Periódico El Mollete Literario #20

El Mollete Literario
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Director: Carlos Ramírez
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Abril 15, 2015, Número 20, Tercera Época
La nostalgia de
soñar escritores
Relato de mi encuentro con
Gabriel García Márquez
Por Monserrat Méndez Pérez / pág.10
2
El Mollete Literario
Las herencias de Galeano
y Günter Grass
Dos decesos sacudieron la mañana del lunes 13 de
abril. Eduardo Galeano y Günter Grass dejaron este
mundo y nos recordaron su trascendencia en el mundo de las letras. Sin duda alguna ambos escritores son
una gran pérdida dentro del mundo literario.
El escrito uruguayo, Eduardo Galeano, fanático del
futbol, nos ofreció revalorar la vida, la muerte, a la América Latina, siempre con ese optimismo que da aire para
respirar; Günter Grass, fue un duro crítico de la posguerra en Alemania, donde con ayuda de la ficción recuerda
el trabajo que le costó sobrevivir a la guerra.
Asimismo, en esta edición, recordamos al escritor
colombiano Gabriel García Márquez, que hace un año
partió, pero que en realidad fue en 1947, con La tercera
resignación, cuando se embarcó en el mar de la imaginación con la terquedad de ser escritor, “aunque me muera
de hambre”.
Así, pues, resumimos: la escritura es esa apasionante
profesión que eligen algunos humanos para desentrañar
el mundo. O la profesión los elige a ellos, porque sabe
que son los seres más nostálgicos que puedan sostenerla
y empujarla a otros.
Literatura musical Por Luy
15.04.2015
Índice
de un personaje
20 Memoria
que no existe
3
Grafólogo americano
Por Ene Riaño
5
Letras Torcidas
Por César Cañedo
6
Cuento
Por P.I.G., Marco Villavicencio,
y Samuel Enciso
Por Ulises Casal
Insólita
22 Semilla
Por Lydia Zárate
interno en el
24 Monólogo
mingitorio
Por Luis Villalón
10
Entre sueños y mariposas
amarillas: encuentros y
tropiezos con Gabriel García
Márquez
Por Monserrat Méndez
al lenguaje musical
26 Introducción
Por Margarita Salazar Mendoza
milenaria
28 Silla
Por Martha Chapa
mapas, voces y cuerpos
12 Letras,
Por Edwing Roldán Ortiz
Galeano y Günter
29 Eduardo
Grass: huellas en la literatura
temor a la oscuridad
14 ElPorantiguo
Paul Martínez
vidas tiene un gato?
30 ¿Cuántas
(Segunda parte)
vida a cuadros,
Por Ximena Cobos
17 Lareflexiones
desde el ajedrez
(Segunda parte)
Por Luis Flores Romero
El Mollete Literario
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“Existen dos posibilidades: que estemos solos en el universo o
que estemos acompañados. Ambas son igualmente aterradoras”.
Arthur C. Clarke
El Mollete Literario 3
15.04.2015
Grafólogo americano
Por Ene Riaño
S
e trata de uno de esos
autores que te encuentras
después de años (no
demasiados) de haberte
sido recomendado por Nacho
Vegas, en una pila de libros en
ganga, que será quemada si nadie
se los lleva, y te dan ganas de
tomarlo y darte a la fuga.
Me pregunto qué provocaría dejar su
lectura a un grupo de secundarinos. No
creo que un acontecimiento similar al provocado al principiar el milenio una vez que
a alguna entusiasmada profesora de literatura se le ocurrió encargar leerse Aura, de
Carlos Fuentes [en Paz descanse], lo cual
ocasionó que uno de los tantos gabinetosos
personajes, que ha habido y habrá por acá,
montara en cólera y se valiese de sus celestes influencias para preservar así la mochería. Habría que hacer la prueba, qué más
alejado del canon curricular que Bret Easton Ellis, uno de los escritores más incómodos y audaces de las últimas décadas. Sus
argumentos de anemic royalty son en cierto
punto de esos que por su crudeza desearías no haber leído, porque calan, incluso a
modo de carcajada.
Nacido en 1964 en Los Ángeles, en su
adolescencia no aspiraba a ser nombrado
sucesor de Hemingway ni de Camus como
lo sería, sino a convertirse en rockstar (y es
que nos crían para creer que un día seremos
estrellas de rock, de cine...), a la música se
encaminó, pero el hecho de que Benniggton,
donde estudiaba Artes, el jazz, carente de lírica, era la tendencia, decidió volcarse a la
literatura. Al cumplir la edad reglamentaria
para ser encarcelado en cualquier cuchitril
del orbe, animado por profesores, y, aspecto trascendental, respaldado por la editorial
Simon & Schuster, irrumpió en escena con
Menos que cero, que desde obvias connotaciones autobiográficas relata el regreso de
un joven llamado Clay a la casa paterna en
California para pasar las fiestas decembrinas.
Con una venta el primer año de un
aproximado de 50 mil copias, sin ser gra-
tuifeliz está obra plagada de reverencias pop
[sic] hasta en su título (que alude a una rola
del ya calvo y ahora presentador Elvis Costello), tuvo la aprobación inmediata de sus
coetáneos, quienes se sentían identificados
ante el lirismo de angustia (post)adolescente promocionado en sus páginas plagadas
de drogas e hípersexualidad; además, no
pasó desapercibida entre la crítica que hubo
de comentar la precocidad literaria del novel
novelista (que no podía ser ya efeba, como
la de Rimbaud).
El reclamado enfant terrible de las letras
estadounidenses atentó insolente en contra
de lo políticamente correcto y se convirtió
en una nota disonante gracias a su frenética prosa mordaz, acida y a veces telegráfica
que remitía al new journalism. Pese a haber
sido, Douglas Coupland quien escribió Generación X (1991), y otro su juglar-mártir,
Bret Easton Ellis fue pionero y vocero de
ésta. Escribió sus dos primeras novelas en
el lustro decisivo y perdido del siglo XX,
el de Chernobyl y la caída del Muro de
Berlín. Radiografió a los hijos de la cúpula
estadounidense, mismos que el mundo se
imaginaría bellos, millonarios y dichosos,
pero que mostró sumidos en un autentico,
aunque pareciese injustificable, desarraigo
existencial escalofriante.
Una vez instalado en Nueva York, tras
el mal sabor de boca que le dejó Corrupción
en Beverly Hills, “adaptación” a la pantalla
grande de Menos que cero (de la cual conservó, según el propio autor, sólo los nombres
de los protagonistas), con 23 años de edad,
lanzó Las leyes de la atracción, donde travistió nuevamente sus vivencias e hizo antes
que una oda a los excesos, una apología de
éstos al evidenciar el diletante y nihilista estilo de vida que se da en las universidades
de Artes.
Es dicha obra una renuncia al american
way of life, un revés a Las Buenas Consciencias del que descansa en Paz. En una atmosfera de promiscuidad y enervantes, su protagonista, Sean, quien sostiene relaciones
de forma preponderante con Paul, recibe
cartas de Mary, una chica que en la fiesta
anual de disfraces para follar termina suicidándose “por él”, pero éste cree que quien
le mandaba las misivas era alguien que se la
pasa añorando a un tal Víctor, Lauren, con
quien comienza una tortuosa relación que
termina en un viaje de carretera y cocaína
que pretendía terminar en matrimonio y resulta ser un aborto más.
4
El Mollete Literario
En este, su más logrado
trabajo, se valió de un artificio que, a la luz de su momento parecióse una niñera,
y que no obstante denotó
brillantez; escribió a manera
de colección de soliloquios
intercalados en los que cada
uno de los personajes, abatidos y autocomplacientes
cada uno a su modo, no ven
más allá de su nariz en lo que
a relaciones personales corresponde, mas transmiten el
desolado espíritu de la época, el epílogo de
la Guerra Fría desde la perspectiva de la juventud que, a decir del propio Ellis, ha sido
una de las pesimistas e irónicas que ha habido sobre la Tierra. Ojalá nuestros padres
hubiesen leído de manera inmediata Las leyes de la atracción, así no nos
hubiesen dado a luz, y cual
silenos seriamos ahora.
Cuando cumplió 27 años
no se consagró, con la muerte, como el maldito que se
perfilaba ser, empero publicó
su obra más crítica a la cultura occidental moderna, ésa
que le valió la mofa de Norman Mailer, así como amenazas de muerte por parte de
grupos feministas, y que años
después también fue llevada
al cine, Psicópata americano,
novela que gira en torno a
Patrick Bateman, el hermano yuppie de
Sean de Las leyes de la atracción, quien lleva
una triple vida de corredor de Wall Street,
consumista empedernido y asesino serial.
El revuelo que causó en esa época fue en
gran medida nutrido por su
deliberado afán transgresor,
mostró como adelantos de
prensa los fragmentos más
violentos (dígase, por mencionar alguno, uno donde
Patrick introduce una rata famélica a la vagina de alguien
a quien luego desmembraría)
y declaró bromeando que se
trataba de su título más autobiográfico. Tachado de
misógino-feminicida, tuvo
15.04.2015
incluso que buscar otra casa
editora, porque la presión
mediática por parte de NOW
(National Organization for
Women) fue tal que Simon
& Schuster se vio obligada
a cancelar el contrato; por
si fuera poco, cuando los
ejemplares salieron a la venta
algunos escaparates de librerías fueron manchados con
pintura rojo sangre.
Después
de tan apabullante pieza, fue inevitable el
parco recibimiento que en el
94 tuvo Los confidentes, única colección de relatos en su
haber. A ello sobrevino un
periodo en el que optaría
por entregarse
asuntos tales
como fotografiar modelos
en la Quinta
Avenida y a
asistir, asidua
y convenientemente drogado,
a desfiles y fiestas, para antes
de finalizar el siglo y caer las
Torres Gemelas, verter dichas
experiencias en Glamourama,
donde detalla el modus vivendi
et operandi de una organización terrorista conformada
por afamados sodomitas íconos de pasarelas. La obra, tildada de “estúpida” por el New York Times y reconocida de
forma velada por otras publicaciones, evidenció que la genialidad no pasajera de Ellis
estaba de vuelta.
Hace una década publicó
Lunar Park, y hace media,
Imperial Rooms, ambas encontradas para mi sorpresa,
chonchas y de estraza, en
un estante de los búhos no
minérvicos, cuyas alas de
enanas aves de malagüero
se sabe no permiten echar a
volar. La primera es un juego unamuniano, en que un
tal don Easton Ellis enfrenta
a Patrick Bateman (quien ha
cobrado vida y sigue haciendo de las suyas)
al tiempo que intenta alejarse de los vicios
y redimirse al lado de su ficticia familia, en
la que incluso el perro toma antidepresivos.
Por otra parte, Imperial Rooms es la continuación de Menos que cero.
Avocado a su nueva vida en Los Ángeles
al lado de su novio de 28, a lo largo de los
últimos años ha optado por un merecido
semireceso y, si bien continúa experimentando, ya que ha incursionado en el guionismo y en la realización de podcast, lleva
ya una década sin publicar títulos de largo
aliento. A sabiendas del envejecimiento prematuro al que está destinado, celebró sus
cincuentavo aniversario en Vanity Fair con
“Millennial: Generation Wuss”, un artículo
en el que despotrica en contra de esta nueva mimada y sobreprotegida generación, no
ahogada ni de tedios ni de decepciones, que
es el relevo de la suya y su revés. Así, de
aquí a su próxima entrega se hará de nuevos
lectores.
Nallely Pérez Vargas, Ene Riaño, como prefiere llamarse, estudiosa del decadentismo
americano, actualmente se desempeña como
correctora de estilo.
El Mollete Literario 5
15.04.2015
Poesía
Letras Torcidas
César Cañedo
Máscaras
Para Carlos
No había ya otra manera de estar con
él, las máscaras llegaron justo a tiempo.
Uno de sus habituales arrebatos de caos
fue robarse de un puesto atrás del Zócalo
dos máscaras hermosamente elaboradas
de luchadores. Llegó a casa como niño
expectante, entre el premio y el castigo
por la travesura cometida, yo ya no podía
más, no quería verlo, deseaba que por fin
terminara de irse. Sin embargo, me miró
con esos ojos que desde hacía años me
robaban la calma y de nuevo fui partícipe de sus impulsos. Mira lo que traje. Lo
miré con una indiferencia que contenía
el silencio desbordado de una relación
nacida para explotar, pero que nunca lograba su cometido. Entonces bajé la vista
y ahí estaban, como tributo en una mesa
que nunca compartíamos porque siempre había que escondernos. Rey Misterio
y el Santo anunciaban el nacimiento de
un nuevo pacto y reconocí un halo de esperanza en mi asombro. Esta vez no sería
la misma manera de ceder ante su provocación, primero encantadora, después
henchida de dolor, que siempre terminaba dibujando a toda costa la ruptura.
Rey Misterio me llamó al instante y lo
único que pude hacer fue travestir mi identidad. La excitación del juego hizo de él
también rápidamente un Santo, ágil y flexible. Su impulso fue besarme y el mío darle
un puñetazo en el abdomen que lo dobló de
dolor y de risa. Ya estábamos en calzones,
trenzados, luchando cuerpo a cuerpo con
una erección descomunal en él y en mí.
­—Te voy a meter la Wilson, la quebradora y el tirabuzón. –Risas de niñez recobrada en ambos.
—Uy, ¿y a poco sabes, Santo?
—No, pero son las de la canción. –De
nuevo explotamos nuca contra nuca a carcajadas.
—Y yo te voy a sacar los ojos.
—A ver.
Le sujeto la diestra por la espalda con
fuerza y lo tumbo boca abajo en el suelo.
Fotografía: Lucía López Canales
Tiro de su calzón negro y me saco rápidamente la más embestidora de mis vergas.
Surge un condón de cualquier lado y lo
penetro con la firmeza que nunca nos habíamos permitido. Sus ojos se desorbitan,
levanta la cabeza y cuenta… 1… 2… 3…,
esta vez no seré parte y réferi. Ya no hay
vuelta atrás, por primera vez controlo el río
de ganas de poseerlo, por vez primera se
abre y me siente en toda su carne. Aúlla de
dolor y le tapo la boca, me muerde y entro
más. Grito conjunto. Mis ganas de aniquilar lo que nos une se proyectan removiendo
todo su interior y lo hago descontrolado, de
verdad quiero abrirlo en dos, lo agarro firme de la cintura y él gime y llora. Lo golpeo
en la cara y de su boca sale un hilo caliente
de sangre. Quisiera que también mis huevos explotaran dentro, quisiera romper con
mi punta los límites de su cuerpo. Parece
que también él quiere destruirme porque
me asfixia con tal fuerza la verga, la abraza
en una estrechez total, que apenas puedo
moverme. De la máscara saltan sus mechas
rizadas que tomo con violencia y lo levanto.
Hace tiempo ya que el deseo lo ha poseído por completo y no se opone. Lo abro en
el borde de la mesa y lo vuelvo a penetrar
mientras las máscaras se encuentran frente
a frente. Me lanza un puñetazo en la cara
que casi me rompe un diente y me excito más. La asfixia es insoportable y todos
nuestros músculos se tensan. Somos dos
luchadores desencontrados. En el último
grito encarnecido de una caída mutua del
ring suspiro en una exclamación divina que
sella el rito sagrado:
—Mi Santo.
