Fernando Baena Suárez Putas para un viajero fatal

Fernando Baena Suárez
Putas para
un viajero fatal
Bogotá, abril de 2013
Primera Edición
Título: Putas para un viajero fatal
© Fernando Baena Suárez / Autor.
Bogotá - 2013
© E-ditorial 531 / Editor
Bogotá D.C. - Colombia - 2013
Calle 163b N° 50 - 32
Celular: 317 383 1173
E-mail: [email protected]
Web: www.editorial531.com
ISBN: 978-958-57403-5-8
Corrección de estilo
Isabel Bolívar
Fotografía de portada
Tiempo encallado
Natalia Laverde
Diseño de portada
Alfonso Carrillo R
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en o
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fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Putas para
un viajero fatal
Sobre el autor
Fernando Baena nació el 5 de mayo de 1962 en Bogotá,
Colombia. Cursó dos semestres de psicología en la Universidad
de Boston y dos semestres de artes plásticas en la Universidad de
los Andes. Asistió a cursos libres de literatura en la universidad
Javeriana. Es traductor técnico. En el 2003 publicó con El
Malpensante la novela “La condena del despojo” y en 2013
publica su segunda novela “Putas para un viajero Fatal” con Editorial 531.
A mi madre, cuyo amor, bondad y ejemplo de entereza, nobleza y
gallardía, jamas dejarán de ejercer en mí su magnífica influencia.
De igual modo, dedico este libro a la memoria del gran Rafael Peña
Ogliastri, maestro de adolescencia. También el libro está dedicado a
mi mentor filosófico existencial el coloso Carlo Benadetti. Finalmente,
este libro también es para ti papá, que vigilas mis pasos desde algún
rincón reivindicado conmigo y con la conciencia cósmica universal.
Muchísimas gracias a mi editor por haber confiado en mi talento y
por su infinita paciencia.
Putas para un viajero fatal
La Habana, Cuba 2008.
Jueves 3, viernes 4
A medida que se acercaba, la figura de la puta adquiría todo
el carácter de la hembra dispuesta y coqueta, de atrevidos lances
de sensual y femenina gracia. Rodrigo Paz se sintió atraído por
ella. La observó aproximarse y en seguida sus ojos color miel
exhibieron un brillo que llamó la atención de la mujer. La voz
grave, fuerte, de Rodrigo Paz, denotaba un carácter bien formado; los rasgos de su cara angulosa resultaban varoniles, y su
cuerpo delgado pero musculoso le restaba al menos cinco años
de los que tenía en realidad: treinta. Solía llevar el cabello más o
menos largo con la intención de enmarcar sus facciones, de las
que resaltaban sus ojos inquietantes y sin duda influyentes para
sus interlocutoras.
Por su parte, la puta, Clara Sánchez, había cumplido veintitrés años y su rostro menudo, ovalado, de muchacha típicamente
campesina, estaba enmarcado por un largo cabello negro que
descendía hasta su delgada cintura y cuyo brillo azulado era objeto de envidia de muchas de las mujeres de su barrio. De piernas largas y estilizadas y un trasero pequeño y firme. De Clara
llamaban también la atención sus senos pecosos, de pequeños y
rosados pezones, al igual que el pálido color de su piel. Su hermosura saltaba a la vista, estuviera o no maquillada. Bastaba con
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verla caminar para experimentar una atracción inmediata gracias
a su porte, a la innata y portentosa condición presente para gestar fantasías hasta en el más indiferente de los hombres, caso
que no era en esencia el de Rodrigo Paz, quien tenía la agraciada
costumbre de rodearse de mujeres bellas.
Con un poco menos de media botella de ron circulando por
sus venas, Paz se sintió más tranquilo. El alcohol le daba seguridad, y en cosa de segundos, cierta facilidad de palabra determinaba sus diálogos, lo acercaba al más íntimo ámbito de conversaciones más directas y personales, más aún tratándose de un
interlocutor femenino.
No obstante, fue Clara quien tomó la iniciativa.
—¿Adónde vas tan solo? —dijo sin rodeos, recurriendo al
cliché, y llevándose las manos al cuello para sacudir su cabello.
—A ninguna parte... te vi desde la esquina y confieso que
enseguida me llamaste la atención. ¿Te gustaría que fuéramos a
mi apartamento?
—Me parece bien siempre y cuando allí tengas algo para comer.
—Por supuesto.
Tomaron un taxi en el parque, cerca de la Séptima Avenida,
durante el trayecto a Clara le pareció desmedida la forma como
Paz bebía, en tanto que ella comenzaba a sentir un fuerte dolor
a la altura del vientre, debido a que ese día, como tantos otros,
apenas había comido una vez y mal.
El taxi se detuvo frente a un edificio de siete pisos en el barrio el Vedado. La pareja bajó y cruzó la calle vacía. Rodrigo
abrió la vieja puerta y se hizo a un lado para permitir que Clara
entrara. Buscó en la pared el interruptor y encendió la luz. Las
viejas paredes de mármol lucían un tanto curtidas y en algunas partes podían leerse nombres de enamorados, improperios
y mensajes dejados por antiguos huéspedes; la permanencia de
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aquellas palabras había resistido las múltiples acciones tomadas
por los vecinos con el fin de borrar su contenido.
