EL MEJOR - Fernando López

 EL MEJOR ENEMIGO
Novela Fernando López 1
PROLOGO A LA TERCERA EDICION George Bernard Shaw sostenía que un escritor tiene tanto estilo como lo permite su convicción, y nada más. Si un escritor descree de lo que escribe, decía, difícilmente puede esperar que lo crean sus lectores. La cita es de Borges y aparece en una entrevista concedida a Ronald Christ para The París Review, luego de una reflexión que le pertenece: ʺUno puede trabajar como un esclavo y cambiar cada adjetivo por otro, pero tal vez se puede escribir mejor dejando los erroresʺ. Hace una década se agotaba la segunda edición de esta novela. Escrita entre los 26 y los 32 años en plena dictadura militar, a mano, robándole tiempo a la militancia y a mi compañera, conserva, creo, la impronta de juventud. Al revisarla para esta edición me sentí muy tentado de perfeccionarla, con el riesgo de lastimar su aliento y de olvidar lo que también le dieron las imperfecciones: la aceptación de miles de lectores, y el Premio Latinoamericano de Narrativa Colima, en México, concedido a autores noveles. Por eso, luego de mucho meditar, y salvo correcciones de puntuación y algunos diálogos pueriles, he decidido dejarla como estaba. Confío en la opinión de Borges, que algo sabía de estas cosas. San Francisco, julio‐noviembre de 1996. 2
PROLOGO Vansini trabajó conmigo entre 1976 y 1979. Me traía clientes al estudio, gente cuya confianza depositada en él era transferida a mí por esa infalibilidad que se encargó de pontificar. Delincuentes, comerciantes, joyeros reductores del oro mal habido, prostitutas, policías caídos en desgracia. De pronto fueron tantos que me obligaron a alquilar una oficina más grande, con secretaria y teléfono, para adecuar la estructura a la imagen que estábamos vendiendo a conciencia. Sobre esos trabajos le pagaba un porcentaje, reservándome la exclusividad en los asuntos civiles y él cobraba por su cuenta las gestiones en las que yo no intervenía: conseguir pasaportes y garantías de salud para militantes amenazados de muerte, sindicalistas y guerrilleros que deseaban abandonar el país. Tenía vinculaciones para hacerlo y repartía esas ganancias con la gente de los organismos oficiales que lo ayudaban. Cuando vino a ofrecerme sus servicios de ave negra hacía un año ʺque lo habían jubiladoʺ de la policía, por bueno, por honesto, según él. No abundó en detalles esa vez. De la relación laboral nació una amistad que todavía dura, a pesar de que ya no nos vemos tan seguido. Era una amistad difícil por la diferencia de edades, de cultura, de ideologías, pero hicimos un esfuerzo para entendernos porque los dos sufrimos por igual esa época tenebrosa de la dictadura. El había perdido a sus amigos de la Brigada de Homicidios: después de treinta años lo dejaron en la calle sin siquiera despedirlo con los honores que merece un comisario. Y mis amigos estaban muertos, desaparecidos o exiliados. Hubo momentos en que la sensación de soledad era tan grande, que nos vimos empujados al vino en las reuniones sociales de los viernes por la noche. De pronto caímos en la cuenta de que estábamos vivos pero afuera de la realidad, esterilizados por el miedo, la impotencia, la lealtad de Vansini con los que le ayudaban en sus gestiones de expatriación. De alguna manera nos reconfortábamos para comenzar cada lunes la empresa de reclamar justicia o 3
algo parecido. ¡Qué enorme tarea para tan pequeñas criaturas! Si a veces no teníamos ni ganas de seguir viviendo con la lucidez que el Proceso se empeñaba en destruir. En ese tiempo Vansini me reveló detalles de una historia que yo sólo conocía en parte, una mínima parte, la que constaba en el sumario por la muerte de un viejo a manos de otro viejo, al que intenté salvar de una condena. ʺPor esa investigación perdí todo lo que tenía ‐me dijo‐: mi carrera, la compañía de mi hija, mi saludʺ. Cuando lo echaron de la policía estuvo casi un año internado para curarse de una crisis depresiva. Ya no tenía incentivos. Se pasaba los días tirado en la cama, babeando las sábanas y la almohada, orinándose encima. Tuvieron que alimentarlo con suero porque se negaba a comer, aún a punto de morir. Matilde y unas cartas de Nora lo ayudaron a salir de ese pozo. Y el siquiatra. Le hicieron comprender que todavía le quedaba un resto para apostar al presente. Después vino a ofrecerme su trabajo. Años atrás, cuando nos conocimos a raíz de ese asunto de los viejos, le comenté que deseaba dejar un testimonio escrito sobre esos años terribles. Me dijo que siempre se acordaba de aquella conversación, tanto, que de pronto sintió un enorme deseo de contarme su experiencia porque intuía que no sólo me iba a interesar, sino que tomaría el asunto como una propuesta de fierro. Claro que después íbamos a ver cosas peores, pero en ese simple suceder de acontecimientos bien podía divinarse lo que vendría. Así nació la necesidad de escribir esta historia. 4
PRIMERA PARTE MUERTE DE BOTTICELLI, O BOTTICINI, O COMO SEA QUE FUERE EL APELLIDO DE PASCUAL 5
I PRIMERA JORNADA Eran las cuatro de la mañana cuando prendí la luz. Me quedé en la cama esperando que sonara de nuevo, convencido de que había firmado todo y no quedaba nada pendiente. ¿Matilde? Imposible, ella tenía llave, era demasiado prudente para andar en la calle a esa hora salvo que ocurriera algo grave, y en ese caso contaba con su familia. Tenían que ser nomás de la Brigada. El timbre volvió a sonar con insistencia. Tanteé las chinelas y me puse un pullover para bajar a atender. ‐ ¡Vaaa...! Frente a la puerta, con las piernas abiertas y las armas apuntando al suelo, estaban Pereyra, Maturano y Vadela. ‐ Buenas noches, señor ‐dijeron a coro. ‐ Ojalá se paspen las bolas por venir a joder a estas horas. ‐ Señor, es muy urgente ‐dijo Pereyra, estirando la mano para entregarme una comunicación. Estaba dirigida al juez y mientras subíamos la escalera leí que se trataba de la muerte de una persona mayor, de unos setenta años, aún no identificada. Presentaba un profundo corte en el cuello a la altura de la yugular y había sido encontrado por un amigo de apellido Vázquez, alrededor de las tres, quien avisó al Comando Radioeléctrico. La casa estaba cerca, en barrio Güemes, a escasos metros de la Bajada San Roque. ‐ Tenemos que ir antes de que se aviven los de la Décima ‐dijo Pereyra. Me senté en la cama y bostecé con ganas, sin prestar demasiada atención a las explicaciones del oficial que miraba constantemente la muñeca del reloj. 6
Maturano se fue a la cocina y puso a calentar una pava con agua para preparar café. Por la ventana entraron las primeras voces de los gallos roncos. ‐ ¿Por qué no se van un poquito a la mierda? ‐dije, y empecé a vestirme delante de todos. Tomamos el café y salimos en el torino azul, con la sirena conectada para evitar cambios de luces y frenadas, acelerado a fondo por Pereyra, quien se tomaba el asunto como algo personal y yo a su lado, afeitándome con la phillips a pila. Por la radio del móvil nos pidieron la posición, después el operador preguntó por mí. ‐ Vansini habla ‐dije, tomando el micrófono. ‐ Señor, está al habla el comisario Barrionuevo. Lo comunico con él. ‐ Adelante. ‐ ¿Vio? Vamos retrasados ‐rezongó Pereyra‐, ya se ha enterado. ‐ Vansini, habla Barrionuevo. ‐ Hola negro, ¿qué decís? ‐ Acá lo tengo a Carmen Ricardo Vázquez, detenido. A lo mejor lo necesitás. ‐ Ajá, es cierto. ‐ Bueno, podemos llegar a un arreglo. ‐ Vos dirás. ‐ Yo te lo entrego pasado mañana a cambio de la dirección del otro viejo. ‐ ¿Qué viejo? ‐pregunté, guiñándole un ojo a Pereyra. ‐ Vamos Vansini, no te hagás el boludo. ‐ ¿Qué viejo? ‐ Mirá que le empiezo a dar y lo hago cantar, eh. ‐ ¡No sé de qué se trata! ‐ ¿Entonces qué hacés levantado? ‐ Mirá, creo que no nos entendemos. Será mejor que lo hablemos mañana. ‐ No te metás en mi jurisdicción, Vansini. 7
