Nuestro Patrimonio Literario Infantil

NUESTRO PATRIMONIO LITERARIO INFANTIL
Hay una parte amplia y significativa de nuestra producción literaria, de indudable
interés tanto por su dimensión estética como por su alcance pedagógico, a la que no
siempre se ha prestado la atención que merece. Se trata de la literatura para niños –que
incluye también textos no destinados deliberadamente a la infancia, pero capaces de
responder, por sus características de fondo y forma, a las necesidades y preferencias
propias de esa edad–, un rico caudal que no es bien conocido ni apreciado en su real
magnitud y su valor. La convocatoria a celebrar los primeros treinta años de vida de La
Nube con una muestra representativa de este patrimonio literario infantil nos da la
oportunidad de esbozar algunas observaciones y reflexiones que suscita el estudio de
esta rama de nuestra literatura, a menudo marginada, a veces desdeñada o
empequeñecida por la crítica, descuidada sobre todo desde el punto de vista histórico.
Hasta no hace mucho tiempo, se creía que la literatura infantil argentina había
nacido con el siglo XX, y si hoy se reconocen algunos antecedentes en el siglo XIX, en
general se los desmerece, por no adaptarse a los gustos y criterios actuales, y los
especialistas suelen concentrar su interés en los autores contemporáneos, sin tener en
cuenta más que a unos pocos precursores aislados anteriores a 1950. A causa de esto,
permanece perdida en el olvido gran parte de la obra que fueron elaborando las pasadas
generaciones.
Con respecto a esta cuestión, es necesario hacer algunas distinciones, ya que este
patrimonio literario infantil está integrado por creaciones de muy diversa naturaleza y
desigual fortuna, que nos presentan diferentes panoramas y requerimientos.
Al encarar el estudio histórico de nuestra literatura infantil desde sus orígenes
–que pueden fijarse cerca de los comienzos de nuestra vida independiente, pues en aquel
período surgieron los primeros textos conocidos de origen nacional destinados a la
infancia: fábulas, himnos patrióticos, canciones religiosas, relatos de intención
educativa– nos preguntamos, ante todo: ¿qué leían los niños argentinos del siglo XIX?
De acuerdo con la limitada documentación relativa al tema que es posible
consultar –textos autobiográficos de nuestros escritores y obras de educadores de la
época, escasas referencias en publicaciones periódicas y en algunos trabajos
bibliográficos–, se puede deducir que leían más o menos lo mismo que los niños
europeos, y en particular los españoles, de aquel tiempo, ya que la mayor parte de los
libros destinados a ellos procedían de Europa, de donde nos llegaban principalmente a
través de España. Abundaban sobre todo los de uso escolar –cartillas, silabarios, textos
de “lectura corriente”, catecismos y libros de historia sagrada, manuales de gramática,
de geografía, de historia, de moral y urbanidad–, y aun los que no eran estrictamente
escolares respondían a la tendencia pedagógica que predominaba en la literatura infantil
europea. El material de lectura de nuestros niños estaba integrado, fundamentalmente,
por traducciones del francés, del inglés, del alemán y del italiano, a los que se agregaban
algunas obras de autores españoles, mirados con cierta actitud de rechazo en la primera
mitad del siglo, y muy pocos textos de origen americano.
Narraciones morales e instructivas, biografías ejemplares, poesía didáctica y
nociones científicas elementales eran las lecturas más comúnmente ofrecidas entonces a
la infancia, y suponemos que en pocos casos lograrían despertar su interés. Los niños
aficionados a leer, insatisfechos con la mayoría de los libros que se les ofrecían,
recurrían a menudo, como suele suceder siempre y en todas partes, a las obras no
escritas originariamente para ellos, que les resultaban mucho más atractivas. Además de
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Robinson Crusoe y los Viajes de Gulliver, leían con entusiasmo las novelas de
Chateaubriand, Walter Scott, Alejandro Dumas, Julio Verne, Ann Radcliffe, Pérez
Escrich, Fernández y González, como recuerdan en sus memorias Eduardo Wilde,
Miguel Cané y otros escritores.