Cuando llegaron al tercer piso se detuvieron ante una puerta metálica pintada de blanco; Rodrigo sacó del bolsillo de su
pantalón las llaves, ingresaron en el apartamento y tan pronto
la luz se encendió, Clara se dirigió a la cocina. Con el permiso
de Rodrigo, abrió la nevera y en su interior solo encontró un
apetitoso y generosamente bien cortado bistec de cerdo que,
de inmediato, puso en una sartén y con un fósforo encendió la
estufa de gas.
—Tengo hambre —dijo, en realidad se le notaba pues permaneció todo el tiempo en un estado silencioso del cual resultaba difícil extraerle otra cosa que no fueran monosílabos o, en su
defecto, frases breves, cortantes.
Rodrigo hacía un esfuerzo para comunicarse con ella, pero
terminó por prescindir de su propósito al ver sus ojos fijos en el
trozo de carne sobre la estufa. Minutos después, al terminar de
cenar, Clara recobró la fuerza y otra vez, como al principio, se le
vio más animada.
Rodrigo se percató de que ese carácter inconstante de la chica
no se debía solo al hambre, sino que era parte de su personalidad voluble, dispuesta siempre a mostrar uno de los dos extremos de acuerdo a las circunstancias. Rodrigo pensó que la forma
de ser de la chica obedecía a cierto grado de manipulación, a
una mórbida manera de tratar de ejercer control sobre él. Ciertamente, ya había recibido lo que quería, ya se había alimentado,
pero entonces, ¿ahora qué se le pasaría por la cabeza? De hecho,
Rodrigo no estaba dispuesto a tolerar a una mujer que presentara esta clase de comportamiento y, por ende, esto lo disgustó un
tanto pero, al fin de cuentas, se trataba de un encuentro fugaz.
Sí, esta noche la tendría en sus brazos, sería toda suya durante un
instante, podría disfrutar de su cuerpo pues para tal propósito se
había presentado la conquista.
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Sentados el uno al lado del otro en el sofá, se sirvieron dos
tragos dobles, Rodrigo sintió un estremecimiento al detectar que
en el ámbito, de súbito, se impuso un acentuado olor a mujer,
un aroma suave, semejante al de ciertos vinos blancos de buena
cosecha, intensificado por causa del aire acondicionado. Sintió
un cosquilleo en los genitales y la inmediata erección de su sexo.
—Cuéntame, ¿en qué trabajas? —preguntó Clara mientras
encendía un cigarrillo.
—Soy profesor de inglés —dijo Rodrigo, posando una mano
sobre el muslo de Clara
—Pero prefiero no hablar del trabajo ahora. Me interesa conocerte —agregó, a sabiendas de la brevedad del encuentro, de
lo más inmediato, de aquello que representa un acto momentáneo, propio de épocas de adolescencia, cuyo trauma de iniciación sexual ya había sido superado .
Las escenas del recuerdo le llegaron nítidas. En pleno umbral
de la hormonada adolescencia recordó haber ido con sus amigos
a un burdel en un apartado, peligroso y feo lugar de la ciudad.
Recordaba también cuando al cabo de golpear en tres o cuatro
puertas, en cuyas casonas las burlonas putas manifestaron su
marcada animadversión en lo concerniente a las intenciones de
los adolescentes, repetían al tiempo el gastado estribillo: “No
hay maíz pa los pollos”. Luego de merodear con obstinación
durante un buen rato en los alrededores, ya a punto de perder
la fe, decidieron en última instancia tocar en una gran puerta
verde. Al cabo de unos minutos, tras unos cuantos ladridos de
dos perros Setter Irlandés de reluciente pelambre, que en el acto
fueron amarrados, hizo su aparición un misterioso enano de inflamada panza, que se desbordaba sobre su cinturón, y cuya peculiar indumentaria no solo sirvió al cometido de parecerles en
extremo gracioso —lucía un enorme y verde sombrero de copa
y un saco de solapas fosforescentes de igual color— sino que, de
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igual modo, los chicos se sintieron atraídos ante el personaje que
al instante supo ganarse su confianza.
—Bueno, niños, bienvenidos a la hora del desvirgue —les
dijo—. Solo tengo dos nenas y la revolcada les va a salir a mil
pesitos, como pa’ que sigan viniendo. Eso sí, como ustedes son
cuatro, les va a tocar turnadito. Eso es lo único que les puedo
ofrecer, tómenlo o déjenlo, y si se deciden, que sea rápido, en
efectivo y por adelantado.
Rodrigo había sido trasladado, entonces, a una habitación en
compañía de una prostituta poco condescendiente que le pidió
que se despojara hasta de la última prenda, en tanto que ella
permanecía en pantis y camiseta. Fue aquel el principio de la
desilusión, porque ¿a qué había venido? ¿Acaso no había cancelado por adelantado?