El juego sigue. Hemos por fin salido juntos a la calle, enmascarados. Paseo a mi Santo
por Reforma y sale del quemacocos saludando a la gente, que responde feliz al llamado
del héroe. ¡Santo, Santo! La felicidad es esa
puesta de sol a la altura de la glorieta de la
Palma. Santo eres en verdad. Y tú, mi Rey,
mi Rey Misterio. No, ahora soy el Vengador
Anal. Una explosión de posibilidades se dibuja en la fantasía que nos reencuentra en
su sonrisa de niño que al destruir construye.
Me posee ahí mismo, entre golpes y forcejeos, y vivo extasiado el camuflado vigor del
superhéroe. Ellos y tú, nosotros, compartimos un clóset flexible. A veces es también
deseable enmascarar el deseo, gracias a las
máscaras vivo este ring desde el resorte que
nos impulsa dentro. Y si pienso que la lucha
libre hace y deshace alianzas y que caben
hasta cuatro luchadores, el réferi y la muchacha de la pancarta, no me dan ganas de
que se baje la luz, para que el júbilo espectador siga gritando: ¡Quiébralo!
César Cañedo (El Fuerte, Sinaloa, 1988), poeta,
atleta, profesor, investigador, actualmente estudia el Doctorado en Letras en la UNAM, donde
estudió su licenciatura y maestría con trabajos
de investigación sobre poetas y escritores marginales mexicanos del siglo XIX, como Antonio
Plaza, Josefa Murillo y Adolfo Carrillo.
Es fundador y codirector del Seminario de Literatura Lésbica Gay, UNAM y ha sido publicado
en Círculo de poesía.
6
El Mollete Literario
15.04.2015
Cuento
Inicio de semana
Por P.I.G.
La cita estaba programada a las cinco de
la tarde. En lunes. Yo llegué cuarenta y
cinco minutos después. El exceso de trabajo, el tránsito, el transporte deficiente,
pero sobre todo mis pocas ganas de llegar, me orillaron a retrasarme.
Ella había reservado la mesa trece. Vaya
número, siempre había sido una declarada
creyente de la cabalística desmesurada; enferma fijación de mal gusto la suya.
Cuando me encontraba fuera del lugar
dudé en entrar: podría darme la vuelta y
después disculparme por teléfono como
tantas otras veces. “Ya conoces esta ciudad,
cariño, nunca se llega a tiempo ni al momento pactado con la muerte”. O podría
entrar, pedir una disculpa, también como
tantas otras veces, y ordenar de inmediato
un par de cervezas. Total, era ella la deseosa
de platicar.
Opté por lo segundo. Entré, recorrí la
mirada por el lugar y ubiqué la mesa trece,
vacía: se había ido. Me dirigí hacia aquel rincón, ocupé una silla y de inmediato se acercó un mesero a retirar el vaso de whisky que
seguramente ella había dejado inconcluso.
Enseguida lo retiró —comentó el hombre.
Lo evité, pues antes quería oler la boquilla
para cerciorarme de que ella había mamado
de aquel pedazo de cristal. Sin duda, bebió
whisky. Lo hizo: entró, esperó, desesperó,
bebió lo que pudo, pagó y se fue.
La señorita que estaba sentada en esta
mesa se fue hace cuarenta minutos —me
dijo en tono de burla el joven mozo. Maldita perra, sólo me esperó cinco minutos.
Maldito mesero, esta mesa llevaba cuarenta minutos sin ser limpiada. Al menos sólo
tendría que pagar mi consumo esta vez.
¿Habría venido con el escote de siempre?
¿Por qué nunca pensé en la posibilidad de
que aquella tarde podría haber tenido sexo
sin absoluto compromiso de por medio?
Salí del lugar dando tumbos. Tenía pensado comer y beber un par de tragos, pero
el olor de sus labios en la boquilla del vaso
sólo exacerbó al alcohólico que llevo dentro
y me obligó a beber un escocés tras otro.
Para cuando me di cuenta me era imposible
leer la carta y, menos aún, tejer una frase
medianamente comprensible para ordenar
al mesero siquiera un plato de sopa.
Crucé media ciudad como pude. Maldita sea, se supone que era una cita común,
sin mucho significado y yo había perdido,
una vez más, mi batalla personal contra la
abstinencia, en lunes.
Imaginé las toneladas de maldiciones
que estaría lanzando contra mí en aquel instante. Seguro estaría en casa vomitando mi
recuerdo y mi persona, mientras platicaba
con sus amigas sobre lo mierda de persona
que seguía siendo para ella. —No cambia,
sigue siendo la misma basura de siempre—,
escupiría al teléfono con alguna de sus entrañables amistades, que, al igual que yo,
estaban cansadas de oír tanta recriminación.
Con paso aletargado pero sin mayor
problema llegué a casa.
Al día siguiente me topé con la fatídica
noticia de que ella había muerto. El asunto me congeló por completo. La náusea de
la resaca se mezcló con el sentimiento de
tristeza. Intenté averiguar más del asunto:
murió antes de siquiera cruzar la calle para
tomar el taxi. Para cuando llegué al bar las
ambulancias se habían retirado, pero nadie
dentro del lugar reparó en lo ocurrido afuera. Así de elegante era el servicio.
Aquel martes pedí permiso para salir
temprano del trabajo. Acudí al funeral, aún
con las entrañas revueltas. Hice lo que pude
para dar mi pésame a sus familiares. Tenía
que hacerlo rápido: saludar, unos cuantos
abrazos, unas cuantas palmadas, improvisar palabras de aliento, unos cuantos rezos
y salir corriendo de la funeraria. Tenía una
cita con mi prometida y un pretexto así, el
funeral de mi ex, no serviría para justificar
mi retardo.
Antes de escapar pregunté a uno de sus
colegas sobre las causas de su muerte. —
No mames, bebió whisky—, ¡whisky, puta
madre!, y el whisky la ponía mal en serio.
Vaya mierda.
Mi prometida propuso ir a beber algo,
pero le insistí que lo mejor sería ir al cine,
con palomitas y refresco, sin alcohol. Era
martes trece, mi estómago no estaba para
aguantar tanta atrocidad al inicio de la puta
semana.
Uriel Arteaga Apolinar, autodenominado
“P.I.G.” (en abierta referencia al personaje de Xavier Velasco), o en su modo más laxo “El Doctor
Pluma” (referencia al Doctor Alquitrán de Poe),
fue colaborador de principio a fin de los extintos
fanzines universitarios Almohadón de Plumas y
Noúmeno. Colaborador permanente del blog literario Regiones Inferiores, tuvo oportunidad de publicar una crónica para el periódico 24 Horas, en
2012. Egresado de la carrera de Comunicación y
Periodismo de la Facultad de Estudios Superiores
Aragón, con especialidad en prensa escrita, durante los últimos años se ha desempeñado como
analista de información y corrector de estilo. Recientemente labora como asistente editorial en la
Coordinación de Publicaciones Académicas de la
Universidad Anáhuac.
El Mollete Literario 7
15.04.2015
Autor: María Bazana,
Mixta
Primer texto de autoayuda para superación
de pérdida inesperada de manos
Por Marco Villavicencio
Un día verás volar mis manos y se irán aleteando alegres hacia el sol ¿qué haré ese día
que me quede sin manos?
Rogaré para que regresen o les ataré
un cordón desde ahora. Qué horror, yo no
quiero perder mis manos, sin embargo, un
día lo verás y pensaré en este momento en
que me lo advierto (y también a ti), porque
mis manos, sabes, se irán.
Nunca se han ido, nunca me han faltado
y hasta ahora pienso en lo horrible que será
mi vida después, quizá otras manos que
vuelen despistadas se posen en mi brazo y
las atrape, pero ¿cuándo has visto eso?, esas
cosas no pasan.
Pienso que uno no debería de acostumbrarse tanto a sus manos.
Uno debe dejarlas ir si eso es lo que quieren —yo no sé, son mías—, por más que se
alejen de mi cuerpo o regresen para rascarme
la nariz o tallarme los ojos, son una parte mía
que está atada a mi tronco a través de mis
brazos, como un globo y su listón.
En este punto me sorprendo de lo poco
que se preocupa la gente por esto (pase seguido o no), debería tratarlo en un grupo con
demás gente temerosa de perder sus manos o
cuando menos alguna extremidad suya.
Como dije, un día se irán. Pero quizá
para ese entonces ya no me importe y más
que abandono sea una ruptura de común
acuerdo donde mis manos aleteen para allá
en algún lugar y yo corra (si hay pies para
ese entonces) para otro.
Nimbos
Una gran lágrima, una lágrima enorme,
una lágrima redonda, una gota de recuerdos, un cúmulo de cosas que no se pueden
cambiar, atrapadas en un ahora y un antes.
Una gran lágrima que atrae más lágrimas. Una marcha de gotas tristes, un sepelio húmedo, una tarde lluviosa frente a la
ventana.
Una gran lágrima que tira de mi cuello,
de mi nariz, se esparce por mi rostro.
A veces no sé si está lloviendo sobre mí
o sólo mis recuerdos se hacen líquidos.
Hay gotas delgadas y veloces que serpentean, gotas que se sostienen con todas sus fuerzas, gotas pesadas como la
sal, plañideras, gotas obesas, gotas que se
convierten en mis ojos, gotas con un rostro parecido al mío, gotas que caminan y
suben a los transportes, gotas que aman a
otras gotas y se casan, tienen hijos gotas
que aprenden a gotear desde pequeñas.
Gotas que usan corbatas y trajes, se saludan, se bañan y lloran.
Fotografía: Lucía López Canales
Marco Villavicencio. “A veces escribo poemas o
mini ficciones, a veces las dos y a veces ninguna.
No acabé Letras porque no pude acabar de leer La
Araucana y estudié diseño integral”. Villavicencio
obtuvo tercer lugar de poesía en el concurso Décima Muerte de la UNAM y sus cuentos han sido
publicados en las revistas El puro cuento y Migala,
además de que ha realizado comics.
Actualmente participa en un medio independiente que se llama El pequeño gran.
8
El Mollete Literario
15.04.2015
Fotografía: Lucía López Canales
El extraño caso de Jean Carlo
Durán y el doctor Enzo Encino
Por Samuel Enciso
Primera parte
—¡El siguiente!
De aquella habitación lúgubre como
una tumba surgió la voz pastosa de la asistente al tiempo que un hombre, con ropa
desgarrada, expresión doliente y facha de
vagabundo, salía. Quizás, pensó Jean, sólo
quizás, ese hombre que acababa de salir
tenía un brillo en los ojos que hasta antes
de haber entrado no tenía. Como si la sola
experiencia de entrar a esa habitación fuese
reconfortante, casi vivificante.
El muchacho se encontró mirando su
entornó, pero no encontró nada. En realidad todo parecía muy difuso, casi intangible, pero lo atribuyó al hecho del que había
sido víctima poco antes, aunque no podía
recordarlo. Acudían a su mente, de vez en
vez, imágenes que parecían lejanas, remotamente lejanas. Lo que pudo percibir no
tenía nada que ver con su propio estado
anímico; reinaba en el lugar una especie
de sentimientos encontrados, ya era en un
momento felicidad desmedida y en el otro
una añoranza impotente. Melancolía fue la
palabra que se le ocurrió.
Había una banca alargada en lo que era
una habitación rectangular. Sobraba demasiado espacio como para distribuir mejor
los muebles. Pero extrañamente en el rincón contrario a donde estaba, había un escritorio blanco, como las paredes, en donde
había algunas hojas y una lámpara de mesa
que lucía deslumbrante, como apartada de
todo lo demás. Era la sala de espera de un
consultorio cuya única luz, a través del cristal opaco, daba la impresión de encierro o
quizás...
—El siguiente –repitió la voz un tanto
cansada.
Delante de Jean había al menos cinco
personas más. El que estaba al frente de la
banca tenía expresión vaga y aturdida. No
parecía ser capaz de ese acto que a muchos
se les da de manera natural, pero presumen
de ser los únicos. La concentración se le
escapaba. Iba vestido con traje, pero éste
estaba manchado de alguna sustancia de
indistinguible color, ya seca, endurecida,
incluso parecía... No, no podía ser.
Al fin del consultorio salió la asistente,
era bonita, pero lucía desesperada; fue con
el hombre para pincharle el hombro y hacerlo reaccionar. Tuvo que levantarlo, dirigirlo como si estuviera ciego; apenas podía
caminar, cojeaba aparatosamente, pero logró
hacer que entrara. Desde dentro surgió la voz
ronca de un hombre del que Jean no pudo
imaginar su aspecto. La asistente no miró a
los demás, se limitó a caminar hacia su escritorio y allí se concentró en lo que había.
Rebuscó algunos papeles y se perdió en su
quehacer. Jean tuvo la idea de hablarle, pero
no se le ocurrió nada bueno y desistió.
No lo había notado hasta ese momento,
pero le pareció que ella, que en ese momento
se arreglaba la bonita cofia rosada de enfermera, tenía un brillo especial, justo como el
escritorio tras el que se encontraba, un brillo
casi sobrenatural, como si todo, con esas dos
excepciones estuviese en un lugar apartado,
y aquello que brillaba era real. ¿O era al revés? El pensamiento lo preocupó y por ello
lo alejó rápidamente de su cabeza, la cual
vagó hacia otros rumbos, recordando que no
recordaba. De pronto se dio cuenta de que
no sabía cómo había llegado hasta allí.
¿Por qué estaba ahí?
Eso fue demasiado. Se levantó inquieto de
su lugar y se dirigió al escritorio. Se puso nervioso. Nunca había sido bueno con las mujeres. Pero el impulso era demasiado fuerte.
—Disculpa –dijo Jean–. ¿Puedo preguntarte algo?
La asistente asintió sin dejar de mirar
sus papeles. Jean se sintió un tanto incómodo, pero a la vez tranquilo pues no tuvo que
sostenerle la mirada.
—Este lugar... –logró parlotear–, ¿es
una especie de...?
Su pregunta se vio interrumpida.
—Lapsus –dijo ella aparentemente sin
sentido, pero no desvió la mirada.
—¿Perdón?
Martha –así decía el gafete que llevaba
atorado en su blusa con un seguro– hizo
un movimiento con la mano para restarle
importancia a lo que había dicho. Luego
tomó su pluma y la puso distraídamente en
su boca para después, como recordando,
señalarle al muchacho la puerta del consultorio donde había un letrero que hasta
ese momento él no había notado. No podía
leerlo desde ahí, Jean se acercó despacio,
desconfiado, como lo haría el hombre que
se encuentra súbitamente con el camino
que debe seguir para llegar a su destino.
Mientras se iba acercando oía susurros del
otro lado de la puerta. Una voz apagada y
triste, la otra bastante digna y sabihonda.
El paciente y el doctor, pensó Jean, y luego
vio el letrero.
DR. ENZO ENCINO
CASOS ESPECIALES
Eso, por supuesto, no aclaraba lo más
mínimo y casi se sintió enfadado con Martha la asistente, hasta que vio que al lado, en
las ventanas opacas, había varios diplomas
con la foto de un hombre con expresión relajada y madura que miraba a la cámara con
absoluta confianza.