‐ No sé de qué hablás. ‐ Bien que sabés, pero por las dudas te voy a recordar. Este Vázquez mató a otro viejo y se vino a entregar solito. Me dijo que el hecho fue en barrio Güemes, pero no logro sacarle dónde. ‐ Y vos querés que yo te lo diga. ‐ Antes de entregarse llamó por teléfono al Comando y de allí comunicaron la novedad a tu Brigada. Lamentablemente, el oficial que recibió la novedad no se lleva bien conmigo y me está escupiendo el asado. ‐ ¿Por qué? ‐ No me tomés el pelo. Tengo entendido que el muerto tenía dinero, quiero evitar que se lo apropien manos insaciables. ‐ Entiendo. Guardé silencio durante algunos instantes. ‐ Te prometo que si me entero de algo te llamo. Se escuchó un gruñido indescifrable del otro lado de la línea. El torino avanzaba a toda marcha hacia la rotonda de la ruta 20. Estaba helando, el pavimento escarchado era un peligro que ni tomábamos en cuenta con tal de llegar cuanto antes. ‐ ¿Sabe el juez? ‐pregunté. ‐ Sí, antes de salir le hablé por teléfono ‐contestó Pereyra. ‐ ¿Qué dijo? ‐ Que nos comuniquemos con él cuando lleguemos a la casa. ‐ De acuerdo. Entiendo que no hará falta que venga. ‐ Esperemos. Más de cincuenta personas se agolpaban frente a la casa. A media voz comentaban los pormenores llegados desde adentro, donde otros tres policías de Homicidios esperaban órdenes para disponer el traslado del cadáver a la morgue del San Roque. La mayoría de los curiosos habían echado mantas o 8
sacos sobre sus pijamas y así soportaban la helada, con tal de enterarse de cualquier minucia. El muerto estaba recostado contra el respaldo de una mecedora vienesa con asiento de esterilla y su cabeza colgaba hacia atrás como arrancada de su cuello. De un profundo corte bajo la oreja izquierda le había escapado toda la sangre para formar un charco impresionante. Me detuve a mirarlo desde una distancia adecuada. Era un hombre muy pobre de carnes, arrugado; entre los cabellos blancos asomaba la piel rosada y llena de lunares de su antiquísima cabeza. Vestía un pantalón marrón que parecía prestado por un gordo, ajustado con un cinto que lo arrugaba en sucesivas pinzas que le llegaban casi a la rodilla, una camisa de cuello holgado y pullover azul, bastante desteñido. Pese al frío la habitación estaba templada. Busqué sin encontrar una fuente de calor entre la gente y los muebles, después me enteré que en el patio de la finca habían visto una estufa de cuarzo y otra de kerosene. Di una vuelta alrededor de la mecedora buscando el mejor ángulo para fotografiar el cadáver. Nadie hablaba, sólo se percibía el murmullo de los curiosos más allá de la puerta de calle. Me levanté, di otra vuelta, ordené al fotógrafo que hiciera muchas tomas del muerto y de la casa. Me acerqué a un agente que revisaba los cajones de una cómoda y sin decir nada revolví con poco entusiasmo un montón de postales y fotografías desteñidas. ‐ ¿Encontraste algo de valor? ‐le pregunté. ‐ Sí. En una mesa de luz hay setecientos mil pesos, tiene un reloj en la muñeca izquierda y un anillo. En el ropero encontré certificados de Bonos Nacionales Ajustables y en el forro del colchón unos tres millones. ‐ No es demasiado. ¿No se habrán llevado nada? ‐ No hay signos de violencia, comisario. No hay alhajas, ni ropas caras, ni nada de eso. La cama estaba tendida. ‐ ¿Tiene algo en los bolsillos? ‐ Todavía no lo revisamos. 9
Palpé los bolsillos del muerto: estaban vacíos. Le tomé una mano y la dejé caer como un péndulo. Pereyra se acercó para ofrecerme un cigarrillo. ‐ Que cubran el cuerpo hasta que llegue la ambulancia ‐le dije. La habitación era bastante pobre, nada que ver con la expectativa que nos había inventado Barrionuevo. El piso, de parquet de algarrobo, estaba flojo en varias partes y no gozaba de lustre desde tiempo inmemorial. Debajo de los muebles había abundante pelusa, era evidente que ninguna mujer había andado por allí en esos días. Las paredes del cuarto deprimían el ánimo de cualquiera que paseara la vista por los trazos de pincel, que afloraban por la fuerza de los años. Sobre una de las paredes colgaba un retrato parecido al Gertrude Stein de Picasso, prisionero en un marco de madera sin relieves. Completaban el mobiliario un ropero, dos mesas de luz y la cómoda con sus planchas de mármol opacadas por la mugre, ocupadas por centenares de medicamentos en gotas, cápsulas, jarabes e inyecciones, como si el viejo fuera un boticario o un enfermo obstinado en oponer a la muerte las más variadas y efímeras barreras antibióticas. La casa tenía además una cocina. Sobre la mesa había platos amontonados y sucios, cubiertos, vasos con líquido y una botella de vino a medio terminar. Los restos de comida y la relativa abundancia de alimentos guardados en la heladera, sobre los que pesaban los primeros indicios de consumo, hacían presumir que era normal que varias personas anduvieran por la casa, sobre todo a la hora de comer. Entre ellas Vázquez. En tanto dos de mis hombres endulzaban el café que habían preparado, ordené que se tomaran las huellas dactilares en todos los objetos de la casa comenzando por las tazas. Después, seguido por Pereyra, entré en el baño. El espejo del botiquín estaba partido por la mitad, el estucado blanco renegrido de mugre y al lado del inodoro sucio, como si alguien se hubiera limpiado las manos después de cagar. El detalle del espejo roto me hizo pensar que con la otra mitad bien pudieron cortar el cuello de la víctima. Pereyra me recordó, sin embargo, que no habían 10
encontrado ningún objeto cortante que presentara evidencias de haber sido utilizado en el geronticidio. ‐ Bueno, pero eso no quiere decir que no lo hayan matado con un pedazo de espejo ‐respondí fastidiado. La bañera parecía no haber sido higienizada jamás, como la puerta del placard, que presentaba zonas de pinturas de distintas edades, todas anteriores al último decenio. Parecía que la vejez y la tristeza reinaban en la casa no sólo sobre el muerto, sino también sobre cada ladrillo, cada centímetro de cemento, los muebles, el piso, las fotografías, la mismísima luz que nos caía sobre los hombros. Hasta el frente de la casa impresionaba como que no vivían allí más que el silencio y el olvido, y alguno que otro fantasma. Pereyra comenzó a hacer conjeturas y enumerar dilemas como si se tratara de un juego, pero yo no lo escuchaba. Es decir, no lo atendía, porque era un esfuerzo inútil pretender no escuchar semejante vendaval de frases. No lo atendí porque estaba imaginando que si yo dominara la magia, con sólo desear que el trozo de espejo que faltaba me repitiera la escena del crimen, ya tendría resuelto el problema de encontrar al asesino. La razón me detuvo, pero insistí que bien podía ser que un espejo grabara el devenir de una historia, sólo que el hombre no cuenta con los medios necesarios para hacer funcionar los mecanismos de esa memoria inanimada. No fue posible encontrar rastros del arma homicida. Ni siquiera una gota de sangre en alguna prenda, en algún mueble, en el extenso patio de tierra que fue caminado palmo a palmo. Me dirigí entonces hacia la puerta de calle y me detuve en el umbral. Entre todos los curiosos busqué a los de más edad y pregunté por los vecinos, haciéndolos entrar para interrogarlos. Les hice tomar los nombres y comencé con preguntas generales, sabiendo ya que era poco lo que podía conseguir a esas horas de la madrugada. Mientras hablaba con ellos sugerí a Pereyra que se comunicara con el juez. ‐ ¿Cómo se llamaba el dueño de esta casa? ‐pregunté a uno de los estudiantes que vivían en la casa de la izquierda. 11