Siendo así tenía todo el derecho a insinuarle que abriera las
piernas y le permitiera mirarla un buen rato, saciar su curiosidad
de precoz sexualidad. Al principio se le ocurrió decirle: “¿Y bien,
perrita, qué esperas para mostrarme las tetas?”, pero era tan solo
fue una frase y solo eso, una frase que tampoco hubiera tenido
mayor utilidad porque en realidad no pudo funcionar aquella
tarde. La puta lo acarició, pero fue como tratar de devolver a la
vida a un ave agonizante víctima de una pedrada. Entonces le
sugirió que un cigarrillo de yerba lo desinhibiría; sí, le sentaría
a las mil maravillas. Pero por esos días los marihuaneros eran
despreciables personajes para Rodrigo, a los que la gente de bien
solía rehuir —al menos eso era lo que solía decir su padre.
Lo regresó al presente la mano de Clara, que se fue pasando
sin pedir permiso por la entrepierna de Rodrigo.
—¿Quieres que te mame la verga, chini?
—Adivinaste —dijo Rodrigo, y acto seguido extrajo la tranca dura cuyo glande bulboso Clara comenzó a mordisquear, a
lamer. Después deslizó la verga garganta abajo, succionando
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poderosamente mientras dejaba escapar intensos gemidos de
placer.
La puta preguntó:
—¿Te gusta, verdad, amorcito? Dime que nadie te la ha chupado como yo.
—Nadie, mami, nadie la chupa como tú.
—¿Quieres darme la leche en la boca?
—Sí, pero todavía no —dijo Rodrigo, y con la mano derecha
tomó a Clara por la colita de caballo y la atrajo hacía sí para besarla. Antes la miró a los ojos y advirtió unos ojos de pupila dilatada que habían cobrado un brillo enfermizo; también detalló la
cara enrojecida, todo su ser ansioso, expectante...
—Ven acá, vamos a la pieza —dijo Rodrigo, y la cargó en sus
brazos musculosos que la depositaron suavemente en la cama.
Comenzó a besar sus pies, con lentitud ascendió mordiendo sus
pantorrillas hacia el interior de sus muslos.
—¿Papi, pero qué tú haces?, ¿no ves que no aguanto más?
Rodrigo comenzó a frotar la nariz contra la tela de los pantis
húmedos y fragantes. Se los quitó e introdujo tres dedos en la
vagina, al tiempo que lamía su clítoris. Su ritmo era intenso, creciente, mientras la puta se contorsionaba, gemía, jadeaba.
—Eres la puta más rica que he tenido en mi vida. ¿Quieres
que te la meta toda y te ponga a gozar, verdad? —dijo Rodrigo
atrayéndola hacía él. Subiéndose sobre ella le pidió que recogiera
las piernas. La penetró con ímpetu, continuó con su ritmo parejo hasta cuando Clara comenzó a gemir cada vez más fuerte.
—¡Sí, sí, nene más, más, así! —decía la puta, claramente sintiendo un orgasmo tan intenso que hizo que Rodrigo le tapara
la boca con su mano para no perturbar la calma de los vecinos.
Clara lo besó en la boca, en la nariz, en la frente, en el pecho,
como una cachorrita agradecida y emocionada.
—Papi, qué rica verga tú tienes. Pero, ¿no piensas venirte?
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—Sí, pero en tu boca.
Clara tomó la dura y venosa verga de Rodrigo y la introdujo
en su boca mientras con la mano derecha le masajeaba los testículos. A medida que Rodrigo aumentaba sus gemidos, la puta
iba aumentando el ritmo hasta cuando, finalmente, sintió cómo
el abundante flujo de esperma llenó por completo su boca.
Clara se dejó caer al lado de Rodrigo mientras pensaba que
no estaba con un cliente cualquiera. Intentó descifrarlo con lo
poco que sabía de ese hombre que hacía unos minutos la había
hecho sentir como ningún otro. Terminó por relacionarlo con
el padre de su hija. ¡Vaya la niña que le había tocado por hija!
Una muñeca hermosa de ojos azules, expresivos, de rostro bello y travieso talante. Todos los hombres que alguna vez Clara
llevó a su casa —a ese limitado espacio compartido con cuatro
familias más— al verla parecían experimentar un impulso paternal producido por la belleza de la niña, cuyos largos buclecitos rubios le conferían un aspecto cercano al de un angelito
renacentista.¡Cuánto la amaba! La criatura representaba el amor
inmenso que había sentido por ese hombre, el padre de la niña:
había seguido sus pasos y creído ciegamente en sus promesas.
Con el correr de los días aquel amado extranjero retornó al Viejo Mundo, y Clara y su hijita quedaron huérfanas de sueños, de
vitalidad, de amor.
Dieter Finck se llamaba, un empedernido mujeriego con una
habilidad verbal a toda prueba, que había provocado que Clara
bajara la guardia. Fue débil, como gran parte de los seres humanos solemos serlo ante las pasiones. Al cabo de pocos días, los
sentimientos de atracción física dieron lugar a sensaciones más
profundas, más sublimes, sensaciones que describía como cierto
cosquilleo placentero en el vientre cada vez que lo veía.
—¿En qué piensas? —le preguntó Rodrigo.
—En alguien que ya no vale la pena —dijo Clara, llevándose
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la mano a la mejilla con disimulo para limpiar una lágrima—.