Tal escuela entrega el siguiente DIPLOMA (con letras suntuosas y debidamente
garigoleadas), al Dr. Enzo Encino por su
formidable desempeño en el programa de
PARADIGMAS UNIVERSALES. Firmado
por el director y secretario de dicha escuela. Había otro similar, éste por su desarrollo
excepcional del concepto de EXISTENCIAS
DIVERSAS. Otro por su destacable participación en PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL.
Jean, que no entendió nada de eso, se
sintió enfadado una vez más, ya no porque
ella no le explicara más a fondo el tipo de
lugar en el que estaba, sino porque aquello
apelaba a su inteligencia. Si la tal Martha
creía que mostrarle los diplomas serviría
para mantenerlo tranquilo, estaba muy
equivocada. Ya se estaba preparando Jean
Carlo para enfrentar a la dichosa asistente
cuando de pronto la puerta se abrió. De inmediato ella se levantó de su escritorio y
entró en el consultorio. Jean escuchó una
conversación seria pero no logró distinguir
palabra alguna. La asistente se asomó, sin
mirar nada en específico.
El Mollete Literario 9
15.04.2015
—¡El siguiente! –gritó al tiempo que
del consultorio salía el hombre que había
entrado un poco antes, con cara complacida, casi feliz. En ese momento, el siguiente
de la banca se levantó. Era un hombre gordo y bajo, su cara tenía un rictus espantoso
de susto, una mueca que denotaba dolor y
sufrimiento, llevaba el brazo derecho en un
ángulo extraño por detrás de su cabeza.
“Parece que se va a rascar la espalda”,
pensó Jean sin darle mucha importancia,
y se fue a sentar a su lugar, olvidando por
completo que hacía.
Se quedó dormido sin querer pensar
en nada, se había puesto un poco nervioso
y hasta se estaba comenzando a asustar sin
llegar a entender por qué. La voz de la compañera que tenía delante de él lo despertó
dulcemente.
—Si quiere le puedo ceder mi lugar –le
dijo. Tenía la voz afectada, como si hubiese gritado hasta quedarse afónica la noche
anterior, y él notó que ella tenía extrañas
marcas alrededor del cuello.
—Tengo miedo de entrar allí –volvió a
decir ella con esa voz rasposa, casi molesta.
—No quiero irme.
Ante aquella contradicción Jean no supo
qué decir. Decidió darle la espalda, sin recordar las peroratas de su madre en cuanto
a la caballerosidad; pero su compañera no lo
tomó tan mal y se recargó en la pared, desilusionada pero resignada, como pensando que
en su lugar ella hubiese hecho lo mismo. Y
es que, ¿quién querría en su sano juicio entrar a ver al doctor Enzo? Ella no, por cierto,
Fotografía: Lucía López Canales
inevitablemente lo vería pues estaba en la fila
que dirigía hacia él y una vez allí no había
marcha atrás. Inevitablemente lo vería, pero
definitivamente no quería. El doctor Enzo
era muy bueno en su especialidad. Pero eso
era precisamente lo terrible de la situación.
Bastante bueno el doctor Enzo...
¡Al diablo con los doctores!, pensó Jean
en otro de sus impulsos arrebatados, y se
levantó para huir. No sabía lo que le esperaba en caso de ver al doctor, ni siquiera
sabía por qué demonios trataba de huir
pero le parecía absolutamente necesario. Y
lo intentó. ¡Oh, vaya que lo intentó! Pero
la oscuridad detrás del cuarto blanco lo
amedrentó. La salida del lugar en el que
estaban daba a un pasillo que parecía no
tener fin. Al menos así lo creyó Jean que
después de que su impulso cedió ante el
miedo atroz a lo desconocido y volvió a
sentarse con angustia en el rostro. Era un
pasillo largo y mal iluminado, nada propio
de una clínica.
El paciente que acababa de irse por allí
ya no se veía.
—¿Qué hay allá? –preguntó Jean sin
darse cuenta que había hablado en voz alta.
Por supuesto nadie le contestó porque su
voz no había sido lo suficientemente alta
como para ser audible. Luego ya no se atrevió a hablar más.
La puerta se volvió a abrir. —El siguiente –chilló la asistente Martha con tal fuerza
que su cofia se desacomodó.
Hubo estremecimiento en la banca, Jean
sintió que el espacio, hasta antes ocupado
por la joven de voz afectada, se quedaba vacío. Su compañera se había movido hacia
adelante ocupando el lugar que la persona
delante de ella había dejado libre al levantarse para entrar donde el doctor. Era una
mujer robusta que usaba muletas y no tenía
una pierna. Ya no le pareció tan extraño a
Jean que la mujer llevase vestido de noche.
Aquello se estaba tornando sospechosamente inquietante.
El hombre del rictus ya no sostenía esa
cara espantosa, sonreía, su brazo estaba
donde debía estar y se fue caminando hacia
el pasillo oscuro.
—Tenga cuidado –dijo Jean levantando
la vista al verlo pasar frente a él–. En ese
pasillo no hay lu...
—¡Por todos los infiernos!
Era tan horrendo lo que veía, tan horripilante que su mente lo negó. Jean apartó
la mirada y se quedó contemplando la lám-
para de mesa del escritorio de Martha. Se
dejó llevar, sintió que un estremecimiento
subía por su espalda a manera de escalofrío
pero se negó a que lo invadiera, se negó a
sentir miedo. Bloqueó sus pensamientos y
sólo miró la luz, sin pensar en nada más.
No quiso recorrerse un lugar, no quiso acercarse a la joven de la voz extraña.
Se quedó donde estaba, e incluso un momento después se alejó de ella quedando
en el filo opuesto de la banca. El hombre
que acababa de salir ya se había perdido
en la oscuridad, en el pasillo donde no
había... luz, la luz del escritorio brillaba
tanto que era reconfortante, casi como
observar el brillo difuso de una visión
angelical.
De pronto se escuchó un alarido proveniente del despacho del doctor. La mujer de
las muletas gritaba histéricamente, pero no
como gritaría alguien asustado, sino alguien
ofendido. “¡NO!”, gritaba la mujer desgarrándose la garganta, “¡No lo acepto! ¡Usted
está loco!” Y en ese momento la puerta se
abrió con estruendo. La acompañante de voz
rasposa de Jean dio un respingo en su lugar
y miró con desconfianza el interior del consultorio que aún con su luz lucía un tanto
escalofriante, casi como… sí, casi como una
tumba. Jean sintió gélidas estalactitas que subían por su espina hasta la base de la nuca y
entonces vio cómo caminaba grotescamente
la mujer de las muletas, sólo que habían un
gran detalle, ya no llevaba las muletas, una se
le había caído al momento de arrojar la otra
al lugar donde había estado el doctor y saltó
frente a los dos pacientes restantes, saltó ridículamente frente a ellos.
—No la deje ir, señorita Solís, no la deje
ir... su tratamiento no ha terminado –gritó el doctor desde dentro, al parecer seguía
muy tranquilo, pero Jean (que era experto
en voces), logró notar frustración en su voz.
En ese momento la atareada asistente
levantó su mirada sólo para ver como la
mujer sin pierna caía estrepitosamente justo sobre el regazo del descuidado Jean, y lo
que él vio en ese instante acabó con la poca
cordura que aún lo mantenía tranquilo.
Samuel Enciso (Estado de México). Estudió
periodismo en la UNAM y ha colaborado en
Cinemaspro, una página web dedicada al séptimo arte, y la página web de la revista Vértigo. Es
amante del rock, la literatura y el cine de fantasía y ciencia ficción. En sus escritos hay algo
de oscuro y algo de esperanzador, como la vida
misma.
10 El Mollete Literario
15.04.2015
Entre sueños y mariposas amarillas:
encuentros y tropiezos con Gabriel García Márquez
Por Monserrat Méndez Pérez
N
o fue el mejor
escenario para
conocernos. Mi
encuentro con
Gabriel García Márquez
se dio entre sonrisas y
sollozos. Se trató de una
visita más bien fugaz
que no duró más de 30
minutos, luego de esperar
dos horas bajo el cruel sol
de la primavera. Todavía
pienso que no fue el
tiempo necesario, tampoco
el lugar, ni los modos para
presentarnos.
El calor asfixiaba en cualquier parte.
Ningún árbol me tendió su sombra amable, ni siquiera por un rato. No era la impaciencia lo que ardía, sino la resignación.
¿Cuántas veces había postergado mi visita al
colombiano a su casa? En definitiva esta era
mi última oportunidad y soportar la fatiga y
la sed era una cuota mínima.
Comencé a leerlo en primero de secundaria. El amor en los tiempos del cólera, fue
el libro elegido por el profesor para una
serie de pruebas bimestrales. Fueron pruebas insípidas, con preguntas torpes, poco
literarias y endebles, como suelen ser los
exámenes y los maestros y las secundarias.
Lo olvidé todo. Incluso el libro en alguna
banca de la escuela.
De camino a la cita recordé el motivo
para ir a conocerlo. García Márquez ayudó a
que tomara la decisión más importante durante mi camino hacia la adolescencia. La
inesperada muerte de mi madre me obligó a
mí, la menor de seis hermanos, a enfrentarme a un mundo desconocido: el de los adultos. El ambiente melancólico que imperaba
en casa, mi descuidado paso por la secundaria y el repentino y obligatorio trato con mis
hermanos sólo era tolerable si me olvidaba
de mi infancia y emprendía la difícil tarea
de “ser un adulto”. En esos días noté que mi
hermano leía el mismo libro cada mañana,
antes de irse a trabajar. El libro era Cien años
de soledad. El título despertó mi curiosidad y
su autor me recordó la lectura inconclusa de
El amor en los tiempos del Cólera. Así, pasada
la medianoche, lo hurtaba de su habitación
y le daba una difícil lectura recostada, entre
el hueco de la mesa y la alacena, siempre
bajo la luz de una vela pequeña colocada
dentro de un vaso de vidrio, como las que
iluminan las iglesias. Lo hacía así más por la
seducción del escenario que por perturbar
el sueño de la casa con un foco prendido.
Desde las primeras páginas quedé prendada
de la desaforada imaginación y el espíritu
obstinado de José Arcadio Buendía. Me hizo
reír y soñar.
El colombiano me explotó en los ojos
dos años después, a los 15, cuando comprendí, luego de leer El Coronel no tiene quien
le escriba, que quería seguir admirando la
maravilla de las cosas pequeñas, con la misma emoción que lo hacía a los 13. No quería
ser un adulto y no iba a gastar más tiempo
intentando encajar en un papel donde no
quería estar. Sus cuentos, sus novelas, se
convirtieron en una respuesta, en un refugio.
Por eso, aquella tarde, me importaba
poco el sol asfixiante. Quería conocerlo,
quería agradecerle; por desgracia, no estaba
sola. Al llegar lo encontré rodeado en todo
momento por una turba de lectores y admiradores que, como yo, llegaron a la cita y no
lo dejaron en paz ni un sólo segundo. No,
no fue el mejor modo de conocerlo. Fue el
peor de los escenarios posibles.
* * *
Intenté visitarlo en muchas ocasiones.
El anuncio de su enfermedad fue mi punto de partida para investigar dónde vivía
El Mollete Literario 11
15.04.2015
Fotografía: Lucía López Canales
y, diablos, no fue difícil. Quedaba cerca
de la redacción, donde trabajaba en aquel
entonces.
Cada mañana, desde el mes de abril, tomaba un baño, daba forma a mi cabellera
rizada y castaña, y posaba ante el espejo mis
mejores atuendos hasta encontrar el perfecto; le daba color a ese rostro que se reflejaba
pálido en el espejo gracias a los meses de
insomnio o a la luz mortecina de mi cuarto. Poco a poco me convertía en la mujer
más bonita para atravesar la ciudad de norte a sur, con la ilusión de visitar a Gabriel
García Márquez. Era una manera de paliar
la tristeza que me ocasionaba pensar en su
inminente muerte. Mi amor por él, aunque
sincera, siempre fue lejano. Jamás sentí la
necesidad de una entrevista de rutina con
preguntas y respuestas programadas pero
me encantaba la posibilidad de sostener
una plática como si fuera su nieta.
Pero llegada la hora de la comida, yo me
transformaba en la mujer más fea y desarreglada. Mi palidez absorbía el maquillaje, mi
ropa se arrugaba, apestaba a oficina de redacción (ese tufo inconfundible, una mezcla entre cloro con el que limpian la cocina
comunal, periódicos apilados, personas que
entran y salen, tabaco y cafés recalentados
una y otra vez). Ante tal infortunio, intentaba convencerme: “mañana voy, no quiero
que me vea así”. Así fue todos los días.
* * *
En ese mismo mes de abril lo soñé. Caminaba yo sobre la calle Independencia con
la mirada saltarina de un edificio a otro, evitaba chochar con los transeúntes que hasta
en sueños suelen atropellarse entre sí. Me
acercaba al café de siempre donde acostumbro pedir un turco y sentarme a leer.
Entonces lo vi. Por un ventanal, sentado en
mi lugar favorito, con ese saco de cuadros
conformados por líneas café, marrón y beige que cubrían un cuerpo robusto. La cabeza cubierta por delgados cabellos grises y
unos lentes de pasta que resguardaban esos
ojos de niño espectador y malicioso, como
a punto de cometer una travesura o contar
un chiste de aquellos que abundan en sus
libros. Uno de esos chistes que despiertan
carcajadas extrañas, a medio camino entre
el asombro y el desparpajo.
Gabriel García Márquez levantó la vista
al compás de mis pasos. Primero fue una
sonrisa de aquellas que brotan cuando en-
cuentras a alguien que estimas demasiado.
Los ojos, bajo esas cejas imponentes, se le
hicieron más pequeños al tiempo que sus
labios y su bigote se desplazaron hacia los
extremos dejando ver un poco de su dentadura. Su brazo se levantó entonces estirando su saco y su mano arrugada comenzó a
moverse como un péndulo. En respuesta,
sin detener mis pasos, saludé con esa maldita timidez que me caracteriza aún ante la
felicidad de un buen encuentro. Mi rostro
sorprendido, después feliz, muy feliz. Mis
pasos no se atrevieron a posarse junto a él
pero mi mano acompañó el vaivén de la
suya en un movimiento disparejo, como
en un baile mal ensayado. Así permanecí,
girando lentamente la cabeza hasta que se
me acabó la acera y volvieron los autos, y
el estruendo, y la prisa de los peatones, y
él desapareció de mi vista. Cómo iba yo a
saber que aquello, más que un saludo, era
una despedida.
Nos vimos en el sueño como nos conocimos en la vida real, sin decirnos palabra
alguna.
* * *
Hay una escena inevitable en Cien años
de soledad que contextualiza el final de mi
cita con García Márquez. Poco después de
que el carpintero tomara las medidas para el
ataúd de José Arcadio Buendía, los familiares y amigos del difunto vieron a través de
la ventana una llovizna de minúsculas flores amarillas. “Cayeron toda la noche sobre
el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y
sofocaron a los animales que durmieron a la
intemperie”.