‐ Se llamaba Pascual. ‐ Don Pascual o don Pasquale, porque era italiano ‐terció otro más joven. ‐ ¿Con quién vivía? ‐ Solo. Siempre estaba con gente pero vivía solo. ‐ ¿Conocen a los que venían a visitarlo? ‐ No mucho. Un viejito que vive a la vuelta es el que más viene. Se llama Carmen. ‐ ¿Vázquez? ‐ Sí. El abuelo le llamaba Gallego. Eran muy amigos. ‐ ¿Quién más venía? ‐ Una nieta, una o dos veces por semana. ‐ ¿No vino por casualidad esta noche? Se miraron y dijeron que no la habían visto. Les pregunté si no habían escuchado ruidos que les llamaran la atención y dijeron que no, pero que sí habían escuchado carcajadas después de la medianoche. ‐ ¿Y quiénes estaban con Pascual? ‐ No sé ‐dijo uno de ellos‐ Yo lo vi al Gallego. Al abuelo lo vimos a la tarde cuando salió a hacer las compras. Al tomar contacto con el juez le comuniqué lo poco que sabía y le pregunté si íbamos a seguir actuando nosotros. ‐ Claro que sí, Vansini ‐me dijo‐. Prefiero que no intervenga nadie más en este asunto. Al escuchar esas palabras, Pereyra no pudo menos que alborozarse. ‐ ¿Y respecto al detenido que se encuentra en la Décima, va a disponer que quede en nuestras manos? ‐ Sí, Vansini. Por más que en la Seccional se elabore una cabeza de sumario, incluso con la declaración de Vázquez, yo prefiero que el caso quede en sus manos. 12
‐ Le agradezco, señor. Ahora, ¿no habló con usted el comisario Barrionuevo? ‐ Sí, acaba de llamarme. Dice que ya tiene la confesión del detenido. Pereyra tiene la costumbre, que todos aplaudimos, de hacer café donde se encuentre. Siempre se las ingenia de modo que alcance para todos. Cuando se fueron los curiosos nos estaba esperando con otro pocillo. Encendí un particulares para acompañarlo, y pensar, disgustado por los pocos elementos que habíamos conseguido. Pereyra rezongaba pero los demás preferimos tomar el café en silencio, escuchando la cantinela de los gallos. Todo nos daba la pauta de que era un homicidio, todo menos la falta de indicios acerca del objeto usado para cortar la yugular del viejo. En eso estaba pensando cuando di la orden de marchar. Comencé a sentirme mal, como impotente ante la fuerza convictiva que tomaba el curso de las cosas. Mi olfato me decía que no todo estaba en orden ni lo estaría después: si Barrionuevo intervenía era para desconfiar de todo. La Seccional Décima estaba a unas pocas cuadras de la casa del muerto. La impaciencia de Pereyra nos contagió a todos y en poco más de cinco minutos estábamos llegando. Tomamos por la Bajada San Roque hasta la Cañada y de allí el breve tramo por Peredo. Como en todas las comisarías, una valla de madera con antorchas señalaba que el tránsito estaba cortado y había que desviar. El cabo conectó la sirena en breves disparos de sonido para anunciar nuestra llegada. Alguien encendió un reflector y lo volvió a apagar, advirtiéndonos de que bajáramos las luces del coche dejando las de posición y la baliza. Todos los focos de la cuadra estaban apagados. La radio del móvil nos pidió la posición en el preciso momento en que Pereyra clavaba los frenos del vehículo. 13
‐ Hola Vansini ‐me dijo Barrionuevo en la puerta de la seccional, con una mueca, tendiéndome la mano. Antes de concederle la mía me acomodé el sombrero hacia la nuca. ‐ Qué tal. Nos miramos en silencio. Tanteé el bolsillo del saco para sacar los cigarrillos y tuve tiempo de encender uno antes de que nos invitara a pasar. De bronca no lo convidé. Entramos en su oficina y nos sentamos, Barrionuevo del otro lado del escritorio. ‐ ¿Cómo te fue en la casa? ‐preguntó. ‐ Más o menos. ‐ ¿Me vas a dar la dirección? ‐ Después que me lleve al viejo. Se rió. ‐ ¿Y por qué suponés que te lo voy a entregar? ‐ Te hago la misma pregunta. ‐ ¿Has venido a que juguemos o vamos a hablar en serio? No le contesté. Me limité a fumar, mirando el techo. Enseguida volvió al ataque. ‐ El viejo se vino a entregar y no tengo por qué dártelo a vos. No insistas. ‐ No había nada en la casa que pudiera interesarte. ‐ Ha confesado que lo mató en un momento de rabia. Después de una discusión. ‐ No te creo. ‐ Lo que no he podido sacarle es por qué discutieron si eran tan amigos. Espero que me lo diga pronto. ‐ De todos modos voy a seguir investigando yo, te guste o no te guste. ‐ Mirá ‐dijo‐, estoy con ánimos de lograr un acuerdo. Si no querés, ya mismo te podés ir yendo. Levanté las manos. 14
‐ Está bien, hablá. Me miró furioso. Yo seguí haciendo volutas con el humo. Se había levantado y caminaba entre el escritorio y la ventana fumando un cigarrillo de los suyos. ‐ Veamos ‐dije conciliador‐. Tenés al autor del hecho que se vino a entregar solito, pero te hacen falta otras pruebas. ¿No es cierto? ‐ Las puedo conseguir. ‐ Apretándolo al viejo... No contestó. ‐ Bien. Tendrás que ir a la casa y hacer lo mismo que hicimos nosotros. Tendrás que llamar a Criminalística, sacar fotografías. Esperé que me dijera algo. Ya estaba tranquilizándose pero aún no abría la boca para dejármelo saber. Seguí adelante. ‐ Querrás tomar las huellas del muerto, medirlo, saber algo de su vida. Todo eso nosotros lo tenemos y a vos te va a dar un poco de trabajo. Además, sería redundante que lo hicieras. ‐ Sí, pero no te olvides que puedo fabricar pruebas de acuerdo a la confesión. ‐ No correrás el riesgo de que no coincida con la nuestra. No te olvides que nosotros llegamos primero a la casa, y el juez lo sabe. ‐ También sabe que obtuvimos la confesión ‐dijo Barrionuevo y se sentó‐. Estamos en igualdad de condiciones. ‐ No es así. Sobre esa base podemos conversar, si no, no. ‐ ¿Qué pretendés? ‐ Que me entregues al viejo y te apartes de la investigación. ‐ Eso nunca. Acabo de aclarar un crimen y no tengo por qué dejar de investigar. ‐ Nos corresponde a nosotros ‐terció Pereyra‐. Para eso estamos. Aplasté la colilla en un cenicero y encendí un segundo cigarrillo. 15
‐ Parece que seguimos sin entendernos. Es un homicidio que... ‐ ...acaba de ocurrir en mi jurisdicción. Mirá, Vansini: es un hecho importante, no voy a dejar que me lo saques de las manos. ‐ ¡Qué boludo! Barrionuevo había tenido problemas en otras seccionales y no era la primera vez que me planteaba un estorbo semejante. Era evidente que allí también los tenía y de alguna forma debía levantar su puntaje. ‐ Terminala, negro ‐le dije‐. Si querés llamar a los periodistas llamalos, pero dejanos trabajar tranquilos. ‐ No se trata de eso. ‐ No te pongas colorado que no te queda bien. ‐ Sabés que mi situación es algo complicada... ‐ Yo no tengo por qué levantarte de la bosta. ‐ Hagamos una cosa. Llamamos a los periodistas, los llevamos a la casa, les mostramos al viejo y después te lo entrego. ‐ No tengo tiempo para perderlo en huevadas. Si querés llevalos, pero entregame a Vázquez primero. ‐ Si no es así no hablemos más. Me mordí la lengua de bronca viendo que se esfumaban las posibilidades de un acuerdo. Sin embargo ninguno se movió de su asiento. Algo tiene que pasar, pensaba yo, que resolviera las cosas a nuestro favor. Por la ventana vi que comenzaba a clarear. Maturano y Pereyra me miraban esperando mi reacción, decepcionados ‐adiviné‐ porque no llegaba. Barrionuevo fue llamado a la guardia y estuvo ausente un rato largo. Al ʺqué hacemosʺ de Pereyra respondí levantando los hombros. Me dediqué a contemplar los accidentes de la oficina, el mástil con la bandera argentina sobre el escritorio, el retrato de San Martín en la pared del fondo, las manchas de humedad. Debajo del vidrio del escritorio había un centenar de fotografías de Barrionuevo, casi todas con uniforme. No había ninguna con su familia. Bostecé. Me sentí incómodo, por 16
