LAETITIA D`ARENBERG - Rodolfo Vera Calderón

A principios de los años 60, cuando era una adolescente, visitaba
la casa que hoy se convirtió en su refugio de José Ignacio, ya que
era la única propiedad que podía comunicarse por clave morse
con Punta del Este. Desde entonces, juró que algún día ese lugar
sería suyo. Cuenta con sólo tres ambientes y una enorme galería
en “L”, donde tanto Laetitia como su marido John pasan la mayor
parte del tiempo. Derecha: la anfitriona recibió a ¡Hola! luciendo
un collar de turquesas que pertenecía a su abuela y combinó con
una pulsera y aros haciendo juego. En la foto, posa junto a su
chihuahua Frida, su fiel compañera desde hace tres años.
LAETITIA D’ARENBERG
la princesA ABRE LAS PUERTAS DE SU CASA DE
MAR EN JOSE IGNACIO
Nació en Líbano y creció bajo la estricta educación de una de las familias
con mayor estirpe de Bélgica. A los 73, tiene una energía arrolladora y está
al frente de un imperio agropecuario en Uruguay
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“Cuando compré
esta casa, agrandé
las ventanas, armé
una gran galería y
construí mi cuarto en
lo que era el garaje”
L
os títulos de nobleza jamás la encandilaron. Para la princesa Laetitia
Marie Madelaine Suzanne Valentine
de Belsunce d’Arenberg –o simplemente
Laetitia, como prefiere que la llamen–, sus
pasiones siempre estuvieron ligadas con la
naturaleza y la necesidad de libertad. Por
eso, cuando en 1945 la Segunda Guerra
Mundial llegó a su fin y, junto con su madre,
Marie-Thérèse de la Poëze d’Harambure y
su hermano, Rodrigo, debieron abandonar el campo de su familia materna en
Tours, Francia –donde había pasado los
primeros siete años de su vida–, el mundo
se le desmoronó. “Mi padre biológico [el
marqués Henri de Belzunce] había muerto
en combate en la batalla de Montecassino y
cuando el príncipe Eric Engelbert, onceavo duque D’Arenberg, se enteró, empezó
a visitar a mi madre, de quien se enamoró
perdidamente. Yo lo conocía de toda la
vida, era como un tío para mí. Hasta que
se comprometieron y decidieron que nos
mudaríamos a su hogar, en Suiza. Desde
entonces, comencé a llamarlo ‘papá’”,
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confesó Laetitia a ¡Hola!, quien desde el
15 de febrero de 1956, cuando fue adoptada por el duque D’Arenberg, recibió
el título de princesa y el tratamiento de
Su Alteza Serenísima.
Su infancia aristocrática nada tenía que
ver con su vida en el campo, donde había
crecido rodeada de doce primos hermanos, casi todos varones. “Lo único que
conocíamos eran los tanques de guerra,
las bicicletas y los aviones, que cuando sobrevolaban sabíamos que debíamos ocultarnos en una zanja. En Suiza, las ciudades
estaban impecables y allí por primera vez
vi un auto”, relata la emprendedora, hoy
dueña de cuatro establecimientos en Uruguay cuyos dominios alcanzan un total de
catorce mil hectáreas.
Su vínculo con la tierra “charrúa” comenzó a fines de los años 50, cuando junto con su familia empezaron a pasar gran
parte del año en Punta del Este. “A partir de octubre nos instalábamos en ‘Villa
d’Arenberg’, la casa que construyó Eric,
hasta principios de enero. Después nos
íbamos a Saint-Moritz. En marzo arrancaba las clases en un colegio como pupila y
antes de regresar a Uruguay recorríamos
Europa en familia. Pero yo siempre esperaba con ansias volver a Uruguay, donde
desde que era una adolescente soñaba con
tener mi propio campo”, confiesa Laetitia
mientras ve caer el sol desde su refugio de
mar en José Ignacio.
–Esta propiedad está ubicada en un lugar estratégico del pueblo…
–Compré este lugar hace treinta y cinco años, pero lo deseaba desde que era
jovencita, siempre supe que iba a ser mío.
Yo siempre venía a caballo con Mapi, mi
institutriz. Viajábamos desde la parada 7
de Punta del Este, donde estaba la casa de
mis padres, cruzaba los dos ríos, el de Maldonado, en La Barra, y la laguna de José
Ignacio. A veces había que esperar porque
el agua subía demasiado y la travesía podía
durar hasta diez días.