Así fue como, al fin, lo conocí. Bellas
Artes, aquel 21 de abril por la tarde, tapiza-
da de flores amarillas, rodeada de humanos
vestidos por completo de negro o blanco.
Todos luchábamos a nuestra manera contra el sopor que imperaba porque nos queríamos despedir de él, de Gabriel García
Márquez, del escritor que usaba su sonrisa
como estandarte. Algunos lo hicieron al son
de vallenato, cantos, bailes circulares que
se volvían amorfos por el reducido espacio
que dejaban las filas de personas o los autos. Otros más se desahogaron con llanto.
Yo logré pactar una tregua con mi memoria
y el corazón y así logré permanecer tranquila el resto de la espera. Sólo un toque
perverso de melancolía se mantuvo en mi
rostro al desfilar por la urna que contenía
sus restos, los cuales aún en formato de ceniza eran queridos por todos.
Presiento que García Márquez se murió
redactando su muerte, luego de observar las
decenas de rosas amarillas que eran depositadas en la puerta de su casa como si se tratara
de un típico ritual de luto o de vida, como
ocurría cada 6 de marzo en su cumpleaños;
un tributo que los humanos dejaron como si
fueran personajes escritos por él.
Anocheció. Unas nubes negras anunciaban lluvia pero, respetuosas, decidieron
dispersarse. Una ligera amargura se apoderó de mi corazón y opté por abandonar con
discreción la sala. Me aquejaba no haber
concluido la visita. Desde ese momento el
Palacio de Bellas Artes me parece más colosal, sólo por aquel día y por las miles de
mariposas amarillas que volaron conmigo
para despedirse de él. Si de algo me arrepiento, es de haber tardado tanto en olvidar
mi timidez; espero que el colombiano disculpe mi poca cortesía, los malos modos,
el mal momento en que por fin me atreví
a visitarlo.
12 El Mollete Literario
15.04.2015
Letras, mapas,
voces y cuerpos
Por Edwing Roldán Ortiz
A la comunidad poética de la REDNELL, los gerentes de bares que han
hecho posible el eSlam Nacional, colectivos de poesía, literatos, críticos,
lingüistas que ya no conocí.
Mérida, Tijuana, Aguascalientes, Puebla, Monterrey, D.F.,
Tomemos tres minutos con cronómetro
Para el siguiente acto.
Empiecen a contar.
Hagamos un ciclo de palabras
Hagamos un mapa sin fronteras
Hagamos un hogar a donde quiera que vayamos
Pero antes hagamos una pausa
Frenemos el diarréico transcurso
De donde hemos llegado
Miremos a dónde hemos de llegar
Con nuestras voces
Pero sobre todo cómo lo habremos de lograr.
Juguemos fuera del tiempo
Y juegue con nosotros el molino de tiempo
Fotografía: Monserrat Méndez
Molino de apoderamiento
Molino de compartimiento
Molino de amariconamiento
Molino de lesbianamento
Molino de apobrezamiento
¿En qué ciclo de palabras queremos repetirnos
ser escuchados y escuchar?
Jamás antes hemos parado
Jamás antes hemos dejado
Jamás antes hemos oído
Que un conjunto de voces
Decida qué letras
En qué tonos
Con qué gestos
Nos hemos de representar.
Y como regresaremos a ensanchar este mapa sin fronteras
A coincidir en este ciclo de palabras
A hacer de este auditorio nuestro nuevo hogar
Digamos ahora cómo y por qué así
Queremos ser dichos, ser recordados y hablar.
15.04.2015
El Mollete Literario 13
Analíticas
A Milton y Chícharo
Analiza
Analiza tus palabras con cuidado
Dales soltura y lengua floja
Hazlas llegar a donde quieran
Si quieren lubricar
Lo analizado.
Mira en la ciudad levantarse
Un faro taciturno
Como tus ganas de meterte
Al fondo de alguien
Y empujar hasta quedar vacío y oscuro
Analízalo
Porque no te dieron lengua
Que te alumbre
El camino que tú solo te has forjado
A tumbos y en delirio
Dejando a oscuras
República de Cuba
Insurgentes y Florencia
Analízalo
Entre el trago
El charco y la garnacha
Durante el taconeo constante
Y carcajada
Cual muchacha ebria
Sin lugar para entregarse
Como quiera que su cuerpo quiera
Analízalo, compita.
Nos ponemos borrachos
como si fuera la única forma de entregar el cuerpo
porque hay hambre y soledad.
En todos esos casos lo único que me queda por decir es:
Marica, presta tu culo
A quien tu recto deshacer tu quieras
Sólo ándate con cuidado
Del sida, las sectas y el enema.
Porque el que no trans no avanz
Ni entiende otras cosas del amors
como una cumbia borracha
Y una salsa picosa entre varons
Sin necesidad de tronar la cama
Ni abandonarse después al dolors.
Repito marica, repito,
Cuídate de las sectas,
Porque no es cierto
Que gallo que pica gallo
No vuelve a pisar gallina
Ni que tenga que hacerse el macho
Aunque le espoleen las costillas
Ni que haiga de llamarse loca
Como si al sentirse mujercita
Tuviera todo el derecho
O la miseria en la frente escrita.
14 El Mollete Literario
15.04.2015
El Vertedero azul
El antiguo temor a la oscuridad:
La conciencia de una noche que existe por delante
Por Paul Martínez
“No arrojéis al hombre
demasiado temprano
de la cabaña donde
ha transcurrido
su infancia”
Holderlin.
A
there’s just
no room
in this modern world
for a man
listening to swans
at home.
lgún día escuché, o leí,
no lo recuerdo ahora,
que el miedo es un
residuo antropológico,
la resaca de esa noche oscura
de los primeros hombres. La
resonancia de una alarma inútil
que no desactivamos a tiempo y
que sin que podamos impedirlo,
suena una y otra vez a toda hora.
Un ruido blanco, que avanza a
nuestro paso, recordándonos algo
cuyo sentido hemos olvidado.
¿A qué responde dicho mecanismo?
Habría que volver al origen, a ese probable
comienzo en el que a través de la experiencia los primeros hombres se dieron cuenta
de que era necesario salir corriendo antes
de enfrentar al tigre. Los primeros cientos
de años de la humanidad, donde acaso se
encontró por primera vez con la posibilidad
de la aniquilación y entonces, hubo menester de activar algún mecanismo de supervivencia. La primera alarma contra el futuro,
contra la conciencia de lo frágil.
En su novela Mantra (2002), Rodrigo
Fresán nos descubre cómo cuando niños
no tememos a nada, sencillamente porque
sabemos todo lo necesario, conocemos
nuestras fuerzas y nuestras limitaciones, no
precisamos de la sospecha porque distinguimos claramente al enemigo del amigo.
El niño crece, la especie evoluciona, y
con el avance y desarrollo, las certezas se
deshacen en el aire y aparece la sospecha.
Desconocemos el futuro precisamente porque sabemos de su “existencia”, o mejor
dicho, sospechamos la existencia de un
futuro.
La infancia, más allá de su cualidad de
tiempo sin horario, de la capacidad inventiva y todo lo que a esta edad se le puede
atribuir, es un terreno dorado, sencillamente porque es un lugar de existencia. Durante
la misma no existe otra cosa que el niño,
lo infantil es una totalidad que no admite
incertidumbres.
Valga pues detenernos aquí nuevamente, intentando recuperar al menos en el
imaginario, esa historia transcurrida, esos
primeros cientos de años en los que sólo
se existía sin consciencia histórica, tiempo
sin pasado y sin futuro, sólo presente. En
la humanidad niña, nueva y completamente
inmersa en ese nunca jamás de su eterno
presente, atenta apenas a su mera subsistencia. Recojamos como al descuido esa
hermosa escena de la Odisea 2001 de Kubrick, en la cual se puede observar cómo
un grupo de primates descubre el modo
de, ayudados por la herramienta, eliminar
El Mollete Literario 15
15.04.2015
a sus semejantes, donde los primates (eternos infantes) deciden salir de su existencia
para instalarse, quizás para siempre, en la
supervivencia.
Inútil sería la lamentación, la añoranza
de un tiempo perdido; más allá de una recuperación poética, el tiempo corre sin descanso, o nosotros corremos el tiempo. Sea
cual sea el orden de los factores, poco parece alterar el producto. Al final del día, los temores se multiplican conforme alcanzamos
la edad adulta, la madurez de lo humano es,
en buena medida, una colección de temores
inútiles que catalogamos uno tras otro, en
listas parecidas al poema de Raymond Carver, intitulado Fear.
¿Qué mecanismo se altera cuando descubres que puedes aniquilar al símil? Borges en alguno de sus tantos pasajes lúcidos
nos dice: Todo lo que hace un hombre es como
si lo hicieran todos los hombres, por la travesura del niño en el jardín se condena la raza, por
la crucifixión de un hombre se salva la especie.
El doble mecanismo del avance y sacrificio
que nos otorga la cualidad de humanos.
Hacer la pregunta equivale a inventar la
respuesta, de tal modo, me encuentro con
un reciente estudio1, que da cuenta de cómo
los Homo sapiens, esa especie que devino en
el “humano moderno”, ocurrió en un contexto de competencia para sobrevivir, ante
los Nendearthals, por coincidencias todavía
oscuras, al parecer una alianza con los lobos,
fuimos capaces de superar en la etapa evolutiva al Nendearthal y continuar envejeciendo,
avanzando en el tiempo hacia el futuro.
Probablemente debería haber otra entrada al futuro. Pero como especie utilizamos la puerta de lo frágil, entramos por la
conciencia de la aniquilación. Al parecer
desde su comienzo la historia de lo humano no ha sido otra cosa que un listado de
“formas para aniquilar al otro”. No es casual
que a medida que nos multiplicamos, nuestra capacidad aniquiladora se multiplica y
de este modo nuestra conciencia de la fragilidad; somos más porque podemos desaparecer más rápido.
Tomar conciencia nos mantiene a salvo,
la alarma después de todo no es tan inútil
como se sospechaba al principio. Sin em1 http://www.theguardian.com/science/2015/
mar/01/hunting-with-wolves-humans-conquered-the-world-neanderthal-evolution
bargo, es también esa conciencia la que nos
retiene, nos abre a la fragilidad y nos arrebata, como pago, el tiempo de existencia
plena. Sospechamos nuestra desaparición y
procuramos mantenernos seguros, al procurar nuestra seguridad, perdemos la posibilidad de elección y existencia.
La dialéctica del miedo se sostiene en
la existencia, en ese pequeño espacio que
pocas veces alcanzamos a habitar, entre
la ida y vuelta desde la posibilidad de ser
aniquilado hasta la posibilidad de aniquilar
al otro. Atravesamos de cuando en cuando
esos pequeños intersticios habitables, que
nuevamente abandonamos ante la posibilidad de ser descubiertos y eliminados.
Imagino aquí, al primate original, escabulléndose de una cueva a otra, moviéndose alrededor de un cuerpo acuático, para
vivir y evadir al depredador. Evadirse en
un momento dado, a sí mismo, a su símil
y a sus propias habilidades para eliminar al
otro. Manteniéndose así, a salvo.
Tan necesario en el pasado, este método se ha vuelto insoportable hoy en día,
crecemos buscando un lugar en dónde estar, un lugar en dónde pasar el resto de
nuestra existencia, como si fuera posible
16 El Mollete Literario
15.04.2015
Fotografía: Edgar González Galán
encontrarlo, como si acaso se pudiera vivir
tranquilo en algún sitio, como si de hecho,
se pudiera elegir.
Hablo ahora desde ese pequeño espacio
que a veces ocupo a plenitud, desde un yo
que no deja de buscar un lugar habitable, un
lugar seguro. Un espacio donde no se corra
el riesgo de ser eliminado. Las posibilidades
de “no vivir” son cada vez más naturales,
son asimismo más comunes, son a menudo
incluso necesarias, la humanidad madura y
con su madurez se incrementa el número
de miedos en el catálogo, se cierran poco a
poco los espacios en donde estar tranquilo.
Queda preguntarme; si acaso ese miedo
a estar no es también una respuesta natural a la vocación nómada del primer hombre, un residuo antropológico del viaje, el
instinto del trashumante que resurge para
instarnos a no permanecer, a no perder la
única vocación posible para el ser humano,
la de cambiar constantemente. ¿Acaso no es
legítimo imaginar también, que la posibilidad de errar en el tiempo y el espacio, es
asimismo una vocación humana?
El miedo y el cambio se me han presentado como sustancias dialécticas, se teme y
se cambia porque no se debe vivir en el temor, se teme y se vence el temor, se avanza,
pero ¿hacia dónde se avanza? Siempre hacia
lo desconocido, porque no hay otro sitio a
dónde avanzar, lo que existe ha sido ocupado por esos otros a quienes dejamos de llamar extraños y en quienes descubrimos las
mismas capacidades para erradicar al otro.
Entre el miedo y la naturaleza evolutiva
y cambiante, puede ser que sólo nos quede
la idea de un tiempo a recuperar, una infancia a la cual volver como se vuelve a la casa
materna, al espacio transitable en los corredores de una memoria de la existencia. La
recuperación de los temores infantiles, pen-
Paúl Martínez Facio (Lagos de Moreno, 1982). Es egresado de la Lic.
En Humanidades por la Universidad de Guadalajara, formo parte del
Colectivo de Dos, en donde se ha dedicado a fomentar la lectura a través
de eventos literarios. Ha colaborado en el proyecto Atentados Poéticos:
Poesía por Ayotzinapa, el blog Pristina en el cual se han publicado algunos de sus textos y que se dedica a difundir nuevas voces poéticas,
así como en la revista electrónica Es lo Cotidiano, donde también ha
participado con poemas.
sando que quizás sean esos los invalidados
por regla, los que probablemente contengan la clave para destrabar estas preguntas.
¿A qué tememos? ¿Por qué tememos? ¿Para
qué nos sirve el miedo?
Me sorprendo de pronto volviendo a
temer a la oscuridad, a estar lejos de la madre, a perder la protección de la tribu. Temo
también a la desaparición, a la muerte violenta, al fracaso, a tener un hijo y verlo morir, desaparecer o fracasar. ¿Cuáles de estos
temores son o deben ser los que me guíen
en mi devenir? ¿Es que acaso es posible,
o siquiera deseable, deshacernos de ellos?
Vuelvo y revuelvo a esa imagen generadora
en la que la humanidad es un infante, carente de sentido del futuro, apenas capaz de
figurar lo que el presente le pone delante,
temeroso de la oscuridad cuando aparece,
ignorante de la oscuridad que le espera en
su futuro, en su edad adulta.
También ha participado en Los Idus de Marzo Revista Literaria, de la cual
es miembro y fundador, y es parte del Comité Editorial y que recién presentamos nuestro sexto número en la Otra Fil de la ciudad de Guajalajara.
Actualmente tiene un poemario en conjunto con otros tres escritores
titulado Pieza de paso y ya se encuentra en dictamen para ser publicado por
la Universidad de Guadalajara, a cargo del Taller de Escritura Creativa en
el CU Lagos de la Universidad de Guadalajara.
Ha presentado ponencias en varios congresos, y en los Encuentros de
Estudiantes organizados por la REDNELL.