más que me esforzara por encontrar una salida decorosa no hallaba la boca del laberinto. Yo tenía la certeza de ganar la partida cuando salimos de la casa del muerto, pero parecía que la balanza estaba inclinada a favor de Barrionuevo. Pereyra se levantó de su asiento y nos dijo que se iba a pedir un poco de café. La verdad, nos hacía falta a todos. Llegaba la hora en que el sueño se debate angustiado por la tardanza de la vigilia en imponerse, cuando el alba muere y sienta sus reales el azar del movimiento ‐no la vida, que no se interrumpe‐, del movimiento visible de las cosas. Esa hora triste y feliz, que confirma el día y al pasado como noche borrosa, lo que fue. Y vuelta a comenzar. Pensándolo bien vi que no era así de riguroso, porque esta vez la historia comenzó a las cuatro de la mañana, es decir antes, con la muerte del viejo, pero en rigor mucho antes, con el nacimiento del viejo, y a decir verdad con el nacimiento de la madre del viejo, en algún lugar del mundo tan lejano y cercano y absoluto. De lo simple a que queda reducido el transcurrir, pensaba yo, nos da cuenta insincera la memoria. Comenzaba a divertirme con mis pensamientos cuando volvió Pereyra con los cafés y Barrionuevo detrás con su radio‐transmisor. ‐ Hablemos con el juez a ver qué dice ‐propuso. Estuvimos de acuerdo por falta de alternativa. Enseguida logró comunicarse, el doctor Videla estaba en la casa preparándose para marchar a Tribunales. De los jueces de Instrucción era el único que a las ocho estaba atendiendo su despacho. De los otros no puedo decir lo mismo, ni siquiera del fuero civil. Algunos llegaban apenas para firmar el despacho y otros aparecían dos o tres veces por semana. ‐ Ah, buenos días Barrionuevo. Encantado de escucharlo ‐dijo el juez. ‐ Cómo le va, doctor. Aquí estamos con Vansini conversando sobre la suerte de Vázquez, y lo llamamos para pedirle instrucciones. ‐ Bueno, si mal no recuerdo, ya he dado mis instrucciones a cada uno de ustedes. ¿O no es así? 17
‐ Sí, señor juez ‐tercié‐. Ocurre que yo he venido para llevarme a Vázquez y no logro que me lo entreguen. ‐ Barrionuevo, ¿usted ya lo ha desocupado? ‐ No, señor. Lo necesito unas horas para tomar su declaración, pero Vansini está impaciente por llevárselo. ‐ Vansini, déjelo trabajar a Barrionuevo. De todos modos, será mejor que la confesión de Vázquez sea volcada en el sumario como hecha a un tercero, a usted Barrionuevo o a cualquier policía de su Seccional. Y después usted, Vansini, le toma la declaración pertinente y sigue hasta completar el sumario. ¿Estamos de acuerdo? ‐ Sí, señor juez ‐contestó Barrionuevo. Me sentí tan desanimado que tardé en responder. Atiné a lanzar una propuesta. ‐ Está bien, señor juez, pero le voy a pedir un favor: fíjele un plazo para que lo entregue. ‐ ¿Cuál es su apuro, Vansini? ‐ Quiero empezar con mi trabajo, señor juez. No se olvide que hay mucho por hacer. ‐ Está bien. Barrionuevo, ¿tiene tiempo de terminar antes de las doce? ‐ Sí, señor juez. En realidad no era mucho tiempo. Se las tendría que arreglar y en forma para completar su declaración, llamar a los periodistas y hacer su relato, porque yo no estaba seguro de que ya hubiera obtenido los datos necesarios para hacer una buena declaración. Eso lleva tiempo. Normalmente un homicidio no se confiesa así como así en menos del tiempo legal de incomunicación, a no ser que las pruebas sean tan decisivas y contundentes que no quepa lugar para la duda, como el caso en que el homicida es detenido in fraganti o es acusado por testigos presenciales. Nada de eso ocurría en este caso, aunque mucho temía 18
que Barrionuevo se ingeniara para entregarme a Vázquez cocinado hasta los huesos. Derrotado, aunque conforme con el arreglo obtenido, me dispuse a retirarme en compañía de mis hombres. No dije nada. Barrionuevo se dio el gusto de burlarse de nosotros. Los tres, inmutables, fuimos saliendo hacia la calle. Debíamos controlarnos para no reaccionar y quedar en peores condiciones de las que estábamos, porque cualquier paso en falso nos dejaría en el ridículo. Mis hombres tenían tanta conciencia de eso como yo. El agente Vadela, sentado al volante del torino, nos esperaba recostado contra el asiento, semidormido. Habían sido levantadas las barreras de la esquina y el tránsito se había normalizado. Automóviles y colectivos cargados de personas daban la pauta de lo que es el comienzo de una jornada laborable. Hacía un frío dramático. Estábamos llegando al coche cuando Barrionuevo me chistó. ‐ Te estás olvidando de algo, Vansini: la dirección de la casa. Me acomodé el sombrero hacia atrás con el pulgar y no le contesté. Subí al coche. ‐ ¿No pensás dármela? Negué con la cabeza. ‐ ¿Me vas a obligar a arrancársela al viejo? ‐ Tendrás que atenerte a las consecuencias. ‐ No me queda otra alternativa. Hurgué en el bolsillo del saco y le mostré la llave. ‐ Negro, de nada te va a servir. Y te aviso que si llegás a encontrarla, e intentás entrar, hay un hombre adentro que te va a recibir con un escopetazo en la panza. Vadela, sin que yo le dijera nada, apretó a fondo el acelerador del torino, dejando a Barrionuevo sorprendido en medio de la calle. Nos sentimos satisfechos con esa pequeña venganza. 19
De allí nos fuimos a llevar las fichas dactiloscópicas del muerto a la División Antecedentes Personales, en el Cabildo, para enterarnos por fin de quién se trataba y qué había sido de su vida en relación con la ley. Las dejamos y seguimos viaje hacia la Brigada. Al mediodía tendríamos la respuesta. Como no había novedades de importancia me fui a desayunar. Compré el diario en el quiosco de la esquina, atendido por la mujer y los hermanos del Panza Ramírez, un conocido delincuente que alcanzó buen pasar pero terminó en la cárcel con una condena por homicidio y violación calificados. Un asunto que no investigamos nosotros y quedó también en manos de Barrionuevo. Marta me contó que había pactado un ʺarregloʺ para que su marido fuera desligado de esa muerte, por la suma de veinte millones de pesos. En la época del suceso era mucho dinero, y pensaba obtenerlo de la venta del quiosco si no lograba reunirlos entre sus viejos compañeros de andanzas. Las tratativas se llevaron a cabo por intermedio de un abogado, que aparentemente ‐esto lo supe por otro lado‐ se había quedado con la mitad del dinero. El resto pasó a engrosar la barriga del comisario de la Décima. Ramírez fue engañado lastimosamente. Lo hicieron abstenerse de declarar en la policía para hacerlo ante el juez de Instrucción, convencido de que sólo con ese procedimiento obtendría sin ninguna dificultad el sobreseimiento. Si bien eso puede ocurrir depende de que no exista ninguna otra prueba, distinta de la confesión del acusado, pero en este caso existía la confesión de otro que señalaba a Ramírez como co‐partícipe. Afortunadamente fue condenado. Era un sujeto peligroso que hizo estragos con su pandilla asaltando comercios armado hasta los dientes. Varios de sus compañeros fueron cayendo en sucesivas aventuras, pero él se salvaba siempre. Pienso, no hay nada que me indique lo contrario, que obtenía la impunidad con su dinero. Todas las mañanas, cuando salía a desayunar, me detenía en el quiosco a conversar con la mujer. Curiosamente, a pesar de su temperamento fogoso y su 20