Pero quiero que sepas una cosa: esto no tiene nada que ver contigo. Es nada más la nostalgia.
—¿Nostalgia?
—Sí, hacía tiempo que no tenía un orgasmo como el de hoy,
papi —dijo Clara, tomando en sus manos el rostro de Rodrigo—. No logro entender mi reacción...
Rodrigo comenzó a acariciarla y luego la abrazó. Clara pudo
entonces descansar su cabeza en el pecho de ese desconocido
que, por breves lapsos de tiempo, la había valorado en un sentido más amplio, tratándola como una mujer de verdad, dejando a
un lado el egoísmo propio de la satisfacción más personal, más
mundana, tan fácil de relacionar con la indiferencia de la gran
mayoría de los hombres; todos aquellos clientes que pagaban,
entraban y salían, mientras en ella quedaba una desazón que solo
aliviaba su hijita cuando, al llegar la madre a casa, se lanzaba a
recibirla, alegres los ojos, colmada de alegría.
—Descuida, mujer —dijo Rodrigo, abrazándola—. Habla si
quieres hacerlo, yo te escucho.
—¿En serio?
—Claro, es apenas justo que si tienes ganas de desahogarte,
lo mejor que puedes hacer es hablar.
—Bien, no sé por dónde empezar... Verás, llegué a La Habana hace más de ocho meses y estoy viviendo con mi hijita en un
lugar poco agradable que comparto con cuatro familias más. Me
gustaría invitarte un día para que conozcas a mi bebé.
—¿Quisieras hablarme de ella?
—Sí, es una niña hermosísima, inteligente, inquieta. Te quedarías pasmado solo observando sus expresivos ojos azul celeste.
—¿Y quién es el padre?
—Esa historia me la reservo para otro día. Por lo pronto déjame decirte que hace dos días no comía bien. Te lo agradezco
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mucho —dijo Clara mientras se levantaba de la cama—. Espero
venir por acá con más frecuencia. Cuéntame, ¿cuánto tiempo
piensas estar en La Habana?
—Todavía no sé, llegué hace muy poco.
—¿Qué te ha traído por aquí?
—Ya estuve antes y me gustó mucho. La ciudad es bien bonita, calmada, tan diferente a la Bogotá congestionada y agresiva
que tanto detesto.
En lo que iba corrido de la noche el estado anímico de Rodrigo había sido excelente. Se sentía contento, eufórico, colmado
de un entusiasmo propio de quien acaba de arribar al país que
siempre había contado con el poder de rescatarlo de inquietudes
y sombras. Cuba lo liberaba, lo sumía felizmente en compañía
de cuanta mujer estuviera dispuesta a estar con él.
***
En últimas, reflexionó, se había ido de Bogotá —así tan solo
fuera durante unas breves vacaciones— arrastrado por su plan
de escapar de su enajenado y contradictorio cariz. Quería alejarse de todo aquello que lo hacía sentir marginal, abatido y esclavizado, aunque, precisamente era su trabajo como docente de
inglés el que lo ataba a la vida. Sabía a la perfección que de no
ejercer su profesión, toda su vida se quebrantaría pues su trabajo
lo alejaba de toda una serie de fantasmas interiores, era algo semejante a un polo a tierra, una forma de esquivar sus conflictos,
de huir del verdadero desdén, ese marcado desencanto que provenía no solo de su soledad, sino también del sentido de culpa
que lo doblegaba a raíz del deceso de su madre, la cual había
perecido de un fulminante infarto de miocardio, en pleno de
una discusión con Rodrigo a causa de su negativa por someterse
a un tratamiento que le abriera las puertas de la consciencia y le
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sirviera para dejar de consumir alcohol, la droga lícita.
La muerte de su madre, Doña Aliria Del Carpio fue para Rodrigo el mayor de los traumas, un fulminante incidente del que
nunca pudo volver a recuperarse. Cuando la madre de Rodrigo falleció, su Padre, Ismael —hombre de tan grandes virtudes
como defectos, un pequeño burgués de cuarenta y nueve años
de edad—, le volvió la espalda y fue entonces cuando consciente
o inconscientemente, encontró en este abandono la excusa perfecta para seguir con su estilo de vida. Así, durante un año largo
Rodrigo, en extremo confundido, rumió la idea del suicidio aunque finalmente no incurrió en este acto porque pensaba que los
suicidas tenían un lugar especial en el infierno. En este lacerante
y extremadamente complicado año, se deprimió tanto que su padre no tuvo otra salida que internarlo en una clínica psiquiátrica,
donde en los primeros meses lo sometieron a una profundísima
sedación que lo mantuvo al borde de un estado mental todavía
más decadente, inhumano e infame que la misma depresión con
la que ingresó.