–¿Y esta casa ya estaba aquí?
–En ese entonces, José Ignacio era sólo
arena. Dejábamos los caballos del otro
Pensativa, Laetitia confiesa que desde
que ocupó su casa de José Ignacio
intentó encontrar el azul que había
visto durante sus veranos en Mykonos.
“Cuando llegué, las puertas eran
fucsias y yo las cambié por blancas.
Después, elegí un rosa pálido y ahora
tiene el color que tanto busqué. Me
recuerda a Grecia, me da paz”, asegura.
En la otra página, arriba: en el living,
como en el resto del hogar, conviven
distintos estilos: sillones Luis XV, una
mesa de ratán, una lámpara de pie
escandinava y un cuadro de Mickey
Mouse realizado por una artista
norteamericana. En la otra página,
abajo: fanática de los pájaros, durante
diversos viajes que hizo a las islas del
Caribe compró aves de papel maché.
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“A los treinta y
pico, le dije
a mi padre que
quería trabajar.
Entonces me
compró ‘Los
Fresnos’, mi
primer campo
en Uruguay”
Arriba: en una de las habitaciones, la princesa
se encargó de armar una sala de estar. Sobre la
cómoda de madera ubicó algunas de las pocas
fotos que hay en la casa: una de su hijo mayor,
Sigismund, en el centro una imagen de ella
junto a su actual marido y otra de su heredero
menor, Guntram. En el ambiente también son
protagonistas las mariposas disecadas, un
obsequio de cumpleaños de su hermano Rodrigo
que le trajo de Brasil. Derecha: las manijas de
las puertas corredizas fueron compradas en
Filipinas diez años atrás. Izquierda, arriba:
“Un día mi primo Marek me hizo este regalo.
Y me dijo: ‘Tenes el corazón como un alcaucil,
tenés que endurecerlo porque la gente te lo va a
romper en mil pedazos”, cuenta. Es un recuerdo
que atesora, aunque asegura que jamás pudo
cumplir con el pedido de su primo. Izquierda,
abajo: en una mesa ratona que yace en la galería
se puede ver la fotografía de su madre, MarieThérèse de la Poëze d’Harambure. Además, se
pueden distinguir dos automóviles en miniatura.
Uno es un premio a la elegancia que obtuvo el
Ford 1934 de John y otro lo ganó Laetitia con su
Chrysler Imperial 1937. “Compartimos la pasión
por los autos”, dice.
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lado de la ruta y veníamos caminando hasta
acá, la única propiedad que tenía comunicación con Punta del Este. Con mi institutriz dormíamos en el faro, cubiertas con
edredones que traíamos en los caballos.
–¿A quién pertenecía esta casa?
–A Blanca Martorell, que era la única que
tenía teléfono. Es una de las casas más viejas
de la zona. Es pequeña pero casi no la cambié. Lo único que hice fue hacer ventanas
más grandes y donde ella tenía estacionado
su Ford T, levanté una pared para hacer mi
cuarto. En el baño, tenía un pozo negro con
un tubo que salía del techo hacia la reserva
de agua. Cuando era chica, venía aquí y soñaba con vivir algún día lejos de todo.
LA PRINCESA QUE QUERIA
SER LIBRE
A los 18 años, sus padres le dijeron que
debía casarse. “Yo no quería formar una
familia, no era mi sueño. Prefería salir y divertirme, conocer el mundo…”, recuerda
con algo de melancolía. Finalmente, dos
años después, se casó en Austria por Civil
con el archiduque Leopoldo Francisco de
Habsburgo-Lorena, príncipe de Toscana.
Y luego, dieron el sí por Iglesia en Francia.
“Enseguida tuvimos a nuestros dos hijos,
Sigismund y Guntram, que tienen catorce
meses de diferencia”, cuenta.
–¿Esa vida tan severa la convirtió hoy en
una mujer liberal?
–Se me saltaron los tapones a los 30. No
quería tener una vida tan superficial. Al fin
y al cabo, me peleé con mi familia, cerré la
puerta y me fui de mi casa. Sucedió cuando
me separé de Leopoldo.
–¿Cuánto duró el matrimonio?