odio a toda represión, conmigo siempre fue amable. Y muchas veces, cuando me faltaron datos, recurrí sin vacilar a ella, que me sopló las infidencias que necesitaba. Era una muchacha joven, de veinticinco años, que se había casado con Ramírez a los diecisiete y le había dado cuatro hijos. Su cuerpo se había cuadrado por la excesiva rapidez con que maduró, pero su rostro conservaba esa hermosura excitante y llamativa. ʺNo sé qué voy a hacerʺ, me contestó, cuando le pregunté si iba a esperar al Panza tanto tiempo. Ramírez también recibía a otra dama, pero en horas de la mañana, junto al corredor que separa al antigüo del nuevo locutorio para abogados, porque una vez se encontraron ambas mujeres y no fue posible separarlas sin el esfuerzo de los guardias y compañeros de internación. Marta estaba embarazada, y a mí me contó, con esa simple manera de aceptar los hechos de que suelen hacer gala esas mujeres que aguardan con paciencia, y resignadas, la suerte de su pareja, que ese guachito no era del mismo padre que los otros. Ramírez había formado un pequeño capital que aseguraba el sustento de su mujer y sus hijos, y yo estaba seguro de que Marta no le había contado nada. Pero también sabía que, como todo se filtra en la cárcel, algún día la oreja del Panza receptaría el sonido de una voz portadora de la nueva, y allí se produciría una crisis de pareja con su secuela de violencia, alejamiento y soledad. Había poca gente en el barcito, a media cuadra de la Brigada sobre boulevard Junín. Me ubiqué en una mesa apoyada contra la vidriera, esquivando el cuerpo inmenso de Martínez, quien terminaba de barrer el piso retrocediendo hacia la puerta de calle. Al ver su cara de sueño tuve una idea aproximada de la que yo estaba luciendo. Mi costumbre era consumir un gigantesco submarino con dos medialunas, mermelada y manteca, leyendo el diario y vigilando de rabillo el tránsito de coches y personas y a veces ‐por qué no confesarlo‐ el redondo culo de Martita. Pero esa mañana estaba demasiado preocupado para alegrarme con cualquier espectáculo. Y quebré la costumbre de mi desayuno cambiando el chocolate por una bañadera de café, cortado con 21
unas gotas de leche, y traté de ubicar alguna noticia interesante. Necesitaba ese estímulo, teniendo en cuenta que el día se prometía largo y tedioso. Como cualquiera de aquellos en que se inicia una investigación. Si bien hablo siempre de mis hombres, yo no era el jefe de la Brigada de Homicidios. Era el segundo jefe. Gerbaldo Reyes Palacios, que ingresó a la policía diez años después que yo, médico cirujano, ocupaba la jefatura. Mis méritos y los suyos habían corrido por caminos paralelos: sus títulos, su interés en perfeccionarse habían acortado sus kilómetros; yo contaba sólo con mis años de experiencia en la calle. Ingresé en la repartición cuando no se exigía más que el ciclo primario, al finalizar la Segunda Guerra, y a duras penas logré terminar el tercer año del bachillerato para poder aspirar a la oficialidad. Tuve mucha suerte. Pasé por varias secciones y gabinetes y recalé en Homicidios cinco años más tarde, aprendiendo con los ojos del cubero todo lo nuevo en cuanto a método de investigación se refería. Con el tiempo se formó una organización más adecuada con las exigencias de la época moderna y endemoniada. Se organizaron cursos de perfeccionamiento para oficiales, a los que yo asistía en la medida que las circunstancias no me obligaban a apartarme de las tareas que más he amado en la vida: las que llevaban a enfrentarme con el delincuente, con su búsqueda, con los intrincados laberintos de la fuga, con la paciencia y el hartazgo de andar recorriendo los caminos del país munido del arma y el oficio extendido por el juez, con la huella imborrable que deja en la conciencia del homicida la feroz pero legítima secuela del interrogatorio, que supone más que la mismísima prisión o reclusión. En cambio Reyes Palacios no es un hombre de acción, es más bien un personaje que se las sabe todas por obra y gracia de sus años de estudio. Yo lo conocí cuando pidió su traslado a la Brigada, poco después de la caída del gobierno peronista, en el ʹ 55. Era muy joven y tuvo más facilidad que cualquiera de nosotros para cumplir con sus obligaciones, primero porque era el único que estudiaba una carrera universitaria, después porque era el único 22
profesional que había optado por seguir en los cuadros policiales, renunciando a un mayor bienestar económico en el ejercicio privado de su profesión. Con el tiempo llegó a ser un gran perito balístico, experto en toxicología y en especialidades médicas relacionadas con las lesiones más frecuentes en los homicidios. Era lógico que estuviera ocupando ese cargo, como también lo era que alguien con mi experiencia se encontrara al frente de cada investigación. Muy pocas veces he sentido envidia o algo que se le parezca. Cuando fue nombrado al frente de la Brigada sentí que se escapaba de mis manos el cargo que toda la vida había apetecido, y tuve el temor de que no me respetara o que llevara las riendas a su antojo. Pero nada de eso ocurrió. Se ubicó perfectamente en su papel de conductor ilustre, dejándome la jefatura de facto en todo aquello que significaba un acto de rutina, interviniendo sólo a mi pedido o cuando las cosas exigían un mayor conocimiento técnico. Eran cerca de las ocho y habíamos citado a los vecinos del muerto. Me despedí de Martínez, me detuve un instante a encender un cigarrillo a Marta, para después dirigirme al edificio de la Brigada. Los primeros en llegar habían sido un carpintero y su mujer. Estaban sentados en un banco al costado de la puerta de la oficina de sumarios, en una de las cuatro galerías que circundan el patio central. Según me comentó Pereyra, estaban esperando desde las siete y media. Dentro de la oficina la estufa a kerosene mantenía una temperatura agradable. Todo estaba dispuesto para dejar asentado en el papel las conclusiones a que fuéramos llegando. A una carátula celeste se le habían incorporado los datos que teníamos: Hecho: Homicidio (art. 79 C. Penal) Acusado: Carmen Ricardo Vázquez Víctima: (en blanco) Damnificado: El mismo Fecha: 16 de julio de 1975 23
Lugar: calle............... Nº.......... Bo. Güemes Sumariante: oficial Alfonso Rubén Pereyra Se comenzó consignando en un acta que el oficial Pereyra recibió un llamado telefónico del Comando Radioeléctrico, comunicando la novedad de que se había constituido en el lugar con personal a las órdenes del comisario Julio Roberto Vansini, constatando la veracidad de lo acontecido. Había luego un relato de lo encontrado, las características del muerto, edad aproximada y un inventario de las cosas de valor. Una vez que Pereyra terminó de escribir hicimos entrar a la oficina a la mujer del carpintero. Comenzó diciendo que no sabía nada de nada y que lamentaba no poder ayudarnos. ‐ Se imaginan que si no, les contaría todo. ‐ Señora de Pérez, de todos modos pensamos que usted puede ayudarnos. Limítese a contestar nuestras preguntas. ‐ Señora, ¿conoce el nombre y apellido de su vecino? ‐preguntó Pereyra. ‐ Bueno, se llamaba Pascual. El apellido era... Botticelli, o algo así. ‐ ¿No está segura? ‐ No. Hablábamos muy poco. Casi nunca lo veía. ‐ ¿Hace mucho que es vecino suyo? ‐ Y... más de diez años. Pero no se asombre: una, que yo no salgo casi nunca, y otra que don Pascual era muy callado con nosotros. En todo ese tiempo habré hablado con él dos o tres veces. ‐ ¿Por qué no se hablaban? ‐ No sé. ‐ ¿No tenían temas en común? ‐ Ya le dije que era muy reservado. Como vive solo y habla en italiano... Perdón. Me parece imposible que haya muerto. ‐ ¿Cómo era él? 24
‐ Un hombre amargado. Cuando nosotros nos mudamos al barrio él ya vivía en esa casa. ‐ ¿Siempre vivió solo? ‐ Desde que yo lo conozco, sí. ‐ ¿No tiene parientes? ‐ Sí, varios hijos. ‐ ¿Dice usted que no hablaba castellano? ‐pregunté yo. ‐ No. ¿Es importante? ‐ No sé. No creo. ‐ Señora, ¿usted conoce a las personas que lo visitaban? Estuvo pensativa unos segundos. ‐ Bueno, no estoy segura. ‐ Tengo entendido ‐insistí‐ que la casa estaba siempre llena de gente. ‐ ¿Llena de gente? Mire, nosotros no nos metemos con nadie. No sabría decirle. Pereyra pareció impacientarse. ‐ Señora, ¿usted nunca barre la vereda? ‐ ¡Cómo no la voy a barrer! ¡Hasta cuatro veces por día! ‐ ¿Y me va a decir que no sabe ni vio nada? ¿Tampoco escuchó nada? ‐ ¡Por supuesto que no! ‐ Señora ‐dije, tratando de impresionarla‐, permítame recordarle que usted como testigo tiene obligación de decir la verdad de todo cuanto sepa. En caso contrario, puede ser imputada como encubridora y penada hasta con diez años de prisión, por falso testimonio. ¡Déjeme terminar! Le voy a pedir que nos ahorre la molestia de tener que demorarla hasta que se digne decirnos lo que sepa. ‐ Señor, yo voy a contestar sus preguntas, pero insisto que de su vida conozco muy poco. ‐ ¿Conoce a Carmen Ricardo Vázquez? 25
