NUESTRA CONSTITUCIÓN Alejandro Maldonado Aguirre ∗ HOMENAJE A MAURICIO QUIXTÁN Auténtico y valiente diputado constituyente que imprimió sus Ilusiones y sus luchas en el texto constitucional. RESUMEN Un breve y simplísimo esquema de la juridicidad nos recordaría, como todos saben, que la necesidad de la convivencia social formuló el Derecho como objetivación de la Justicia. Entrañó la instauración de un orden que definiera la condición de los miembros de la comunidad en sus relaciones entre sí y frente a los Estados. Este régimen se entiende como seguridad o certeza del Derecho; esto es, que gobernantes y gobernados se someten al imperio de la Ley, basada en una norma primaria y en una Constitución como centro preponderante. Percibiendo que no es posible arraigar sentimientos de lealtad a una Constitución ignorada y, por consiguiente, tampoco a las virtudes del Derecho, he preparado este Manual para contribuir a la información de la ciudadanía no versada en la ciencia jurídica. Es un aporte formador de una conciencia o sentimiento constitucional. De ahí que el texto haya sido reducido a lo máximo posible, anhelando que par de horas de lectura despierte en algunos jóvenes una vocación de toda la vida por los valores y principios fundamentales que inspiran, integran y justifican la dignidad humana. ∗ Magistrado y presidente de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala durante tres períodos alternos. Autor de varios libros jurídicos y de Testigo de los testigos (autobiográfico). Profesor universitario. <[email protected]> 1. LA CONSTITUCIÓN HISTÓRICA “Una página de historia vale lo que un volumen de lógica” Oliver Wendell Holmes La historia, como se sabe, es continuidad y solidaridad. Nuestra Constitución conjuga la impronta de varios siglos de experiencia y la impericia de su propia inmadurez. Aunque la idea de ley es casi tan antigua como la humanidad misma, el concepto es mucho más reciente. Quizás equivalente a un latido de la vida. En ese mínimo segundo, el proceso de elaboración ha transitado desde una ley terrible, autocrática y prohibitiva, hasta una concepción humanizada, garantista y social. El monarca que detentaba la fuerza del mando y la magia de lo sobrenatural pudo dictar aquélla refrendando sus potestades sobre los súbditos, en el mejor de los casos, o los esclavos, en el exceso de su arbitrariedad. Hubo de inspirar al mundo la ética judeocristiana; alumbrarlo el pensamiento de los clásicos de las ciencias políticas (Aristóteles y su ilustre etcétera); y sacudirlo las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa para que surgiera, ¡al fin!, un derecho delimitador del poder. En el siglo VII antes de Jesucristo algunas ciudades griegas fundadas por emigrantes en Sicilia se dieron constituciones escritas, sin que de esto existan vestigios importantes. Puro registro de arqueología jurídica referencial. Los antecedentes helenos plasmados en el Senado, la asamblea del pueblo y el Areópago, abrieron camino al derecho del ciudadano frente al gobernante. El concepto constitucional inició con la carta que los señores ingleses obtuvieron del rey Juan sin Tierra y que significó la reivindicación de derechos de la nobleza. Bien se permitió Churchill apoyar al historiador que propuso transformar su título de Gran Carta de Libertades por Larga Lista de Privilegios. En el fondo, una disputa en familia que concretó el concepto del poder limitado y controlado. No obstante, el sistema inglés logró el ideal aristotélico de coexistencia de los estamentos sociales plasmado en una tradición constitucional. Apenas ayer el obispo de Canterbury, Tomás Beckett, inició la resistencia contra el absolutismo de Ricardo Corazón de León y del citado Juan de quien obtuvieron los nobles la Carta Magna de 1215. El siguiente paso de la distribución del gobierno se dio medio siglo después con el surgimiento del Parlamento. A bordo de las naves colonizadoras de las empresas inglesas llegó a tierras americanas su sistema constitucional. Las llamadas Cartas de Virginia, concedidas por Jacobo I a partir de 1606, reconocieron los ámbitos de autonomía de esos pueblos, que, nada menos, en 1719 pudieron celebrar su primera asamblea con carácter legislativo. Las torpezas de la corona británica pretendiendo extender el control fiscal y aduanero hasta las colonias de ultramar produjeron la reacción de plena autonomía, expresada en forma material con el famoso “Tea party” y la divisa soberana de los colonos: “No hay impuesto sin representación”. De esto a la declaración de independencia, la guerra para defenderla y la proclamación de la Constitución (1788) no hubo más tardanza que la de un suspiro de la humanidad. Surgió entonces la primera Ley Fundamental escrita del mundo que delineó una república democrática sustentada en el principio de soberanía del pueblo. Es un texto breve, que puede leerse en voz alta en veintitrés minutos. Es rígida, por ser agravado el procedimiento de su reforma. Y es viviente, por su desarrollo jurisprudencial. Además fue ejemplar, en tanto que inspiró en buena medida las acciones de la intelectualidad francesa para abatir el absolutismo encarnado en la persona del monarca. Efecto de doble vía, ya que la revolución americana tuvo su fuente en el Iluminismo y el Racionalismo del viejo continente. Irrumpe con tensión y fuerza la declaración de los derechos del hombre de 1789, cuyos enunciados fundamentales quedaron incorporados a la primera Constitución francesa de 1791. No obstante ser tercera en el mundo, el impacto político de ésta trascendió sus fronteras e influyó decisiva en la redacción de la Constitución de las Españas y de las Indias (Bayona, 1808) y la Política de la Monarquía Española (Cádiz, 1812) La primera, impuesta por Napoleón, no tuvo vigencia, pero inauguró en España la teoría de la monarquía constitucional. La segunda, representativa y con la incorporación de diputados americanos, desarrollada y extensa, pretende moderar la autoridad del rey e instituye los órganos de ejercicio del poder. Aunque Fernando VII se negó a jurarla, las circunstancias la fueron imponiendo como concepto de régimen sometido al Derecho. Al menos, en territorios americanos fue admitida su tesis. Otro suspiro y surge el efímero Derecho constitucional federativo centroamericano contenido en el Acta de Independencia (1821), la Constitución de la República Federal (1824) y la especial del Estado (1825). El régimen se mantiene por mísera veintena de años por consumarse la disolución del pacto e instaurarse la república (1847). A partir de entonces contamos prácticamente seis constituciones (1851, 1879, 1945, 1956, 1965 y 1985) y sus varias reformas, que en su tiempo enfocaron el sistema político predominante: Conservador, liberal, revolucionario, o reformista. Abierto o restringido; popular o dirigido; cándido o tutelado. Cuestión de la relatividad histórica. 2. LA CONSTITUCIÓN IDEAL “El Derecho no sólo es poder coactivo; es también valor obligante” Wenzel La Constitución Política de la República de Guatemala adhiere al ideal personalista porque se sustenta en el concepto de la dignidad humana, que equivale a la valoración suprema de la vida y, como derivados de esta noción básica, afirma los principios de libertad y de igualdad. Con palabras de Carnelutti aquella posición radica en que “la sociedad existe para el individuo, no el individuo para la sociedad.” Desde que el hombre ha reflexionado acerca de los fundamentos del ser y de los objetos, se ha hecho planteamientos de la esencia de las cosas y de los fines y objetivos de la sociedad. Así es que, siendo el Estado y el Derecho estructuras sociales, los individuos han tenido necesidad de averiguar su finalidad, dado que, para lograr el ideal de perfección, era necesario responder qué, cómo y para qué son las instituciones. Al plantearse la cuestión surgieron dos tendencias antagónicas: totalitarismo y personalismo. Para éste el fin es el individuo; para aquél, el Estado mismo. La tesis personalista tampoco debe entenderse como apoteosis del individualismo. Es algo más sensible, como lo refleja el pensamiento de Antonio Caso: “no consiste en tener, que es el aspecto patrimonial de la convivencia, sino en ser, que es su aspecto espiritual”. Kant señaló que en el mundo todas las cosas tienen precio, menos una. Este ente singular, por no ser objeto de tasación, es el ser humano, que tiene valor absoluto. Las demás, por su relativismo, carecen de la esencia divina que es la dignidad. Esta idea, producto de la ética cristiana que eleva al hombre y la mujer a semejanza de Dios, es la guía inspiradora del orden político reconocido por la Constitución y se caracteriza por tres notas: i) reconocimiento de la superior trascendencia de la persona sobre el grupo; ii) afirmación de la igualdad fundamental de los hombres; y iii) sentido de la fraternidad social o principio de solidaridad humana, en que la propia interacción o alteralidad permite explicar la personalidad. Esto es, que no hay persona sin otra persona. La tesis básica de la Constitución enfatiza el valor de la persona, tanto de modo directo, como aparece en el artículo 4°, como en el registro de otros elementos del concepto: la vida misma, la libertad y la igualdad. El derecho a la vida supone el deber positivo del Estado de respetarla y protegerla frente a terceros y de uno mismo. Así se prescribe no sólo en normas de jerarquía constitucional (excluye la servidumbre y la esclavitud) sino en todo el resto del ordenamiento jurídico. Por casos: la legítima defensa, la prohibición del aborto y de la eutanasia, las salvaguardias contra la autodestrucción, y la regulación de la pena de muerte con tendencia abolicionista. De manera menos directa, pero siempre con la misma finalidad, con el establecimiento de los derechos económico-sociales y culturales y la protección del medio ambiente. El reconocimiento jurídico de la libertad aparece enunciado en forma positiva en el Preámbulo y en los artículos 2° y 4°, y en forma negativa en el 5°, que se deduce al otorgar el derecho de hacer lo que la ley no prohíbe. Asimismo, en el 6°, al regular que nadie puede ser preso o detenido sino en virtud de delito o falta. La libertad pertenece a la persona porque es condición propia de su valor absoluto. Recuérdese la expresión de Manuel Azaña: “la libertad no hace felices a los hombres, la libertad los hace hombres.” La libertad no es incondicional porque no puede esgrimirse en forma exclusiva frente a los demás. Siempre encontrará limitaciones jurídicamente justificadas por razón de la convivencia social y el deber de fraternidad. Así la enmarcó la Declaración francesa de 1789: “la libertad es el poder que pertenece al hombre de hacer todo lo que no dañe a los derechos de los demás”. La igualdad que reconoce la Constitución no está basada en la realidad empírica porque la norma suprema no puede ordenar la naturaleza de las cosas, que de hecho son materialmente desiguales. Se sustenta en la estimativa jurídica: igualdad ante la ley y repudio de cualquier discriminación injusta o irrazonable. El principio tiene raíces francesas (artículo 6° de la Declaración) y es condición básica para el ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales. La desigualdad educativa es causa principal de las demás desigualdades. El sistema constitucional no sólo reconoce el principio de igualdad formal ante el Derecho. También contiene disposiciones que lo promueven al entenderse conectado con la solidaridad o fraternidad y la enunciación de los indicados derechos humanos sociales, económicos y culturales. La aplicación del principio de igualdad importa el tratamiento semejante a los idénticos y la posibilidad de tratamiento diferente a los distintos. Ese principio jurídico significa tanto uniformidad (progresión aritmética) y proporcionalidad (progresión geométrica). El acierto en el manejo de tales ecuaciones descansa en el criterio que sea capaz de medir con la vara de lo justo todo trato dispensado por la ley, el administrador o el juez a la persona. La Constitución ideal aspira a realizar sus fines en el sostenimiento del equilibrio inestable de la libertad y la igualdad. Cuestión de relativismo político. 