientras la anciana palestina revolvía entre los escombros de
su casa demolida buscando medicinas?
Siento que en ese momento, en que tal vez a mitad de camino
entre las imágenes y sonidos del televisor y los ojos y oídos del
ministro de justicia Tommy Lapid se produjo un descubrimiento,
un recuerdo, una visión, una epifanía. Es una palabra extraña
para aplicar a un ateo deslenguado como Tommy Lapid. Pero
eso es lo que pasó. Su profunda humanidad y su insobornable
coherencia no le dejaron otra salida: no mires para otra parte,
Tommy. Esa vieja es como tu abuela, en el pueblo, allá en
Serbia, cuando llegaban los nazis y las malditas pastillas no
aparecían. Esa vieja palestina es tu abuela. Es de los tuyos,
Tommy.
En mi trabajo como periodista narrativo busco ser ese nexo
entre la vieja palestina y la mirada del ministro israelí. Ser ese
camarógrafo que grabó la imagen, el editor que se detuvo en
ella en su ritmo de imágenes, la voz del presentador, la pluma
que haga que un tipo como Tommy Lapid lea mi texto y piense
en su abuela.
TRES
Teoría del transandino: ponernos en el lugar del otro, vernos a
nosotros mismos desde afuera
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Esta es la segunda escena: mi primer encuentro con los
chilenos fue la historia de mis compañeros del servicio militar,
que practicaban hundiendo una bayoneta en un muñeco de
paja, gritando ‘Muerte al chileno’. El chileno era el enemigo.
Yo tenía 19 años y el pelo por los hombros. Mi novia, mi
primera novia, tenía el pelo casi por la cintura y vestía faldas de
colores. Íbamos de mochileros a Bariloche. Cruzamos a Chile, y
el paso fronterizo, un gendarme con cara de piedra le quitó a
mi novia las flores silvestres que yo le había regalado esa
mañana y las arrojó en un horno. Era una campaña contra las
plagas que se transmiten por animales y vegetales. No se podía
pasar con productos frescos por la frontera. Pero ese policía
fronterizo echando las flores con asco en un horno fue para mí
una de esas escenas potentes, de las que refuerzan una idea,
un concepto, apelando a los sentidos.
Debo decir que tardé muchos años en reconciliarme con los
chilenos. El problema era mío, no de ellos. Hay buenos y malos,
como en todos lados. Pero soy mucha mejor persona, e
infinitamente mejor periodista, ahora que pienso que los
chilenos son como los argentinos, los madrileños o los
catalanes. Como yo.
A riesgo de sonar como un predicador que cuenta su
conversión, tipo ‘yo era un pecador y he visto la luz’, puedo
decir aquí que parte de lo que me hizo crecer como persona y
como periodista y escritor y profesor es el método de meterse
con el otro y escucharlo, y verlo actuar, y vivir su vida, que está
en la semilla del periodismo narrativo.
No empezar por un sentimiento hacia el otro. Ni la empatía ni
la simpatía ni mucho menos la tolerancia. Acercarnos a ver,
preguntar, oler, y comprobar que el otro es otro yo. ¿Qué estás
haciendo?, le pregunté a un artesano chileno cuando entré a su
tienda en Puntarenas, en la punta sur del continente, a
comprar pilas para mi grabador. Estaba grabando plaquitas
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para los soldados del regimiento. Para que se supiera quiénes
eran cuando sus cuerpos no fueran reconocibles.
¿Vos también hiciste el servicio militar?, le pregunté. Y me
contó que la instrucción consistía en perseguir una oveja y
degollarla con la bayoneta. Y yo me acordé de la bayoneta de
mis compañeros de ejército, en 1981, atacando a un muñeco
de paja. Obviamente, la instrucción chilena preparaba mejor
para la guerra. Para la paz, ahí estábamos, en medio del frío
patagónico, el hombre de las plaquitas y yo, recordando el
servicio militar y cómo nos habían enseñado que el otro era el
enemigo y había de aniquilarlo. Y yo sentía que era yo el
siguiente en la línea, que ya había pasado el chico de campo
que mató su oveja sin problema, y que ahora me tocaba a mí:
tenía que agarrar mi oveja, ante la mirada del teniente.
Verlo desde adentro y en ese proceso, verme a mí mismo desde
afuera, desde su lugar. El periodismo narrativo, al acercarse,
compartir mucho tiempo, vivir la vida del otro, aprende a ver
que lo que pensábamos que era exótico es en realidad muy
cercano a nuestra propia experiencia.
Pero también nos permite vernos a nosotros mismos, a nuestro
grupo, sociedad o generación, desde afuera. Vistos de muy
cerca, todos somos rarísimos.
En Argentina, cuando uno escribe un artículo donde aparece un
chileno y no quiere repetir mucho la palabra, en la segunda o
tercer mención pone `transandino’. El chileno es el que está del
otro lado de los Andes. Nosotros estamos del lado de acá. Ellos,
los transandinos, están del lado de allá.
Cuando me presentó un gran profesor y amigo en la primera
conferencia que dí allá, en Valparaíso, les dice a los asistentes:
“Tenemos al profesor transandino Roberto Herrscher”.
Y yo lo miré y pensé: ¿Cómo transandino? ¿Transandino yo? ¡Si
son ustedes!
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Es obvio: para ellos la montaña está hacia el este, y del otro
lado, nosotros. Desde su lado, el transandino soy yo. ¿Qué
pasaría si los judíos y palestinos tuvieran la misma palabra para
unos y otros? Y los católicos y protestantes en Irlanda, y los
serbios y croatas… Si españoles y franceses fueran, los unos
para los otros y viceversa, todos transpirenaicos…
En mi carrera como periodista y como profesor, y en mi vida,
entender que yo soy el transandino del otro fue un regalo. Me
lo dio lo que poco a poco fui viendo como mi especialidad y mi
pasión: el periodismo narrativo.
El origen de mi libro Periodismo narrativo está en dos
encuentros chilenos. Uno en la Universidad Católica de
Valparaíso, donde abrí el curso académico, y otro, mucho más
largo, con la Universidad Finis Terrae de Santiago, donde di
durante tres años los cursos de periodismo narrativo que
terminaron de darle el empujón al libro.
En mis clases y charlas con profesores y alumnos chilenos,
además de todas las historias que me contaron y el punto de
vista que terminé de entender, poco a poco me vi aceptado,
apreciado, escuchado, pero visto desde allá.
Allá el transandino soy yo. Pero hay que meterse mucho en la
casa del otro para verse a sí mismo con sus ojos. En definitiva,
todos somos transandinos del otro. La montaña que los
hombres tenemos que cruzar para acercarnos a la forma de ver
el mundo de las mujeres es la misma que tienen que cruzar
ellas. Entre nosotros y nuestros padres, entre nosotros y
nuestros hijos, entre nosotros y los dueños del mundo, entre
nosotros y los inmigrantes africanos, hay una montaña. Hay
que cruzarla.
Y el camino para cruzarla es un relato. El relato del viaje.