El Mollete Literario 17
15.04.2015
La vida a cuadros,
reflexiones desde el ajedrez (Segunda parte)
Por Luis Flores Romero
El ajedrecista y el lector
El silencio del ajedrecista no es el silencio unívoco del atleta, o el silencio empedrado del transeúnte; no es el silencio
obvio de los que se enamoran, o el monótono silencio del chofer del autobús. Se
parece, más bien, al silencio de un lector.
Ambos son múltiples, fascinantes, complicados. Ambos silencios transcurren
con fluidez, como los carros que pasan
por un puente. Ajedrecista y lector mantienen un pensamiento activo: se preguntan, se responden, avanzan, dudan,
se pierden y se encuentran. El lector, sin
embargo, no acecha como el ajedrecista;
no controla una batalla, por lo tanto, no
precisa de la tensión silenciosa que tienen los jugadores de ajedrez. Cuando los
ajedrecistas se enfrentan, su silencio no
crea un puente entre un cerebro y otro,
sino que se construye de manera bimem-
bre: nace del tablero y se bifurca en dos
adversarios pensativos. Un lector, en
cambio, establece un puente recto que va
de las páginas a su cabeza; hay un tránsito continuo: las palabras salen del libro
y viajan a sus ojos.
El espacio donde se desarrolla un torneo de ajedrez crea un ambiente semejante al de la biblioteca. Las personas, frente
al tablero o frente al libro, alimentan un
silencio con el que la sala se inunda. Es
probable que, en este mismo momento,
alguien se encuentre en una biblioteca y
su gesto sea el mismo al de uno que, probablemente justo ahora, esté jugando ajedrez. Quizás este lector está leyendo Los
1001 años de la lengua española de Antonio
Alatorre; quizás vaya por el segundo capítulo, donde el autor menciona una amplia
cantidad de vocablos provenientes del árabe; quizás ahora se encuentre leyendo, de
ese capítulo, las siguientes líneas: “con el
pensamiento matemático se relacionaba la
palabra ajedrez (y sus alfiles, y sus jaques
y mates): los árabes fueron quienes introdujeron este endiablado juego en Europa”.
Por su parte, el hipotético ajedrecista tal
vez mueva un alfil y diga: “jaque mate”
mientras su contrincante lamenta haber
perdido en este endiablado juego.
Jaque y jaque mate son raras interjecciones que se han salido de los cuadros de ajedrez. No falta quien quiera poner en jaque
al vecino que no deja dormir con su escándalo; tampoco es raro que en una discusión
alguien deje callado al otro dándole jaque
mate con un argumento difícil de refutar.
Estas palabras tienen un peso mágico y sentencioso. Todo el silencio que se tensa en la
partida es interrumpido por un “jaque”, y
esa advertencia es como si el doble puente
del ajedrez comenzara a sufrir una primera
fractura. Algo no anda bien, el puente truena y, en algún momento, se escucha un “ja-
18 El Mollete Literario
que mate” que termina por quebrarlo. Las
piezas se petrifican y los jugadores abandonan su silencio.
Contrario al silencio ajedrecístico, el
de los lectores no acaba en un jaque mate,
el puente no se quiebra: se abandona o se
termina de cruzar. Las conversaciones que
vienen después del libro o del juego se diferencian por una palabra: hubiera. El hubiera
es más común en el juego que en el libro.
Lo leído así fue, y no pudo ser de otra forma, pues el autor es uno y el espectador es
otro. En el ajedrez, los contendientes son
autores y lectores al mismo tiempo. Cuando terminan de jugar aparece el hubiera; la
historia pudo ser distinta. Entonces, todo
ese silencio se resuelve en imaginar otras
posibilidades en el ya terminado combate: “no hubieras movido la torre, hubieras
hecho el intercambio, hubieras cubierto el
caballo…”. En el lector el hubiera, si es que
hay, es un acto más de un idealista que de
un arrepentido. Un libro se acepta o no se
acepta, pero no habrán de cambiar los párrafos. No se lamenta un mal episodio como
se lamenta haberle regalado un caballo al
otro jugador.
Ajedrez, asesinos y detectives
Jake Pepper y Robert Hawley Quinn
se reúnen para jugar ajedrez. Jake es un
detective que busca al culpable de varios
asesinatos; Quinn es el posible asesino. Se
trata de una breve novela de Truman Capote, traducida al español como Ataúdes
tallados a mano. ¿Por qué un detective y un
sospechoso juegan ajedrez? ¿Por qué no
otro juego? Las partidas entre ambos son el
símbolo de una auténtica pelea. Cada uno
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pretende, a toda costa, dominar el tablero.
La trama es similar a un intenso juego de
ajedrez. Las negras luchan por protegerse y
al mismo tiempo saben atacar; las blancas
juegan en un espacio difuso, el detective no
logra un buen desarrollo, su apertura no fue
la mejor.
Los episodios de la vida cotidiana pueden ser comparados con una gran variedad
de juegos. Éstos sirven de fuente para recoger expresiones adaptables a nuestras
vivencias. Es común escuchar frases como:
“sacaré mi última carta” o “tengo un as bajo
la manga”. Sin embargo, el ajedrez no embona tan fácilmente en el discurso cotidiano. La razón es sencilla: es un juego que
exige mayor voluntad de aprendizaje, más
constancia y una persistencia que tiende a
ser obsesión. Acaso el esfuerzo mental es
más grande que en otros juegos, de modo
que resulta más difícil trasladar conceptos
del ajedrez a la vida cotidiana. A pesar de
ello, existen momentos cuya planeación y
ejecución requieren de una habilidad ajedrecística. Son situaciones cruciales, definitorias, delicadas, no comunes. Cuando los
ajedrecistas se enfrentan a una grave complicación en su mundo real, la resuelven
con ese mismo rigor con el que resuelven
un mate en tres jugadas.
La literatura recoge anécdotas que, por
medio de un lenguaje excepcional, se tornan excepcionales. Jake está convencido de
que el homicida es Quinn, pero no cuenta
con los suficientes motivos para acusarlo.
Ellos son dos veces contrincantes, el ajedrez
va más allá de las casillas y las piezas: es un
juego que se percibe en cada uno de sus actos, decisiones y emboscadas. El individuo
siniestro planea un asesinato como quien
Anna Gasik, campeona mundial de
ajedrez 2008, Gaziantep, Turkía.
planea la captura de una pieza. Se vale de
celadas, sacrificios, paciencia e ingenio; tal
vez confíe que su nivel es mejor que el de
su adversario. Aunque las jugadas no permitieran alcanzar su objetivo, habrá de intentarlo una y otra vez.
En alguna parte de la novela, el detective Jake Pepper conversa con otro personaje
quien se muestra atónito ante un homicidio.
Al parecer, Quinn elaboró un plan que fue
pura matemática. “Con tantos preparativos,
podía salir mal”, concluye ese personaje. A
lo que Jake responde: “¿Y qué? ¿Qué importancia tiene el fracaso? Lo habría intentado
de nuevo. E insistido hasta conseguirlo”.
Robert Hawley Quinn es un jugador que
pone gran cuidado en no mostrar sus astucias; sabe que el buen ajedrecista perfecciona su arte por medio de la insistencia, pues
la insistencia es otra forma de la disciplina,
por lo menos en el ajedrez.
Jake también posee una inteligencia ajedrecística. Imagina la captura del asesino
como quien imagine un posible jaque mate.
Este objetivo lo desespera, no puede con él.
Su estrategia, si es que la tiene, es débil.
Quiere comprobar que Quinn es el asesino,
pero ni siquiera consigue ponerlo en jaque.
No puede ganar posición en la historia, su
investigación es pobre. Así como hay casos
donde hace falta un caballo para lograr el
triunfo, al detective le faltan pruebas para
culpar a su enemigo. Quizá se enfrenta a un
ajedrecista superior.
Es claro que las partidas entre Quinn y
Jake son apenas un símbolo del conflicto
de la novela. Truman Capote, para construir esta historia, situó a dos adversos en
un mismo punto a fin de que interactuaran; pero, ¿cómo hacerlos convivir si son
contrarios? El ajedrez fue la respuesta, y no
sólo eso: el planteamiento de la narración se
refuerza cuando los personajes contienden
también en un tablero. Hay historias que se
parecen a una partida de ajedrez. Hay partidas que parecieran una historia. El aficionado ajedrecista, que guste de reproducir
y analizar grandes jugadas, seguramente
encontrará un placer semejante al acercarse
a esta novela.
El ajedrecista y el escritor
La paciencia del escritor es semejante a
la del ajedrecista. Ambos se rigen por una
doble fuerza: la que ellos suponen controlar
El Mollete Literario 19
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Marcel Duchamp
jugando ajedrez.
y la que influye en ellos. El ajedrecista actúa
según los movimientos del contrincante; el
progreso de la partida no sólo depende de
él. Así le ocurre al escritor ante una página
en blanco: el desarrollo del texto no se limita a la libertad de elección de recursos,
sino a los mecanismos que el propio texto
produce mientras se escribe. Las veintisiete
letras del alfabeto y las treinta y dos piezas
del ajedrez son capaces de producir un número vastísimo de combinaciones.
Jorge Luis Borges, en su cuento “La Biblioteca de Babel”, elabora una alegoría del
universo “que otros llaman la Biblioteca”.
Ésta se compone de galerías hexagonales,
cuatro de los muros de cada galería contienen cinco largos anaqueles: cada anaquel,
treinta y dos libros; “cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de
cuarenta renglones, cada renglón, de unas
ochenta letras de color negro”. El número
de símbolos ortográficos es veinticinco:
veintidós letras, la coma, el punto y el espacio. Todas las combinaciones de estos veinticinco signos se localizan en alguno de esos
anaqueles. La cantidad de libros es indefinida, pero no inagotable. Cualquier idea que
se pueda transmitir por medio del lenguaje
(y, por lo tanto, mediante la escritura), la
reproduce esa gran Biblioteca. Todo lo dicho, lo no dicho, lo escrito y lo que aún está
por escribirse lo guarda algún hexágono del
universo.
Lo mismo ocurre en el ajedrez: es indefinido el número de partidas, pero todas
pueden ser realizables, de alguna manera
ya existen. Ambas cantidades, la de partidas y la de libros, son matemáticamente
calculables (sin duda, en algún volumen de
la inmensa Biblioteca está la cantidad exacta). Sin embargo, para nosotros no debería
tener importancia conocer la cifra, pues la
humanidad completa no podría jugar el
número de variaciones del ajedrez ni terminar todos los libros. Para nosotros esta
suma es infinita porque no habremos de
agotarla. No puede ser de otro modo, el
universo borgiano es tan preciso como un
tablero de ajedrez. Una geometría conformada por sesenta y cuatro casillas y otra por
hexágonos son la base para una cuantiosa
suma de posibilidades combinatorias. El bibliotecario del universo descubre los libros
como los ajedrecistas las jugadas. Los más
lamentables errores o una partida magistral
no son más que posibilidades realizadas en
un momento dado. Los libros inentendibles
o prodigiosos también son posibilidades
existentes en la Biblioteca. Borges, en una
conferencia, declaró:
Cuando yo percibo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un
concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las
partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación
de que dependan de mi arbitrio; las cosas
son así. Son así, pero están escondidas y mi
deber de poeta es encontrarlas.
El deber de los ajedrecistas es encontrar una partida más entre tantas otras.
El jugador y su contrincante vislumbran
poco a poco lo que sigue. Las piezas no
contienden con su albedrío, sino con el
designio de un ser que las controla; pero el
jugador no inventa su juego, lo descubre.
El autor argentino en sus dos memorables
sonetos menciona lo anterior. El segundo
de ellos termina así: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de
Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueños y agonías?”. Esta sentencia se
extiende a la escritura: los personajes de
una narración, por ejemplo, tampoco tienen libertad, son gobernados por la pluma
del artista, quien, en el caso de Borges, no
tiene la sensación de que dependa de su
arbitrio lo que escribe.
Escribir y jugar ajedrez son ejercicios
que se emparentan en muchos aspectos.
Decidir cuál es la siguiente pieza que vamos a mover en el tablero a veces es tan
angustiante como elegir la siguiente oración
que escribiremos en la página. Hay momentos en que deseamos abandonar el juego. El
mismo Borges lo dice en un haikú: “Desde
aquel día / no he movido las piezas / en el
tablero”. Y no faltarán los jugadores que,
vencidos por la impaciencia, dejen a la mitad de una batalla a sus personajes.
Luis Flores Romero (Ciudad de México en
1987), Estudió Letras Hispánicas en la UNAM.
Ha publicado en algunas revistas impresas y
electrónicas como La palabra y el hombre, Casa
del tiempo y Punto de partida. Es autor del poemario Gris urbano, publicado en 2013 por la
UACM. Becario de la Fundación para las Letras
Mexicanas durante los períodos 2010–2011 y
2011–2012. Actualmente es locutor radiofónico
y comparte poesía satírica y burlesca en la Fan
page Lufloro Panadero
20 El Mollete Literario
15.04.2015
Memoria de un personaje
que no existe
Por Ulises Casal
La pausa
Enfermo
Permite que hoy hablemos
de esa cosa que se mueve en las manos.
Ya sabes que la fuente de la vida
es una simple eyaculación, no pierdas tu tiempo.
Si supieras que vivo enamorado
hasta de tu sombra, te cortarías las manos.
El tiempo no se pierde, nos encuentra.
Calla, un manco toca la puerta al corazón,
jamás nadie abre no hay nadie dentro.
¿Recuerdas ayer?
Por supuesto, ya sabía caminar y escupía la comida,
me di cuenta que la soledad le basta a los imbéciles
y que la gente se rodea de telarañas
para colgarse a morir en lo alto.
(El cuerpo tiembla para sus adentros,
hay un escorpión en su memoria
y una bala es lanzada al aire a morir perdida)
No te pongas romántico,
que si yo tuviera tu edad ya me habría suicidado
por vivir más de lo debido.
El dramático de siempre,
nunca cambias, así no te suicidarás jamás.
Ignóralos, que se traguen a parábolas
hablemos de tus manos
y el sentido de tu vida
si tocan mi cuerpo.
¡Necesito café!
Y yo alas para llegar a la Luna.
(Una sombra lo abraza tan fuerte que lo deja inmóvil)
(Suenan las campanas, dios le dice a su amo que escupa al sol)
¡Detengan el reloj, no dejemos que amanezca!
A veces cuando respiro siento los colores,
cierro los ojos para ver el mar
pero sólo hay oscuridad.
Ojalá me hubiera atrevido a verla a los ojos,
igual no cambia nada, pero hubiera valido la pena.
Y así como todos los recuerdos nos vamos, todos hacia el olvido.
(Abrió la palma de su mano, se movía pero lo metió a su jaula).
La cerveza mantiene el color de la luz del sol,
cada gota de lluvia el reflejo de un recuerdo,
cada suspiro es un beso arrojado al viento
con alas del destino de tu boca.
Ruido de impaciente soledad,
arropa mi silencio con prendas de melancolía.
Afuera se destroza el mundo,
se cicatriza el alma con nubes arreboladas en el cielo,
afuera mendiga un fantasma
que lleva mi bandera a lo más bajo de la angustia.
¡Que la tire a algún mar!