‐ Sí... sí. ‐ ¿De dónde lo conoce? ‐ Del barrio. Vive a la vuelta de casa. ‐ ¿Lo ha visto en casa de Botticelli? ‐ Sí. ‐ ¿Cuándo? ‐ Muchas veces. ‐ ¿Cuándo por última vez? ‐ Ayer. Pereyra tomó nota de lo poco que nos dijo la mujer. Le ofrecí un cigarrillo y lo aceptó. ‐ ¿Durante el día de ayer, no escuchó ruidos raros en la casa de su vecino? ‐ No, no escuché nada. De mi casa no se escucha. ‐ ¿Está segura? ‐ Sí. ‐ ¿No escuchó ruido de fiesta, o de tumulto? ‐ No ‐dijo luego de pensarlo. ‐ ¿O alguna discusión? Negó con la cabeza. ‐ ¿A qué hora vino Vázquez a casa de Botticelli? ‐ No sabría decirle. A veces llegaba a la mañana y se quedaba hasta la noche, pero ayer... no sé. ‐ ¿Alguna otra persona solía quedarse? ‐ Que yo sepa, no. ‐ ¿Los hijos? ‐ No sé. La verdad que no sé. ‐ Según el informe médico, la hora de la muerte sería entre las cero y las tres de la mañana. ¿Habrá estado Vázquez a esa hora con Botticelli? 26
‐ Bueno, creo que sí. A las tres de la mañana me despertaron los gritos de don Vázquez debajo de mi ventana. Pereyra anotó lo que la mujer terminaba de decir. ‐ ¿Y qué gritaba? ‐ Que Pascual estaba muerto. ‐ ¿No dijo si se había suicidado? ‐ No, gritaba que estaba muerto. ‐ ¿Y usted que hizo? ‐ Lo desperté a mi marido. ‐ ¿No salieron a auxiliarlo? ‐ Y, se imagina, a esa hora... Es una calle muy oscura... Teníamos miedo. ‐ ¿Qué más decía? ‐ Nada, lloraba como un chico. ‐ ¿Escuchó que algún vecino le prestara auxilio? ‐ No, yo me asomé por las rendijas de la celosía y lo vi parado unos cuatro o cinco minutos. Después se fue. ‐ ¿No vio a nadie con él? ‐ No, me parece que estaba solo. ‐ ¿No salieron a la calle a ver qué pasaba, no se acercaron a la casa de Pascual? ‐ No nos gusta meternos con los demás. Imagínense que hubiéramos ido a la casa del abuelo. ¿Y si llegaba la policía y nos encontraba adentro? No, por eso dijo mi viejo que me volviera a la cama y me dejara de joder. ‐ ¿Ni siquiera se levantó? ‐ No. Le hace mal levantarse de noche. Toma un poquito de frío y enseguida empieza a estornudar. No valía la pena prolongar el interrogatorio. Cerramos el acta y desocupamos a la mujer. El carpintero apareció como un hombre abatido por 27
una tormenta. De cabellos grises y tez olivácea, apenas si apoyó el culo en el filo de la silla. Temblaba como si estuviera esperando una paliza. ‐ ¿Nombre y apellido? ‐ Salustiano Pérez. ‐ ¿Edad? ‐ Cuarenta y nueve. ‐ Profesión... Pereyra terminó de tomarle los datos y me llamó. Me senté al lado del hombre y traté de impresionarlo como había hecho con la mujer, seguro de obtener mejores resultados de la conjunción de miedo y fantasía, pero me equivoqué. Tampoco sabía nada. Nada que pudiera interesarnos. Hasta parecía tener miedo de compartir la medianera, de tres metros de altura, que separaba los patios de ambas casas. ‐ Trate de recordar, señor Pérez, algo que le hubiera llamado la atención en los últimos tiempos. ‐ Bueno, no sé. A veces don Pascual estaba con la luz encendida hasta las cinco de la mañana. ‐ ¿Cómo lo sabe? ‐ Porque me levanto para ir al baño, y como tengo que salir al patio la he visto. ‐ ¿No dijo que la tapia mide tres metros? ‐ Sí, pero le falta un ladrillo cerca de la puerta de la cocina, y por allí se puede ver del otro lado. ‐ ¿Solía ver gente en esa casa? ‐ Iba mucha gente a visitarlo. Pero no me pregunte quienes porque no sabría decirle. Era gente joven, y medio rara. ‐ ¿Conoce a Carmen Ricardo Vázquez? ‐ De vista. ‐ ¿Lo vio en casa de Botticelli? 28
‐ Sí. ‐ ¿Anoche también? ‐ Señor comisario, no creo que don Vázquez sea capaz de semejante cosa. ‐ ¿Por qué no? ‐ Porque es incapaz de matar una mosca. ¿Usted lo ha visto? Pereyra dejó constancia textual de las últimas palabras. Le pregunté si los había escuchado pelear o discutir alguna vez y contestó que nunca, ni siquiera la noche anterior, así que mandé cerrar el acta bastante decepcionado con los resultados obtenidos. Cuando se estaba por ir comentó que sus hijos habían quedado al cuidado de la abuela, y pensando que ella podría saber algo la dejé citada para la tarde siguiente, descontando que ese día y la mañana del próximo estarían dedicados al interrogatorio de Vázquez. Mientras descansábamos unos minutos nos llegó la noticia de que el Comando Radioeléctrico había capturado al Perro Pascual. La novedad nos llenó de alegría, porque todo esfuerzo para encontrarlo había sido inútil desde el día en que mató a su amigo Medrano. Había que mandar una comisión a la Seccional Once y le encargué a Pereyra que fuera a primera hora de la tarde. Los diarios se habían ocupado de los pormenores de la disputa que habían sostenido esos tres hombres con la víctima. Díaz y Montali fueron detenidos el mismo día y habían echado las culpas sobre el prófugo. Otro de los homicidios que estábamos investigando era el de Banega, que a raíz de una disputa porque no quiso darle dinero había matado a su tío, sin testigos presenciales, lo que dificultó enormemente la investigación. En este tipo de delitos, sin ninguna duda, la madre de todas las pruebas ‐capaz de inclinar la sentencia a favor o en contra del homicida‐ es el testimonio de las personas que han visto o escuchado, pero fundamentalmente que han visto, el instante preciso en que actúa el homicida. Por eso nuestro esfuerzo se centraba en llegar al fondo, hasta el meollo de la escena luctuosa, escarbando en los detalles más nimios del movimiento de una mano, de una palabra, o de una actitud que sobresalga 29
entre los gestos o situaciones. Mucho más nos interesan que la confesión del homicida. Tratamos siempre de llevar un camino que comience y termine en los testimonios: es decir, si obtenemos primero la confesión la consideramos valiosa si la vemos corroborada por los dichos de terceros, y si son éstos los que dan la pista, la confesión terminará por darnos la tranquilidad de haber sabido desenredar la complicada madeja de los sentimientos humanos. No era casual, por nuestro estilo de trabajo, que el doctor Videla nos hubiera preferido para dilucidar el caso de los viejitos. Por falta de testigos conozco a numerosos homicidas que andan sueltos por las calles, por ése y por otro motivo despreciable, como el de haber comprado sus libertades con dinero. No despreciable la actitud del delincuente, que al fin y al cabo no hace más que reafirmar su personalidad, sino la de aquellos policías que aceptan esa práctica inmoral a cambio de un sustituto de los magros salarios que perciben. En ese sentido nuestra Brigada, me enorgullezco en decirlo, gozaba del prestigio de ser insobornable. Tomamos un café y nos preparamos para interrogar a los estudiantes. Iniciamos el diálogo con el más joven de los tres, el que había dado esos datos sobre los personajes fundamentales del drama esa mañana temprano. ‐ Tengo entendido que don Pascual vivía solo. ¿Es así? ‐ Completamente solo. ‐ ¿Cuánto hace que usted lo conoce? ‐ Por lo menos tres años. ‐ Cuéntenos lo que sepa de su vida. ‐ Bueno, en realidad, no sé qué les puede interesar. ‐ ¿Qué sabe de él? ‐ Era italiano. Llegó de Italia después de la Primera Guerra y se fue a vivir a Rosario. ‐ ¿En qué trabajaba? ‐ Se jubiló como empleado de Correos. Como telegrafista. 30