3. LA CONSTITUCIÓN SOBERANA “Solo hay Constitución, allí donde existe la soberanía de las leyes.” Aristóteles Es evidente que en el Estado constitucional la fuente del Estado mismo es el pueblo. Esta aserción, que hoy parece obvia e indiscutible, no alcanzó forma sino hasta muy avanzado el tiempo histórico de la humanidad. La comprensión de que la sociedad disponía de dominio y posesión sobre sí misma sólo fue viable cuando hubo de liquidarse el absolutismo. El Estado totalitario de nuestro tiempo aún discrepa de cuál sea el fundamento legítimo del poder y, desde luego, el modelo político en que lo ejerce. La transferencia de la noción del Estado absoluto al democrático se produjo cuando el soberano pueblo reemplazó al soberano rey. En el debido instante en que se hizo sentir la existencia de una “voluntad general”, como la teorizó Rousseau, sublevando su pensamiento a las lucubraciones de filósofos que, como bien se ha dicho, pretendieron justificar la fuerza arbitraria “en las mallas finísimas de su dialéctica” (Sánchez Viamonte). En el Preámbulo de la Constitución de Bayona el rey reconoce la existencia de un pacto con el pueblo, por lo que no simplemente se siente investido del poder por principio divino. En igual forma lo establece la de Cádiz “por la gracia de Dios y la Constitución”, siendo más completa al decir en el artículo 3 que la soberanía reside esencialmente en la Nación. Los constituyentes de 1824 reconocen la soberanía del pueblo al determinar que se encuentran congregados “cumpliendo con sus deseos y uso de sus soberanos derechos” y lo establecen expresamente en el primer artículo: “El pueblo de la República Federal de Centro América es soberano e independiente.” En el artículo 2° dispone que “es esencialmente soberano y su primer objeto la conservación de la libertad, igualdad, seguridad y propiedad.” La Constitución del Estado de Guatemala de 1825 reconoce también la soberanía del pueblo. En el Preámbulo, al decir que actúan “autorizados plena y legalmente por nuestros comitentes.” Define, en el artículo 5°, con claros términos: “ningún individuo, ninguna reunión parcial de ciudadanos, ninguna fracción del pueblo puede atribuirse la soberanía, que reside en la universalidad de los ciudadanos del Estado.” El Acta Constitutiva de 1851 dejó en vigor la Declaración de la Asamblea constituyente de 5 de diciembre de 1839, que contiene la llamada Ley de Garantías, en la que se dice con claridad que todo poder reside originalmente en el pueblo (artículo 5°) Esta Declaración, no obstante reconocer la base popular de la soberanía, establece asimismo límites superiores a dicha voluntad, como lo determinaba el artículo 6° de la Sección 1: “El poder del pueblo tiene por límites naturales los principios derivados de la recta razón; y por objeto la conservación de la vida, honor, libertad, propiedades y derechos legítimamente adquiridos, o que en adelante puedan adquirir los individuos de la sociedad; así también, como el bienestar común, por la conservación de las buenas costumbres, la represión de los vicios, el castigo de los crímenes, el mantenimiento y decoro del culto heredado de nuestros padres, la educación de la juventud, el premio del mérito, y el fomento de las ciencias, artes, agricultura, industria, comercio y navegación.” Tan segura de sí, de su justicia y de su carácter ordenador, propio del Derecho Natural, en el artículo 7° marcaba limitaciones al propio pueblo y al poder constituyente: “El pueblo del Estado, en toda la plenitud de su soberanía, sólo tiene poder para hacer lo que es justo y conveniente para el bien de todos, y de ningún modo para obrar contra los fines sociales; menos pueden hacerlo los Representantes que autoriza para establecer las leyes, ni los funcionarios o magistrados creados para ejecutarlas.” La Constitución de 1879 dice que todo poder reside originalmente en la Nación (artículo 17) La de 1945, reconoce que la soberanía radica en el pueblo (artículo 2) Esta es la forma que se sigue en la Constitución de 1956. La Constitución de 1965, modificó la redacción al determinar en el primer artículo con mayor claridad: “Ninguna persona, grupo o entidad puede arrogarse la soberanía de la Nación.” La Constitución Política de 1985 contiene en el Preámbulo el mismo reconocimiento de soberanía popular, iniciando, igual que la estadounidense, con el pronombre “Nosotros”, quienes acreditan su condición como “los representantes del pueblo de Guatemala, electos libre y democráticamente” Agregan el elemento vincular con las generaciones precedentes afirmando: “inspirados en los ideales de nuestros antepasados y recogiendo nuestras tradiciones y nuestra herencia cultural” El concepto de la soberanía popular queda consolidado preceptivamente en los artículos 141 y 152. 4. LA CONSTITUCIÓN DEMOCRATICA “El país que abrigue la democracia ideal no ha sido aún descubierto, pero la fe en su existencia ha sobrevivido a muchas decepciones” Jaime Bryce Usualmente llamamos Carta Magna a la Constitución, quizás sin tener en cuenta que hay diferencias históricas entre las cartas y las constituciones. Aquellas eran otorgadas por los gobernantes, aunque fueran extendidas bajo presión, pero, en todo caso, reteniendo la pretensión del poder. En cambio, las constituciones, surgidas de abajo, eran producto de la soberanía popular. De suerte que la democracia que formalizan los textos no es otra cosa más que el producto coherente de su propio origen. Por eso se ha dicho que la verdadera revolución francesa no se inscribe cuando el pueblo se tomó la Bastilla sino cuando los Estados Generales, que eran su representación, resolvieron en fecha anterior que debían decretar una Constitución. En realidad ni la democracia ni la república fueron lo novedoso, en tanto que sus ensayos se remontan a las épocas clásicas de griegos y romanos. El acto significativo de la modernidad política se encuentra en la garantía que implicó el constitucionalismo. La sustancia se halla tanto en su contenido como en la legitimidad de su promulgación. De los grandes pilares que construyeron el concepto democrático, dos tienen, en su respectiva distancia, vigencia política. Pericles, en 431, definía: “Se llama democracia a nuestra constitución porque el poder está depositado no en manos de una minoría sino en las de todo el pueblo.” Varios siglos después el presidente Lincoln consolidó su sentido en su inmortal Oración: “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.” La legitimidad consiste además de la integración del cuerpo constituyente por medio de una elección libre y competida y en la amplia participación del electorado y en la formación de una conciencia nacional favorable a la Constitución. Incluso quienes estuvieron al margen de su elaboración admitieron su autoridad legislativa en el contexto de los Acuerdos de Paz. El texto es legítimo por su origen y también legitimado por la propia defensa constitucional que se manifestó en mayo de 1993 por la sociedad civil que repudió su ruptura y logró su inmediata rehabilitación. El carácter democrático de la Ley Fundamental se ha hecho sentir porque ha sido aplicada desde su promulgación reivindicando su naturaleza de norma jurídica imperativa sobre el concepto tradicional de simple enunciado inspirador y programático. Asimismo, por la adhesión que han extendido los habitantes en su constante invocación contra abusos del poder público y por el efecto reparador que en general se atribuye a las garantías: a) de amparo contra actos de arbitrariedad; y b) de acción contra la inconstitucionalidad de normas. En lo sustantivo también es democrática en tanto que el valor político fundamental que la justifica, esto es, la dignidad de la persona, descansa en su potestad de autogobierno que ejerce de manera directa o de forma representativa. Sustentada la soberanía en la nación y no en el gobernante, está en su esencia que el poder se atribuye por sufragio directo para la integración de los órganos legislativo y ejecutivo y las corporaciones municipales; de forma indirecta o delegada, en los otros casos. La consulta popular prevista en el artículo 173 es una de esas maneras de la democracia directa o pura. Se hace notar en lo funcional: separación e independencia de los órganos supremos del Estado (Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Constitucional y Electoral) y la autonomía o descentralización máxima de entes estatales (Junta Monetaria, Banco de Guatemala, Universidad de San Carlos, Seguro Social, etc.) y en la real democracia descentralizada y pluralista (reconociendo y estimulando formaciones sociales como partidos y asociaciones, sindicatos, consejos de desarrollo, comisiones de postulación). Además en la eficacia de principios vinculados con la voluntad popular: razón de la mayoría y tutela de las minorías. El pluralismo es otra de las expresiones de la clave democrática de la Constitución. En tal sentido presupone el ejercicio de las libertades públicas; el debate amplio y libre sobre las cuestiones esenciales del país; las garantías a la libre expresión electoral y los derechos a la elegibilidad; y la progresiva concreción de los enunciados económicos, sociales y culturales que contiene. Los resguardos de la democracia también figuran en el texto, entre ellos la necesidad del Estado de Derecho, o de supremacía de la ley, en que los actos del poder están sujetos a control, tanto por la interacción orgánica del régimen semiparlamentario como por la existencia de una jurisdicción privativa que caracteriza al Estado constitucional de la posguerra. Aun más, por mandato del artículo 46 y por la suscripción del Pacto de San José, los derechos humanos tienen la protección de la jurisdicción internacional en los casos en que la vía interna haya sido agotada infructuosamente. La impronta democrática que contiene la Constitución no puede agotarse simplemente en que sus autoridades acceden por procedimientos legítimos. Es algo más. Implica que tales mandatarios interpretan un mensaje portador de los valores sustentados, primero, en un orden natural y, luego, codificados en la Constitución. Éstos que el Preámbulo atribuye al espíritu y la moral de la nación recogida de nuestras tradiciones y herencia cultural. Vale decir, que de las diversas acepciones que de la democracia se formulan, la guatemalteca ha optado por la que afirma la primacía de la persona humana como sujeto y fin del orden social y reconoce a la familia como sustrato fundamental. 