–Siete años. Me hice responsable de la
separación. El tenía su vida y yo la mía y no
podíamos seguir así. Era un desastre. Además, yo tenía una colagenosis (enfermedad
crónica y autoinmune en los tejidos del organismo) y como estaba muy enferma necesitaba cuidarme. Cuando les dije a mis padres fue tremendo. Me advirtieron que no
querían verme más. Y no permitieron que
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“Hace casi nueve años
que murió mi hermano
Rodrigo y sigo esperando
volver a entrar a ‘Villa
d’Arenberg’. Hoy ya no
me importa la propiedad,
pero quiero las cosas que
me corresponden”
Arriba: la pequeña puerta azul de estilo medieval es original de la casa y conduce al cuarto principal. “Me recuerda a la puerta de un castillo, jamás
la sacaría, es perfecta”, asegura. Abajo: lo que más disfruta Laetitia de su casa en José Ignacio es invitar a sus amigos. Y para que todos ingresen de
buen ánimo colgó en la entrada un adorno con instrumentos musicales que le regalaron en Nueva Orleans. Derecha: al rojo vivo, con un elegante
vestido de seda plisada de Isaac Mizrahi, la dueña de casa posa con la biografía de Marie-Laure de Noailles, una de sus lecturas de verano.
me llevara a mis hijos, por lo que ellos se
quedaron a su cargo.
EL VINCULO CON SU HERMANO
–Entonces, ¿recurrió a Rodrigo?
–Viví una vida de locos con mi hermano. Pensé que podía arreglármelas sola,
pero no fue tan fácil, ya que mi familia
me dio la espalda y no tenía plata. La plata no te da la felicidad pero sí te ayuda a
hacer más llevadera la vida. Eramos parte
del jet set y vivíamos entre el alcohol, las
salidas y todo lo que te puedas imaginar.
Aunque me divertía, me quedaba anonadada con las cosas que veía. Había otras
ovejas negras de familias reconocidas
que terminaron arruinados en la droga.
Yo, por suerte, nunca caí en eso. Tenía
una mentalidad cautelosa porque había
trabajado en hospitales y sabía lo que sucedía con los adictos.
–¿Qué lamenta de esa época?
–Haber caído en el alcohol sin darme
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cuenta fue lo peor. Pero hice el clic durante un viaje a California donde empecé
a ver cosas y situaciones que me superaron. Me empecé a preguntar qué estaba
haciendo. Por suerte, todavía me quedaban mi educación y mis momentos de lucidez. Rodrigo no se daba cuenta porque
nunca estaba consciente. Estaba siempre
alcoholizado o drogado.
–¿Intentó sacarlo de sus adicciones?
–Sí, muchas veces. Siempre presentí
que terminaría así, muerto a los 61 años
por una sobredosis. Hacía veinte años
que no podía hablar con él. Estaba completamente aislado, viviendo en “Villa
d’Arenberg” con mi madre y con su mujer [Patricia della Giovampaola]. Pero la
mayoría del tiempo estaba solo, tomando
y no quería ver a nadie porque no podía
afrontar su realidad. Todo se descompaginó cuando mi padre empezó a envejecer y fue diagnosticado de Alzheimer en
un grado tan alto que se perdía por todos
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“Compré este lugar hace treinta y cinco años, pero
lo deseaba desde que era adolescente y siempre supe
que iba a ser mío. Cuando tenés una mente que vuela
como la mía, las cosas suceden”
Arriba: en el jardín de la casa, ubicada a metros del faro, se puede apreciar a diario el
imponente atardecer de José Ignacio. Entre otras confesiones, la multifacética Laetitia dice
que muchos intentaron comprar su propiedad, pero jamás aceptó las ofertas. “Los sueños no
se venden”, explica. Abajo: este “rancho”, como lo llama su dueña, conserva gran parte de su
construcción inicial. Sólo se sumaron la galería y la habitación principal. En la otra página,
abajo: los cómodos sillones son el lugar ideal para recibir a sus invitados. Los reflectoresseguidores que iluminan la galería fueron comprados en Nueva York más de veinte años atrás.
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lados y no reconocía a nadie [Eric Engelbert murió en 2007].
–¿La entristece no haber pasado los
últimos años de Rodrigo a su lado?
–Lamento no haber hecho un pacto
con Rodrigo. El creía que yo estaba en
su contra y nunca entendieron que yo
quería ayudarlo. Intenté mucho tiempo por las buenas, pero nunca pude.
Cuando hablábamos yo quedaba en
shock porque mi hermano era un
hombre más bueno, generoso y adorable, pero cuando me refería a sus problemas, enloquecía.