En cuanto a los libros de autores argentinos dedicados a los niños, se redujeron
al principio casi exclusivamente al área de los textos didácticos, cuya necesidad se hacía
sentir con mayor urgencia que la de las lecturas recreativas. En los orígenes de nuestra
literatura infantil, como en las de todos los pueblos, nos encontramos con silabarios,
libros de lectura y manuales de estudio, que han de ser considerados al estudiarla.
Escritores como Domingo F. Sarmiento, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría,
Marcos Sastre, José Antonio Wilde, Calixto Oyuela, Mariano Pelliza y muchos otros
menos conocidos contribuyeron a formar nuestra literatura escolar, con obras bien
intencionadas, pero no plenamente acertadas, por diversas fallas de fondo y forma, y por
su general inadecuación a la psicología infantil. Demasiado preocupados por la
educación moral y la instrucción del niño, solían descuidar el cultivo de su imaginación
y de su sensibilidad estética. Desechaban casi siempre la fantasía y el humor, y su estilo
estaba muy lejos de la lengua coloquial.
Bastante avanzada la segunda mitad del siglo –aunque existen antecedentes, de
reducido alcance, en la primera, como las canciones navideñas que dedicó a sus sobrinas
el sacerdote tucumano José Agustín Molina, las fábulas de Gabriel A. Real de Azúa y la
inédita Historia de Alexandro Mencikovv, “escrita en Córdoba para instrucción y
diversión de los niños” en 1822–, comenzó a desarrollarse una literatura infantil
argentina con clara conciencia de sí misma e independiente de la actividad escolar.
Entre sus manifestaciones iniciales se destacan un volumen de Cuentos (1880) de
Eduarda Mansilla de García –relatos melodramáticos, de estilo a menudo recargado y
artificioso, pero significativos por su condición de precursores– y, por otro lado, algunas
fábulas y otras poesías para niños de Rafael Obligado, que en 1882 publicó un pequeño
folleto de Versos infantiles, pero estos intentos pasaron casi inadvertidos en medio de la
copiosa producción extranjera que seguía llegando a nuestro país en aquellos años:
cuentos de Perrault, de los hermanos Grimm, de Andersen, de Hoffmann, de Las mil y
una noches, del canónigo Schmid, de Laboulaye, de la Condesa de Ségur –gran parte de
ellos recogidos en las colecciones de la famosa Editorial Calleja, fundada en Madrid en
1876–; novelas de Verne, de Dickens, de Stevenson, de Mayne Reid, y el célebre
Corazón, de Edmundo D’Amicis, que a través de la versión española de Giner de los
Ríos, publicada en 1893, y de muchas otras traducciones y adaptaciones, tuvo en nuestro
país una enorme repercusión, tanto en la escuela como fuera de ella, y ejerció una
notable influencia.
Hacia la misma época surgieron los primeros periódicos infantiles, encabezados
por La Estrella Matutina, publicado en Córdoba (1867-1868). En Buenos Aires lo
siguieron, entre otros, La Enciclopedia Escolar Argentina, La Ilustración de los Niños
(1880), La Ilustración Infantil (1886), El Escolar Argentino (1887-1896), uno de los
más prestigiosos y difundidos, y se sumaron El Amigo de la Infancia, de Salta; El Eco
de la Infancia, de Goya; El Escolar Ilustrado, de Córdoba; El Amigo de los Niños, de La
Plata, y algunos más. Fieles a la orientación educativa que prevalecía en nuestra
incipiente literatura infantil –con sus modalidades fundamentales: enseñanza moral,
instrucción científica elemental, formación histórico-patriótica–, el material que ofrecían
era similar al de los libros de lectura escolar de su tiempo, y reiteraban las fallas
señaladas en ellos. Algunos de estos periódicos lograron, no obstante, la aceptación de
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su público, tal vez porque fomentaban, mediante la publicación de cartas y
colaboraciones, así como de la organización de concursos, la participación activa de los
pequeños y jóvenes lectores.
Sin embargo, existían entonces otras expresiones literarias que despertaban, sin
duda, mayor interés en los niños y satisfacían mejor que las de los libros y periódicos su
apetencia de fantasía, humor y emoción. Se trata de las que integraban la literatura
conservada en los hogares por tradición oral, gracias a la memoria de abuelas, madres y
nodrizas, cuyos relatos y canciones escuchaban incansablemente los niños, lo mismo
que las coplas, cuentos y leyendas folklóricas de los cantores y narradores campesinos.