5. LA CONSTITUCIÓN NACIONAL “El pueblo cultural que en sí es políticamente amorfo se convierte en nación cuando la conciencia de pertenecer al conjunto llega a transformarse en una conexión de voluntad política” Herman Heller Guatemala es un Estado de ciudadanos; de ciudadanos que pertenecen a una sociedad plural. Dice bien Giorgio Del Vecchio que la realidad del Estado se hace patente por medio de las “infinitas articulaciones de nuestra vida social.” En tiempos antiguos el Estado se encarnaba en el sujeto que detentaba el poder absoluto. Con la evolución jurídica la explicación se torna más compleja y progresivamente representativa, hasta llegar a la concepción actual que afina la idea de que el Estado lo constituye la sociedad general incluyente en sentido de comunidad total. Tendríamos que repasar desde los tiempos remotos de las primeras agrupaciones humanas, en las que de modo espontáneo surgían formas de estructura política y normativa, fundadas en la costumbre, hasta las posteriormente asentadas en la razón. Así pasaríamos revista a los antecedentes de reivindicación del pueblo como sujeto activo creador de las instituciones y, a la vez, titular de la seguridad que las inspiraron. El proceso cultural es de largo recorrido y de penosas luchas para concretar los conceptos políticos. Lo resumió el genio de pensadores egregios y lo materializaron, en diversas formas, grandes acontecimientos mundiales como las revoluciones inglesa, norteamericana, francesa y soviética. El Estado surgió de la dinámica social, imponiéndose como necesidad de coherencia de los individuos agrupados políticamente, primero, por fines de seguridad interna y externa y, luego, ampliados al bien común. Los elementos que conforman el Estado son virtuales, pero hay uno que es radical: el pueblo constituido en una nación o conjunto de naciones vinculadas por un fuerte lazo de solidaridad. Quizás haya sido Renán quien mejor señaló esa voluntad histórica de vivir juntos diciéndonos que “la nación está formada más por los muertos que por los vivos.” Cicerón encontró el origen natural del Estado en el instinto social de seres humanos reunidos por el consentimiento a la ley y asociados para el bien común. De ahí que un Estado que no postula ni garantiza la equidad, la igualdad y la no-discriminación carece de la base unitiva que lo justifica y fortalece. En esta materia, el constitucionalismo guatemalteco había caminado lento y moroso en el reconocimiento de la entidad plural que conforma el Estado. Desde los primeros enunciados formalistas a los preceptos vigentes, hay un trecho significativo y son viables las posibilidades de ampliación. Es posible que los artículos 3º de la Sección 2 de la Declaración constitucional de 1839, 83 de la Constitución de 1945, 110 de la Constitución de 1956 y también 110 de la Constitución de 1965, se hayan sustentado en criterios altruistas de sus actores, aunque su involución es palmaria. Los criterios paternalistas que dominaron su redacción parecen apoyarse en la vieja antropología de corte vertical y asimilista que el último texto admitía fríamente: “El Estado fomentará una política que tienda al mejoramiento socio-económico de los grupos indígenas para su integración a la cultura nacional.” No es tiempo ya de ese indigenismo paternalista, puesto que es fundamental el reconocimiento de la capacidad de los pueblos para decidir y construir su propio destino. No es válido ahora que un sector dominante piense en tercera persona lo que concierne a la primera. Resulta paradojal que a la mayoría se le nomine “grupos” y que se proclame una cultura que sin la impronta autóctona carece de sentido. La antropología crítica abre las posibilidades del desarrollo social, liberador del ser humano y portador de la justicia. La Constitución Política de 1985 contiene diferentes disposiciones en orden al reconocimiento de la identidad cultural y los derechos de los indígenas, aunque no lograra precisar el alcance “pueblos” y aún mantenga el restringido de “grupos”. No obstante, la noción “comunidades” puede interpretarse en sentido extensivo. Comparando con los preceptos anteriores, el avance se encuentra en su mayor desarrollo puntual: artículos 66 al 70. De modo general, en el Preámbulo y los artículos 4° y 58 a 65. Las posibilidades expansivas pueden ser ilimitadas vía el artículo 46 que reconoce la superioridad de los acuerdos internacionales en materia de derechos humanos sobre el orden interno. Para el caso, la Corte de Constitucionalidad encontró compatible el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes. El artículo 44 que permite la incorporación al plexo constitucional de los derechos humanos que no hubieran sido listados en el texto. Además, porque existe mandato en el artículo 70 para el desarrollo legislativo de la sección de Comunidades Indígenas de la Constitución y que es todavía una asignatura pendiente que desafía la imaginación de la clase política y la sociedad civil. Aun más: cabe esperar que la jurisprudencia abra mayores espacios de equidad social. Afirmar la existencia de una sociedad auténticamente plural impide que sector social alguno pretenda distinguirse por negar las culturas ajenas ni por su pretensión al predominio. La coexistencia cultural y étnica tiene la importancia de la diversidad en la unidad de la Nación. La riqueza y la polivalencia cultural de un país son válidas precisamente en tanto constituyen una experiencia de fraternidad. Esa pluriculturalidad no es dispersión, sino, por lo contrario, base de la creatividad humana que da significado a ser individual – de todos uno— para emprender en conjunto la tarea del bien común. 6. LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA “Nada es más engañoso ni apareja mayores peligros que la pretensión de simplificar el gobierno. Los gobiernos más simples son los despotismos” Daniel Webster Clave del orden constitucional fue la delimitación del poder absoluto por el Derecho, que de sus formas rudimentarias –concentrado en la persona del caudillo militar y sacerdotal— adquirió las complejidades que anota el Estado moderno. Quizás esta transportación del mando perfilado por la costumbre a su diseño conceptual tenga en Montesquieu a su teórico más preclaro. De ahí que haya sido virtud del pensamiento político la capacidad de imaginar un Estado con órganos característicos que por exclusión de otros fuesen garantía moderadora, pues, según lo apunta Janet, “En una Constitución libre el poder contiene al poder”. Consecuente con la teoría surgió la praxis constitucional que pudo definir los instrumentos de gobierno, su integración, funciones y competencias. Puede hablarse así de una estructura del Estado. La arquitectura constitucional de Guatemala se ha modificado durante los últimos sesenta años. El medio siglo registra, de manera enunciativa, cinco etapas, más o menos, caracterizadas en sus textos jurídico-políticos, a saber: I) La Constitución de 1945 estableció el sistema de tres poderes, llamados organismos, siendo los clásicos: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Los dos primeros formados por voto universal y directo. El Presidente de la República no podría ser reelecto sino después de pasados dos periodos de haber cesado en el ejercicio de la presidencia. Los diputados podrían serlo después de pasado un periodo de cuatro años. El sistema fue definido como “semiparlamentario” porque coexistía el presidencialismo con la posibilidad de la interpelación de los ministros por el Congreso. Además, estableció el funcionamiento de los entes autónomos del Estado, tales las municipalidades, también integradas por sufragio popular; la universidad de San Carlos, cuyas autoridades académicas son elegidas por un complejo y eficiente sistema trilateral formado por docentes, estudiantes y profesionales colegiados; y el Tribunal y Contraloría de Cuentas. El desarrollo legislativo posterior estableció entes tan importantes como el Banco Central o Banco de Guatemala y el Seguro Social. Esta constitución creó dos figuras militares que produjeron resultados desestabilizadores: el Consejo Superior de la Defensa y el Jefe de las Fuerzas Armadas. II) La Constitución de 1956 mantuvo el sistema de los tres poderes clásicos, también llamados organismos, con similar forma de integración. Es decir, por sufragio universal y directo los dos primeros. Persistió el principio de no reelección inmediata del Presidente de la República, pero reconoció esa posibilidad para los diputados. Igual mantuvo el sistema semiparlamentario. Reguló los entes autónomos, tales como la universidad de San Carlos, con la novedad que estableció un porcentaje cautivo del presupuesto como asignación privativa para la máxima casa de estudios. La legislación ordinaria conservó el régimen autónomo de la banca central, la seguridad social, el tribunal de cuentas y las municipalidades. Asimismo tuvo autonomía formal el Tribunal Electoral. III) La Constitución de 1965 determinó los tres órganos principales del poder: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. La mayor novedad fue el restablecimiento del cargo de vicepresidente de la República electo en planilla con el presidente. Proscribió en forma total la reelección presidencial y redujo el periodo a cuatro años. Restauró el Consejo de Estado como órgano corporativo con funciones netamente asesoras. Respetó las autonomías anteriores y reguló más explícitamente las funciones del Ministerio Público. En el aspecto de la administración de justicia estableció una Corte de Constitucionalidad, cuya formación no era permanente sino eventual, esto es, ante alguna demanda de inconstitucionalidad de las leyes, que en tres lustros sólo conoció de cinco asuntos. IV) Los gobiernos militares surgidos del golpe producido el 23 de marzo de 1982 se autorregularon por un Estatuto Fundamental de Gobierno. Concentraron en uno los poderes ejecutivos y legislativos y se reservaron la designación de los miembros del organismo judicial. El primero introdujo como sistema de cuasi control un Consejo de Estado de tipo corporativo. V) La Constitución promulgada en 1985 y que entró en vigencia en enero de 1986 estableció cinco órganos: los tres tradicionales y dos nuevos: la Corte de Constitucionalidad y el Tribunal Supremo Electoral. Ambos con características de órganos constitucionales del Estado que gozan de independencia y con potestades supremas no revisables por otro poder. Continuó el sistema semiparlamentario, se proscribió la reelección presidencial y el periodo quedó en cinco años (modificado a cuatro por reforma constitucional de 1993). Mantuvo el cargo de Vicepresidente de la República. La Corte Suprema de Justicia y el Tribunal Supremo Electoral se integran por medio de listas propuestas por comisiones de postulación independientes. La Corte de Constitucionalidad por un mecanismo de designaciones de los organismos legislativo, ejecutivo y judicial, la asamblea del Colegio de Abogados y Notarios y el Consejo Superior Universitario de San Carlos. Otra institución novedosa es la del Procurador de Derechos Humanos, electo de una terna propuesta por la correspondiente comisión del Congreso de la República. Se reguló lo relativo a los entes autónomos tales como los ya señalados: municipalidades, Seguro Social, Junta Monetaria, Confederación Deportiva y Comité Olímpico, Contraloría de Cuentas y Ministerio Público. Se estableció la Procuraduría General de la Nación separada del último. 