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CUATRO
El viaje como forma de recoger información, como estrategia
narrativa y como metáfora
Una de las estrategias narrativas que más me sirven para
escribir lo que en Latinoamérica llamamos una crónica es el
relato de viaje. En los diarios y revistas el relato de viaje se ha
degradado. Se relega a las páginas de turismo, y pareciera
como si el autor sólo pudiera viajar como adelantado de un
supuesto lector que comprará en su agencia de viajes una gira
rápida, superficial, previsible, a los sitios donde no disfruta
estando sino que se enorgullece de haber estado. Ir para haber
estado es dar por perdida la posibilidad de la experiencia desde
antes de partir.
Obviamente, esto se debe a que el viaje es un negocio: negocio
para los anunciantes. En sus manos están los suplementos y las
revistas de turismo.
Pero todos sabemos que el viaje del turista que consume
productos – hoteles, restaurantes, tours, compra de productos
artesanales, y toma fotos como un poseso para enrostrárselas a
los amigos – no es el único viaje posible.
El romanticismo comenzó, tal vez, con el viaje de Goethe a
Italia. Fue un viaje transalpino, y en él descubrió otra forma de
vivir – la de los italianos, que para Goethe representaban lo
emotivo, lo vital, el placer de disfrutar el momento. Y la cultura,
las ruinas, Roma como legado común. El viaje de Goethe a Italia
fue un viaje de descubrimiento, de cambio, de crecimiento. Un
viaje filosófico.
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La historia de la literatura está llena de viajes transformativos:
en los mares del sur D. H. Lawrence descubrió la llave para
abrir los tabúes del erotismo como experiencia espiritual, en la
India E. M. Forster se enfrentó con su propia homosexualidad,
en Tahití Gaugain descubrió la libertad absoluta, incluida la
libertad abyecta de disfrutar de los cuerpos de las niñas. No
siempre los viajes nos cambian para bien.
Pero los que a mí me sirven como ejemplo son los viajes
transformaron, por ejemplo, a Hermann Hesse, a Mark Twain y
a Josep Pla. Cada uno aprendió a ver y entender su propia
sociedad con mayor profundidad y ojo crítico después de haber
convivido con sociedades distintas. Es de Yeats ese verso de
que el buen viaje es aquel del que uno vuelve y mira su casa
como si la viera por primera vez. Y, agrego, se mira en el espejo
de su baño y se descubre con extrañeza.
En el periodismo moderno hay un pequeño pero fascinante
grupo de reporteros que usan el relato de viaje para contar un
camino de descubrimiento y transformación. No siempre se
trata de un cambio personal. Muchas veces es el viaje de la
ignorancia al conocimiento, y en vez de hacer que el lector
conozca nuestro cambio, lo llevamos de viaje para que, al
terminar el libro o el artículo, se vea transformado.
¿Qué es un gran libro sino una propuesta de transformación?
Que el que cierra la última página sea alguien ya distinto del
que abrió la primera. A veces con respuestas a sus viejas
preguntas. Pero otras veces con nuevas preguntas. Cosas que
creía resueltas se le abren y complejizan a lo largo del viaje.
Así viaja Ted Conover. Su tesis de antropología fue un viaje de
un año con los vagabundos en los trenes. Su mejor libro, para
mí, es Coyotes, seis meses con los espaldas mojadas, que
cruzan ilegalmente la frontera entre México y Estados Unidos.
Un gringo que viaja con ‘el otro’ para encontrarse con los suyos
desde el otro lado. Los que maltratan, abusan, se aprovechan e
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insultan a los trabajadores mexicanos son gente como él. Su
gente. Y a lo largo del viaje, los grupos de mexicanos con los
que suda y pasa frío en las madrugadas de los algodonales y
plantaciones de naranja y aguacate terminan siendo sus
hermanos. Y viaja al pueblo en Oaxaca de donde viene la
mayoría. Al lugar sin futuro desde donde el sueño es viajar al
infierno donde son humillados.
Y con esas mismas armas Conover viajó al paraíso de los pijos,
la ciudad de esquí de Aspen, en Colorado. A trabajar en el
servicio y ver cómo se divierten los suyos. Y se metió en la
cárcel. Su libro más famoso, Novato, es fruto de 9 meses como
guardia en la legendiaria prisión de Sing-Sing.
El mejor viajero que conozco en América Latina es Martín
Caparrós. Con una maestría verbal prodigiosa, una
impresionante capacidad para ver, escuchar, describir y contar
detalles que pintan todo un mundo, Caparrós es autor de dos
grandes colecciones de crónicas de viaje: Larga distancia y La
guerra moderna. Crónicas como el viaje al lujo insano de Hong
Kong, el viaja al turismo sexual en Sri Lanka o el viaje a la
dictadura implacable de Camboya ya son clásicos, estudiados
en las escuelas de periodismo de Argentina y alrededores.
Caparrós puede llevarte a un lugar que creías conocer, como las
ciudades y paisajes rurales de Argentina, en su guía de lo
inesperado El interior. O contarte una historia desconocida,
como el periplo vital de la chica argentina que se convirtió en
‘okupa’ y terminó perseguida como enemiga del estado italiano,
sentenciada y suicidada.
El ‘yo’ que viaja en los libros de Caparrós es siempre
reconocible: es brillante, socarrón, deslenguado, erudito, y
entre frase y frase se atusa el bigote decimonónico. Es como un
mago que nos muestra el mundo como si nos hiciera un truco
de prestidigitación.
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Hay infinidad de formas de escribir relatos de viaje. Como hay
infinidad de formas de viajar. Lo que a mí me gusta es que un
buen viaje se cuenta solo: tiene su arco narrativo incorporado.
Me gustan sobre todo los viajes de vuelta a lugares donde
pasaron cosas importantes. Es un viaje al recuerdo del pasado y
al mismo tiempo un recuento de lo que se encuentra allí ahora.
Fernando Benítez siguió La ruta de Hernán Cortés desde
Veracruz hasta el DF, por las tierras sobrepoblados, los bosques
explotados y los pueblos indígenas oprimidos de hoy, hasta la
alucinante capital de lo que fue el imperio azteca.
El periodista catalán Placid García Planas aprovechó sus viajes
a sitios donde hay guerras y conflictos hoy – es corresponsal de
La Vanguardia – para revisitar los sitios donde transitaron sus
antepasados, los viejos reporteros de guerra de Barcelona,
sobre todo el genial Gaziel, gran cronista de la Primera Guerra
Mundial. Su libro se llama La revancha del reportero.
Viajar para encontrar al otro. Viajar para encontrarse a uno
mismo. Viajar para descubrir el pasado y entender el presente.
Una crónica puede ser el viaje del personaje a lo largo de la vida.
O un viaje particular del personaje. O el viaje de nosotros, los
periodistas. Pero siempre es una invitación al viaje del lector.
Ahora quiero hablar un poco del largo viaje del periodismo
narrativo. Una breve reflexión sobre los orígenes.
CINCO
Cronistas de Indias: descubridores de la vida de los otros
Esta es la siguiente escena: un soldado español se pasa la
lengua por los labios. Está en la cubierta de una goleta, y el sol
castiga sin piedad. Y en los labios nota grietas, grietas de
secura, porque no había qué beber.