Yo ya me he dejado ir con el humo del cigarro,
bailando como culebra hacia
el mundo de los ciegos,
ya me convertí en un farsante
que traza en la ventana
el camino de las gotas,
como mi propio sendero.
Atrincherada en el cenicero,
la colilla me cuenta sus secretos,
almacena en su memoria muerta
el sabor de mis labios,
los muertos enterrados en los ojos,
su sangre escurriendo por mis mejillas
en lágrimas que caen maduras.
Y en mi cielo de cartón
se enfilan pedazos de agua
entran en batalla,
y se funden en la piel
que me baña cuando salgo
a la intemperie a gritar
como un enfermo.
El Mollete Literario 21
15.04.2015
En coma
¿Dónde estás?
(Algo se quema por dentro,
huele a sentimiento, azufre y nada)
Aún no te encuentro ¿dónde estás?
no te veo ni en las fotografías ni en mi piel,
no alcanzo a verte la aureola,
no te encuentro ni sobre las nubes ni sola,
no estas ni en la sal, ni en el eco de algún suspiro,
ni bajo el secreto de los ojos, no estás.
Confieso que no soy fuerte,
que a veces me detesto, que tengo temores
y sin embargo soy valiente,
confieso que ahora soy carne quemada,
que ahora soy un indulgente
que mi cuerpo es un hospital,
y que mis manos enferman de extrañar
y que mis ojos son seres ahogados en sí mismos;
en mi monstruosidad,
y que mi boca muere de sed
y que mi espalda sufre de caricias.
Hay en terapia intensiva un alma desconsolada,
un alma atropellada por mi cobardía,
un alma desconsolada que nadie va a visitar.
Mi cuerpo es una cárcel de agonía
porque tal vez muera de dramático.
Los resultados de los rayos X
me dicen que me falta una Luna,
que me falta su luz,
que me falta gran parte de mí,
que tal vez mañana aparezca
y me dé un propósito que cure este cáncer con mi nombre.
Necesito un trasplante de alma
un alma que sienta y no lastime,
con la temperatura media y sangre tipo hombre,
un alma que no sea imbécil
que mantenga cálido al corazón.
Aquella persona que me sonreía, ya no la veo,
ni a la que me tatuaba de ternura la mirada,
aquella del sueño elegante de algún próspero recuerdo,
clavada en la piedra de la realidad, no la siento.
Ya no aparece ni de día ni de noche,
ni de encuentro ni casualidad.
No aparece en el arco iris ni en la llovizna,
esta no es mi lágrima porque no cae.
Aprieta mi mano si tú me sientes,
hazme la caricia tierna que acostumbras,
dime que existes
y que caminas por el mismo sendero
que me trajo a extrañarte.
Susúrrame un poema con el pensamiento,
hazme saber que el fuego sigue siendo inmaterial,
o que las palabras han madurado
y se pueden comer dulces.
Cuando me encuentres,
clávame un alfiler y dime que sangro.
¿Dónde estás?
Ya no te puedo oler ni hablar ni sentir.
Dime dónde estás porque no te veo,
donde puedo saber de ti y tus pasos
cuando estoy bajo la tierra y pálido.
Se me está acabando el tiempo,
¿dónde está la cura?
¿qué voy a hacer sin mí?
¿dónde está el cadáver?
Que me maten...
que la muerte cerebral me acompañe
como ángel de la guarda,
sólo quiero hacer salir del coma
a este corazón que siento que me estalla.
Ulises Casal (Estado de México, 1988), estudió periodismo en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, de la UNAM. Profesional en el
periódico La Crónica de Hoy como coeditor y reportero de espectáculos con especialidad en cine y música, crítico de cine en su sección de
opinión La pluma y la lente en el mismo diario, cronista en la revista
radiofónica Crónicas de Asfalto y apasionado y adicto de la poesía, el
séptimo arte, los viajes, la noche, el amor, la comida y la cerveza, siempre inspiradora.
22 El Mollete Literario
15.04.2015
Semilla Insólita
Por Lydia Zárate
Vocación
Cuando espero desahuciada desde los rieles de la noche,
hurgando en la mudez del árbol, fatídica,
rigurosamente asida a mi disfraz de nada,
y percibo como ciega
que de mí se han ido desprendiendo
sombras como manuscritos.
Cuando tus ojos clarividentes me hospedan en alguna
memoria
y no nos ha encontrado el humo algún disfraz
y vuelven a arder las costuras de la lámpara,
y a arrodillarnos frente a frente los incendios previos
a tu huida de siempre.
Cuando reincido en tu boca,
con tu risa empuñándome por dentro como una espada.
Voy creciendo hacia otra muerte,
hacia la ciega sed de la hormiga,
acarreando fatigosamente
su infinita cuota de existencia
hacia ningún lugar.
El riesgo convencido
Vengo otra vez de la pálida tinta,
de tu empeño de bocas desconcertadas.
Vengo de las huestes que retiras de mi suerte,
de los riesgos en que hundes mi aferrado vicio de
gaviota.
Se me han subido todas las mareas a las manos.
Soy sólo un puñado de catarsis sin fundamento,
un lamento arrodillado,
un atado de nostalgias irredentas, volcadas.
Soy el vuelo accidental de un parlamento,
las pequeñas entregas de una circunstancia,
un temblor que guarda
y que te aguarda.
No intentes asirme la palabra en este pasadizo de
cabriolas ciegas.
Mi palabra es tuya con todas sus franquicias.
Fotografía: Lucía López Canales
Al sur de mi garganta
Pero soy todo el blanco que se acaba,
y no me porto bien con la alegría
por lo que traigo al sur de mi garganta.
CARILDA OLIVER LABRA
Al sur de mi garganta hay un país de cruces rotundas,
una cláusula de mar,
una estación de pájaros absurdos,
el alma oscurecida y profunda de un árbol.
Al sur de mi garganta,
enclavada como una estela,
está la daga de tu nombre.
Decreto
Ahora que te anuncie.
Ahora que te desenrede con las manos ebrias de pájaros.
Ahora que te asalte en manifiestos, en descensos,
y crezca como una ceguera en el rumor de las paredes...
Puedes ungirme,
fragmentarme el mundo en el vientre,
desasirme de las flores,
multiplicarme, colmarme de cruces…
Hacerme tu violenta máscara de lluvia.
El Mollete Literario 23
15.04.2015
Fotografía: Lucía López Canales
Esa lluvia tuya
Deja antes de irte una palabra delirante,
un vaticinio soterrado, una moción de subsistencia.
No dejes desprovistos mis destinos balbucientes,
la niebla peregrina que hospedaste entre mis labios.
Vuelve a mi sombra con tu danza opalescente,
con tu acechanza de pájaros,
con tu rito impaciente de arrojarme flores.
Asciende con tu noche clandestina
hasta el pálido silencio de mis manos.
Sostenlo todo en tu presente,
aposenta en mi cuerpo tus alondras,
tu memoria litoral, tu columnata.
Eleva mi tierra hasta tu boca rigurosa,
vuelve al agua insospechada en que me habitas,
al tiempo con que enredas mi garganta.
Arroja mi nombre a ese desorden
donde espero tu lluvia
arrodillada.
Recursos alígeros para
un pronunciamiento
Vengo como borrada de un abrazo de nube.
Parezco ser la liviandad en turno.
Necesitaría mi nombre,
vocales inconclusas,
las amarras de algún dirigible de nubes,
las historias traslúcidas de la espuma,
redes multiplicadas.
Necesitaría un haz de mariposas,
transparencias,
pieles abandonadas por las olas,
los recursos cristalinos, las madrigueras,
los trayectos guarecidos en los árboles…
Tal vez estas manos de estrella estremecida para hilar
palabras
después de sus brazos,
de su vientre luminoso,
de mi pobre urdimbre elevada a condición de luz.
Lydia Zárate (México, 1976). Autora del libro Semilla Insólita, publicado por la Editorial Torremozas en España y presentado en la
Feria del Libro de Madrid en Mayo del 2009. Premio Nacional de
Poesía Ramón Iván Suárez Caamal 2011. Premio de poesía Griselda Álvarez 2013. Becaria del programa Apoyo de Estímulos a la
Producción Artística 2011, otorgado por el Gobierno del Estado
de Querétaro a través del Instituto Queretano de la Cultura y las
Muerte a saber
La sangre te anuncia una partitura.
Cazar el remedio, la sangre sublevada,
blandir la bruma en protesta,
fraguar a quemarropa los emblemas del silencio.
Sangre.
Sentirse de sangre, precipitarse en la arteria
por seguir latiendo la vida... la muerte.
Acaudillarse en las galerías de la sombra
y ceñirse sus atuendos de niebla,
y temblar sus ráfagas de miedo,
y abrazar las junturas del viento.
El espacio desdeña y acoge las ágoras sonámbulas del
protocolo
y sus hacinamientos de podredumbre.
La muerte hiede a hombre,
a altar profanado.
Muerte, a saber: intención como precipicio de esperanzas,
la paz por eslogan, el alma por asalto,
la rabia punzando en el vientre como una condena
como
un
destino.
Sangre a toda costa, sangre...
Artes. Forma parte de las antologías Hijas de diablo hijas de santo:
poetas hispanas actuales (2013) y La república en la voz de sus poetas
(2012). Su poema “Condolencias” fue publicado en la Revista de
la Casa de Las Américas, en La Habana, Cuba, en septiembre del
2006. Sus poemas han sido publicados en distintas revistas literarias nacionales e internacionales. Actualmente es Editora de la
revista digital La que Arde.
24 El Mollete Literario
15.04.2015
Monólogo interno
en el mingitorio
Por Luis Villalón
Estoy parado en este mingitorio apestoso,
contemplo la espuma en el charco de orín.
Mi reflejo, un hombre despojado, arrugas
prematuras, pliegues de carne desinflada,
mirada sumisa. No he podido orinar en
quince minutos. Mi vejiga está repleta,
unas siete cervezas adulteradas con hastío. Ellos siguen desfilando, uno tras otro,
sin tregua. Ocupan el compartimiento
contiguo a mí. Su chorro preciso impactando el agua de la letrina. ¡Tsssssssss! El
sonido de un huevo friéndose. Restregándome su virilidad, de la que yo carezco, en
el oído. Una procesión ilimitada. Despojada de identidad, salvo la que yo le invento
con la mente adyacente al suicidio. Pongo a
cada sujeto que toma el lugar del anterior
en el mismo plano psicológico, creando una
hilera infinita de réplicas en las que yo figuro como ídolo sólo para decepcionarlos en
el momento en que descubren mi total incapacidad para realizar la más básica función fisiológica. Pujo, el ser desbaratándose
en impotencia, los dientes bien apretados,
rechinando, los jadeos escapando por los
huecos que, debido a un desinteresado cuidado dental, se forman en el mal cierre de
la mandíbula. Me recargo en la pared con la
mano derecha. El brazo estirado, perpendicular a la palma. El cuello encorvado, mentón reposando en la tráquea. Los ojos angustiados clavados en la zurda que sostiene,
temblorosa, mi tímido miembro. Escucho
retumbando en la cabeza sus reclamos e imprecaciones. Soy un padre abandonador.
Un prócer en picada. Dios degustando su
propia mierda. Ellos huelen el miedo, son
perros sarnosos dotados del malentendido
don del odio puro, listos para tajar la débil
carne, flemática. Encuentro entretenido lo
volátil de los roles en las suposiciones. El
amo, fortuitamente, relegado a la suela del
esclavo. Una especie de abolición moral en
la que el sistema nervioso es el hilo conductor de la trama. Me hace sonreír. Al final,
objetivo, no queda más que indiferencia.
Fotografía: Edgar González Galán
Una indiferencia mutua que el inconsciente
rechaza asimilar, subjetivo, y por tanto se
convierte en una indiferencia única contra
mí, generada por mí, por esa urgencia de
buscar —no, de encontrar—­importancia y
opiniones donde resulta ridículo siquiera
suponerlas. Enfermo de sociedad, con la
verga condenada a ser el receptáculo de los
síntomas, los riñones se desgajan pero aún
no puedo orinar. Como cuando cogía con
ella. Solía embriagarme. Mucho. Algo similar a mi padecimiento actual. La imposibilidad de eyacular. Por suerte no perdía la
erección, o quizá por condena. Hubiera resultado más cómodo perder la potencia sexual en pleno acto y despertar la piedad en
ella, conmiserarme un poco, ponerme agresivo, liberar mi estrés, enmascarar el llanto
en una carajada tempestuosa, las mejillas
empujando las pupilas hasta arriba, ocultas
en el párpado entreabierto. Tomar la botella
y empinarla a indiscreción por el esófago
dilatado. Pueril receptor. Sus manos enroscadas a la espalda baja, el área hepática. Placer oral. El licor escurriendo por mi barba,
aterrizando en su testa. Una instantánea del
verdadero amor… Pero mi erección se prolongaba hasta dejarnos exhaustos. Ella aburrida. Yo insatisfecho. Incapaz de segregar
vida. Nostalgia del clímax. Separados, la
cama todavía tibia, sin mediar palabra, bocarriba, paralelos. El silencio encarnando
soledad. El cuerpo hierve de ansiedad.
Continúa inerte. Quizá bebo para justificar
estos problemas; quizá para generarlos. De
una u otra forma es fácil descubrir la petición, un tanto informal, de ayuda. Me pregunto si tendré una piedra en el riñón que
provoque la dificultad de micción por la
obstrucción de las vías urinarias. He oído
que el dolor al expulsar una de estas piedras
es equiparable a parir. La veo, viajando lentamente, dándose el tiempo con todo y su
aspereza para disfrutar el paisaje de mi estrecha uretra. Limando la carne, deshebrándola a su paso, el plop seco que hará al salir
expulsada a través del ojete del pito. Como
doblar el dedo pulgar para formar una “r” e
introducir horizontalmente la falange superior, con la uña apuntando al rostro, en la
boca, presionando los labios con rigidez sobre el dedo a modo de que la cavidad quede
sellada al vacío con el aire previamente contenido dentro de ésta, para después proceder a retirar, sin titubear, el pulgar de la
boca en un rápido swing de la muñeca, desde adentro hacia afuera, dando especial impulso a la fricción ejercida entre la comisura
del labio y la punta del dedo: ¡Plop! Si expulsara la piedra tengo dos opciones: a) Poner mi mano para recibirla, lo cual implicaría orinármela antes, u, opción b) Rescatarla
del mingitorio, ésta sería la opción más viable, si no tuviera en cuenta que la palanca
no funciona y la letrina está casi hasta el
tope de orín. Podría traer la pequeña red
que uso para sacar a los peces de la pecera
El Mollete Literario 25
15.04.2015
Autor: María Bazana,
Prismacolor.
cuando requiere una limpieza, pero para
eso habría que hacer un viaje a casa por la
red, lo cual devendría en arriesgarme a que
la letrina siga en uso, el líquido se derramará dentro de poco, y con él, la piedrita. No
puedo calcular a priori si el mineral flotará
o se hundirá, no soy bueno en las ciencias
estrictas, no conozco las propiedades del
calcio. ¿Será calcio? Si se hunde estaría condenada a irse por alguno de los hoyuelos
del drenaje que aún siga desatascado tras
ser empujada poco a poco por todas esas
meadas uniformes. Si flota caería al suelo.