7. LA CONSTITUCIÓN PARTIDARIA “… concepto que de los partidos políticos se tiene en el Estado moderno … el carácter de los partidos políticos, que son medios para determinar la política nacional (Constitución italiana), concurren a la formación de la voluntad política del pueblo (Constitución alemana federal), voluntad política y del sufragio (Constitución francesa), expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política (Constitución española) [Sentencia C.C. 19/10/1990, Expediente 280-90, Gaceta XVIII] Los partidos políticos como tales no habían sido objeto de regulación de orden constitucional hasta el Decreto 17 de la Junta Revolucionaria de Gobierno, cuerpo normativo que, por su naturaleza, tuvo alcances constituyentes, definiendo los Principios Fundamentales de la Revolución. En su apartado VIII proclama el reconocimiento constitucional de los partidos políticos de tendencia democrática, organizados conforme la ley. La Constitución de 1945, en su artículo 32, aparte del reconocimiento clásico liberal del derecho de asociación, menciona con sentido prohibitivo a las organizaciones políticas de carácter internacional o extranjero. En el artículo 33 se preceptúa el derecho ciudadano de organizarse en partidos políticos, que deberían inscribirse de conformidad con la ley electoral. La primera vez que se regula de manera más completa a los partidos políticos ocurre en la Constitución de 1956, la que en su artículo 23 dispone la libre formación y funcionamiento de partidos políticos “que se normen por los principios democráticos”. En el mismo precepto prohíbe expresamente todas aquellas entidades “que propugnen la ideología comunista o cualquier otro sistema totalitario”. El artículo 24 los define como “instituciones de derecho público” y dispone que su existencia y funcionamiento estarían garantizadas por la Constitución. Remite a la ley la determinación del número de afiliados necesario para su fundación y las demás cuestiones de organización y funcionamiento. La más importante y fundamental disposición de esa Carta fue la concesión de exclusividad a los partidos políticos para la inscripción de candidatos a Presidente de la República y Diputados (artículo 25) Esta norma puede ser considerada como la verdadera llave de la institucionalización de los partidos políticos como instrumento necesario para el acceso a los centros principales de poder político. No obstante los cuestionamiento de que ha sido objeto, su persistencia por medio siglo consolidó el concepto jurídico de los partidos políticos, aun cuando la realidad sociológica no los haya logrado afianzar como formaciones ideológicas habida cuenta la extinción de varios partidos históricos. El Capítulo de Partidos Políticos de la Constitución de 1956 regula cuestiones que habían sido objeto de la ley ordinaria. Así se prohibió el trato preferente del Estado a partido político alguno, dejando abierta la posibilidad de que la ley electoral reconociera “facilidades generales “ a todos por igual (artículo 26), declara punible cualquier forma de coacción contra los ciudadanos, tanto para ingresar como para separarse de los partidos, y prohibió a los funcionarios del Organismo Judicial formar parte de los cuerpos directivos de los partidos políticos (artículo 27). También prohibió a los partidos cualquier forma de propaganda a favor de la reelección presidencial o de prolongar el término para el ejercicio de la Presidencia de la República (artículo 28). La Constitución de 1965 mantuvo el reconocimiento a los partidos políticos, remitió a la Ley para el desarrollo de la institución y mantuvo su monopolio para la inscripción de candidatos a Presidente y Vicepresidente de la República y diputados. Introdujo una nueva restricción, que tuvo la posible intención de institucionalizar una especie de bipartidismo (o a lo sumo, tres organizaciones) al ordenar que para la inscripción sería necesaria una afiliación mínima de 50 000 afiliados, de los cuales el 20% debería ser de alfabetos. Esta Constitución reconoció carácter de ley constitucional a la Electoral, con lo cual garantizó la dificultad de su reforma. La Constitución de 1985, no obstante haber sido redactada por una constituyente más plural y con representación de diversas corrientes políticas, sesgó hacia la Ley Electoral y de Partidos Políticos “todo lo relativo al ejercicio del sufragio, los derechos políticos, organizaciones políticas, autoridades y órganos electorales y proceso electoral” (artículo 223). Preservó el monopolio de los partidos para la inscripción de los candidatos Presidente y Vicepresidente de la República y diputados. La ley vigente establece un sistema de afiliación mínima de los partidos políticos con relación a un porcentaje de la población que, en términos comparados, resulta sensiblemente más baja que la establecida en la Constitución anterior. Como consecuencia, es matemáticamente posible la formación de un multipartidismo que ha sido la característica de los años de actual constitucionalismo. 8. LA CONSTITUCIÓN LIBERTARIA Hay en la vida una forzosidad de elección y una libertad para elegir. Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad” José Ortega y Gasset Parecerá extraño que la Constitución escrita más antigua del mundo, la de Estados Unidos de América, redactada por una convención de ilustres, hubiese omitido tan a la ligera una lista de derechos fundamentales que conciernen a la libertad misma de la persona. Tan notoria fue su ausencia, que fuertes corrientes de opinión, durante la campaña para su ratificación, tomaron ese punto como motivo para condicionar la sanción popular del texto. Los ex colonos fueron seres prácticos, habituados a vivir la realidad, por lo que, no obstante su confianza en la sabiduría de los constituyentes, preferían que las cosas quedaran claras. Era cierto que los derechos del hombre son “verdades evidentes” y que así lo había proclamado la Declaración de Independencia (“la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”), pero mejor sería asegurarlos por escrito, por lo que se impuso la necesidad de enmendar la Constitución a corto plazo. El pueblo, en este caso, sabía que no bastaba la sensibilidad, derivada de sus convicciones puritanas, de que sus derechos eran obvios, porque fueron conquistas por las que tuvo que luchar. Además de implícitos era necesario enumerarlos en documentos, no porque los habitantes carecieran de la intuición de sus derechos, sino porque los gobernantes son propensos a olvidarlos. De ahí las primeras diez enmiendas, llamadas Declaración de Derechos, aprobadas en 1791, contienen una lista de derechos y principios jurídicos e institucionales que hacen operantes las libertades de acción y de elección de los individuos. En el proceso histórico de positivación de derechos humanos, la Constitución francesa de 1791, por su influencia universal, adquiere significado mayor al incorporar la famosa Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) a su contenido normativo. Encabezando el principio de igualdad, le acompaña el reconocimiento de la libertad en sus diversas formas: física, de acción, de conciencia, de expresión de pensamiento. El impacto de tales revoluciones, y la tesis de la sobresaltada Constitución de Cádiz, fue directo e inmediato en la recepción constitucional iberoamericana. Las primeras en cuanto al reconocimiento de los derechos civiles y políticos; la última, cancelando un sistema estamental y absoluto. Para Guatemala, en lo que concierne a las libertades públicas será necesario fijar atención en tres momentos constituyentes importantes: 1) la Constitución liberal de 1879, que no obstante haber enumerado de manera puramente formal algunos derechos, significó un cambio radical respecto del régimen conservador suprimiendo sus matices estamentales, el voto reservado a los rentistas y las prerrogativas eclesiales; 2) la Constitución de 1945, que profundizó el capítulo de esos derechos y avanzó sobre los económico-sociales que son su complemento necesario; y 3) la Constitución de 1985, que vigorizó el valor fundamental de los derechos humanos y proveyó su tutela específica tanto interna como internacional. Si debe estimarse que la vigencia del nuevo orden constitucional inauguró el proceso de recuperación democrática, la preocupación del sistema no estuvo sólo en la proclamación de los derechos humanos, en particular los fundamentales que habían sufrido el menoscabo de la represión y el conflicto, sino de avanzar en su enunciación (se amplió su listado) y quedó abierto para la incorporación de los derechos implícitos no enumerados. Se crearon instituciones fuertes para protegerlos (la Comisión y el Procurador de los Derechos Humanos) y la Corte de Constitucionalidad. Los instrumentos procesales de la justicia constitucional se hicieron más expeditos y accesibles y se dotó a la jurisprudencia específica de fuerza normativa. De suma importancia y de resultados efectivos, el artículo 46 estableció que en materia de derechos humanos prevalecían sobre el derecho interno los convenios y tratados internacionales aceptados y ratificados por Guatemala. En resumen, la protección de la libertad tiene en la Constitución su máximo reconocimiento, tanto por la enumeración amplia pero no exhaustiva de los derechos, como por la mecánica prevista para protegerlos y hacerlos viables. El enunciado formal necesita de condiciones para su efectividad. Cuestión del progreso político y jurídico que el marco constitucional permite y estimula. En lo jurisdiccional habrá de tenerse en cuenta las diversas nociones de la libertad: indistintamente la Constitución lo incorpora como valor superior, principio constitucional y derecho fundamental. Asimismo, que se enfoca desde diversas perspectivas: material, moral, jurídica, social y práctica (Alfonso Ruiz Miguel) En lo político, la libertad deberá ser abordada en su enunciado intrínseco o filosófico y en su posibilidad real, modificable hacia lo propicio y estimulante. Asimismo, en su equilibrio respecto de otro principio coetáneo e indisoluble: la igualdad. Aquí, aun cuando algunas ideologías extreman su supuesta contradicción, la síntesis que sostiene Peces Barba las identifica: libertad para ser igual, o igualdad para ser libre. 9. LA CONSTITUCIÓN SOCIAL “La justicia social es una corrección de la igualdad abstracta bajo el criterio de que la libertad entre desiguales conduce a la injusticia” Rodrigo Borja La evolución del Estado de Derecho registra las palpitaciones históricas que grandes acontecimientos impulsaron. Desde aquellos tiempos que la sociedad decidió someter el poder a la ley hasta los actuales que somete la ley a la justicia. Pérez Luño lo esquematiza con la sencillez del docto verdadero: los sistemas han sido sucesivamente: a) liberal; b) social; y c) constitucional. A estas etapas corresponden: a) libertades individuales; b) derechos económicos, sociales y culturales; y c) derechos humanos de tercera generación (a la paz, al desarrollo, al medio ambiente, etc.) La percepción de que el enunciado de los derechos públicos subjetivos, de primera generación, no sería suficiente para afirmar la dignidad humana hizo surgir la inquietud por delinear las condiciones necesarias para su efectividad. El énfasis del principio de igualdad se debe a esa reflexión interrogativa: “¿Libertad para morirse de hambre?” Respuesta política y jurídica habría de obtenerse de la ponderación, por un lado, ética y, por el otro, pragmática del equilibrio social. Por lo primero, la conciencia humana de que la libertad individual debe tener carácter solidario; por lo segundo, que la miseria puede ser explosiva y expansiva. En todo caso, la inequidad es contraria a los fines del Estado y a la estabilidad social. La revolución liberal-burguesa produjo la ruptura del despotismo y proclamó los derechos individuales contra la omnipotencia del Estado. Los cambios sociales que produjo (en especial la transferencia del campo a la urbe, la eclosión proletaria de la industrialización, y la formación de clases medias emergentes) precipitaron la ampliación del cuadro de aquellos derechos del individuo y los límites de su autonomía de voluntad. Se hizo sentir la demanda de protección y estímulo para materializar la libertad. El