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Hace unos años en la Fundación Nuevo Periodismo de
Cartagena de Indias, fundada por Gabriel García Márquez, se
les ocurrió llamar a los escritores de no ficción y periodistas
literarios del continente Nuevos Cronistas de Indias. Tal vez
porque la palabra que define nuestro menester es ‘crónica’.
El nombre suena extraño, porque no vinimos de ningún lado.
Nacimos en las Indias. Aunque lo que encontramos a nuestro
alrededor es tan extraño y fascinante como lo que encontraron
los escribas y monjes que vinieron con los adelantados. Pero el
concepto pegó. Este año participé en unas jornadas en Casa
América Catalunya con mis amigos y grandes cronistas Leila
Guerriero, Julio Villanueva Chang y Gabriela Wiener, y se me
ocurrió buscar un paralelismo entre lo que se hace ahora y las
viejas crónicas de la Conquista de América.
Mi esposa es arqueóloga y enseña prehistoria de América, y
tiene en casa un libro maravilloso de Crónicas de Indias. Como
me suele pasar, al final no dije nada en ese seminario de
Barcelona, pero me pasé días y días sumergido en las crónicas.
Y encontré que esto que tratamos de hacer Leo, Silvana, Leila,
Julio, Gaby y muchos otros jóvenes osados, como Cristian
Alarcón en Argentina, Juanita León en Colombia o Francisco
Goldman en Guatemala es la continuación de la alucinante y
escalofriante tarea de los cronistas. Y descubrí que en nuestro
oficio, los verdaderos adelantados no eran los soldados de
espada y casco, casi todos ignorantes, codiciosos y fanáticos,
sino sus humildes escribas.
Hace poco Mario Vargas Llosa dio una conferencia en
Barcelona donde trazó un paralelo negativo entre los cronistas
de indias y los ‘idiotas latinoamericanos’ actuales. Supongo
que conocen el libro de su hijo, Carlos Montaner y Plinio
Apuleyo Mendoza que el Nobel prologó, sobre los izquierdistas
que echan la culpa a otros de sus propios problemas. Vargas
Llosa decía que nuestro continente fue inventado, soñado,
imaginado en vez de conocido. Que quienes lo descubrieron
buscaban un paraíso y lo encontraron porque lo estaban
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buscando. Y buscaban seres mitológicos – de la mitología
europea – vieron exactamente eso. Describieron sus sueños y
pesadillas, no la realidad. Y de allí se larga a despotricar contra
los europeos que en el siglo XX vieron maravillas en las
revoluciones como la cubana, y monstruos en el imperialismo
yanqui. Las maravillas y los monstruos, tal como en la conquista,
estaban en la imaginación del cronista.
Yo creo que es exactamente al revés. Al menos en la época de
la conquista. No voy a usar mi precioso tiempo aquí para
pelearme con la visión del mundo actual que tiene el insigne
novelista peruano.
La mayoría de las crónicas de indias son intentos, dentro de la
ideología reinante y con los límites de la censura, de contar lo
que venían. El público eran los reyes, la corte. Les pagaban para
contar lo que habían encontrado. Vivían en un mundo de mitos,
magia y monstruos. Que vieran eso no era extraño. Lo nuevo
era lo preciso, concreto, específico de sus historias y
descripciones. Lo que se les escapaba por los costados del
dogma, porque los buenos cronistas eran narradores de alma y
periodistas sin saberlo.
Hay maravillas en la forma en que esos cronistas trazaron la
cartografía de nuestro continente, que se perdieron en el
periodismo almidonado, formulaico, aburrido, oficial que llenó
casi todo el siglo XX.
Les traigo tres ejemplos:
1. Contar la vida de los soldados, la gente corriente de la
expedición, con verdad, con gracia, con detalle, con pasión.
Bernal Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de
la Nueva España
“Después de curados los heridos (que no quedó hombre ninguno
de cuantos allí nos hallamos que no tuviesen a dos y a tres y a
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cuatro heridas, y el capitán con doce flechazos) acordamos
volver a la isla de Cuba. Y como estaban heridos también los
marineros, no teníamos quién marchase las velas…”
Entonces quemaron una nave y se pusieron todos en las dos
que quedaban, pero surgió un problema mayor: no había agua.
“Digo que tanta sed pasamos que en las lenguas y bocas
teníamos grietas de secura pues de otra cosa ninguna para
refrigerio no había. ¡Oh qué cosa tan trabajosa es ir a descubrir
tierras nuevas y de la manera que nosotros nos aventuramos!”
Díaz del Castillo se enoja con los cronistas oficiales, que sólo
cuentan las hazañas de los capitanes generales, y con los
cronistas cultos, que pulen el verbo pero no estuvieron ahí y no
cuentan lo que realmente pasó. Lo suyo son los detalles y el
sufrimiento de la tropa: las heridas y la sed de los soldados.
Así cuenta: las grietas de secura en la boca por la sed en las
naos de Cortés. Para mí parte de la potencia de las breves
descripciones, acertadas y breves como latigazos, viene de este
manantial.
2. Meter al lector en las razones y las emociones de los
grandes personajes.
Hasta leer esta antología de Crónicas de Indias yo pensaba que
se conservaban los relatos de los viajes de Colón. No queda
nada. Lo que piensa, dice y calla Colón lo sabemos por su
cronista. Un gran cronista: Fray Bartolomé de las Casas.
El padre De las Casas cita de la correspondencia y los diarios del
almirante, cómo nos lo cuenta, va construyendo el perfil de
Colón: lo escuchamos, lo oímos pensar. Lo conocemos.
Este es el momento central del doble descubrimiento de Colón,
contando por el padre De las Casas:
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“Dice el Almirante: ‘esta gente es muy mansa y temerosa,
desnuda como tengo dicho, sin armas y sin ley. Estas tierras son
muy fértiles: ellos las tienen llenas de mames, que son como
zanahorias, que tienen sabor de castañas, y tienen faxones y
habas muy diversas de las nuestras y mucho algodón, el cual no
siembran… y otras mil frutas que no me es posible escribir, y
todo debe ser cosa provechosa’. Todo esto dice el Almirante”.
Es como si lo estuviéramos viendo, relamiéndose y frotándose
las manos: gentes mansas y temerosas, mucha riqueza y mucho
provecho para nosotros. Entendió bien, e interpretó en su
provecho. Y de pronto, el brote de locura del europeo acosado
por las pesadillas medievales:
“Entendió también el Almirante que lejos de allí había hombres
de un ojo y otros con hocicos de perro”.
Ahí está el germen del perfil construido a partir de citas del
gran personaje. El otro de los grandes géneros de la crónica
moderna: el internarse en la locura del gran personaje. El gran
hombre, lúcido y sagaz, y de pronto, se le astilla el
entendimiento.
De ahí salen las novelas del dictador y las grandes obras de
Tomás Eloy Martínez, La novela de Perón y Santa Evita.
Escuchando y leyendo mucho y con magistral atención a cómo
las voces nos llevan a algo profundo y verdadero de los
personajes.
3. Vidas, costumbres y sociedades extrañas: el acercamiento a
lo exótico.
Francisco López de Gomara: Historia general de las Indias.