Cuentos de hadas y brujas, de duendes y de ánimas, casos de la vida real y
fabulosas leyendas de animales y de personajes míticos forman parte de la literatura
narrativa oral, en la que se mezclan elementos europeos e indígenas. En las páginas
autobiográficas de muchos escritores argentinos de la época hay referencias a estas
narraciones escuchadas en la niñez, evocadas con afectuosa ternura. Compartidas a
veces por chicos y grandes, provocaban especial fascinación en los chicos, y eran para
ellos experiencias muy intensas e inolvidables.
Aunque tuvieran ya a su alcance libros atractivos, como sucedía en las últimas
décadas del siglo, aunque leyeran con gusto los “cuentos de Calleja” o las novelas de
Julio Verne, a menudo los niños preferían escuchar los relatos de las madres, las abuelas
o las viejas criadas, que, probablemente por influjo de la voz y el gesto de las
narradoras, resultaban más sugestivos y emocionantes que las lecturas.
Además de los cuentos, las canciones tradicionales acompañaban la vida del
niño, desde muy pequeño: las canciones de cuna, primer contacto con la poesía, las de
rondas y juegos, que se transmitían entre sí los niños e iban pasando de generación en
generación, y las diversas producciones de la lírica anónima popular –coplas,
adivinanzas, villancicos, romances– que enriquecen nuestro folklore infantil.
Al comenzar el siglo XX, mientras seguía transmitiéndose todo ese caudal lírico
y narrativo tradicional, recibió un nuevo impulso nuestra literatura infantil. Aunque
todavía pobre en relación con la de otros países de Europa y América –cuyos libros
seguían ocupando el más amplio espacio en las bibliotecas de los niños argentinos–,
experimentó un notable crecimiento con respecto a la etapa anterior. Sin embargo,
predominaban aún los libros para niños vinculados directa o indirectamente con lo
escolar: textos de lectura y otras obras en prosa y verso de apariencia recreativa pero de
intención pedagógica, escritas por educadores de limitada aptitud literaria, en general, y
malogradas en gran parte por la presencia evidente, y muchas veces forzada, de la
finalidad instructiva o moralizadora.
Al mismo tiempo comenzaba a formarse una literatura infantil de genuina
calidad artística y de perdurable vigencia. La narrativa se afirmó gracias a los aportes de
Ada María Elflein y de Horacio Quiroga, que abrieron caminos para acercar a la infancia
de manera viva a nuestra historia y a nuestra naturaleza, y la poesía para niños se
enriqueció con un buen número de composiciones de Leopoldo Lugones y de Enrique
Banchs y otros poetas postmodernistas, quienes también contribuyeron a desarrollar el
relato y el teatro infantil. A partir de las primeras décadas de nuestro siglo, poesía,
narrativa y teatro para niños crecieron cuantitativa y cualitativamente; el verso y la prosa
ganaron en sencillez, naturalidad y gracia, y en ambos se fue manifestando una
tendencia a la acentuación del humor y la fantasía, a la vez que comenzaban a renovarse
y revitalizarse los factores educativos, apoyándose en la validez estética de las obras, en
su capacidad para atraer la atención infantil y despertar el interés por la lectura.