segundo gran paso del constitucionalismo lo inician los códigos políticos de México (1917), alemán de Weimar (1919) y lo siguen en la posguerra mundial las constituciones francesa (1946), italiana (1947) y alemana de Bonn (1949) que por primera vez instituye el Estado Social. Guatemala había adelantado en el mismo sentido. Las reformas de 1921 (régimen unionista) introdujeron normas tutelares del trabajo y el derecho de huelga. La Constitución de 1945, producto de la revolución de octubre, que definió con claridad el cauce del Estado Social, en particular regulando con amplitud, en el capítulo de garantías sociales, los derechos del trabajo, la sindicalización, la huelga, la seguridad social, y otros de suma importancia. Prestigio de espíritu visionario fue el Decreto 76 de 14 de diciembre de 1839, Declaración de los Derechos del Estado y sus Habitantes, que, en el marco del régimen conservador y recogiendo principios del Derecho Natural, tuvo el avance de plasmar el artículo 3º de la Sección 2 que por si mismo explica su valioso contenido en cuanto a reconocer la igualdad; el equilibrio social; la tutela al débil frente al fuerte; la protección legal de los indígenas con fines a su educación y de “evitar que sean defraudados de lo mejor que les pertenece en común o en particular y que no sean molestados en aquellos usos y habitudes aprendidos de sus mayores.” Las constituciones del Estado contemporáneo han regulado, con mayor o menor alcance y extensión, estos derechos económicos, sociales y culturales, llamados de segunda generación, respondiendo a corrientes de presión popular sustentadas en la necesidad de ampliar los derechos fundamentales de su mero ámbito individual; en la conveniencia de legitimar la intervención del Estado; de posibilitar la redistribución de los beneficios de la riqueza; facilitar la participación de los habitantes en la organización estatal y, en síntesis, hacer más accesible el principio jurídico de igualdad. La enumeración de tales derechos a prestaciones del Estado es casi ilimitada, pues depende de las prioridades y alternativas políticas que los habitantes logran extraerle al sistema. Así pueden anotarse los que protegen diversos grupos sociales: niños, jóvenes, ancianos, mujeres, débiles físicos y psíquicos, familia, indígenas, campesinos, trabajadores. Los que se catalogan por materia: salud, educación, cultura, trabajo, recreación, previsión social, cooperativismo, seguridad social, protección de minorías, identidad cultural, patrimonio cultural, protección del medio ambiente, etc. La Constitución de 1985 contiene normas protectoras o de apoyo a los sectores de menores recursos y que por su debilidad relativa merecen la solidaridad de la nación. Proclama el predominio del interés de la mayoría. Estas conquistas normativas por ahora no han alcanzado en forma universal la naturaleza de los derechos públicos subjetivos, oponibles contra cualquiera y exigibles al Estado, incluso por vía de la coerción. Aunque algunos de ellos se despojan de su carácter programático y pueden madurar hasta lograr su plena exigibilidad, otros aún están al pendiente de su positivación legislativa o de su materialización política. Algunos autores pesimistas los han inscrito en el “Catálogo de Ilusiones”. Sin embargo, las corrientes actuales los admiten como preceptivos en cuanto orientan y delimitan la acción del legislador. Generalmente la exigencia de efectividad de estos derechos deviene de omisiones políticas, por lo que en algunos países se ha mencionado la posibilidad de instar a la justicia constitucional que ordene su cumplimiento. Podría ocurrir que las Cortes resuelvan, en principio, interpretando su claro sentido orientador, y, según proceda, emitiendo una sentencia apelativa o de recomendación o una sentencia aditiva. 10. LA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA “Una doctrina de economía política debe incluir una interpretación del bien público basada en una concepción de la justicia” John Rawls Es curioso que las constituciones, por lo general, carezcan de un capítulo especial que determine las bases puntuales del régimen económico. Es probable que tal omisión quiera resaltar la naturaleza flexible de la política económica de los diferentes equipos de gobierno que se sucedan en el orden democrático. De suerte que, tratándose de materia altamente sensible en la contienda electoral, habría sido decisión del constituyente dejarla librada a la preferencia del pueblo soberano en cuanto adhesión a determinado programa de los sometidos a su elección. Hay, no obstante, ciertos principios que implican un posicionamiento respecto de las principales corrientes de ideología económica. Éstas, por definir el curso del modelo de Estado a escoger, se encuentran determinadas en los preceptos constitucionales. Así los capitalistas, liberales, dirigistas o totalitarios se instituyen en el esquema propio de la organización estatal. Fijadas estas bases a título de supremacía ordenadora, el juego de las preferencias programáticas, esto es, el mayor o menor énfasis que los partidos decidan aplicar sobre la economía, queda sometido a la decisión de su electorado. La ingeniería constituyente ha operado construyendo los cimientos del sistema político-económico de Estado; vistas y acabados, serán cuestiones de gusto de los votantes, volátiles como suelen ser. Otra de las cuestiones que plantea el régimen económico constitucional reside en la lógica consecutiva de los enunciados de la democracia social. Es obvio que el sentido de solidaridad humana que el constituyente trató de incorporar en normas del deber ser, y que adquirió concreción en los preceptos que ordenan transferir bienes de la cultura, la educación, la salud, el trabajo, la recreación y otros a las masas, requiere un correlato de financiación. El costo económico de la deuda social no puede obtenerse de simples postulados propositivos. Necesitan fondos que sólo podrían venir justamente de la riqueza social. De ahí la importancia de un régimen económico igualmente garantista. Han existido criterios de que el desarrollo podría ser un concepto idéntico a “crecimiento económico” y que era posible medir aquel por el aumento del producto nacional bruto, creyéndose que sus beneficios se irían “filtrando” de manera simple y natural a toda la sociedad. Sin embargo, se ha visto que el crecimiento económico es solo una parte del proceso, el cual comprende la evolución coincidente y complementaria de los aspectos sociales y políticos de la sociedad. Abarca de esa manera todas las áreas que dan sentido a la vida y pone énfasis en el alivio de los rigores de la pobreza. Por otro lado, aunque el simple crecimiento no implique automáticamente desarrollo justo; tampoco puede haberlo sin crecimiento. Es probable que esta interpretación coincida con el espíritu de la Constitución. El texto supremo reconoce dos elementos esenciales del capitalismo: a) la propiedad; y b) la renta. La primera está comprendida en el capítulo de los derechos humanos, como lo ha sido desde la proclamación francesa de 1789. La segunda es insita del anterior y se encuentra garantizada. Aun cuando no adjetivó la función social de la propiedad, la referencia no era del todo indispensable, habida cuenta que otros aspectos normativos orientan el sentido social del régimen constituido: “Estado como responsable de la promoción del bien común” (Preámbulo); su fin supremo es la realización del bien común (Art. 1); su deber es garantizar a los habitantes la justicia, la paz y el desarrollo integral de la persona (Art. 2). Asimismo, que el régimen económico y social de la República se funda en principios de justicia social (Art. 118). La propiedad está protegida en cuanto a los requisitos necesarios que justifiquen la expropiación y la prohibición de la confiscación y de las multas confiscatorias. Garantiza la propiedad intelectual. Reconoce la libertad de industria, comercio y de trabajo, salvo las limitaciones que por motivos sociales o de interés nacional impongan las leyes. Esta última referencia contiene una verdadera reserva legislativa, lo que significa que ninguna medida limitativa podría adoptarse si no es reglamentando una ley coherente con la Constitución. El constitucionalismo económico de la época requiere la estimación de factores palpitantes. De esta manera, un listado de cuestiones vinculadas podría incluir, al menos, los temas siguientes: procesos de globalización, integración económica, internacionalización de la economía, inversión de capitales nacionales y extranjeros, función del mercado, gestión económica privada, intervención del Estado en la economía, planificación económica, regulación monetaria, desarrollo rural, estímulos a la producción, procesos de desregulación (privatización) de empresas, funcionamiento estatal de sectores estratégicos, libertad económica, iniciativa privada, planificación, saneamiento presupuestal y asignaciones cautivas del gasto público para entes independientes o autónomos, nacionalización, bienes públicos y otros. Importante es la materia tributaria, que desarrolla con cierta amplitud: proscripción de la doble o múltiple tributación y de la de tipo confiscatorio. Esos instrumentos de la economía mixta, la rectoría del Estado en materia de desarrollo, y la necesaria compatibilidad entre el interés social y las libertades individuales son cuestiones de la Constitución Económica. 11. LA CONSTITUCIÓN CULTURAL “Cultura es la herencia social utilizada, revivida y modificada” Luis Recaséns Siches Entrar al tema del Derecho Constitucional Cultural es tanto así como iniciar un viaje al mundo de la creatividad, rico, vasto, múltiple, inagotable. Para empezar, delimítese el universo en dos grandes componentes: la naturaleza y la historia. Aunque de ambos se ocupa el Estado moderno, por ahora redúzcase al segundo, que es el producto intencional del ser humano. Obra significativa de la inteligencia, la emoción y la voluntad de los individuos, solitarios o en colectividad. Las funciones necesarias de la vida social son históricas. Esto es, crean y recrean; producen y reproducen; son legado e innovación. Este carácter continuo e inagotable lo dibuja Ortega y Gasset reconociendo que el hombre muere y que otras vidas suceden a la suya. Pero ese ser moral deja una herencia de civilización que sus beneficiarios transforman para entregar a otras generaciones. Esta obra es cultura objetivada en religión, política, técnica, ciencia, economía, derecho, educación, arte, y así todo lo instituido. También, lamentable, es crimen y es guerra. Alguna vez un joven genial, Oswald Spengler, reflexionando acerca del auge y declive de las civilizaciones teorizó que grandes contingentes humanos estaban sujetos a enormes ciclos vitales, siendo posible describir sus etapas e, incluso, predecir su inevitable caída. Su existencia es independiente de la de sus pueblos, pues éstos subsisten pero aquéllas perecen. Weber le contradice, porque no hay historias depositadas en estancos sino una sola historia mundial. Apreciación corroborada por Jacques Pirenne, quien sostiene que ésta es continuidad y solidaridad; lo que ha ocurrido hoy es consecuencia del pasado y fatalmente se proyectará, para bien o para mal, en el futuro. La importancia de la cultura como manifestación de la “humanidad del hombre”, quien por esa sola característica la puede construir, a diferencia de los animales que no tienen sentido histórico, no podía quedar al margen del sistema ordenador de la conducta social, y, por ello, el constitucionalismo la proclama, protege y estimula, en particular en cuanto se refiere a la herencia o patrimonio cultural. Los tratadistas españoles hablan ahora de la Constitución cultural en los términos que se han elaborado la teoría jurídica de lo social y lo económico. Como se sabe, antes de la Constitución mexicana y la de Weimar, los textos regulaban la organización del Estado y las libertades individuales. La evolución del constitucionalismo incorporó a partir de aquellos textos los derechos humanos económico-sociales (trabajo, seguridad social, educación, etc.) Ha seguido avanzando y se han elevado a rango supremo los derechos al goce del patrimonio cultural y natural. Esta incorporación puede estimarse como el reconocimiento del ejercicio del individuo sobre bienes que son parte del cultivo de la vida y, por ello, derecho al desarrollo integral de la persona. Las constituciones modernas establecen la tutela del Estado sobre el patrimonio cultural. Es una esfera del intervencionismo que, en su sustancia, no ha sido discutido ni puesto en contraste con la libertad de acción de los individuos ni con la economía de mercado. No hay duda que en materia de protección de dicho patrimonio se precisa la intervención directa y eficaz del Estado, que no es otra cosa que la sociedad misma. La Constitución cultural se perfila desde tres puntos de vista: 1) Subjetivo. Aquí el sujeto activo de la protección es el Estado, aunque no tiene gran relevancia precisarlo, habida cuenta que la tutela se establece propter rem; esto es, en cuanto a los objetos mismos, por lo que aplica tanto a los públicos como a los privados. 