“Casa cada uno cuanto quiere o puede, y el cacique Behechio
tenía treinta mujeres; una empero es la principal y legítima
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para las herencias. Todas duermen con el marido, como hacen
muchas gallinas con un gallo en una pieza…
Lavan las criaturas en agua fría porque se les endurezca el
cuero y aún ellas se bañan también en fría recién paridas y no
les hace mal. Estando parida y criando es pecado dormir con
ella…
Entierran con los hombres, especialmente con señores, algunas
de sus más queridas mujeres o las más hermosas, que es gran
honra y favor. Otras se quieren enterrar con ellos por amor.”
Obviamente, estos fragmentos nos llevan a conocer algo de las
costumbres sexuales de los indios, pero más aún de la mirada,
las filias y fobias, las preocupaciones y obsesiones del fraile
López de Gomara.
Muchos de estos temas desaparecieron por siglos de la prosa
latinoamericana. Y ni que decir del discurso de los medios. Los
olores corporales estaban desterrados de los diarios. Recién en
el umbral del siglo XXI el periodismo de la vida privada entró en
revistas como Etiqueta Negra y Soho. Cronistas como Gabi
Wiener los trajeron de nuevo, sin pedir permiso.
Así, la vida, los detalles sorprendentes, la magia de las voces, lo
extraño y lo doméstico, el aire fresco que estaba en las crónicas
de Indias vuelve ahora al periodismo, después de que la
desmesura y la locura del poder, los padecimientos de los
pobres y la vida privada, en toda su riqueza, estuvieron
ausentes de los medios tradicionales. Era necesario encontrar
la voz para hacerlo.
Creo que lo principal que encontraron los cronistas jóvenes es
la voz. Una voz muy distinta de la entonación impostada de los
diarios.
Hace unos años fui a dar un taller al diario principal de
Mendoza, una bellísima ciudad argentina, pegada a la cordillera.
Antes del taller le pregunté a gente del aeropuerto, de la calle,
del hotel, del restaurante, cómo se imaginaban a los periodistas
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de Los Andes. Y me los describieron como señores mayores,
adustos, serios, con corbata negra y traje algo gastado. En el
taller lo que abundaba eran veinteañeros con camisetas y
zapatillas. “¿Cómo que nos imaginan así?”, me preguntaron.
Y les dije: “Es que ustedes escriben como señores casposos con
la corbata ajustada. Cuando creen que se desmelenan, de
afuera se ve como si apenitas se desajustaran un poco la
corbata.”
No se los dije, pero pienso ahora que los cronistas que indias,
Bernal Díaz del Castillo y Fray Bartolomé de las Casas y
Francisco López de Gomara, escribían de forma mucho más
moderna, más creativa, más osada. Cuando los dejan, cuando
se animan, pueden ser magníficos cronistas. El reportero de
tribunales, Rolando López, me dio como pidiendo permiso su
libro de crónicas judiciales y detectivescas. Durante un año
había habido un diario alternativo, donde pudo dar rienda
suelta a la manera en que quería escribir. Las crónicas son
buenísimas. Pero el diario alternativo duró un suspiro, y
Rolando volvió a Los Andes y a la pirámide invertida.
¿De dónde tienen tantos periodistas amarrados el sueño de
escribir distinto? No de los cronistas de Indias. Ni lo estudiamos
ni lo conocemos. N os viene de algo mucho más próximo: el
buen periodismo narrativo de Estados Unidos, la escuela del
Nuevo Periodismo.
SEIS
Hunter Thompson tras los Ángeles del Infierno: una nueva
forma de contar
El arte de que te rompan la nariz. Así se llama la siguiente
escena.
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Una mañana de finales de 1965 el editor del primer libro de
Hunter Thompson lo llamó para decirle que todo estaba listo
para publicar la obra que lo lanzaría a la fama y crearía el
periodismo gonzo. El libro se llamaría Los ángeles del infierno,
una extraña y terrible saga.
Era un perfil en profundidad, a la vez cercano y crítico, de la
banda que para la derecha era el símbolo de lo antinorteamericano y para la izquierda, ejemplo de rebeldía juvenil.
Thompson se pasó medio año bebiendo cientos de litros de
cerveza con la banda, se compró una moto para seguirlos y
descubrió que no eran rebeldes con causa sino enamorados de
la velocidad, la libertad para hacer el gamberro, el machismo y
al violencia. El idilio con la izquierda se rompió un año después,
cuando irrumpieron en una marcha contra la guerra de
Vietnam y molieron a palos a los manifestantes.
El texto de Thompson se un alucinante viaje al corazón de un
grupo profundamente norteamericano. Para el autor, eran los
auténticos herederos de la tradición de los cowboys, los
aventureros del Oeste. Bebían hasta caer desmayados y
pegaban y violaban a las mujeres. Seguramente como los
verdaderos cowboys. Los diálogos del libro son precisos,
punzantes y reveladores. Nadie da discursos. Hablan como
habla la gente, sobre todo la gente borracha y drogada. Y las
descripciones son específicas, poéticas, pegadas a lo que ve y
oye y al mismo tiempo, llenas de citas literarias y religiosas.
Pero al libro le faltaba algo: le faltaba la foto para la portada.
Así que seis meses después de las jornadas infernales, meses
después del último contacto con ellos, Thompson se volvió a
echar a la carretera para sacarles fotos. Y todo salió mal. O muy
bien, según cómo se lo vea.
Esto lo cuenta Marc Weingarten escribió la biografía conjunta
de esta pandilla de soberbios inadaptados que formó lo que el
más soberbio de ellos, Tom Wolfe, llamó Nuevo Periodismo.
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Lo llamó The Gang That Coudn’t Write Straight. La banda que
no podía escribir recto. Es un juego de palabras sobre una
novela de Jimmy Breslin, uno de los nuevos periodistas. De ahí
salió una película, La banda que no podía disparar recto, con
Robert de Niro.
En el libro salen Wolfe, Norman Mailer, Joan Didion, Truman
Capote, Gay Talese y el más loco de la banda, el joven
Thompson.
En el lago donde acampaban y se bañaban con sus jeans
mugrientos – nunca se sacaban la ropa de andar en moto para
bañarse – Thompson les tomó decenas de fotos. Pero se armó
una bronca. Uno de los Ángeles empezó a golpear a su novia.
Thompson la defendió, y pronto se vio rodeado por los
personajes de su libro. Su editor dijo después que de toda su
investigación, él debía saber lo que iba a pasar. Lo molieron a
golpes. Le rompieron la nariz.
Con la nariz sangrando logró subirse a su coche y condujo hasta
el pueblo más cercano. Ahí se encontró con una pandilla local
de para-policías dispuestos a darle una lección al primer Ángel
del Infierno que se apareciese. Estaban podridos de las visitas
de la banda de indeseables. Condujo un par de horas más y se
encontró con la sala de emergencias del hospital llena de
miembros de los Gypsy Jokers, una banda rival a la que los
Hell’s Angels acababan de dar un paliza. Hunter Thompson
terminó de arreglarse la nariz él solo, con la ayuda del espejo
retrovisor de su coche. Ese es el tipo de anécdotas que hicieron
su fama y crearon el nombre de gonzo.