Una de las reflexiones que tuvo a Rodrigo Paz pensativo durante su permanencia en aquel reclusorio de grandes y pequeños
burgueses, fue resultado de las breves pero sabias palabras de
un anciano psiquiatra y psicoanalista, de noventa y tres años de
edad, con quien se cruzó en la cafetería en algún momento. El
viejo, de lentes ovalados, espesos y de marco rojo, aquel día usaba un traje de paño negro y corbatín con sonrientes delfines verdes. Hablaba con ímpetu sobre las novelas de ciencias ficción,
le daba una calada a su pipa de esencia de manzana mientras se
perdía con placer entre sus propias reflexiones. Saltando de tema
en tema, concluyó mirando a los ojos de Rodrigo: “al parecer,
si quiere recuperarse, su única tabla de salvación es ocupar su
tiempo en lo mejor que sepa hacer y dedíquese a ello durante el
resto de su vida. Hágalo con pasión ”. Las palabras dichas por el
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eminente médico psicoanalista no distaban mucho de las palabras que su amadísima Madre le repetía cada tanto. Doña Aliria
Del Carpio estaba segura de que su hijo podía ganarse la vida
enseñando el idioma Inglés.
Rodrigo pasó un poco más de un año en la clínica psiquiátrica antes de recobrar la cordura. El encierro le sirvió para dejar
de beber y empezar a sentirse de nuevo tranquilo, vital, sobrio,
y ecuánime. Una vez afuera intentó reconstruir su vida; hizo
deporte, fue a cine casi todos los días, asistió a conciertos, visitó
diversas exposiciones y participó de actividades culturales gratuitas que le resultaban ciertamente estimulantes. En alguno de
esos eventos se reencontró con una mujer que una vez amó. Luz
Clarina Lucumí, una mujer cinco años mayor que Rodrigo Paz;
alta, estilizada, culta y elegante, nacida en Palenque pero educada
en la Sorbona, adonde había sido enviada gracias a la obtención
de una Beca otorgada por la embajada de Francia para estudiar
Literatura. No estaba sola, la acompañaba un jovencito que resultó ser su hijo. El pequeño tenía doce años, era moreno, de
cabello largo, ensortijado, alborotado y de frente amplia.
El aparecimiento de su hijo Jacob fue, sin duda, un importante evento en la vida de Rodrigo.
Se convirtieron en entrañables amigos, solían dormirse antes
de las nueve de la noche para al otro día madrugar y observar el
preciso instante en el que el día se asomaba lentamente llenando la ciudad, ya con sol, ya con bruma, lluvia o llovizna. Cierta
madrugada, en el Parque de los Periodistas, cuando una pertinaz
llovizna caía y los cerros de Monserrate y Guadalupe no eran
más que colosales cumbres cubiertas por densas nubes negras,
padre e hijo decidieron salir a tomar un largo paseo en bicicleta.
Fue entonces cuando la tragedia volvió a ensañarse contra Rodrigo Paz: su hijo, su bien amado suricato —como le decía—,
la alegría de su vida, de su alma; fue arrollado por una mujer
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borracha y drogadicta de setenta años cuyo nombre era Rosa
de Román. Ni las propias autoridades policiales, a primera vista,
supieron cómo había hecho para burlar las barreras y cordones
propios del organizado trazado de la Ciclovía, a la altura de la
Carrera Quince con Calle Ochenta. El resultado no fue otro que
la muerte instantánea del joven Jacob Paz Lucumí.
Una vez se enteró de lo ocurrido, la madre, como era de esperarse, se desmoronó junto a su esposo y sus otros tres hijos
varones, de tres, cinco y siete años de edad. Rodrigo, sintiendo
la única razón de su vida extinta, asumió el dolor de una manera diferente, no fue capaz de asistir al sepelio, se encerró en su
apartamento, cerró las cortinas y cayó en una profunda depresión. Transcurridos tres días, los vecinos se alarmaron al notar
la ausencia rotunda de movimiento en el apartamento de Paz,
llegaron a pensar que algo grave había ocurrido y, movidos por
su solidaridad, llamaron a la Policía.
La primera en tocar a la puerta fue una hermosa teniente de
veintiocho años de edad, delgada, cabello negro y nariz respingada. Estaba acompañada por tres patrulleros de dos metros de
estatura que en vista de que pasaron varios minutos de absoluto
silencio frente a la puerta del enfermo, decidieron abrirla con
tres patadas certeras. Allí estaba él, desnudo, con la mirada fija
hacia la nada y rodeado de varias de botellas de alcohol rotas, hechas pedazos esparcidos por toda la habitación. Rápidamente la
teniente abrazó y acogió a Paz, lo envolvió en una manta, como
si se tratara de un bebé de meses. A continuación, trasladaron
al doliente a la Clínica Santo Tomás donde estuvo siete meses
bajo el influjo de medicamentos para la depresión y el trastorno
bipolar afectivo diagnosticado años atrás. En la Clínica, recibió
psicoterapia a razón de tres sesiones de cuarenta y cinco minutos todos los días. Después de ser dado de alta alcanzó a permanecer abstemio dos meses más.
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Durante los días previos al viaje no pensó en otra cosa que en
su temporada de vacaciones. Estuvo obsesionado con la idea de
huir de Bogotá y del caos que acompaña sus calles, de la angustia
de saberse desplazado por sí mismo, por su alcoholismo, por su
propia familia, obsesionado frente a la idea de evadirse de Bogotá, en un intento por desvanecer la soledad, la angustia de saberse desplazado por sí mismo, por su alcoholismo, por su propia
familia, en apariencia piadosa pero en realidad indiferente, en
absoluto dispuesta a recurrir a los actos de fraternidad cristiana a los que afirmaban ser fervientes adeptos. Las anteriores
consideraciones lo exasperaban en extremo. El círculo social,
la hipocresía reinante en sus tratos, le impedía relacionarse con
los “rectores de la falsedad”, término que Rodrigo acuñó para
referirse a la gente que estaba cerca de él.