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Todos estos aspectos se intensificarían en las obras de las generaciones
siguientes: en primer lugar, la llamada “generación vanguardista”, surgida durante la
década del 20, en la que sobresalieron especialmente José Sebastián Tallon, con Las
torres de Nuremberg (1927); Pedro Juan Vignale, con sus Canciones para los niños
olvidados (1929); Gustavo Riccio, compilador de una Antología de versos para niños
(1924) que permite distinguirlo como nuestro primer antólogo de la poesía infantil;
Conrado Nalé Roxlo, que años más tarde publicó su excelente relato La escuela de las
hadas (1954); Roberto Ledesma, autor de la novela para chicos Juan sin Ruido (1953);
Álvaro Yunque, muchos de cuyos versos y cuentos llegaron al público infantil. Junto a
los integrantes de esta promoción debemos recordar a Germán Berdiales, maestro y
poeta, cuya extensa y en gran medida acertada obra dedicada a los niños abarca todos
los géneros. Luego, la denominada “novísima generación”, o de 1930, en la que se
destacaron, entre muchos otros, Fryda Schultz de Mantovani y Javier Villafañe, que
contribuyeron al desarrollo de nuestra poesía infantil y también de la narrativa y el teatro
para niños; pertenece también a esta promoción, por la fecha en que inició la
publicación de sus obras, Martha A. Salotti, educadora de fecunda labor pedagógica
estrechamente ligada a la literatura infantil. Posteriormente, la “generación del 40”
ofreció también los aportes de sus poetas –entre otros, Vicente Barbieri, Mario Binetti,
León Benarós y, en particular, María Hortensia Lacau y Horacio E. Guillén–, y de sus
narradores, como Enrique Wernicke, Silvina Ocampo, María Granata.
En el crecimiento de la producción literaria para niños, principalmente narrativa,
influyó el notable desarrollo de la actividad editorial relacionada con la literatura
infantil, iniciado en la década del 40 y acrecentado en la siguiente. Surgieron nuevas
editoriales especializadas en literatura infantil y juvenil o que le dieron un lugar de
importancia en el conjunto de sus publicaciones –Abril, Sigmar, Codex, Acme, entre
otras–, y se intensificó la labor de las tradicionales, como Atlántida y Peuser, por
ejemplo. Así se multiplicaron las nuevas colecciones de libros para niños de todas las
edades: desde gruesos volúmenes hasta álbumes ilustrados para los más pequeños y
cuadernillos de pocas páginas, de aparición periódica. Se publicaron numerosas
traducciones y adaptaciones, más o menos acertadas, de obras extranjeras y clásicos de
la literatura infantil, pero también se dieron a conocer, cada vez en mayor número,
creaciones de autores argentinos: textos de narradores y versificadores procedentes del
campo de la docencia y de redactores improvisados, muchas veces anónimos, de
desparejo nivel, junto a otros de mayor calidad e interés.
En esas nuevas colecciones y en revistas infantiles comenzaron a publicar
autores jóvenes como Héctor G. Oesterheld, Pedro Orgambide, Beatriz Ferro, Inés
Malinow y María Elena Walsh, que poco después, con Tutú Marambá (1960), El reino
del revés (1963), Zoo loco (1964), Cuentopos de Gulubú y Dailan Kifki (1966), inició su
valiosa obra para los chicos que, propagada por medio de libros, discos, espectáculos
teatrales, televisión, significó un impulso fundamental, como es sabido, para la
renovación y el crecimiento de la literatura infantil argentina. El gran florecimiento que
experimentó en las siguientes décadas este sector de nuestra creación literaria es historia
reciente y bien conocida, en general. Autores de las promociones anteriores, junto con
nuevos poetas y narradores, como Elsa Bornemann, Laura Devetach, Graciela Montes,
Graciela Cabal, Ema Wolf, Gustavo Roldán, entre muchos otros, configuraron un
panorama amplio y variado, enriquecieron notablemente el caudal de nuestra literatura
infantil y juvenil. Ésta comenzó a ganar espacio en los medios de comunicación, en
ámbitos de estudio y reflexión, se le abrieron ampliamente las puertas de la escuela.
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Pero la atención se dirige casi exclusivamente a la creación actual, de las últimas
décadas, no a la de las etapas anteriores, salvo muy escasas excepciones.
Por eso nos parece oportuno señalar que las dos corrientes que pueden
distinguirse en nuestro patrimonio literario infantil tuvieron muy diversa suerte. Los
textos iniciales, surgidos a lo largo del siglo XIX, cayeron rápidamente en el olvido, lo
mismo que la mayoría de los libros para niños y, en general, la literatura infantil
argentina de la primera mitad del siglo XX, en gran parte dispersa en publicaciones
periódicas, mientras que la de carácter folklórico suscitó un creciente interés y un
amplio movimiento encaminado a su preservación y difusión.