Jim Silberman, su editor en Random House, lo tenía claro: “tu
método de investigación”, le dijo, “consiste en atarte a la vía
del tren cuando sabes que viene el expreso, y quedarte a ver
qué pasa. Lo que estás buscando no es la foto, sino una escena
fuerte para el final del libro. Querías que te partieran la cara”.
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Nadie había hecho ese tipo de periodismo antes. O si lo
hicieron, no lo llamaron periodismo.
Pero ahora, 40 años después del nacimiento del Nuevo
Periodismo, estoy convencido de que si seguimos leyendo sus
clásicos y aplicando sus métodos es fundamentalmente por la
acumulación de talentos, miradas y voces.
Lo fascinante es el impresionante talento de estos hombres y
mujeres como escritores. Con los viajes y el pasar meses y
noches enteras con sus personajes no bastaba. Era la mirada,
que está en cada una de sus páginas, incluso en las versiones
casi ilegibles que nos llegaban de España. No se imaginan lo
que era leer en Argentina los insultos de los personajes de Tom
Wolfe, Mailer y Hunter Thompson llenos de ‘gilipollas’, ‘que te
cagas’ y ‘a tomar por culo’. Lo mismo me sigue pasando con el
doblaje, pero ese es otro asunto.
Ese es otro de los elementos centrales de lo que para mí trae el
nuevo periodismo: la voz. Nos ponemos en manos de un loco
que se pasó un año con un grupo del que creíamos que lo
sabíamos todo y no sabíamos nada. O con un grupo del que no
habíamos oído hablar. O con una familia tipo, y nos damos
cuenta de que una familia tipo – como nuestra familia – es
extrañísima. Y escalofriante. Pero lo seguimos por la voz con la
que nos cuenta sus historias.
El periodista al uso es como el pregonero que lee el bando en
la plaza. El periodista narrativo es como el Flautista de Hamelín,
que toca su flauta y lo seguimos hasta tirarnos por el precipicio.
La cuestión es que corría el invierno de 1984, y un amigo me
recomendó El nuevo periodismo. Esta es mi edición, la 3ra., de
Anagrama. Si llegó el periodismo narrativo a España y a
Latinoamérica es principalmente gracias a Jorge Herralde y a
Anagrama. Ahora que lo deja, creo que todos debemos
agradecérselo. En 1984 yo tenía 22 años y acababa de salir de
una dictadura y de participar en una guerra.
24
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Leyéndolo junto con las obras de Rodolfo Walsh, de Osvaldo
Soriano, de Tomás Eloy Martínez, me dio la idea de que se
podía, que se debía hacer periodismo de otra manera.
Sabíamos muy poco de Tom Wolfe y de los otros espadachines
del Nuevo Periodismo. Con los años fui leyendo a Norman
Mailer, a Truman Capote, a Gay Talese, a Hunter Thompson.

Cada uno era distinto:

Wolfe era la magia verbal. Daba protagonismo a la voz,
a la palabra, al estilo. Su voz, gritona, machacona, de
frases largas y muchos tacos, como en La izquierda
exquisita.

Mailer era la apoteosis del yo: un animal político y un
enamorado de sí mismo. Era el Hemingway de la no
ficción, siguiendo la carrera de rebelde guarro de su
principal personaje, que era él mismo, como en Los
ejércitos de la noche.

Capote llevó hasta sus últimas consecuencias el juego
de la novela de hechos reales. Era un maestro de la
prosa precisa, un as quitándose de en medio, para que
viéramos nosotros con sus ojos. Deslumbra su ejercicio
estilístico de novela de no ficción A sangre fría.

Talese era el caballero y el gran observador del grupo.
Sus perfiles son piadosos y crueles a la vez: en vez de
novelas, sus libros dialogan con el ensayo y con la
biografía. Su perfil de Frank Sinatra sigue siendo
ejemplo de perseguir con denuedo a un personaje difícil
y salir con un ensayo sobre la naturaleza humana

Y Hunter Thompson era el que menos podíamos
entender desde nuestra experiencia de periodistas,
25
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pero el que estaba más cerca en nuestra locura de
adolescentes recién salidos de una dictadura. Su
periodismo gonzo jugaba con el fluir de conciencia, con
el vomitar platos exquisitos, con el viaje a los límites del
abismo, donde habitan el miedo y el asco.

¿Qué era lo que unía a estos y muchos otros nuevos
periodistas de los 60 y 70?

Wolfe lo explica en la página 76 de El nuevo periodismo:
lo que hace esta pandilla es pegarse a la gente de la que
quiere escribir, vivir muchas, profundas y variadas
escenas con ellos, y después contarlas. Meterse en la
vida de gente que nos quiere echar a patadas si
entiende lo que estamos haciendo, o que nos ama
porque piensa que los mostraremos como ellos se ven,
y después nos quiere matar cuando ve lo que hemos
hecho.

Meternos en lo que no nos concierne y airearlo para
beneficio de quien no debería importarle. Si lo hacemos
a fondo, lo que escribimos nos debería dar vergüenza
ajena. Lo que buscaban muchos de los nuevos
periodistas, como Wolfe, Thompson y Talese, es que el
lector se identifique con los personajes y después se
avergüence.

Poco a poco fui conociendo a los seguidores de esta
pandilla. Gente como Ted Conover, Susan Orlean,
Adrianne Nicole Lenblanc, Jon Krakauer o Barbara
Ehrenreich. Gente que en el mundo hispano apenas se
conoce, la mayoría no traducidos.

En 2005, un tercio de siglo después de la eclosión del
Nuevo periodismo, Robert Boynton saca el libro El
nuevo nuevo periodismo. Entrevista sobre sus métodos
a estos y a otros periodistas literarios de la generación
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actual. Y en su introducción, Boynton da muchísima
envidia.

Si Tom Wolfe decía en 1973 que en la segunda mitad del
siglo XX los verdaderos innovadores de la prosa y los
que nos hacen entender la sociedad en que vivimos ya
no son los novelistas sino los escritores de no ficción,
Boynton dice que ya han conseguido el reconocimiento
social y del estamento literario con los que soñaban
hace 30 años.

“En los 30 años que pasaron desde el manifiesto de
Wolfe”, escribe Boynton, “un grupo de escritores ha
estado adquiriendo, con seguridad y en silencio, un
lugar en el centro mismo de la literatura
estadounidense contemporánea. Un lugar para la no
ficción de largo aliento basada en el reporteo
periodístico y la escritura narrativa”.

No estoy tan seguro de que ya hayan llegado donde
querían. Espero que no, así siguen peleando por un
lugar para nuestra disciplina, pero ciertamente
avanzaron mucho más que aquí.
Aquí lo dejo. Me gustaría seguir con la polémica de por qué no
cuajó este periodismo en nuestras costas, pero si quieren, lo
planteo como uno de los temas de debate para la tarde.
SIETE
Kapuscinski en el Zócalo: con los que sufren la historia
Penúltima escena: 3 de marzo de 2001 a las 6 de la madrugada.