De estas reflexiones pasó a un sueño profundo. Se despertó cuando el día ya entraba impetuoso por las ventanas. Paz se
sentía perturbado e incómodo. La noche anterior, el encuentro
con esa mujer que se hacía llamar Clara, el parque de Miramar, el
buen sexo... todo le llegaba de manera espesa y confusa.
Cerró los ojos, se llevó las manos a la cabeza y trató de comprender lo que le había pasado. En eso, la vecina del tercer piso,
una joven negra, con nerviosa voz, le preguntó desde el interior
del apartamento:
—¿Señor, está usted bien?
—¿Qué paso?
—No sé. La puerta estaba abierta. Son las doce del día y parece que lo robaron.
—¿Cómo puede ser posible?
—No sé, pero dejaron la puerta de abajo abierta toda la noche.
Rodrigo se incorporó. La cabeza le dolía como nunca, pero
alcanzó a percatarse de que las puertas del guardarropa estaban
abiertas. Se paró tambaleante a revisar cajones y estantes.
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—Sí, me robaron. Se llevaron parte de mi ropa y algo de
dinero.
—¿Acaso usted no estaba solo anoche?
—No, traje a una mujer.
—¿A una desconocida?
—Sí.
—¡Caballero, ya van tres veces que pasa lo mismo en este último mes en el edificio! Siempre con extranjeros, ¿me entiende?
Y eso que uno les advierte...
La vecina insistió en que lo más pertinente era avisar a las autoridades lo más pronto posible. Mientras ella hablaba, Rodrigo
intentaba organizar su cabeza. ¿Cómo había podido ocurrirle
una calamidad semejante? Lo sorprendente del caso, ahora lo
recordaba bien, fue la calidad del trabajo, la sutil manera como
fue envuelto, atrapado y luego robado. La forma como la mujer
había procedido lo dejaba atónito.
La vecina, quien dijo llamarse Isabel, se desató de pronto en
una larga diatriba en la que ponía de manifiesto cómo en los últimos años la ciudad se había convertido en un lugar peligroso...
Refirió, además, el caso de un joven que ella había conocido y
a quien también lo robaron empleando la misma táctica de Clara, solo que el joven en cuestión había corrido con peor suerte:
lo habían asesinado brutalmente la jinetera y su cómplice apenas
dos días antes.
—Si gustas te acompaño a la policía, chico —concluyó Isabel.
—Nunca he confiado en la policía —dijo Rodrigo, mientras
vertía agua en la cafetera y encendía un cigarrillo—. Prefiero
arreglar el problema a mi manera.
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Viernes 4, sábado 5
Durante las últimas horas de la tarde Rodrigo permaneció
en el apartamento, observando desde el balcón los matices, la
arrebolada puesta de un sol redondo, enorme, mientras trataba
de recordar, de establecer nuevos enlaces en su memoria que
le permitieran clasificar, uno a uno, cada detalle del robo de la
noche anterior. Dos horas antes había comprado una botella
de ron de fabricación casera, ahora Paz degustaba ya su cuarto
trago de ese espléndido ron por el que había pagado la irrisoria
suma de un dólar. Ya comenzaba a sentirse mejor y decidió entonces darse un buen duchazo de agua fría y salir a la calle en
busca de acción. Sí, quizá con un poco de tiempo y teniendo la
suerte a su favor, podría dar con Clara para hacerle saber que él
era un hombre digno de todo respeto. Ya le haría pagar caro a
esa puta.
Salió a caminar por la noche habanera y se entretuvo pensando en el castigo que habría de darle a la infame jinetera que lo
había dejado con cuatro mudas de ropa y un par de zapatos. Por
fortuna no había encontrado todo el dinero que tenía para sus
vacaciones, solo se había llevado una pequeña parte.
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Caminó desde su apartamento —que quedaba cerca a la embajada de China— hasta El Malecón, sitio de encuentro que
bordeaba gran parte de la Habana y contenía con sus muros las
aguas caribeñas. Paz sabía que a esas horas la zona era frecuentada por jineteras a la caza de turistas. Por cuatro dólares se hizo a
una botella de ron clandestino frente al hotel Meliá Cohiba y decidió sentarse un rato por ahí. Entonces la vio pasar. Iba a bordo
de un automóvil blanco y pequeño en compañía de dos turistas
evidentemente europeos. El auto se detuvo a unos metros de
distancia de donde él se hallaba. Sin embargo, por más que intentara levantarse y correr no podría alcanzarla, estaba lejos. Rodrigo maldijo su suerte y bebió dos tragos dobles, mientras veía
a la ladrona alejarse en el carro con sus nuevas víctimas. Justo
en el instante en que se disponía a marcharse oyó a su espalda la
voz de una mujer:
—¿No pensarás tomarte toda la botella solo, eh, pipo?