En éste punto no puedo constatar con certeza su diámetro, ¡vaya!, su tamaño. Puede
ser tan pequeña que con mi mala vista, aunada a la mala iluminación del lugar, quede
perdida para siempre, o por lo menos hasta
que llegue el momento de asear el sitio, y
quede reducida a calidad de brizna y recluida al cesto de basura. Lo mejor será resistir
mi orina en la mano y atraparla desde la
fuente. Quizá pueda conseguir un guante,
aunque me arriesgo a que se resbale debido
a la carencia de rugosidad del látex… Un momento, plan c) Orinar en una botella. Podré
drenarla sin inconvenientes con un colador.
Para llevar a cabo dicha empresa necesito
una excelente precisión. Puntería de francotirador. Hacer pasar el chisguete por un boquete de una pulgada. Misión formidable
tomando en cuenta mi ligero estado de
ebriedad. Misión, que pese a recompensarme con admiración y glorias, tendré que
rechazar. ¡Impensable perder mi piedrita
por niñerías! Si pego el glande directamente
a la boquilla, no habrá espacio dentro del
bote, que ya contiene aire, para que la orina
pueda reposar, la botella podría romperse o
el líquido salir proyectado con violencia
abriéndose paso por cualquier breve hendidura que se genere entre mi pito y el recipiente, en cualquier caso: piedra perdida.
Sería necesario buscar un corta vidrio para
rebanar la parte más estrecha de la botella y
convertirla en un vaso. O bien, puedo buscar una botella de plástico para facilitar la
tarea, una quemadura con encendedor en el
cuello del envase que le produzca un agujerito del tamaño del meñique, ya que dicho
dedo se abrirá paso por el hoyo para hacer,
desgarrando el plástico, un recorrido de
360 grados por todo el perímetro para lograr formar una especie de vaso. O puedo
utilizar un vaso. Tendría que pagarlo. Por
más lavadas que se le dieran, jamás quedaría tan limpio —potablemente hablando—
tras recibir un cálculo y algunos mililitros
de sangre renal. Resultará bochornoso comprar un vaso aquí y enterarlos de mi propósito. Mejor, pedir un trago, vaciar el líquido,
o beberlo; guardar el vaso en mi bolsillo,
tirar una botella al suelo y fingir que el trago
fue el que sufrió el accidente, pagar el vaso
y conservarlo deshaciéndome por completo
de la carga moral, orinar la piedra en él,
para, posteriormente, rescatarla con un colador. ¡Voilà! Sólo tengo que encontrar un
método eficaz para trasladar el vaso sin derramarlo ni ser descubierto. Un portavasos
puesto sobre el vaso, sellándolo, sostenido
por el pulgar dentro del bolsillo de la chamarra mientras los demás dedos agazapan
el recipiente. Mi propia piedra. Mi hija. Una
parte de mi ser. Mi suculento dolor. Sangre
de mi sangre. Destinataria de todos mis bienes. Hermosa. Habrá que conseguir un libro de significados de nombres para bebés,
y una vez que haya determinado las principales características del ente, proseguiré a
realizar una clasificación de los nombres
más ad hoc con los pros y contras de cada
uno hasta llegar al definitivo, obvio, tras
una estricta selección basada en análisis
cualitativos. No más holgazanería. No dejar
nada al azar ni a sentimentalismos baratos.
Ser padre requiere firmeza de neurocirujano. He perdido por completo el rastro del
tiempo. Aún nada. Lo más adecuado será
arreglarme la cremallera, ir por más cerveza
y regresar a intentarlo más tarde. Menos
metódico.
26 El Mollete Literario
15.04.2015
De mi Cuaderno de apuntes
Introducción al lenguaje musical
Por Margarita Salazar Mendoza
E
n el amplio campo de
las artes, en plural,
hay mucho en común
entre las formas de
expresión —la música y la
literatura, por ejemplo—, de lo
que nos imaginamos. No sólo
acerca de los temas que tratan,
sino también en cuestiones
relacionadas con la creación y la
teoría. Para empezar, «durante
mucho tiempo, la música, como
el lenguaje, fue cultivada por
transmisión oral a través de
generaciones […] antes de que se
intentara un método sistemático
de escritura», como bien lo
explica Otto Karolyi.
Los ingleses y los alemanes emplean el
sistema alfabético (C D E F G A B), pero
el resto de los países occidentales utiliza el
sistema silábico de tradición latina («símbolos taquigráficos que se empleaban para
apuntar la recitación de discursos griegos
y orientales»), cuya notación musical se
designa con las sílabas: do re mi fa sol la si.
Llamamos nota tanto al sonido como al
símbolo escrito de un sonido musical. Recordamos con esto el significado y el significante (fonema y grafía) de Ferdinand de
Saussure (1857-1913).
Tres son los elementos fundamentales
de la música: ritmo, melodía y armonía. El
ritmo es el orden, la combinación de sonidos, acentos y pausas. Melodía es la sucesión de sonidos. La armonía es la combinación simultánea de dos o más sonidos.
Así, mientras que la armonía es vertical, la
melodía es horizontal. Lo que nos recuerda
las líneas paradigmática y sintagmática de
la lengua. Continuando con Karoly, «en el
habla o en la escritura, las ideas y emociones son expresadas con las palabras adecuadas, que se suceden con coherencia y ar-
monía. Cuando la armonía, o continuidad
lógica, no está presente, la impresión que
se produce es de una mente desasosegada,
confusa e indisciplinada [A esto llamamos
sintaxis en la lengua]. Lo mismo ocurre en
la música. Una sucesión de acordes empleados de cualquier modo no puede producir
una satisfactoria progresión armónica»; «las
reglas de la gramática musical se asemejan
mucho a las del lenguaje». Como en la literatura, y en la pintura, «el estilo musical
cambia inevitablemente de época a época».
Por otro lado, la velocidad normal del
pulso humano es entre 70 y 80 pulsaciones
por minuto, y el tiempo en la música se mide
por él. Así, dice Hugo Riemann, las divergencias respecto a la velocidad normal del
pulso humano, son retardatrices o excitantes. Mas, el límite, a lo sumo, será el doble o
la mitad, es decir, 160 o 40 pulsaciones por
minuto. Estas divergencias despiertan sentimientos, por ejemplo, el Larghetto funciona como atenuación de la severidad trágica
y el Allegretto como moderación del ímpetu heroico. En cambio, Molto largo, Adagio
molto, Andante con gran espressione, Adagio o
Andante sostenuto, por una parte, y Allegro
molto, Allegro con fuoco, Allegro impetuoso,
Molto presto y Prestissimo, tienden a lo grandioso, nadan en la abundancia. Un tiempo
Allegro para el lector de las notas tiene algo
excitante, que da ánimos, mientras que un
Adagio refrena. Los tiempos lentos cargan el
significado accesorio de retención, de lentitud angustiosa, de opresión, como el Andantino que tiende hacia el carácter fútil; el
Adagio exige una ejecución más tierna y el
Andante una más sublime. Sublime como lo
juzga Harold Bloom, se refiere a grandeza,
punto más alto, poesía fuerte. Las indicaciones en los tiempos (por ejemplo, en los
El Mollete Literario 27
15.04.2015
vivos), el Allegro, y sus aditamentos: con
fuoco (con fuego), apassionato (apasionado),
vivace (con vivacidad), funcionan como
acotaciones dramáticas.
Los finales de una frase musical se llaman cadencias. «Si convenimos en comparar un sonido simple con una letra y un
acorde con una palabra, podemos decir
que una cadencia es un signo de puntuación musical». La cadencia no aparece al
final de una obra musical, sino dentro de
ella, ya que suena interrumpida o suspendida. «Cuando una cadencia concluye en un
tiempo fuerte, se denomina masculina [tal
como el verso agudo]; cuando acaba en un
tiempo débil, se considera femenina [verso
grave], al igual que en la poesía».
Por otra parte, los periodos musicales
están compuestos por compases, y la simetría «posee un peculiar atractivo». ¿Tan
atractiva como en la poesía?, seguramente
conocen estos versos de Neruda:
Aunque éste sea el último dolor que ella
me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo
le escribo.
Lucien Rebatet expone que «los sonidos [en la versificación griega] se agrupan
en pies, similares a [los] compases». Por
lo que, si tomamos como norma el periodo musical de ocho compases, encontraremos muchos ejemplos de periodos que
parecen haberse abreviado o alargado, por
supresión o adición, de la misma manera
que se comprimen los pensamientos o se
añaden adjetivos. Dentro de la construcción
musical hay varias formas, por ejemplo, la
binaria, integrada por dos secciones, A y B,
lo que provoca un contraste más marcado.
¿Podemos pensar en los hemistiquios?
Otros conceptos musicales equiparables
a los conceptos lingüísticos son los relativos
a la articulación: Legato es la unión de sonidos, y la separación bien marcada de los
sonidos, de igual o distinta altura, uno junto
al otro, pero aislados, Staccato. Con lo anterior podemos analogar el diptongo y el hiato.
Para concluir esta exposición, quiero mencionar un término que la literatura adoptó
de la música: la polifonía. Fue empleado por
Mijail Bajtín para referirse a la principal característica de las novelas de Dostoyevski.
Sería una vana tarea querer mencionar
todos los términos técnicos que se emplean,
pero, por fortuna, existen obras ordenadas
alfabéticamente que han registrado las expresiones usuales junto con su explicación.
Así que sería inabarcable, en este momento,
explicar las múltiples similitudes entre la música y la literatura, pero, al menos yo encontré
muchas más de las que me imaginaba.
28 El Mollete Literario
15.04.2015
La Manzana Flechada
Silla milenaria
Por Martha Chapa
M
i infancia
transcurrió allá
en Monterrey,
maravillosa
tierra soberana rodeada por
montañas. Y desde aquel
entonces contemplé por
horas enteras el Cerro de
la Silla, que me trasmitía
la sensación de cobijo y
envolvía con fuerza mi
espíritu y mi sensibilidad.
Por eso, en esta cálida tarde tengo el
deseo de compartir con ustedes algunas
reflexiones en torno a tan misteriosa elevación, hecha no sólo de tierra sino, al parecer, por una mezcla divina de acero, titanio
y otros componentes que bien guarda en su
corazón secretos tesoros.
Desde esos años de mi niñez aquella monumental mole se convirtió para mí en compañía y en brújula, no solamente geográfica,
sino también plástica y existencial. Era tal mi
tendencia a la contemplación que solían llamarme “niña nostálgica” o “niña de las nubes”
por mi carácter melancólico, aunque, a decir
verdad, fui realmente feliz en aquella época.
Con el tiempo asumí mi condición de
regia, de mujer fuerte, una norteña de verdad, de pura cepa. Y en todo ese trayecto,
la Silla seguía ahí, deslumbrante. Enaltecida
con sus más de mil quinientos metros, aunque para mí llegaba hasta el meritito cielo,
a ese punto donde se elevaba mi mano para
palparla, acariciarla, pintarla.
Me contaba mi padre que fue el conquistador luso-español Alberto del Canto
Díaz quien le llamó así por vez primera allá
por 1577, cuando se topó con él en sus correrías a través de lo que se conocía entonces como valle de Extremadura. El enorme
parecido que tiene la forma del cerro con
una silla de montar hizo que ese nombre se
le quedara para siempre.
Forma parte de la Sierra Madre Oriental
y constituye, junto con muchas otras elevaciones de la región, una cordillera compleja
en esa nuestra ciudad rodeada de enigmáticas montañas.
El Cerro de la Silla es, pues, todo un
ícono del estado, a grado tal que en 1991
por decreto presidencial se le dio el título
de monumento natural de la nación. Un símbolo que ha sido evocado en la literatura de
grandes escritores.
Y así como ha sido nombrado por notables
personajes en distintas y distantes épocas de
maneras siempre poéticas, ahora yo le digo:
“Eterna silla: asiento de milenios”, pues generación tras generación su imagen ha aparecido
en emblemas, escudos y banderas, y en nuestros días adorna las más diversas expresiones
de la cultura popular a manera de insignia, distintivo, lema, metáfora, alusión, grafía, etiqueta e incluso aparece en el anuncio orgulloso
de una vulcanizadora. La lista es larga, pues
lo mismo se le ve en el escudo de la ciudad de
Monterrey y sucesivamente tanto en planos de
la ciudad como en carteles, diplomas, trofeos,
placas de automóvil, billetes de lotería, empaques de dulces, decoración de restaurantes.
Toda una marca regional que refleja historia y
modernidad. Porque la Silla sí que representa
casi todo: orografía, paisaje, símbolo, fortaleza,
civilización, obra plástica, literatura, poesía e
identidad.
Con ese espíritu de amor la evoco junto a
todos ustedes pues la he pintado, la pinto y seguiré pintándola cientos de veces para rendirle
tributo entrañable a mi tierra, la cual, más allá
de ires y venires, forma parte de mi ser.
Estas diversas sillas plasmadas por mí están acompañadas de un buen número de citas,
fragmentos, versos y estrofas de destacados
hombres y mujeres de letras, en su mayor parte oriundos del estado de Nuevo León, de los
que Alejandro Ordorica, con conocimiento y
sensibilidad, hizo una acertada investigación.
Ponemos, pues, en sus manos, un simbólico y disfrutable libro que se propone
contribuir a la grandeza de nuestro Cerro de
la Silla, ése que da la más cálida bienvenida
a nuestros distinguidos visitantes, como si
quisiera anunciarles la vigorosa esencia del
alma regiomontana, su firme identidad cultural y su impresionante dinámica social.
Estoy segura de que nos envuelve la
luminosidad de ese “Sol de Monterrey”
–como lo dijera Alfonso Reyes, ilustre regiomontano y hombre universal– junto a la
calidez de todos ustedes.
www.marthachapa.net
Facebook: Martha Chapa Benavides
Twitter: @martha_chapa
El Mollete Literario 29
15.04.2015
Nos estamos viendo
Eduardo Galeano
Günter Grass, el escritor
que rompió el silencio
de su pasado
Por Monserrat Méndez
“Me aburre pensar en la muerte, y
sospecho que más aburrido será ser
el centro de la fiesta fúnebre”.
Por Ulises Casal
“Para tener aliento, hay que tener desaliento, para levantarse hay que saber caerse, para ganar hay que saber
perder, y hay que saber que esa es la
vida nomás y que te caes y te levantas
muchas veces”, estas palabras reúnen
una de las grandes enseñanzas que el
escritor uruguayo Eduardo Galeano,
trató de compartir con el mundo. Y lo
hizo con el ejemplo, con la lucha contra “los desgobiernos, contra las malas
costumbres, en defensa de los nadies;
libró batallas con la política desde la
izquierda, en busca de la belleza de las
almas; luchó contra el cáncer de pulmón, lo venció en el 2007 pero el pasado lunes, 13 de abril, perdió su última
batalla contra este mismo enemigo, a
los 79 años de edad.