2) Objetivo. El listado del patrimonio cultural comprenderá bienes históricos, culturales y artísticos. 3) Formal. Podría resumirse en tres funciones precisas: conservación, promoción y enriquecimiento. Estas gestiones pueden efectuarse por diferentes vías, bien sean prohibitivas con su correspondiente coacción, o estimulativas. En todo caso, precisa de aparato administrativo, legislación apropiada y recursos financieros suficientes. El constitucionalismo cultural se puede ubicar en los textos guatemaltecos desde la Constitución de 1945 en sus artículos 86 y 87; en la de 1956, en los artículos 108 al 109; en la de 1965, en los artículos 106 al 110. En la vigente en los artículos 57 (derecho a la cultura), 58 (derecho a la identidad cultural), 59 (la cultura como ocupación del Estado), 60 (enunciación y defensa del patrimonio, normación específica de los bienes culturales), 61 (reconocimiento implícito de derechos de solidaridad por declaratoria de patrimonio mundial), 62 (protección de otras formas culturales como la expresión artística, el arte popular, el folklore, y las artesanías e industrias autóctonas, apoyo económico y promoción del arte popular y mandato de gestión positiva), 65 (organización administrativa del sector cultural) y 66 (protección de formas culturales indígenas) 12. LA CONSTITUCIÓN AMBIENTAL “Mirad, y ved todo el mundo, ¿veis claramente los cerros y los llanos? Probad a verlo todo, les fue dicho, y luego lo vieron todo cuanto había en el mundo. Y luego dieron gracias al Creador y Formador” Popol Vuh (paleografía de Estrada Monroy) El constitucionalismo, como se sabe, registra el proceso de incorporación de valores y principios según hayan madurado en la sociedad para alcanzar la categoría de derecho positivo de rango superior. De ahí que de los enunciados liberales, que recogen los derechos humanos de primera generación, originarios de los textos escritos históricos (Constitución estadounidense, con sus enmiendas, y francesa), pasara al reconocimiento de los derechos humanos económicos y sociales, llamados de segunda generación. En la actualidad la tendencia es a constitucionalizar derechos colectivos como los culturales, al desarrollo, a la paz y a la solidaridad. De este género serían los que pretenden la conservación y mejoramiento del medio ambiente natural. De manera que así como los ideólogos han elaborado la teoría de la constitución cultural, debe agregarse ahora la que concierne a la naturaleza, o sea, la constitución ambiental. En ésta se eleva a rango supremo la necesidad de proteger el universo externo de la voluntad humana. A diferencia de la cultura, que es producto histórico, el medio ambiente preexiste al hombre, aunque, como se demuestra empíricamente, pueda ser modificado y hasta destruido por sus beneficiarios. Tiempos hace que la humanidad creyó que su propio crecimiento era ilimitado, proponiéndose para subsistir el dominio de la naturaleza. Sin embargo, la experiencia ha enseñado que ella obedece a sus propias reglas, que de no ser respetadas conducen a su desaparición. La ecología se ha ocupado del caso. Tratándose de un problema de regulación de conducta, lógico resulta que ingresara a la normatividad del Estado y, en cierta medida, quedara respaldada su intervención en cuanto su deber de proteger el interés social sobre el que pudieran tener los individuos, en particular cuando aquél postule derechos a la subsistencia y al bienestar de todas las generaciones. Esta conciliación no es fácil en el Derecho y tampoco deviene tan operante para decidir los casos concretos. Si bien el crecimiento explosivo de la población, alterado por migraciones masivas, puede ser uno de los factores degradantes de la naturaleza tampoco es posible desconocer que el entorno ambiental no existe para sí mismo sino para servir a los seres humanos. La cuestión de equilibrio radica en conciliarlos con criterio razonable. Los norteamericanos que estuvieron entre los primeros en manifestar su preocupación por el deterioro acelerado de los ecosistemas (y que son importantes responsables de ese daño) no creen totalmente en la solución intervencionista en la medida en que fuere posible delegar en los propietarios su cuidado, con el argumento que lo harían en forma más eficiente a fin de proteger sus propios intereses. La realidad del crecimiento acelerado de la población en las regiones más pobres del planeta conduce a temer la destrucción del sistema natural, que es, por razones del atraso, el principal sostén de su economía primaria. Esta paradoja ha hecho surgir el concepto de desarrollo sustentable, que es una noción moderna de difícil precisión. Quizás una definición bastante aproximada la tenemos en los comentarios de Pedro Pablo Morcillo, experto del BID, quien denota la conciliación que debe haber entre aprovechamiento y conservación de los recursos naturales, dado que no son ilimitados pero tampoco intocables, por lo que deben usarse para satisfacer nuestras necesidades pero sin que ello implique destrucción y deterioro de los sistemas. Conforme es corriente en el Derecho constitucional, estas ideas han encontrado arraigo con antelación en Declaraciones internacionales en las que la comunidad ha procurado recoger consensos de los enfoques jurídicos de las diversas regiones en donde el problema haya sido tratado con especificidad. Impulsoras de tales movimientos resultan entonces la Conferencia de Estocolmo y de Río de Janeiro. En lo positivo, la Constitución contiene disposiciones protectoras del patrimonio natural en los artículos 64, 119 inciso c), 125, 126, 127 y 128. De forma indirecta, pero válida para los efectos de interpretación, en el Preámbulo y en los artículos 1° y 2°. La Corte de Constitucionalidad se ha ocupado en diversas oportunidades del asunto, afirmando en su jurisprudencia cuestiones sustanciales. Por ejemplo: “...el desarrollo sostenible (...) debe entenderse comprendido en el patrimonio natural de la Nación tutelado por el artículo 64 constitucional. De idéntica manera como existe regulación de interés social sobre el patrimonio cultural también la preocupación del constituyente ha cubierto el acervo natural de los habitantes del país. En ambos casos, el principio de dominio eminente del Estado tiende a proteger una riqueza que pertenece a las diferentes generaciones guatemaltecas y, por ello, es viable su regulación legal y administrativa con fines a su preservación, protección, conservación y restablecimiento.” [Expedientes 575-98 y 1186-2000] El Derecho Ambiental en Guatemala ha evolucionado desde un tímido enfoque hasta la inteligencia actual de que se trata de un tema de relieve mayor, en el que se justifica la intervención del Estado como representación jurídica de la sociedad. Ese Derecho tiene nombres muy significados y, entre estos, no pueden quedar olvidados dos de los más notables: profesor Jorge A. Ibarra y Mario Dary Rivera, precursores en la defensa del patrimonio natural de la nación. 13. LA CONSTITUCIÓN COSMOPOLITA “Si examinamos los aspectos en que la comunidad mundial carece de cohesión tendremos una clave para comprender las deficiencias de la moral internacional” E. H. Carr La sabiduría de una Ley Fundamental se descubre en su carácter actual, capaz de percibir la realidad de su mundo para normarlo conforme el sistema de valores de la sociedad que la dicta, y en su avanzada visión de los procesos evolutivos que la preparen para los cambios que se presienten. Desde sus propios orígenes en el Estado han pugnado dos tendencias: el localismo y la apertura. Lo curioso es la cohabitación de ambas corrientes en el mundo. Al interior, las políticas predican las virtudes del aislacionismo y, por veces, hasta han logrado imponerse en el marco estrecho de los nacionalismos (recuérdese a los Estados Unidos rechazando su adhesión a la Liga de las Naciones) y, en lo diplomático, reconociendo la organización internacional como realidad de las relaciones virtuales e inevitables. Lo cierto es que muchos Estados han pagado altos costos por su radicalismo, en parte por no asimilar las lecciones de la historia. El estadonación incurrió en los mismos errores de las ciudades-estado de la antigüedad. Dice al respecto Leslie Simpson que en vez de establecer un equilibrio satisfactorio entre la cooperación y la competencia, las relaciones estuvieron caracterizadas por un exceso de la última y por muy poco de la primera. Los resultados fueron las guerras recurrentes que se desencadenaron. Asimismo, que durante los periodos en que la humanidad se ocupó del armamentismo y del conflicto, poco tiempo tuvo para programar la cooperación de todos los pueblos dentro de un justo concepto redistributivo, tan válido en lo colectivo como en lo nacional. De ahí esta moraleja: en épocas de grandes conflictos, es cuando más se necesita de la diplomacia en lo internacional, como de la política en lo nacional. En la Constitución Política de 1985 Guatemala reconoce la validez de aquel Derecho internacional que por su carácter universal contiene reglas imperativas admitidas como fundamentales de la civilización. De esta manera el artículo 149 dispone que normará sus relaciones con otros Estados de conformidad con los principios, reglas y prácticas internacionales con el propósito de contribuir al mantenimiento de la paz y la libertad y al respeto y defensa de los derechos humanos. Esta prescripción, no obstante su forma unilateral, constituye un vínculo jurídico internacional. Coadyuvan con esta posición los preceptos constitucionales de los incisos b) y c) del artículo 142, que tienen como referentes al derecho internacional y a las prácticas internacionales. En cuanto a la fuerza normativa que los tribunales deben observar, se señala el principio que la Constitución prevalece sobre cualquier ley o tratado (artículo 204), exceptuándose todo lo que se refiera a la materia de derechos humanos, que por virtud del artículo 46, se somete al principio general que los tratados y convenciones aceptados y ratificados por Guatemala tienen preeminencia sobre el Derecho interno. Consecuente con la imperatividad del Derecho internacional público deviene la obligación de aplicar el derecho extranjero por la naturaleza cosmopolita de las personas y la coexistencia de los Estados. Esta posibilidad de elección de la norma es materia eminentemente judicial, justificada en que debe hacerse en los casos que la ley extranjera revele el Derecho y, desde luego, cuando haya sido relevante por haber adquirido la persona una condición, derecho u obligación en el marco jurídico del país indicado. Nuestro constitucionalismo ha mantenido la nostalgia de la unidad centroamericana. Así, desde disposiciones que asumían el compromiso sin ninguna duda, como en el artículo 10 del Decreto constitucional 76 del régimen conservador de 5 de diciembre de 1839, que rezaba: “El pacto de unión que el Estado celebre con los demás de Centroamérica, será religiosamente cumplido, como parte de su ley fundamental”. Igualmente sustentado por su radical opuesto, el régimen liberal: “Y siempre que se proponga la nacionalidad Centro-Americana de una manera estable, justa, popular y conveniente, la República de Guatemala estará pronta a reincorporarse a ella.” (Art. 2°) Persiste esa vocación en el artículo 3 de la Constitución del régimen revolucionario: “Guatemala se reconoce parte de la Federación de Centro América, actualmente disgregada... y se esforzará porque se restablezca, parcial o totalmente y en forma popular y democrática, la Unión Centroamericana.”