La enorme plaza de El Zócalo en Ciudad de México se
preparaba para recibir la llegada de los zapatistas. El
subcomandante Marcos y sus huestes llevaban días dando
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vueltas por los barrios pobres del DF, y ese día llenarían el
Zócalo y darían discursos al mediodía.
La noche anterior había terminado el primer taller de cronistas
latinoamericanos de la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano con el maestro Ryszard Kapuscinski. Había
sido una semana intensa y rarísima. Éramos unos 20, habíamos
venido de una decena de países a escuchar al gran maestro
polaco, y él no quería hablar. Hacía décadas que no hablaba
castellano. En los años siguientes, cuando Latinoamérica y
España lo convocaron, volvió a tener fluidez en el idioma en
que trabajo como reportero de la agencia oficial polaca durante
los años 60 y 70.
Él quería escucharnos. Preguntaba por los proyectos que cada
uno tenía, las preocupaciones de ser periodistas en la región,
propiciaba debates dentro del grupo. Casi todo el tiempo
permaneció a su lado Gabriel García Márquez. Muchos de los
jóvenes participantes, sobre todo los colombianos, tenían más
preguntas para su premio Nobel que para el invitado polaco.
La última noche hubo una cena y después baile con mariachis, y
terminó tardísimo. Cuando el director de la fundación, Jaime
Abello, y el coordinador del taller, Ricardo Corredor, le
preguntaron qué pensaba hacer al día siguiente. Les dijo, como
si no dijera nada, que pensaba estar a las 6 de la mañana en el
Zócalo, para ver los preparativos para la llegada de los
zapatistas. Muchos años después, cuando comí en Cartagena
de Indias con Abello, me contó la historia de esa mañana.
Resulta que con dos o tres horas de sueño, los de la fundación
consideraron su deber llevar a Kapuscinski hasta la plaza.
Era un anciano polaco en medio de una algarabía latina. Claro,
pero también era el hombre que había llegado por su propio
pie a casi un centenar de países pobres y paupérrimos, que
había sobrevivido a 27 guerras y revoluciones, que había
cruzado Angola cuando el ejército pro-norteamericano ya se
había ido y el pro-soviético todavía no había llegado, y todo
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estaba en manos de bandas desatadas. Y era el mismo que
había cruzado la Unión Soviética en el año de su
desmoronamiento, en ese momento en que lo viejo muere y lo
nuevo no termina de nacer. Las historias son legendarias:
estuvo a punto de ser fusilado y linchado varias veces, y en
muchos casos se enfrentó a hombres armados con los que no
compartía ni una palabra.
El caso es que no necesitaba que lo llevaran al Zócalo. Pero por
deferencia y admiración y agradecimiento, madrugaron y lo
llevaron en coche. Y en cuanto llegó, me contó Abello,
Kapuscinski les dijo que en un par de horas volvía y se perdió
entre la multitud que había dormido allí. Le interesaban sobre
todo los vendedores, los repartidores de literatura
revolucionaria, los policías, los puesteros tradicionales de la
plaza y los que habían venido a ganarse unos pesos en el
acontecimiento. Se lo encontraron con el sol ya alto y con los
altoparlantes anunciando que la caravana zapatista estaba por
llegar. Kapuscinski venía con historias fascinantes de la señora
que vendía tortillas, de la familia que había confeccionado
banderas y gorras, del policía y de los niños que recorrían los
puestos pidiendo limosna.
“Ya está. Nos podemos ir”, les dijo. ¿No quieres quedarte a los
discursos de los zapatistas?, le preguntaron. Y dijo que no, que
eso ya lo podía ver en televisión o leer en los diarios del día
siguiente. Lo que quería era la voz de la gente, las historias de
los pobres. Representantes de los pobres ya había escuchado
muchos.
Nos les voy a contar la vida y la obra de Kapuscinski. Tengo una
clase de eso en el master, y nos llevaría toda la mañana.
Además, me faltaría mi gran aliada en esa clase, la gran
traductora Agata Orzeszek, la voz de Kapuscinski en castellano
y una amiga y sabia, sobre el maestro, sobre Polonia y sobre
muchas otras cosas. Quería traer a Kapuscinski aquí en primer
lugar porque no consideraría completa una charla de una hora
sobre la necesidad del periodismo narrativo sin mencionarlo.
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Para los periodistas latinoamericanos creo que fue una
influencia, una fuente de posibilidades y de liberación
importantísimos. Si me preguntan por influencias en lo que
hago como periodistas y lo que enseño, hablaría por un lado del
nuevo periodismo norteamericano, con la pandilla del loco
Hunter Thomphson y sus amigos, por otro con los escritores
comprometidos de América Latina, y para mí el más grande de
todos, el argentino Rodolfo Walsh, y de Europa destacaría
especialmente a Kapuscinski.
Hubo grandes periodistas literarios europeos en el siglo XX. Me
fascinan el checo de lengua alemana Egon Erwin Kisch y el
francés Albert Londres. Pero son desconocidos, sus nombres y
formas no llegaron a nuestra lengua. Kapuscinski, por su
especial interés por América Latina y la forma en que se
propagó su obra, sí llegó y sí nos afectó mucho. En el taller de
México había fanáticos de La guerra del futbol, de Ébano, de El
Sha y sobre todo de la obra maestra, El Emperador. Más que
casi ningún otro autor, nos mostró que se puede hacer alta
literatura con los modestos mimbres de la realidad. Y que se
debe buscar una voz propia. Y que se debe buscar una
estructura original para cada obra, apropiada para el tema. No
adaptar los temas a nuestra estructura y nuestra voz estándar.
Innovar, cambiar, jugar e invitar al lector a jugar con nosotros.
En el arte de contar de Kapuscinski están los qués, los porqués
y los cómos que me ayudan a entender los grandes conflictos
del siglo mejor que la mayoría de los tratados y libros de
historia. Sabía ver el detalle, la anécdota, el giro sorprendente.
Veía mejor que nadie, y veía donde nadie se había fijado.
Cuando empiezo mis clases de Kapuscinski en Barcelona suelo
empezar escribiendo su nombre en el pizarrón. ¿Qué es lo
primero que les llama la atención?, les digo a los alumnos. A los
pocos segundos, alguno dice que es raro que una palabra tenga
acentos sobre la ‘s’ y sobre la ‘n’. Sí, era eso. Para mí la gran
lección de Kapuscinski era que ponía los acentos en lugares
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insólitos. En la vida de los nigerianos y las batallas de los
centroamericanos y la forma de combatir la represión de los
iraníes. Y en su forma de leer a los clásicos.
En Viajes con Heródoto no sólo recorre un mundo nuevo para
él, en algunos casos siguiendo las huellas del padre de la
historia, en otras descubriendo sociedades que se le abren,
como la de India, y otras que permanecen impermeables, como
la de China. Viaja con el tomo de Heródoto y va comentando y
discutiendo con el viajero y proto-periodista clásico. Y le hace
preguntas a los viejos papiros de Heródoto.
¿Qué sacamos de Kapuscinski? Su genio como escritor era
único. Pero su método de investigar a fondo y buscar formas de
contar apegadas a lo real y al mismo tiempo originales es algo
que podemos, que debemos hacer… ¿Por qué se sigue leyendo
El Sha y no salen libros así para explicar el fascinante Irán de
hoy? En los ochenta había que entender por qué cayó el Sha.