—¿Por qué? ¿Quisieras dar una vuelta conmigo?
Luego de beber un buen trago, la chica dijo:
—Podríamos ir a mi casa, está a pocas cuadras de aquí.
Caminaron durante veinte minutos, mientras iban compartiendo generalidades sobre la vida de ambos: nombre, profesión,
cuánto se quedaría Rodrigo en la isla, con quién vivía ella. Hasta
que llegaron a la habitación de Yurani, así se llamaba la mujer.
Quedaba en una gran casona típica habanera, y compartía el espacio con varias familias.
—Ven por aquí —le dijo Yurani.
Avanzaron por un corredor largo, un tanto sombrío, se detuvieron al fondo donde había una puerta que la muchacha abrió.
Era una habitación pequeña y pobre, como tantas otras de la ciudad que Rodrigo conocía. Entraron intentando no hacer ruido,
pero de pronto, de detrás de una cortina que dividía la pequeña
alcoba del baño, apareció una niña pequeña y blanquísima, de
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aspecto angelical; ensortijados buclecitos rubios caían sobre su
rostro con gracia y ternura, enmarcando un bello rostro de ojos
azules, nariz respingada y boquita menuda. Cuando la luz se encendió, la niña dijo:
—¡Mima, mima!
—No soy tu madre. Soy yo, Yurani.
—¿Y mi mami?
—No sé, hija. Te voy a calentar café con leche para que te lo
tomes con pan y te acuestes a ver televisión... tu mami no debe
tardar. Y tú —dijo mirando a Rodrigo—, espérame un segundo
mientras le doy de comer a la niña.
—¿Y qué hace la madre de la niña?
—Es jinetera como yo. ¿Por qué?
—No, por nada, por un momento pensé en una bobada que
no tiene sentido.
—¿De qué tontería tú hablas?
—De nada, olvídalo.
En un principio Rodrigo contempló la posibilidad de hablar,
de contarle a Yurani su aventura de la noche anterior, pero se
contuvo. Se limitó a preguntarle a Yurani:
—¿Cómo se llama la madre de la niña?
—¿A ti qué te va a estar importando cómo se llama?
—No me hables así, tengo curiosidad.
—Su nombre no importa. Además, no se parece mucho a la
hija. ¿Por qué, te gustan las rubias?
—Me gustan muchísimo, pero ese no es el caso.
—Sí, el caso es que ves a esta muñeca de niña, y ahí mismo
empiezas a creer que su madre debe ser una reina de belleza, o
algo así... ¿me equivoco?
—Sí.
—No lo creo.
—Pues yo sí.
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Fernando Baena Suárez
—Está bien, si quieres te doy gusto. Ella debe llegar a media
noche. Espérala, porque yo me voy.
—Escucha, discúlpame si te hice sentir mal. No fue mi intención, pero hay algo que me sucedió anoche y no dejo de relacionarlo con esta chiquilla.
—¿De qué se trata? —preguntó Yurani, al tiempo que aspiraba su cigarrillo.
—Tuve un mal rato con una mujer que conocí, eso es todo.
—¿Y qué tiene que ver la niña?
—Que la mujer mencionó a su hijita varias veces, y como la
describió, se parece mucho a ella —dijo Rodrigo, señalando a la
pequeña que jugaba con una sucia muñeca a la que le faltaban
los brazos y las piernas.
—Bueno, coincidencias, ¿no crees?
Rodrigo se quedó en silencio, bajó la cabeza y apoyó la barbilla en su mano. Mientras Yurani se ocupaba de la niña y recogía algunos objetos regados por la habitación, él pensaba en la
situación, en la coincidencia. ¿Sí sería aquel angelito la hija de la
jinetera ladrona? Pensó en lo que haría él en caso de que a la media noche apareciera Clara por la puerta, en la reacción de ella...
Yurani se tomó su tiempo mientras hacía los preparativos
para terminar de alimentar a la niña. Entonces se dirigió a Rodrigo.
—¿Tienes a dónde ir? —Por supuesto.
—Por un momento creí que la niña dormiría hoy en otra
parte, pero no será así: la madre vendrá a quedarse esta noche.
—Si quieres dormir en mi apartamento no hay problema.
Tomaron un taxi y se dirigieron al apartamento de Rodrigo.
Tan pronto este abrió la puerta y alargó el brazo para encender
la luz de la sala; Yurani entró y se despojó de sus zapatos, casi
al tiempo que se desplomaba en el sofá. Rodrigo sugirió que lo
mejor sería preparar algo para comer antes de comenzar a be-
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Putas para un viajero fatal
ber. Mientras atendían la estufa, Rodrigo se acercó a la chica y
tomándola por sorpresa, se aplicó a la tarea de besarle el cuello,
tomando con una mano uno de sus senos, en tanto que deslizaba la otra bajo la falda y se detenía en la entrepierna. El ritmo
de la respiración de la chica fue aumentando, y de cuando en
cuando dejaba escapar uno que otro sutil gemido.
De repente, algo perturbó a Rodrigo: en la piel de Yurani
percibió, si bien muy tenue, el aroma del mismo perfume que
Clara usaba. ¿Serían posibles tantas coincidencias juntas? —se
preguntó —. ¿Por qué la chica había decidido deliberadamente
ocultar el nombre de su compañera?