. En sentido semejante los artículos 4° y 2 de las constituciones de 1956 y 1965, respectivamente. Nuestra Constitución reitera la disposición unionista de Guatemala, prescribiendo expresamente en el artículo 151: “Guatemala, como parte de la comunidad centroamericana, mantendrá y cultivará relaciones de cooperación y solidaridad con los demás Estados que formaron la Federación de Centroamérica; deberá adoptar las medidas adecuadas para llevar a la práctica, en forma total o parcial, la unión política o económica de Centroamérica. Las autoridades competentes están obligadas a fortalecer la integración económica centroamericana sobre bases de equidad.” Resulta muy valioso consignar que por el artículo 171, inciso l, núm. 2 prácticamente se abre la posibilidad de la creación de órganos supranacionales de tipo comunitario del istmo. 14. LA CONSTITUCIÓN NORMATIVA “¿Queréis dar una salvaguardia a la Constitución, un freno saludable que contenga a cada acción representativa en los límites de su preocupación especial? Estableced una jurie constitutionnaire” Sieyés (discurso a la Convención) Un ligerísimo repaso de la evolución del régimen que iniciando por el Estado liberal de Derecho ha llegado al vigente Estado constitucional de Derecho, situaría sus antecedentes en la aplicación privilegiada que el sistema británico hace de su constitución no escrita, conceptuada en la cúspide como “higher law” y en el precedente estadounidense que por vía de la revisión judicial declaró, en la ilustre y famosa sentencia de 1803 del juez Marshall, la ilegitimidad de una ley contraventora de la Constitución. Europa continental afinó la idea y fue plasmándola en la fórmula de tribunales constitucionales surgidos después de la segunda gran guerra. En Guatemala, el constituyente, reaccionando a una situación de violencia e irrespeto a los derechos humanos y de quiebra del Estado de legalidad, trató de instituir un nuevo sistema en el que la efectividad de los derechos fuese una de sus propiedades, quizás recordando la afirmación de que “las libertades públicas valen, en la práctica, lo que valen sus garantías”. El nuevo modelo de Estado, surgido con la Constitución Política de 1985, no sólo mantuvo los principios tradicionales de supremacía de la Constitución y la división de poderes, sino, teniendo en cuenta que “el problema básico de los derechos humanos no es tanto el de justificarlos como el de protegerlos”, instauró el Estado Constitucional de Derecho. No es prematuro asegurar que el régimen jurídico constitucional surgido del consenso político de 1985 ha sido el marco adecuado para concertar la paz que concluyó tres décadas de enfrentamiento armado y que abrió un espacio común adecuado para el debate de las diferentes alternativas ideológicas, tanto en su posibilidad de acceso al poder como en la de estimular el diálogo que modere cualquier exceso partidarista o tendencioso. Al menos, coetáneos con la vigencia constitucional se han sucedido gobiernos elegidos por sufragio libre y universal. Asimismo, han funcionado, con mayor o menor intensidad, los controles políticos de la democracia: alternabilidad, independencia de los poderes del Estado, interpelación parlamentaria, veto presidencial y fuerza significativa de la opinión pública. Esos contralores, que estuvieron regulados en constituciones anteriores, hubieran parecido suficientes a los constituyentes, puesto que en sí mismos poseen el vigor necesario para garantizar las libertades públicas y el proceso democrático. Sin embargo, escarmentados por su fracaso, produjeron la verdadera transformación del régimen de garantías apoyados en dos conceptos fundamentales: i) la idea de que la Constitución es una norma jurídica plena y suprema; y ii) que está protegida o tutelada por una jurisdicción privativa: la Corte de Constitucionalidad. Esto implicó un gran paso en la evolución jurídica del país. En teoría, el Estado de Derecho alcanzó sus mayores grados de realización cuando estuvo al alcance de los habitantes la posibilidad de impugnar los actos del gobierno por medio de la jurisdicción contenciosoadministrativa y de enfrentar la potestad judicial por medio del recurso de casación. Pero en ambas situaciones el control fue de mera legalidad, ya que las resoluciones que los decidían se sustentaban en el derecho positivo. De modo que los tribunales estimaron que la invocación de valores, principios y preceptos contenidos en la Constitución no era pertinente en cuanto no se vinculara con normas jurídicas explicitadas en leyes determinantes. Las doctrinas de casación situaron el alcance constitucional como meros mandatos orientadores y programáticos que requerían la inmediación legislativa para hacerlos operantes y efectivos. Esa interpositio legislatoris anuló de hecho la normatividad directa de la Constitución. Con tales antecedentes, lo novedoso de la Ley de leyes de 1985 fue la institución de una Corte independiente y permanente competente para declarar la voluntad concreta de la Constitución. Este Tribunal no vaciló en resolver, primero, su propia naturaleza de intérprete supremo; luego, que la Constitución es una norma jurídica directamente aplicable, y, como tal, alegable o exigible en cualquier jurisdicción. Asimismo, que todos los poderes públicos, incluido el legislativo, tienen límites en sus respectivas potestades impuestos por el principio de supremacía y quedan sujetos a dicho contralor. En síntesis: quedó configurado el Estado Constitucional de Derecho. El citado principio de supremacía obliga a los propios tribunales ordinarios en diferentes formas. Entre tales: cuando conoce el enjuiciamiento previo de constitucionalidad por la vía de la acción concreta; vinculándose a la doctrina legal emitida por la Corte, que por su reiteración adquiere carácter normativo; en los casos en que la regla secundaria deba ser interpretada y en aquellos en que puede reconocer la existencia de derogación tácita de disposiciones preconstitucionales por contravención sobrevenida. Lo importante ha sido el paso dado por Guatemala al incorporar un sistema novedoso que, a pesar de su incipiente desarrollo, ha sido uno de los elementos de la institucionalidad, de la democracia y de la paz. 15. LA CONSTITUCIÓN ARMADA “El presupuesto y la espada no deben estar en las mismas manos.” James Madison Formación Histórica El Ejército, como una institución de la sociedad, corresponde a valores históricos diversos. En Roma la evolución política de los ejércitos registra variedad de conformaciones militares, bien como: • El pueblo armado, como en los tiempos originarios • El ejército aristocrático de las monarquías • El ejército demagógico de las guerras civiles • El ejército regular y profesional de los Césares. * El feudalismo partió de los ejércitos personales de los barones a los ejércitos obedientes a un solo amo, en este caso el que logró unificar las baronías en el Rey. La revolución francesa, consolidada por Napoleón, producirá los ejércitos regulares formados bajo el principio de que siendo todos los ciudadanos iguales ante la ley, también les correspondía por igual la defensa de la patria. Este presupuesto democrático implicará la eliminación progresiva de privilegios o exenciones del servicio militar, hasta admitir sólo aquellas que se basaran en la incapacidad física de los individuos. En la época actual, en algunos países (cada vez más numerosos) se ha agregado la incompatibilidad moral, o sea la objeción de conciencia como justificación válida para obtener una dispensa del servicio. En sus términos más extremos, como lo han logrado algunos países en el curso de su historia, se llega al concepto de “la nación en armas, en la que todo hombre útil será, en caso de guerra, un combatiente.” * Eduardo de No Louis, Nueva Enciclopedia Jurídica, Seis, Barcelona, tomo VIII En materia jurídica y política resulta interesante el estudio de las instituciones, porque su evolución, conforme los tiempos y las circunstancias, demarca algunos parámetros para explicar los conceptos actuales y prever las construcciones del futuro. Contexto Nacional Con relación al Ejército de Guatemala los ordenamientos jurídico-políticos supremos han registrado las tendencias dominantes de cada época. Desde su reconocimiento implícito como realidad social hasta su regulación legal más completa, según el mayor o menor grado de presencia que la institución haya tenido y de las doctrinas políticas dominantes de cada época. Es así como en los textos constitucionales hemos de encontrar los tópicos de la organización y misión del Ejército, su ubicación en el engranaje organizado del Estado, la línea de jerarquía, la obligación del servicio militar ciudadano y la regulación de un fuero militar y las exclusiones que afectaren al cuerpo militar. Época Colonial Un remoto viaje al pasado constitucional, se ubicaría en el primer cuerpo jurídico supremo que formal, pero no de hecho, prevaleció para Centro América, la Constitución de Bayona, que fue consecuencia del dominio del Imperio napoleónico, aunque no hace referencia al Ejército de cada provincia o lugar característico. Esa Constitución, que comprende la idea de la monarquía constitucional, dispuso la creación de nueve ministerios, de los cuales hay específicos para el de Guerra y el de la Marina. Interesante resulta la inclusión del ministerio de Policía general, lo cual significó una clara diferencia de las esferas de actuación de los cuerpos de seguridad, pues unos son típicamente militares en tanto que el otro es de naturaleza civil. También destaca, en lo que al Ejército concierne, que esa Constitución preceptuó una alianza perpetua ofensiva y defensiva entre España y Francia, ordenando que un tratado especial determinaría el contingente de tierra o de mar de contribución de cada una de las dos potencias en caso de guerra. El cambio de rumbo político de la Metrópoli obligó a un nuevo régimen constitucional, recogido en la Carta de Cádiz de 1812 que en la práctica no tuvo positividad por no haberla querido jurar el monarca constitucional que, aunque depositario del poder