‐ ¿Tiene hijos? ‐ Sí, tuvo seis. Viven en Buenos Aires. En Córdoba vive una nieta que lo visita de vez en cuando. ‐ ¿Por qué vivía solo? ‐ No sé. Era viudo desde hace mucho. ‐ ¿Cómo sabe todo eso? ‐ Yo hablaba mucho con él. Ibamos a visitarlo y nos quedábamos horas enteras hablando de su vida. Le hacíamos las compras en el almacén. El abuelo tenía muchísimas anécdotas y nos encantaba escucharlo. A veces nos quedábamos hasta las tres o cuatro de la mañana escuchando sus historias de la guerra. ‐ ¿Así que eran ustedes los que se quedaban hasta tarde? ‐ Bueno, a veces. Cuando estaba solo nos acercábamos a conversar con él, pero no cuando estaba con gente. ‐ ¿Solía estar con otra gente? ‐ Sí. ‐ ¿Con quién? ‐ Con don Carmen la mayoría de las veces. ‐ ¿Ustedes iban a cenar a casa de Pascual? ‐ Bueno ‐sonrió‐, sí. Cuando estábamos sin dinero, o no teníamos comida, íbamos a su casa. Siempre tenía la heladera llena. ‐ ¿Cómo explica eso? ‐ Mire, muy seguro no estoy, pero creo que su nieta le llevaba paquetes. ‐ Y usted piensa que eran de comida. ‐ Sí. Cuando el abuelo cobraba nos pedía a nosotros que lo acompañáramos al supermercado. Compraba muchos alimentos para no tener que salir en todo el mes. Mientras Pereyra consignaba eso me concentré en los detalles curiosos de la historia. Me vino a la memoria el muerto abandonado en la mecedora, el 31
triste espectáculo de la casa descascarada, el silencio de la noche, tan antigüo y extraño como el habitante que acababa de dejarlo. No me imaginaba ese conjunto vetusto animado de sonidos fuertes, del bullicio de los jovencitos, de la charla nostalgiosa entre los dos amigos viejos. Se me imponía la imagen que había descubierto en la madrugada, por más esfuerzo que hiciera de aventarla. Encendí un cigarrillo pensando y repensando en nuevas preguntas para aprovechar la disposición del muchacho. Se me hacía muy difícil descubrir alguna que fuera inteligente. ‐ Dígame algo sobre las costumbres de Pascual. Se rascó la cabeza. ‐ Usted sabe que los viejos duermen poco, a diferencia de nosotros. Se acostaba tardísimo y se levantaba antes del alba. Le gustaba más la noche que el día. La tarde se la pasaba mirando por la ventana, sentado en la mecedora, dormitando todo lo que no dormía de noche. A veces revisaba las fotos y se ponía muy triste. Lloraba muchísimo. Con don Carmen se pasaba horas hablando y discutiendo: nunca terminaban de ponerse de acuerdo. ‐ ¿No piensa usted que anoche discutieron y... bueno, se fueron a las manos? ‐ ¿Quién? ¿Don Pascual y don Carmen? ¡No, imposible! ‐ ¿Y por qué piensa que Vázquez mató a su amigo? ‐ ¡Es que yo no pienso que lo ha matado! ‐ ¿No estuvieron juntos anoche? ‐ Sí. ‐ ¿Hasta qué hora? ‐ No sé. Yo vi que entraba a la casa a eso de las nueve. ‐ Según parece, don Vázquez le cortó la yugular con un pedazo de espejo. El muchacho meneó la cabeza y repitió dos veces que no podía ser. Se quedó pensativo y no dijo nada más. Le hice varias preguntas que quedaron sin respuesta, y antes de desocuparlo intenté aclarar otras cuestiones. 32
‐ Dígame: cuando no estaban ustedes, o don Carmen, ¿alguien más solía quedarse con él hasta tan tarde? ‐ No, nadie más. ‐ ¿Está seguro? ‐ Sí. ‐ ¿Por qué? ‐ Porque él nos contaba todo. ‐ ¿Alguna vez lo escucharon hablar solo? ‐ Sí, siempre hablaba solo. ‐ ¿De noche también? ‐ Sí, de noche también. Antes de que Pereyra cerrara el acta le hice una última pregunta. ‐ ¿Usted piensa que Pascual Botticelli se quitó la vida? ‐ No me extrañaría, comisario. Era muy común encontrarlo abatido. No le extrañe que así sea. Y cuando estaba por firmar el acta aclaró: ‐ No se llamaba Botticelli. Su apellido era Botticini. La tarea de interrogar a los demás se la dejé a Pereyra, yo me dediqué a revisar otros sumarios y a completarlos. La investigación del homicidio cometido por Banega ya estaba prácticamente completada, pero aún quedaban lagunas, inmensas lagunas que tenían el sabor amargo de la incertidumbre respecto a su culpabilidad. Banega trabajaba como peón en el campo de su tío materno, cerca de Tránsito, y era buen trabajador y diligente. Una tarde se quedó sin dinero y esperó que se retiraran todos de la casa del anciano para pedirle que le pagara unas extras. Esa noche había baile en Santa Rosa de Río Primero. Su ford t tenía el tanque sin una gota de nafta, y estaba dispuesto a que ese pequeño percance no le frustrara la cita concertada con su novia. El viejito 33
tardaba en llegar. Mientras lo esperaba, Banega no tocó ni un clavo. En una mesa de luz había cinco millones de pesos, lo que nos dio la pauta de una faceta de su personalidad. Cuando le pidió el dinero a su tío, que venía malhumorado, se suscitó una discusión en la que el anciano se negó a entregárselo y Banega reaccionó, por primera vez en su vida, con violencia, en el reclamo de lo que justamente le correspondía. Se mantuvo cada uno en su tesitura hasta que Banega se salió de las casillas. El viejo apareció con la cabeza incrustada en la puerta de roble de su mesa de luz ‐que se había partido por la mitad‐ como si hubiera sido empujado por su sobrino. Lo que llevó a la pista del homicidio, entre otras cosas, fueron las huellas de sangre que iban desde el dormitorio hasta la cocina y luego hasta el baño, lo que hizo presumir que había logrado trasladarse en persecución de su agresor, y que se había defendido y luchado para no dejarse matar. Después de hacer la comunicación al juez notificando la detención de Tapiales, tomé el sumario y se lo llevé a Reyes Palacios para su firma. Lo encontré leyendo un libro de medicina legal. ‐ Es bueno repasar. Uno se olvida ‐dijo‐. ¿Qué es eso? ‐ El sumario de Banega. Lo traigo para que lo firmes. Comenzó a hojearlo de atrás para adelante. ‐ Un fracaso, ¿no? ‐ Así es. ‐ Qué pena. Estas cosas me deprimen. ‐ No es para tanto, Gerbaldo. En el año es el tercero, y en los últimos cinco años es el vigésimo. ‐ ¿Cómo hacés para acordarte? ‐ No me hagas caso, lo decía en broma. No deberíamos quejarnos. En lo que va del año ya van como quinientas muertes, de las que jamás se descubrirán sus autores. El diario La Opinión informa todos los días el número de acribillados en todo el país. ¿Sabías? 34
‐ Algo me contó Pereyra. ‐ Sí, lo lee en voz alta. Para que todos nos enteremos. Después de hojear unas páginas comenzó a firmarlo. ‐ Decime, Julio, ¿no estuviste presente en el interrogatorio de Banega? ‐ Claro que estuve. ‐ ¿Y no hubo forma de hacerlo confesar? ‐ No. Tuvimos que guardarlo unos días porque a Maturano se le fue la mano. Le hinchó la cara. ‐ Ah, eso no lo sabía. ‐ Fue cuando viajaste a Buenos Aires. Pero no te preocupes, ya tomé las medidas para que no vuelva a pasar. ‐ Eso espero. Tomó una cajita de madera con cigarrillos importados y me convidó. ‐ Bueno, ¿cómo es la cosa en el homicidio del viejo? Le conté, y le dije que Barrionuevo lo había dejado detenido. ‐ ¿No hubieras hecho lo mismo? ‐ Parece que Vázquez confesó, pero Barrionuevo no me lo quiso entregar. ‐ ¿Por qué? ‐ Porque quiere lucirse ante la prensa. Reyes sonrió primero y después lanzó una carcajada. ‐ ¿Te acordás que hizo lo mismo con el sátiro Yacuzzi? Nos reímos, recordando la anécdota ocurrida varios años atrás. Después retomamos la conversación. ‐ Lo degolló con un pedazo de espejo, pero no pudimos encontrarlo. No había manchas de sangre. La heladera estaba llena de comida y el dinero, y las cosas de valor, no habían sido tocadas. ‐ ¿Ningún otro signo de violencia? ‐ No, todo lo demás estaba en orden. 35