Yurani notó la indisposición de ánimo de Rodrigo, quien se
había retirado para servirse una copa doble de ron, que apuró
de un solo trago.
—¿Qué te pasa?
—Nada, ¿por qué?
—De pronto te enfriaste.
—Creo que no puedo seguir sino como. Me está doliendo
el estómago. Tengo hambre. ¿Va a estar lista pronto la comida?
—Siéntate, ya te sirvo.
—Sería bueno, estoy hambriento.
Mientras cenaba, Rodrigo no sabía qué pensar, estaba confundido, así que decidió permanecer en silencio. Su actitud parca
y distante, en vez de aligerar las cosas, terminó provocando en
Yurani una especie de ira reprimida que no demoró mucho en
revelar.
—Yo me voy, toca trabajar, porque no es fácil.
—Espera. Escucha, por favor, aunque no lo creas tengo mis
razones para encontrarme indispuesto. Pero tranquila, haré todo
lo posible para hacerte grata la estadía.
—Si es así, me quedo, pero con una condición: fíjate que a mi
amiga y a su novio, un yuma, como le decimos a los extranjeros,
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Fernando Baena Suárez
les regaló esto —dijo Yurani, sacando de su cartera una pequeña
bolsa blanca de polietileno.
—¿Qué es?
—Merca.
—¿Merca?
—Sí, cocaína, mi amor.
—¿De dónde dices que la sacaste?
—Me la regaló mi amiga, la madre de la niña.
—No me has querido decir cómo se llama tu amiga.
—Eso no importa. Ya no tendrás tiempo de conocerla porque se va mañana para Holguín.
—¿Y cuándo crees que regrese?
—Debe estar virando en una semana.
Yurani desenvolvió las cinco pequeñas bolsas de plástico que
venían atadas con fragmentos de cinta aislante. Sobre la mesa
vertió el contenido y, tras enrollar un billete, se inclinó para inhalar un par de líneas por ambas fosas nasales. Luego se volvió
y dijo:
—¿Quieres?
—No, gracias. Yo soy alcohólico, no drogadicto.
—Ven, sentémonos un rato en el sofá y pongámonos cómodos.
Rodrigo encendió un cigarrillo con gracia. Viéndolo bien la
muchacha lucía muy apetecible; no era muy alta pero contaba,
eso sí, con un lacio cabello castaño que le caía hasta los hombros
y con unos muslos duros que, pese a ser un tanto gruesos, no
dejaban de llamar la atención, más aún con la minifalda que ella
lucía con elegancia y orgullo, pues permitía adivinar debajo un
firme trasero.
Rodrigo se propuso besarle los pies, pero Yurani, apremiada
por el deseo de ser penetrada, le dijo:
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Putas para un viajero fatal
—¿Qué esperas?
Rodrigo tomó a Yurani por las pantorrillas y la atrajo hacia
sí; la cabeza se quedó acomodada en uno de los brazos del sofá,
en tanto que una pierna descansaba en el respaldo y la otra en
el piso.
La chica lo sintió en su húmedo interior, urgido de lentos y
profundos embates hasta que, al cabo de poco tiempo, hallándose empapada de sudor, su cuerpo, crispado, tuvo un orgasmo en
medio de una extraña manifestación de extremo júbilo.
—¡Qué rico eres, papiii! —chilló.
Todo terminó pronto y se quedaron dormidos en ese mismo sofá. Con las primeras luces ambos abrieron los ojos casi al
tiempo, y Rodrigo preguntó:
—¿Cuánto te debo?
—Lo que tú me quieras dar.
—Mira, haremos una cosa: te daré treinta dólares y un frasco
nuevo de champú de fresas.
—Gracias. Oye, ¿te gustaría ir a la playa conmigo mañana?
—Sí, por qué no.
—Oye —dijo Yurani, tomando la cara de Rodrigo en sus
manos—, ¿sabes una cosa? Me hiciste sentir muy bien.
—Me halagas. Si quieres puedes quedarte un rato más.
—No, no puedo, tengo que cuidar a la niña.
—¿Y cómo hacemos para lo de mañana?
—Pasa por mí, ya sabes dónde vivo.
—¿A dónde es que vamos a ir?
—A Playas del Este. Te gustará.
—Excelente me parece. Bueno, no se hable más. ¿A qué hora
tengo que estar mañana en tu casa?
—Antes de las nueve porque tenemos que ir al centro a conseguir transporte.
Yurani terminó de vestirse cuando ya el sol entraba luminoso
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Fernando Baena Suárez
por toda la habitación. Se cepilló rápidamente el pelo, se lavó los
dientes y se despidió de Rodrigo con un beso profundo.
—Que tengas un feliz día —dijo.
—No haré otra cosa que dormir.
—Descansa, te espero mañana.
—Está bien, nos vemos.
—Adiós.
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Esperamos que haya disfrutado esta muestra de
Putas para un viajero fatal del escritor colombiano
Fernando Baena Suárez. Lo invitamos a que comparta y difunda esta muestra, logrando así que la
lectura sea una forma de entretenimiento masivo.
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