Hoy es necesario meternos en la sociedad que se rebela contra
Ahmadinejad y los ayatolas en lo que probablemente fue la
primera revuelta de la zona.
La tecnología está. Las imágenes se suben a Youtube, los
mensajes vuelan por Twitter, los grupos se forman y conectan
en Facebook, Skype permite hablar por teléfono desde
cualquier parte, y leer artículos de todo el mundo en Internet.
¿Y dónde está el Kapuscinski de hoy? Dejo la respuesta sin
contestar, para el debate de la tarde. La pregunta también
podría ser dónde está el Hunter Thompson de hoy, cubriendo
las convenciones políticas y campañas como hizo él en 1972; o
el John Hersey que contó Hiroshima desde las historias de los
japoneses. O el Michael Herr, que contó Vietnam desde la
sensibilidad enfermiza y desesperada de los soldados.
El tema central de Kapuscinski es el poder. Pero no la novela de
ficción o de no ficción del dictador, del banquero, del poderoso.
Cuando llega el gran hombre, Kapuscinski se aleja, hastiado. No
le interesa el embrujo, la épica y la erótica del poder, cómo vive
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y cómo manda el que tiene el poder. Le interesa el que lo
padece, tanto la víctima como el victimario al servicio del
poder. El mundo del campesino, el policía, la señora de las
tortillas, el pescador, la militante, el militar, los de abajo. Toda
su obra es un gran fresco, tan vigente como los libros de Max
Weber, sobre el funcionamiento del poder en la gente común.
Kapuscinski está con los de abajo. Eso lo sabemos apenas lo
empezamos a leer. Por eso creo que nos atrapa en América
Latina. Todos estos maestros del Nuevo Periodismo
norteamericano, a veces no nos queda claro con quiénes están.
Quiénes son los suyos. Hay un sentido profundo de la ética en
Kapuscinski. Si quieren, después podemos hablar de la
polémica que desató la biografía de Domoslawski, polémica en
la que yo participé.
Lo que quería decir en este momento es que lo que aporta la
obra de Kapuscinski, lo que es necesario en estos tiempos de
relativismo, es que además de la voz, la pluma, el pasarse
mucho tiempo y entender a fondo a los personajes y los
paisajes de los que escribimos, nos acercamos a todo eso desde
un lugar, con un punto de vista, con convicciones. La conclusión
vendrá de lo que veamos, de lo que descubramos. Pero ver con
ojos abiertos no significa ser una tabla rasa moral.
Para mí, la convicción no debe ser estar con un partido, ni con
todos los de un país o una religión. Pero sí con unos principios.
De pocos periodistas veo tan claros y tan inalterables los
principios, pese a los cambios, las necesidades y las limitaciones
que vivió y sufrió, como en el viejo y baqueteado Kapuscinski.
OCHO
La última escena es de mi primer libro y también de mi vida. Es
de un lugar al que nunca pensé que volvería. Y en un sitio
donde jamás imaginé que podría entrar. Port Stanley es la
capital de las Falkland Islands, o las Islas Malvinas. La escena se
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desarrolla en el Falklands Club, corazón del orgullo de los
isleños. Afuera nieva. Es invierno, y adentro el vaho nubla las
ventanas. Es agosto de 2006. Cuando salimos, la noche está
tachonada de estrellas y una capa de hielo cubre la calle. Con
mis dos whiskys encima, me resbalo, y mi enemigo, un viejo
lobo de mar septuagenario, me agarra del brazo para que no
me caiga, pese a que había tomado muchos más whiskys que
yo.
Cuando los militares me mandaron a las islas, en abril de 1982,
había tal vez cuatro o cinco árboles en el pueblo, que no tenía
más de mil habitantes. La población total de las islas era de dos
mil. Hoy son tres mil. El viento silba siempre, y siempre del
mismo lado. La tierra es una turba negra y porosa. La gente es
amable y metida en sí misma. Se puede hablar de muchos
temas si uno no va con el único tema de las relaciones con
Argentina.
Yo soy un ex combatiente de la guerra de las Malvinas. Cuando
volví, lleno de rabia y de preguntas, habían muerto poco más
de mil soldados de los dos lados. Hoy murieron más de mil, la
mayoría en suicidios ciertos o dudosos. De ambos lados, ya se
mataron más después de la guerra que en esos 74 días que
nunca debieron haber ocurrido.
No me hice periodista ni me fui metiendo en el periodismo
narrativo para aprender a contar mi propia historia. Quería un
oficio, una profesión, una forma de contar la verdad, ayudar a
los oprimidos. Como dice un viejo dicho norteamericano, el
buen periodismo está para confortar a los afligidos y afligir a
los confortables. Me metí en esto para hablar de los demás.
Pero todo lo que soy lo que hago tiene que ver con que a los 19
años la dictadura militar de mi país me envió a la guerra de las
Malvinas. La guerra duró 74 días, y durante la mitad de ese
tiempo yo estuve recorriendo las costas rocosas, buscando
cadáveres y sobrevivientes, transportando tropas y comida y
armamento y sorteando bombas con seis marinos en un velero
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de madera construido en 1927. Nuestro barquito se llamaba
Penélope.
En la guerra vi cadáveres, vi heridos, chicos partidos por la
mitad, soldados locos vivos con ojos de muertos. Cuando tenía
6 años mi hijo me preguntó si maté a alguien. Le dije que no, y
por supuesto se decepcionó. Yo no soy un héroe de acción. Soy
un tipo que mira de otra manera desde que volvió de la guerra.
Una parte de mí murió sobre la turba de las Malvinas.
Tardé 24 años en encontrar la forma de escribir sobre lo que
me había pasado. Y fue en gran parte las cosas del periodismo
narrativo de las que traté de hablarles hoy las que me
permitieron hacerlo. Ahora ya está. Estoy escribiendo la
historia de otros. Pero el poder escribir sobre mí es una losa
que me quité de encima.
Lo pude hacer cuando aprendí que lo que tenía que hacer era
escuchar a los otros. Ir a la búsqueda de sus historias, sus
puntos de vista. Su guerra, no sólo la mía. Sus islas. Su barco.
Hice mi investigación en 2006. Durante un mes en Buenos Aires
y alrededores me encontré con los seis tripulantes de esa
goleta de 16 metros de eslora, el Penélope. Esta gente eran
militares argentinos de la época de la dictadura. Uno era oficial,
un teniente. El resto eran suboficiales, un hombre mayor y
cuatro chicos de mi edad, cabos que a los 15 años entraron a la
ahora terroríficamente famosa Escuela de Mecánica de la
Armada. Alguno tenía algo de vocación militar. La mayoría eran
de familias pobres, del interior, nacidos muy lejos del mar, que
buscaban una garantía de sueldo, de techo, de comida. Un
futuro.
¿Qué tenían que ver esos jóvenes soldados de la dictadura
conmigo? Durante un cuarto de siglo estaba seguro de que
nada. Ahora pienso que mucho.