–¿Tampoco intentó acercarse por el
lado de Patricia?
–¡No! Imposible. El necesitaba una
mujer que estuviera cuidándolo y que
le exigiera que se pusiera bien, sin dejarlo destruirse. Creo que cuando uno
ingresa a una familia que se está destrozando entre sí, es un poco responsable
por no poner paños fríos e intentar
mediar. Los últimos veinte años en mi
familia fueron una tragedia. Se murió
mi padre y mi hermano puso la pata
arriba de mi madre, que empezó a decaer. Entre los problemas de Rodrigo,
el malestar de mi madre y yo, que estaba prohibida por mi propio hermano en “Villa d’Arenberg”, era todo un
caos. Ver caer a una familia tan fuerte
hizo que a mis 73 años siga en juicio
para poder probar que tengo todo el
derecho a entrar en esa propiedad y
quedarme con los recuerdos y las pertenencias de mis padres.
–¿Quién inició el juicio?
–Yo, veinte años atrás. Tuve que
advertirle a mi hermano que no
podía adueñarse de cosas que no
eran suyas. Y él me respondió diciéndome que no podía entrar a
su casa y que todo lo que estaba
allí era de él. Hace casi nueve años
que murió mi hermano y todavía
sigo esperando. Fue mi único techo durante mi juventud y ahora
no puedo entrar. Hoy ya no me
importa la propiedad, pero quiero las cosas que me corresponden para mis hijos y mis nietos.
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“Me hubiera gustado ser artista,
siempre fui una enamorada del
cine y el teatro. Pero para mis
padres dedicarme a la actuación
nunca fue una opción”
Arriba: dueña de la marca Lapataia, Laetitia sigue
cumpliendo sus sueños. Desde hace quince años cría caballos
árabes y en noviembre del año pasado, Excálibur, que tiene
apenas tres años, ganó tres coronas, una de ellas, la Mundial.
Abajo: si bien la casa no tiene nombre, a lo lejos se pueden
ver tres banderas que identifican el lugar: la de Inglaterra, por
John, la de Uruguay y la de la familia D’Arenberg.
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LOS HOMBRES DE SU VIDA
–¿Cómo se describe en su rol de
madre después de haber tenido una
educación tan exigida?
–Fui y soy una madre bastante
severa, pero siempre les expliqué a
mis hijos los porqués de los “no”.
–¿Cómo podría definir a cada uno
de sus “herederos”?
–Los dos son amorosos, hombres
con excelentes corazones pero muy
distintos entre sí. Guntram tiene una
manera de ser muy fácil, es abierto,
sociable, no tiene prejuicios, no
le tiene miedo a nada y lo malo lo
afronta sin vueltas. Es simple de corazón y de mente. Sigismund es mucho más complejo. Se hace preguntas todo el tiempo, es muy racional.
Y ama la vida europea. Entre ellos
no se hablan mucho, son dos mundos opuestos, no cuajan.
–En 2008, Guntram tuvo un grave
accidente en moto y perdió una pierna. ¿Cómo vive hoy su realidad?
–Está instalado en Miami, donde
tiene la mejor atención. Pero es un
hombre latino, y el mundo sajón le
cuesta muchísimo. Está muy bien,
con su familia, viviendo la vida.
–¿Y cómo se lleva con sus nietos?
–Son unos amores. Tengo dos
mujeres y tres varones. Como abuela me divierto y no soy nada exigente porque confío que más allá de
todo son seres educados. Las cárceles no son para mí. El ser humano
necesita libertad.
–Hablando de amor, hace veintiséis años que está en pareja con
John [Anson]…
–Es un hombre que trajo paz y serenidad a mi vida, algo que no tiene
precio. A su lado me siento protegida
porque siempre tengo a alguien sobre quien recaer, con él sé que no
estoy sola. John no tiene recovecos,
hablamos nuestras dudas, somos muy
buenos compañeros, nos entendemos, los dos adoramos la naturaleza.
Es muy independiente y respeta mis
tiempos. Tenemos una vida en la que
nos complementamos, nunca hubo
espinas en nuestro camino. Me casé
muy enamorada y ahora, que ya somos grandes [John tiene 83], somos
los mejores compañeros.
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Texto: Paula Galloni
Fotos: Tadeo Jones
Producción: Rodolfo Vera Calderón
Peinado y maquillaje: Mariela Reboledo
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