Nos dedicamos a especular sobre los posibles móviles del asesinato y no encontramos ninguno razonable. La posibilidad de un suicidio en presencia de su amigo nos pareció novelesco y absurdo, aunque nos sentimos tentados de imaginarlo como si hubiera ocurrido así. La escena de un homicidio interpretado por dos ancianos no se nos había planteado jamás y la aventura de lo nuevo le estaba despertando a Reyes el entusiasmo que nos había despertado a nosotros a partir de las cuatro de la mañana. Lo escuché como cuarenta minutos tratando de convencerme de la certeza de sus puntos de vista. Para mí fue una verdadera delicia. En el tiempo que duró la charla nos fumamos tres cigarrillos y gastamos media botella de whisky. Pereyra nos acercó las páginas de los últimos testigos y Reyes aprovechó para leer el expediente. Como temí desde un principio, los estudiantes no aportaron absolutamente nada acerca de la muerte de Botticelli, o Botticini, o como sea que fuere el apellido de Pascual. A las once y media partimos los tres hacia el edificio de la jefatura para retirar la planilla prontuarial del muerto. Confiábamos en que estaría lista, especialmente encomendada, como había sido, a mi entrañable amiga Matilde. Mientras ellos iban a buscarla aproveché para estirar las piernas por la plaza San Martín, bajo el magnífico sol y el saludable oxígeno invernal. El pretexto era comprar cigarrillos. Me enrosqué la bufanda y encaré por la peatonal de San Martín, con el sombrero puesto y los ojos clavados en los culos de las pendejitas. Me sentía bien, vaya uno a saber por qué misterioso mecanismo. Me entretuve leyendo los boletos de la lotería, después la cartelera del cine Gran Palace, la vidriera de Vértice Musical y así hasta que llegué a la esquina de 9 de julio y General Paz. Ya eran las doce menos cinco. Encendí un cigarrillo y me apuré en volver, convencido de que hallaría a Reyes y a Pereyra mufados por mi tardanza. Y lo estaban, pero por otro motivo. Pereyra me extendió el sobre que le entregó Matilde. ‐ Negativo ‐me dijo. 36
Mientras lo abría le pregunté qué cosa, pero lo comprobé yo mismo. Pascual Botticelli, o Botticini, no tenía prontuario en ninguna de las secciones del archivo de la policía de la provincia. Lo que significaba que era persona desconocida para esa repartición del Estado, y muy probablemente para todas las demás, y que para nosotros se convertía en un verdadero motivo de preocupación. Ninguno de los tres habló en el trayecto hacia la Décima. Sólo Pereyra maldijo un par de veces y a Reyes y a mí se nos fue todo el humor por debajo de los pies. Menos mal que llegamos con cara de perros, porque hubiera sido peor que la depresión viniera por lo que íbamos a ver en la Seccional. Con Reyes habíamos aprendido que mientras uno más se endurece más capacitado está para sobrellevar las tempestades, aunque después entenderíamos ‐en el curso de la vida‐ que a través de las caparazones suelen filtrarse espinas por las que un hombre es capaz de desangrarse. Ni bien traspusimos la puerta de la Seccional, Barrionuevo nos salió al encuentro y nos saludó con la mejor de las sonrisas. Nos hizo pasar a su despacho y nos ofreció café ‐que no aceptamos‐ e inmediatamente nos hizo entregar la cabeza de sumario con la confesión de Vázquez. Firmamos el recibo conforme del expediente y lo hicimos también por el detenido. Carmen Ricardo Vázquez avanzaba por el pasillo que da a los calabozos, flanqueado por dos agentes que luchaban por impedir que se les fuera al piso, en dirección a nosotros. El rostro enrojecido, las mejillas cruzadas por diminutas venitas de color violeta, calvo, Vázquez parecía un cordero acechado por un puma. Del oído hasta el centro del pecho le colgaba el cablecito del audífono. Arrastraba los pies. Cuando estuvo frente a mí, por pura intuición, pasé mi mano por delante de sus ojos azules transparentes. No se movieron. Al principio no entendí la sonrisa que nos brindó, porque no encajaba con su miedo, con su traspiración helada, y estoy seguro que ninguno de nosotros lo entendió. Yo pensé que era un signo de gratitud por librarlo de Barrionuevo, de las palizas que le habían propinado para lograr su confesión, 37
pero de a poco nos dimos cuenta de que sólo se trataba de una mueca de dolor, de espanto, que es en definitiva la rabia de los viejos, la calcomanía de su impotencia. Metido casi entero en su pantalón con tiradores, soportaba una manta que si no le daba calor al menos lo resguardaba de una segura pulmonía. Reyes le preguntó si se llamaba Carmen Ricardo Vázquez y fue como si le hablara a una estatua. Nos lo largaron como una bolsa de papas en la puerta de la Seccional y de allí lo arrastramos, temiendo que su cuerpo fuera a parar bajo las ruedas del torino. No ocurrió así, pero estoy sguro de que faltó muy poco. Comenzó a torturarme el pensamiento de que era imposible que esa persona hubiera asesinado a su amigo. No podía imaginarlo blandiendo esa esquina del espejo, impune, traicionando el sueño o la modorra de Pascual, movido por vaya a saber qué sentimientos. Estaba convencido de que nos conducíamos por una pista equivocada. De allí lo llevamos a Sanidad Policial. Queríamos liberarnos de toda responsabilidad frente a posibles quebrantes de su salud. Estando Barrionuevo de por medio teníamos que cuidarnos como de mearnos en la cama. Al revisarlo, el médico aconsejó internarlo de inmediato. Nos dijo que estaba muy golpeado en el estómago y los riñones, con un profundo shock depresivo del que no podría salir sin la ayuda de un profesional. Tenía una hemorragia interna. Lo trasladamos hacia el Hospital San Roque donde quedó internado con conocimiento del juez. Vázquez no contestó ninguna pregunta. Nos miraba fijo, apenas parpadeaba, como si no captara la imagen de nuestros rostros. Sólo le escuchamos uno que otro ay a intervalos regulares. Antes de irnos nos percatamos de lo tontos que nos habíamos puesto. Pereyra, curioso como siempre, tuvo la ingeniosa idea de revisar la cajita del audífono: estaba sin pila. No pudimos menos que reírnos de buena gana, pensando que se trataba de una broma del mismísimo comisario de la Décima. Esa tarde no fue posible adelantar nada. Luego de almorzar, Pereyra partió en busca de Tapiales. Reyes se fue a su casa y de allí a la Escuela de 38
Policía. Maturano y Porporato se quedaron porque estaban de guardia y Vadela y yo nos turnamos para ir al Hospital San Roque a controlar la evolución del viejito. A las seis me fui con Reyes a la casa de Pascual. No encontramos nada nuevo. De allí pasamos por Tribunales a conversar con el juez, para recibir instrucciones con relación a los puntos oscuros. Pedí autorización para quitarle las esposas que lo apresaban a la cama, a lo que no se opuso, con una custodia permanente en la puerta de la sala. Debía seguir incomunicado hasta que él le tomara declaración. Advertimos luego de la detención de Tapiales al juez de Instrucción 3a. y nos pidió que por la mañana lo lleváramos a declarar, también incomunicado. Después volvimos a la Brigada, donde me quedé hasta cerca de las ocho. Pereyra se ocupó de interrogar al Perro Pascual, a quien fui a ver unos minutos antes de marcharme a casa, como al descuido, mirando sin ver un rostro del que ya me olvidaba cuando pisé la vereda. Estaba sumamente cansado. Me llevé una botella de vino a la cama y me acosté sin comer. Tardé bastante en dormirme, como todas las noches. Tuve tiempo de recorrer cada detalle de lo que estaba o sobraba más allá de mi cama, recordando los avatares de la larga jornada transcurrida, para concluir que no había sido de las más provechosas. Apagué la luz y todavía pude ver, alumbradas por la escasa luz que trasponía la ventana, las figuras blanquísimas de mis santos más devotos, colgados en un póster en la pared enfrente de mi cama, sobre el fondo azul de un cielo anochecido: los primeros hombres en la luna. En su momento deseé con toda el alma que alguien me lo obsequiara, sintiéndose cómplice conmigo de la enorme emoción que se llamaba 381.472 kilómetros ida y vuelta, a ciegas pero confiando en la fabulosa memoria de las máquinas, seguros de la grandeza de la hazaña y de la voluntad soberana de tocar el Universo, de hollarlo, de fundarlo y también de dominarlo. Pero tuve que comprármelo yo y clavarlo yo, con cuatro clavos. Era, creo que lo sigue siendo, el mayor tesoro que conservo. Nunca me he maravillado como ese día inolvidable. No dormí pensando en eso, en el salón de la casa donde vivíamos 39
entonces, en el estado actual de mi economía, en el futuro de Vázquez, en la larga vida y en la corta muerte de Pascual Botticini. 40