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En los cerros de Salta, donde los chicos coyas no tienen zapatos
y nunca vieron el mar, es donde la Armada Argentina buscaba a
sus marineros. Estos seis hombres me contaron sus historias,
me contaron los días y las noches en el Penélope, que eran
parecidos y distintos de lo que me acordaba yo. Y me contaron
todo lo que les pasó después. La primera parte de mi libro es un
relato a siete voces y unos perfiles narrativos de estos hombres
y de mí mismo entre ellos.
No creía que iba a tener nada que ver con esos hombres, con
quienes había pasado experiencias más intensas y peligrosas de
mi vida. Y a través de sus historias, de cómo ellos me contaban
el antes, durante y después de la guerra y también de cómo
ellos me veían a mí. Usé todas las herramientas de construcción
de voces y de historias de personajes que había aprendido
leyendo, escribiendo, entrevistando y enseñando para
acercarme a esa parte de mí mismo que durante un cuarto de
siglo no había querido ver.
Para la segunda parte del libro tenía que viajar de vuelta a las
Malvinas. Tenía que recorrer los lugares donde pasé la guerra,
pero también quería acercarme a la vida de los isleños. Y tenía
el deseo y el miedo de encontrarme de vuelta con los que había
conocido en la guerra. Sobre todo con el viejo lobo de mar
Finlay Ferguson, el capitán del Penélope, el marino al que
quitamos su barco contra su voluntad, pero con quien había
tenido largas charlas en las guardias nocturnas en el puente de
mando. Las charlas eran sobre todo silencios, pero en ese
momento, cuando yo tenía 19 años y sabía muy poco del
mundo, me había parecido que nos habíamos tratado con
cordialidad y curiosidad. Y respeto.
Mi viaje de vuelta a las Malvinas fue una de las experiencias
personales y profesionales más importantes. Y el momento
clave fue cuando llamé a Finlay Ferguson y me dijo que me
pasaría a buscar por la casa de la señora donde me estaba
quedando. Todos se conocen, sobre todo los mayores.
Ferguson había sido novio de la señora de la casa, y su nueva
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esposa no estaba contenta con que él viniera a buscarme ahí.
Yo no sabía nada de eso. Lo supe siete cervezas más tarde.
Fuimos al pub The Rose, donde me presentó a su hija y su
yerno. Después de unas cuantas rondas de cerveza, él tomó
como diez whiskys. Yo tomé dos, y casi me desmayo. La
segunda noche, después de diez horas de entrevista, de
contarme toda su vida, Finlay me dijo que quería invitarme a su
club.
Yo tampoco lo sabía, pero el Falklands Club es el corazón del
sentimiento británico y anti-argentino de las islas. Yo era el
primer argentino que pisaba el club. Ni que hablar de que
además era un ex combatiente, un enemigo.
En los días siguientes todos los que entrevistaba abrían los ojos
como platos. ¿Te llevó al Falklands Club? ¿En serio? Y decían
tres cosas: que él me había mostrado que me apreciaba mucho,
que quería decirles algo a sus viejos amigos del club, y que su
prestigio como capitán y como hombre era tal que sabía que
nadie me atacaría.
Un marino casi tan viejo como él me preguntó, cuando
entendió quién era yo: ¿A qué vienes, a enterrar viejos
fantasmas? Era un poco cierto. Aunque después, sobre todo en
los meses de escribir, llegué a la conclusión de que lo que
quería era desenterrar fantasmas. Los míos y los de él. En lo
que escribo desentierro fantasmas de otros. En ese libro tenía
que sacar a la luz los míos.
Hice también dos viajes a Alemania, a buscar la vieja historia
del barco y la historia de los patriotas alemanes de cuando mis
abuelos judíos pensaban que eran, ellos también, alemanes.
Pero esa es otra historia.
Entre las entrevistas con mis compañeros de la marina
argentina y mi viaje a las islas, pasé por Santiago para dar mi
curso de periodismo narrativo. Eran tres días de clase, con lo
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difícil que es salir de una investigación de un libro cuando estás
metido.
En tres días tuve que embutir ideas, lecciones, autores y
métodos en una semana para enseñar como profesor invitado
en Chile. Yo era el profesor transandino.
Y leyendo todos estos relatos de encuentros con el otro, de
viajes, de investigación en el pasado, me encontré con lo las
razones por las que estaba haciendo esos viajes. Estaba
entrevistando y escribiendo las historias de mis compañeros del
Penélope gracias a que había leído Hiroshima de John Hersey.
Estaba anotando cada detalle y cada idea mía sobre cada
detalle del viaje a las islas porque había leído a Kapuscinski.
Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Walsh, Gay Talese, Ted Conover,
y los 211 libros que están en la bibliografía de Periodismo
Narrativo, de una u otra forma me acompañaban. Y los cientos
y cientos de artículos que había escrito, desde los informes de
ruedas de prensa hasta los artículos con pretensión literaria
que fui haciendo sobre todo desde que me fui a vivir a Costa
Rica en 1993.
En un momento, aturdido de whisky y escuchando a Finlay
Ferguson, mi personaje, mi fuente, mi amigo y mi viejo
enemigo, el trabajo y la vida eran lo mismo. Tenía que estar ahí
hablando con él aunque no fuera periodista y aunque no me
hubiera abducido el periodismo narrativo. Pero si no hubiera
tenido dos décadas de vida de periodista detrás, no hubiera
estado ahí.
Y gracias a esta bendita y puñetera profesión, pasión y afición,
pude finalmente volver de la guerra, con la barba ya blanca y
entendiéndolo todo mejor. ¿De qué guerras tienen que volver
ustedes? Todos guardamos algún rencor, humillación, un
escupitajo, un retortijón de hambre. Y si no hay ninguna guerra
de la que nos cueste volver, debemos ir a alguna de las cosas
que pasan en el mundo y contarlas como si al lector le
importara. Porque nos importa a nosotros. Y, reconozcámoslo,
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nos morimos por sacarnos la máscara de periodista que en este
siglo XXI sirve cada vez para menos.
En el fondo, tal vez por eso se me hace necesario el periodismo
narrativo. Porque no tengo que ponerme la máscara de
periodista. Es un periodismo que puedo, que debo hacer sin
máscara.
Soy yo el que pregunta, investiga y escribe. No hay máscara.
Quiero sacarle la máscara al mundo y a la gente, y primero
tuve que sacármela yo. Y ya no puedo escribir con máscara. Y
hasta me cuesta leer esos textos periodisticos enmascarados,
sibilinos, mentirosos. Supongo que saben a qué me refiero.
Quiero, necesito, que me cuenten historias verdaderas, y
contarlas yo. Vuelvo al tema del principio, al placer, porque al
menos con periodistas jóvenes y estudiantes es lo que siempre
pienso.
¿Por qué es necesario el periodismo narrativo? Sí, es
importante, es necesario para la democracia y para la paz. Es
necesario para que aprendamos a ver y respetar y entender al
otro.
Pero antes que eso está el placer. Investigar, entrevistar,
escribir y leer esta literatura de hechos reales, cuando está bien
hecho, me llena como pocas otras cosas en la vida. Para mí fue
la posibilidad de volver, finalmente, de la guerra. Pero también
es un viaje de ida. Hacia tantos, tantos lugares…
Muchas gracias.
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