En 1880, Eduarda Mansilla de García, en el prólogo de sus Cuentos, confesaba
cuál había sido su objeto al escribirlos, aunque reconociendo que la pretensión podía
parecer superior a sus fuerzas: “¡Vivir en la memoria de los niños argentinos! Penetrar
en el hogar por la puerta mágica de la fantasía, y que las madres encuentren en mis
cuentos con qué reemplazar esos hoy olvidados”, es decir, los que se narraban cuando
ella era niña. “El tiempo ha ido borrando los contornos de ‘La Hormiguita’, del
‘Caballito de siete colores’, de ‘Juan sin Miedo’, que hacían las delicias de otras
generaciones infantiles –señalaba–. Feliz yo, si mis narraciones llegaran a
popularizarse, reemplazando hasta cierto punto a las ya olvidadas”1. Unas décadas
más tarde, nadie recordaba sus Cuentos, pero los relatos tradicionales que la escritora
daba por perdidos o desgastados por el tiempo han seguido recordándose y narrándose
hasta hoy.
El folklore, por su valor intrínseco y su sentido funcional, por su arraigo en el
alma popular, por su forma de transmisión oral, permaneció vivo en las comunidades
campesinas, como lo demuestran innumerables testimonios, y atrajo, desde fines del
siglo XIX, el interés de muchos estudiosos y recopiladores, que contribuyeron a salvarlo
del olvido. Posteriormente, los trabajos de Juan B. Ambrosetti, Jorge M. Furt, Juan
Alfonso Carrizo, Juan Draghi Lucero, Rafael Jijena Sánchez, Berta Elena Vidal de
Battini, entre otros, fueron aportes fundamentales que permitieron un mejor y más
amplio conocimiento de nuestro folklore literario.
Merece ser particularmente destacada la vasta labor de recopilación folklórica
emprendida en 1921 por el Consejo Nacional de Educación, por iniciativa del Dr. Juan
P. Ramos, con la colaboración del personal de las escuelas de todo el país. El primer
objetivo de la recolección fue la literatura tradicional, pero luego se amplió su campo
para abarcar todos los elementos integrantes de la cultura popular –ritos, costumbres,
artesanías, prácticas alimentarias, medicinales, etc.–, todas las tradiciones que el
progreso amenazaba desintegrar. El material enviado por los maestros y directores de
escuelas nacionales, docentes provinciales y otros colaboradores espontáneos constituyó
una voluminosa colección, entregada por el Consejo a la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires, donde se realizó su catalogación, y trasladada más
tarde al que es hoy Instituto Nacional de Antropología. Este importantísimo repositorio
sirvió de base para diversos estudios y obras de carácter antológico, en las que se
reunieron leyendas, cuentos y relatos imaginarios, narraciones de sucesos reales, fábulas
y apólogos, adivinanzas, composiciones en verso de carácter lírico, histórico,
humorístico, rimas infantiles y canciones de cuna, villancicos, etc.
Pero estos materiales del folklore infantil, o seleccionado para la infancia, no se
reúnen sólo en los repertorios dedicados a los niños, sino que en las compilaciones de
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Mansilla de García, Eduarda: Cuentos. Buenos Aires, Imprenta de La República, 1880, p. VI.
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folklore literario de carácter general encuentran casi siempre su lugar, ya que forman
una unidad con todo el conjunto de la creación popular y tradicional, cosa que no sucede
en el área de la cultura letrada, donde los textos para niños no integran con pleno
derecho lo que suele llamarse “la gran literatura” o “la literatura mayor”, sino que, por
lo común, ocupan una posición marginal, o un nivel inferior.
En el campo del folklore, en cambio, se observa una tendencia unitiva, que
vincula los elementos correspondientes a distintas etapas vitales. Todos constituyen
naturalmente una unidad, como en la vida cotidiana de la comunidad de donde nacen.
Por otra parte, si bien algunas piezas se destinan o corresponden específicamente a la
niñez, como las nanas, las rimas maternales, las canciones de rondas y juegos, y pueden
distinguirse versos y cuentos más o menos apropiados para los chicos, que a veces
requieren una adaptación para llegar a ellos, gran parte del folklore literario, tanto
poético como narrativo, es compartido por niños y adultos; pertenece a todos, sin
distinción de edades.