Divertido y carismático, aficionado
al futbol, fanático del equipo El Nacional de Uruguay, Eduardo Galeano publicó en 1989 en su obra El libro de los
abrazos, una maravillosa anécdota en
un pueblo colombiano que dice que los
seres humanos somos un mar de fueguitos y que cada persona brilla con su
propia luz, con su fuego sereno o su
fuego loco. Él mismo era uno de esos
fuegos que no se pueden mirar sin par-
padear, de esos fuegos que incendian
con su cálida manera de soñar como
puede llegar a ser el mundo de una manera delirante, lleno de utopías de esas
que nos sirven para seguir caminando.
Con su muerte ese fuego no se apagó,
mantiene la llama en sus letras.
Reflexivo y amable, en sus inicios de
su carrera fue conocido Gius, un caricaturista que comenzó a hacer ruido en la
tranquila sociedad de Montevideo, en
esos años también fue obrero de fábrica,
dibujante, pintor, mensajero, mecanógrafo y cajero de banco. Pero la entrada
a la vida pública le permitió escribir primero de futbol y luego se metió por Las
venas abiertas de América Latina para reflexionar sobre la historia de esta región,
de la muerte, de la vida y sus miedos,
del verdadero valor de las mujeres, de la
resistencia social… nos llenó de historias:
“Somos hijos de los días, nada tiene de
raro que cada día tenga una historia que
contar. Porque estamos hechos de átomos, según dicen los científicos, pero un
pajarito me contó que también estamos
hechos de historias”.
En una entrevista hace cinco años en
Montevideo, Galeano contó que la despedida más linda de todas es mexicana:
“Nos estamos viendo. Esas tres palabritas significan que tú te dejas de ver pero
te sigues viendo, que de alguna mágica
manera la mirada nos sigue mirando en
ausencia”, y así es… Nos estamos viendo
Eduardo Galeano.
Günter Grass, escritor alemán, fue un
duro crítico de la posguerra al revivir la
cultura alemana durante y después del
Holocausto. Su obra estaba sacudida
por ese acercamiento cruel con la realidad de la guerra, y es que narrar esos
hechos con ayuda de la ficción fue su
mejor aliado para desprenderse de un
duro pasado.
No sólo era un gran crítico del pasado. El presente y el futuro era algo que le
preocupaba y por ello, en diversas ocasiones, recordaba la posibilidad humana de
la autodestrucción. En una entrevista a El
País, señaló: “se decía que la Naturaleza
era la que la producía las hambrunas, las
sequías, algo cuya responsabilidad estaba en otra parte. Por primera vez somos
responsables, tenemos la posibilidad y la
capacidad de autodestruirnos y no se hace
nada para eliminar del mundo ese peligro”.
El dolor siempre fue su compañero, el
que lo obligó a levantarte. Un peso que pocos pueden cargar como lo hiciera Grass. El
nulo apoyo paterno en su carrera artística,
la alianza espiritual con su madre, quien
fallece a los 57 años por cáncer y quien lo
impulsa a consagrarse en el arte, además de
su paso por la SS, son huellas que no se borran: “el dolor es la principal causa que me
hace trabajar y crear”.
Günter Grass, marcado por el genocidio, herido para siempre, encontró en las
artes un escape, una reflexión para no cometer los mismos errores bélicos, prueba
una vez más que el arrepentimiento no
conlleva a la humillación, sino que puede
ser valeroso y hasta artístico.
30 El Mollete Literario
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¿Cuántas vidas tiene un gato?
(Segunda parte)
Por Ximena Cobos
IV Intervenção… aunque
no lo entiendas o te duela.
Para los gatos no hay moral. No
existe concepto alguno de fidelidad sexual. Por ello, cuantas veces
he estado con alguien ha sido porque estoy en celo. Pero la naturaleza de los gatos no excluye al amor
y menos aún para alguien como
nosotros que va y viene entre ser
hombre y ser gato hasta el grado
de ser ambos al mismo tiempo.
Arian llegaba a mi casa y te miraba
siempre en mi barda, con tus patas encogidas, vigilando mis pasos
por la calle a lo lejos. No sé porque
ninguno de los dos se cayó bien
nunca. Te lanzaba piedras cada
que te veía, te decía groserías y te
amenazaba levantando el puño.
Tú lo veías irónicamente porque
desde cualquier principio de los
tiempos conocías ya mi naturaleza, que él tardaría en descubrir y
mucho más en aceptar. Un día sólo
desapareciste de la barda y no te
volví a ver. Arian me regaló otro gato.
Ahora, un vapor caliente, muy caliente,
despide nuestra habitación. Estás en la azotea, te veo con un cigarrillo de mariguana
sentado en la barda. A media luz de luna
reconozco esos rasgos felinos que entraron directo a la barra y se sentaron un día
después junto a mí, para declarar, con tu
sonrisa más que con palabras, que eras un
pervertido. Porque el miedo por mis años y
tus edades te congeló las venas pero calentó
la sangre en tu centro magistral, tu sexo de
gato salvaje. Piensas en mis ojos y mi sonrisa, por tu cabeza pasa la imagen de mi cuerpo desnudo y moreno. La luz de un foco en
la puerta, final de la escalera que conduce
hasta la cima del edificio gris en Mixcoac,
apenas ilumina el humo que sale de tu boca
y que vuelves a aspirar. Una mano me recorre la espalda como moldeando mi cuerpo. Un beso. Me retuerzo. Un vaivén fino y
sumamente cadencioso. Mi rostro refleja el
deseo y el placer devorándose uno al otro.
Sudores caramelo. Te sigo imaginando tra-
tando de reconstruir a tientas una fracción
de tu rostro pensando en esto.
Antes que la imagen se apague con unos
instantes de quemaduras de cigarro en la
pantalla para dar paso a la oscuridad total,
mi desnudes sobre la cama no es recuerdo
sino imaginado sueño de tu cabeza en la
azotea, ese que se desliza en mi figura no
responde a tu nombre, una toma cerrada a
su placer consumiéndose revela que no tiene tu piel y no mira con tus ojos.
Terminas de contarme, con una sonrisa
te beso furtivamente, no importando que
alguien pueda pasar y descubrirnos. El café
está a media luz, la calle sola y oscura. Pronto te despedirás, vas a abrazarme y besarme
la mejilla, yo robaré un beso largo de esos
que te gustan, me dirás como por tercera vez
que te encantaría hacerme unas fotos, en ese
momento de expansión de mí ser, porque
siempre pensaste que era una yonqui… y así,
drogada, siempre quisiste desnudarme, quitarme todo menos los zapatos, los converses
cafés que crees que jamás dejo de usar.
Sólo fuimos dos personas, o gatos, con nuestros instintos felinescos, que se volvieron a encontrar
para hacer temblar azoteas mentales
con maullidos desquiciantes y no
dejar dormir a unas cuantas personas. Nos quedamos con pedazos de
la vida, una vez más, porque en esta,
pasas sigilosamente frente al café,
ya de noche, miras a la mujer tras
la barra y bajo la luz amarrilla que
envuelve todo el sitio, hacer a un
lado su cabello rizado y enredado.
Reacciono a penas para poder aspirar el rastro de tu aroma que dejas al
pasar (que ahora me llega de repente
como un susurro esquizofrénico de
mi nariz) y llevarte en mi mente unas
horas, porque cuando friccionamos
como los gatos nuestras mejillas nos
marcamos uno al otro y por ello no
podemos dejar de sentir un erizarse
del cuerpo y un escaparse del alma
cuando nos llega un rumor de amor
eterno a través del aire. Nos alejamos
antes de que nos quemaran en leña
verde como lo dijo la sabiduría infantil de tus entrañas (Y las de ella) al teléfono, aquella vez en que me dejó helada
cuando me dijo ¿mamá? Y no supe qué contestar. Ninguno de los dos quería perder lo
que tenía, por eso no cruzamos la puerta
hacia la realidad en que estábamos juntos,
por miedo a saber qué ocurriría con las personas que nos llegaron primero en esta, y
no quisimos destrozar tres almas inocentes.
Creo que terminó la intervención.
V I’ll never see you again.
Hace más de tres meses que no estamos juntos, decidiste largarte porque yo
te lo pedí, sin embargo no me deja de parecer vil lo que hiciste. Me dejaste sola en
el metro, dormida y débil por tanto llorar
pidiéndote que te marcharas. Hoy sigo sin
saber si fue la mejor decisión porque te
amaba y me ofrecías quedarte sin importar
nada de lo que te había confesado. No sé si
nuestra historia sería mejor o peor, o sólo
una historia, de haberme quedado aquella
El Mollete Literario 31
15.04.2015
en las rodillas y un mandala de sensaciones
desagradables y placenteras, todas combinadas y fumadas en una pipa, saboreadas en
un gotero requemado o inhaladas sobre la
tapa de un escusado en la parte trasera de la
tienda en Madrugada. Tu incertidumbre se
ha subido otra vez a la cuerda floja y ahora
no sabes ni quién la mira ni qué esperan de
ti o de ella. Un día llegará la certeza para
bajarla. En las manos llevará las tijeras con
las que secó el hilo de agua del que pendía
nuestra relación, en su bolsillo, una nota
que se dirige a ti:
­—We’ll never see us again. The dream
is over, what can I say?
Fotografía: Edgar González Galán
VI. Hendrix. La Barranca
tarde entre tus brazos calmando nuestros
dolores. Mucho menos sé si nos habríamos
perdonado mejor de lo que hemos intentado perdonarnos hasta ahora, sin obtener
muy buenos resultados. El caso es que hoy
caminas sobre charcos de luz que van dejando los faroles amarillos de los postes en
La Calle Ancha. Vas a tu casa, quién sabe
después de cuantos días y de hacer qué,
pero sólo quieres bañarte y dormir porque
irremediablemente sientes un hueco en el
alma. Hace unas calles que terminó Mean
mistrearet, has estado escuchando esta canción desde anoche, dices que te pusiste a
llorar y a decirle a tus amigos que no entendían nada sobre ella y comenzaste a hablar
de mí. Ahora suena Black Rebel desde hace
un ratito. La frase I’ll never see you again te
sorprende en el momento justo en que te
traspasan y te hieren furtivos los ojos amarillos bien brillantes de un gato negro que
sale no sabes ni de dónde. Se para en medio
de la calle, grande e imponente, te parece
que sonríe, mas nunca puedes descifrar
este gesto, sardónico o no. La canción sigue avanzando y te atraviesa. El gato no te
deja de mirar. Cuando escuchas el último
acorde tu piel se eriza y un frío inexplicable
te lacera la vida, de adentro hacia afuera,
el gato desaparece sin dejar rastro y sumamente rápido. En una sola canción, mientras se miraban fijamente a los ojos, pasaron
poco más de seis años, un millar de noches
de amor, un ciento y mil doscientos días en
la cama, un sinfín de besos, un anochecer
eterno de caricias, una infinidad de charlas,
una mirada profunda de disculpas incontables, un torbellino de problemas, un raspón
Soledad. A la mitad de la calle unos
pasos suaves y sigilosos, un cuerpo esbelto.
La noche de luna llena como la de aquel
principio en Querétaro está una vez más aquí
abajo. No sé si tengo treinta años, no sé si ya
terminé de despertar, no sé si mis cuatro patas
escuchan también lo que mis oídos. Una
estela de restos revueltos que dejas atrás…
Mis patitas están tibias, mi cadera contonea
un vestido verde turquesa. Donceles vacío,
todos están a donde voy. Tengo sed en mi
lengua con espinas. Doy un salto hacia la
banqueta, un coche acaba de pasar. Mis
piernas parecen no tener frío, mis pupilas
dilatadas no buscan un rostro. La música
sigue sonando y las frases del iluminado me
acaban de tocar. Sí, no importa si el universo
se extinguió o sigue ahí. No recobrarás esa
paz que alguna vez perdiste dentro de mí y
me da tanto gusto por amor y por odio al
mismo tiempo. Me golpea el alma la verdad
fulminante, porque aquella misma noche en
que te pasaron seis años en una mirada es
esta misma noche colocada ante mis ojos.
Es este mismo momento en que te asalta la
mirada furtiva el que me hiere diciendo que
no hay mayor distancia que la que puede
haber entre un deseo y su recuerdo. Este
es el último que tengo. Los colores se van
apagando uno a uno, como si se apagara
mi cerebro. No fueron suficientes tantas
vidas ni tanto amor, ganaron ellos, todos los
que pensaron que esto iba a fracasar, pero
ella triunfó en algún plano de la realidad.
Está viva y feliz, haciendo quien sabe qué
y con quién. Pura y magnífica, porque es el
fruto del Diablo embarazado por el Mundo.
Estoy desfalleciendo a cada paso y ella se
sigue riendo con un disco de Black Sabbath.
Mientras miras al gato se te escurren las
lágrimas por las mejillas. Subo a una azotea,
la calle ahora es peligrosa. Te estás casi
desmoronando y ella tiene un cigarrillo,
fuma poco, como los dos. No puedo ver su
ropa pero su rostro es mágico, hermoso. Se
ríe, toma una copa. No te preocupas, ella
no es como yo, un Jack Daniel’s no le hará
nada. Sus amigos la quieren y la cuidan. No
reniega de nuestras enseñanzas y sabe que
lo hicimos bien. Comienzo a respirar más
lento. Sueltas la mochila y cae al suelo, pero
los audífonos siguen en tus orejas. Un disco
más, de los tuyos, en mi tornamesa. No,
son sus cosas ahora, las sabe y sabrá cuidar.
Abre la ventana. No sabemos qué más va a
pasar en sus noches ni en su vida pero es
feliz y ha llegado más lejos que nosotros y
con un infinito menos de dolor y lágrimas.
Lo logramos, creció. Es bella. Tiene tus
ojos, en el corazón; mi nariz, en las pupilas;
nuestro cabello, entre sus manos; dos cartas
de tarot en su bolsa y la tercera en el alma.
Es el sol, el arcano XIX. Mi cuerpo ya no
responde, mis patitas no se mueven, mi
corazón deja de latir, la noche me cubre
los ojos, el maullido final llegó hasta sus
oídos entre el rumor de una canción de La
Barranca, y tus ojos se removieron en su ser.
Una lagrima con una sonrisa brotan de su
vientre, y los colores explotan, se expanden
y la envuelven. Termina tu canción. Ella
sigue viva y fulgurante, etérea pero no
inasible, inefable, musical y parpadeante. Es
un cúmulo, el principio y el final en todas
partes. Yo terminé de contar mis recuerdos.
(La primera parte puede ser consultada en
el número de enero de 2015)
“Ximena Cobos CRUZ (para no olvidar el puerto
que le puso a mi sangre la necedad de buscar calor a toda costa), es una mujer que a sus 26 años
busca titularse de la carrera de Letras Hispánicas,
pero que, ya que la única montaña rusa a la que
me he subido es a la de las emociones, escribo en
todas las hojas que me encuentro textos muchas
veces ininteligibles. Por ello, me declaro una de
las categorías faltantes en el Manifiesto Infrarrealista de Mario Santiago Papasquiaro: El Caos Total.
He publicado en dos ocasiones en la revista Letras
de Reserva, pero manejo un blog junto a un amigo
en el que, creyente fervorosa de que un escritor,
antes de ser leído, necesita generar un público,
busco acercar a cualquiera que se deje con mis
textos a los autores que me han construido”, así
se autodefine nuestra colaboradora.