Por esta situación, y por el valor entrañable que adquiere al estar ligado a los
recuerdos de los primeros años, este patrimonio tradicional infantil ha sido recogido y
conservado con amor por los folkloristas, y luego algunos de ellos, y otros autores que
exploraron sus obras, reunieron cuentos, leyendas, canciones, coplas, adivinanzas,
trabalenguas, en numerosas antologías dedicadas a los niños, crearon nuevas versiones
de antiguos relatos y desarrollaron, desde principios del siglo XX, una rica literatura
infantil de inspiración folklórica.
En las últimas décadas, se han publicado nuevos cancioneros y compilaciones de
cuentos y leyendas de origen popular, tanto en Buenos Aires como en el interior del
país, y han aparecido varias colecciones dedicadas íntegramente a la narrativa
tradicional. Gracias a los aportes de los folkloristas y de numerosos escritores y editores
que se interesaron y se interesan por el folklore literario, el patrimonio infantil de esta
índole ha sido protegido y está a nuestro alcance. Nos corresponde continuar la tarea de
acercarlo a los chicos de hoy, en la escuela y en el hogar, para que todos puedan hacerlo
suyo, por medio de los libros donde se ha recogido y también de la narración oral y la
difusión de los cantos y juegos tradicionales, que deberían tener espacio en la radio y en
la televisión, en las celebraciones escolares y familiares.
En cuanto a los libros para niños de nuestros escritores publicados a lo largo de
más de un siglo y los textos dedicados al público infantil que han quedado dispersos en
publicaciones periódicas, en este campo los intentos de rescate, estudio y preservación
del material fueron más tardíos y aislados, y aún queda mucho por hacer. Debemos
recordar aportes como los de Dora Pastoriza de Etchebarne, especialmente en sus
trabajos sobre el cuento infantil en la literatura argentina, y sin duda hay que celebrar y
apoyar la empeñosa tarea realizada desde hace más de treinta años por La Nube, que
constituye una de las facetas más importantes de su actividad centrada en la cultura de la
infancia y la adolescencia: el esfuerzo por resguardar y reconstruir parte de la memoria y
la historia de nuestro país a través de los libros para chicos.
En esta línea, sería necesario realizar un amplio y cuidadoso relevamiento en
bibliotecas públicas y privadas de todo el país, para elaborar un catálogo lo más
completo posible de los libros para niños que en ellas se conservan, tanto argentinos
como de origen extranjero, y que circularon en distintas épocas entre el público infantil;
como complemento de este trabajo habría que recurrir también a la memoria de los
lectores de diversas edades y ambientes, para reunir datos acerca de sus lecturas de la
infancia. Sería muy útil que se fomentaran las publicaciones de carácter histórico-crítico
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y bibliográfico que contribuyan al mejor conocimiento de este campo de nuestra
literatura y sirvan de base a los investigadores y especialistas para avanzar y profundizar
en su estudio; también sería conveniente que se acrecentaran las reediciones de obras del
pasado dignas de acercarse de nuevo a los chicos, total o parcialmente, o de ser
conocidas por su significación histórica, y que se intensificara la labor de rescate de
textos dispersos y olvidados en publicaciones periódicas, que en muchos casos tienen
aún plena vigencia y además presentan un especial interés por dar a conocer aspectos
ignorados de la creación de nuestros escritores. Esto se ha observado, por ejemplo, al
reunirse parte de la obra para los chicos de Enrique Banchs publicada en La Prensa
(1928-1939) en los libros Para contar al hermanito (1985) y Cuentos para sonreír y
pensar (1994), editados por Guadalupe, y recientemente en La varita robada (Colihue,
2006), selección de escenas de teatro para niños.
Es muy importante recuperar nuestro patrimonio literario infantil, revalorizarlo,
apreciarlo en su desarrollo histórico, conocerlo mejor y hacerlo conocer, enfocarlo con
mirada reflexiva y crítica. Como parte de nuestra literatura, pero con la particularidad de
su especial vinculación con la niñez y su formación, expresa de manera singular nuestra
fisonomía espiritual, es un elemento fundamental de nuestra identidad.
M. A. Serrano