ejecutivo, debería estar sometido, de alguna manera, al poder representativo. De ahí se explica el simbolismo del artículo 122 que disponía: “En la Sala de las Cortes entrará el Rey sin guardia…” Resultan interesantes sus prescripciones relacionadas con los temas político-militares. En primer término, el artículo 356 que estableció: “Habrá una fuerza militar nacional permanente, de tierra y de mar, para la defensa exterior del Estado y la conservación del orden interior.” Este precepto coloca, como era tradicional en los ejércitos europeos de su tiempo, a la fuerza dentro de una doble esfera de función: la externa y la interna de la seguridad del Estado. De las siete secretaría (equivalentes a ministerios) dos eran propiamente militares: despacho de Guerra y despacho de Marina. En el Título correspondiente, quedan atribuidas algunas funciones a las Cortes, como las de fijar anualmente el número de tropas que fueren necesarias según las circunstancias, y el modo de levantarlas que fuere más conveniente. También atribuyó a dicho cuerpo parlamentario la potestad de fijar el número de buques de la marina militar que habrían de armarse o conservarse armados. El órgano legislativo debía establecer por medio de ordenanzas todo lo relativo a la disciplina, orden de ascensos, sueldos, administración y cuanto correpondiese a la buena constitución del ejército y de la armada. El Rey, como órgano ejecutivo, tenía competencias propias, entre ellas: mandar los ejércitos y armadas y nombrar los generales y los empleos militares; disponer de la fuerza armadas distribuyéndola como más conviniera; declarar la guerra y hacer y ratificar la paz. El servicio militar se entendía obligatorio, según mandato del artículo 9º. que disponía: “Esta asimismo obligado todo español a defender la patria con las armas cuando sea llamado por la ley.” Por el artículo 250 se reconoció fuero judicial para los militares. Época Independiente La Constitución del Estado de 1825, preceptuó en el Título XII lo relativo a la fuerza pública, instituida para defender al Estado de los enemigos exteriores, para concurrir a la defensa general de la República y para asegurar en lo interior del Estado el orden y la ejecución de las leyes. Es importante el artículo 239 porque, por primera vez, preceptúa el carácter obediente y no deliberante de la fuerza pública. En el artículo 241 se define dicha fuerza como compuesta de las tropas de continuo servicio que se juzguen necesarias y que se levantarán en los tiempos de paz con acuerdo del Congreso Federal: de la milicia activa y de las milicias cívica o local. La dirección le correspondía al Ejecutivo. Sería importante investigar el funcionamiento del Consejo Representativo que, según el artículo 127, propondría ternas al poder ejecutivo para el nombramiento de diversos funcionarios, entre ellos “el comandante general de las armas y de los jefes militares de coronel inclusive.” En cuanto al fuero militar el artículo 174 disponía: “Los crímenes militares serán juzgados por tribunales y jueces militares designados por la ley” y el 248 que “la ordenanza de la fuerza pública clasificará exacta y precisamente los delitos militares y determinará la forma de los procedimientos.” Período Conservador Las regulaciones de la época conservadora quedaron formuladas en Declaraciones de derechos, leyes constitutivas y en el Acta de 1859. Conforme sus varias disposiciones quedaba a cargo del Presidente, o sea del Jefe del Ejecutivo, la defensa de la independencia del Estado y la inviolabilidad de su territorio. Con ese objeto, y el de la conservación del orden interior, podría mandar levantar y organizar las fuerzas necesarias, haciendo que se mantuvieran bajo la mejor disciplina y observara las ordenanzas del ejército. Quedaba a cargo del alto funcionario el nombramiento de los jefes y oficiales del ejército. El carácter dominante del sistema presidencial, le atribuía la potestad de declarar la guerra y hacer la paz. En esta etapa, en la cual el carácter representativo tenía matices corporativos de las diferentes fuerzas sociales del país, con singular presencia de las autoridades eclesiásticas, es importante observar que para la Junta Consultiva se llamaba también al Comandante general, con lo que lo hacían participar en deliberaciones de orden político del Estado. Son varias las disposiciones que se relacionan con el fuero militar, aunque no queda determinado el campo de su aplicación, que de seguro (que es cosa de investigación histórica) quedaba relegado a las ordenanzas, así como lo relativo a la conscripción para formar las fuerzas y las milicias. Régimen Liberal El régimen liberal, instaurado a partir de 1871, consolidó jurídicamente en la Constitución emitida en 1879 y sus diversas reformas. La potestad máxima de declarar la guerra y de aprobar o improbar los acuerdos de paz correspondía al órgano legislativo. Asimismo, a éste quedó atribuido conferir los grados de los generales, regulando algunas condiciones para su merecimiento. Al ejecutivo se le encomendaba mantener ilesos y defender la independencia, la integridad y el honor de la Nación y la inviolabilidad de su territorio. Tenía también la facultad para movilizar la fuerza necesaria para rechazar una invasión extranjera o para impedir o sofocar las insurrecciones interiores, así como para el caso de declaración de guerra. En materia de jerarquía, le correspondía conferir las distinciones militares, en una regulación constitucional de ciertas condiciones y con referencia a la Ley de Ascensos, que de haber existido sería interesante analizar con detalle. El sistema mantuvo disposiciones de justicia militar, que fueron desarrolladas en el Código vigente a la fecha. Época Moderna Los cambios sustanciales en el orden social que motivó el movimiento armado de octubre de 1944 tuvieron, en cuanto al Ejército, una normativa muy evidente de la presencia militar clave en la transformación, en parte, debido a las motivaciones que tuvieron los miembros del ejército en el alzamiento, causadas por las arbitrariedades del mando y la sujeción férrea al mismo. El Decreto 17 de la Junta Revolucionaria de Gobierno es testimonio de ese cambio sustancial de enfoque respecto del nuevo ejército, y así resulta indicativo el artículo IV: “Nueva constitución y organización del Ejército, que garantice en forma efectiva su posición apolítica y le permita desempeñar la función para que fue instituido, de defender la libertar, la Constitución y la integridad nacional, creando dentro de la nueva organización de éste una garantía efectiva para sus miembros a efecto de que su profesión quede instituida bajo bases sólidas que no pueden ser destruidas a capricho del gobernante, quien no tendrá injerencia en la organización técnica ni profesional del mismo, la cual será delegada en el Consejo Superior del Ejército para obtener así la posición social y profesional que merece.” Esta declaración de principios marca un cambio radical respecto de la idea del Ejército como simple proyección armada del poder público, encargado de la seguridad externa e interna del Estado pero sin ninguna posibilidad deliberativa en cuanto al acatamiento de la voluntad política del jefe de gobierno y a la vez cabeza de la jerarquía militar. La lectura de los principios del apartado IV del citado Decreto, permite suponer la confusión de conceptos que, eventualmente, podrían estar en pugna operativa. Por un lado, afirma el carácter profesional de la institución, por su naturaleza apolítica, y su misión clave de defensa de la integridad nacional. Por otro, le asigna objetivos claramente políticos o jurisdiccionales: la defensa de la libertad y de la Constitución. Además, en lo orgánico, significó la ruptura de la línea tradicional al sugerir la creación del Consejo Superior de la Defensa, órgano deliberativo e integrado por un sistema eleccionario que fácilmente conduciría a la politización de la Institución, como en efecto resultó. La Constitución de 1945 recogió parte de tales principios en diferentes preceptos en particular ubicados en un capítulo específico del Ejército. El artículo 149 es suficiente para definir el entramado completo de la Institución armada: “El Ejército Nacional está instituido para defender la integridad territorial de la Nación, sostener el cumplimiento de la Constitución y el principio de alternabilidad en la Presidencia de la República. Es apolítico, esencialmente profesional, obediente y no deliberante. Se organiza como institución garante del orden y de la seguridad interior y exterior, y está en un todo sujeto a las leyes y reglamentos militares. Podrá ser llamado por el Ejecutivo a cooperar en obras de comunicaciones, reforestación e incremento de la producción agrícola.” La asignación de funciones de orden político queda entendida en el artículo 154 que disponía la toma de juramento del Jefe de las Fuerzas Armadas y del Ejército ante el Congreso, entre ellas: defender “los derechos y libertades del pueblo”, garantizar “el imperio de la democracia”. En lo orgánico quedó instituido el Consejo Superior de la Defensa, que despoja del poder tradicional al Ejecutivo en materia militar, aunque el Jefe de las Fuerzas Armadas alternara en algunos aspectos con el Ministro de la Defensa y en otros tuviera superioridad sobre éste. La jerarquía resultó confusa, entreverándose en algunos casos con el complicado sistema para definir los ascensos: a) otorgados por el Presidente de la República; b) a propuesta del Jefe de las Fuerzas Armadas, c) por medio del Ministerio de la Defensa Nacional, y d) con aprobación del Consejo Superior. Los ascensos a General introducían otra escala más: el otorgamiento por el Congreso de la República. El servicio militar quedó ordenado como obligatorio para todos los guatemaltecos (artículo 150). El llamado fuero militar existió en el artículo 164, que entre otras disposiciones rezaba: “Del fuero de guerra sólo gozan los individuos en servicio activo que pertenecen al Ejército y exclusivamente en asuntos de naturaleza militar.” En cuanto a exclusiones, no podían ser diputados los miembros del Ejército. La exclusión del sufragio proviene del precepto que regula el derecho de petición en materia política (artículo 30). Constitución de 1956 El artículo 180 retornó a las funciones tradicionales de la fuerza armada: salvaguardar el territorio y la soberanía e independencia de la Nación y la conservación y la seguridad interior y exterior y del orden público. Asimismo, contiene la reserva de que se rige por leyes y reglamentos militares. Se le agregó la cooperación con el Ejecutivo en situaciones de emergencia o calamidad pública o en obras y actividades de utilidad nacional. También quedó ordenado que el Ejército es obediente y no deliberante, obligando a sus miembros a mantenerlo como una institucional profesional, digna y esencialmente apolítica. Lo más notable, desde luego, fue la supresión del Consejo Superior de la Defensa y de cualquier órgano parecido que mantuviera la deliberación política o de intereses dentro de las fuerzas armadas. En consecuencia, preceptuó el carácter del Presidente de la República como Comandante General del Ejército de Guatemala. El servicio miliar continuó siendo obligatorio. La exclusión de los militares del sufragio correspondió igualmente a su exclusión del derecho de petición en materia política. El artículo 196 mandaba que los Tribunales Militares conozcan “de los delitos o faltas cometidos por los miembros del Ejército.” Esto es, que hubo un fuero militar. Constitución de 1965 La definición normativa y orgánica se encuentra esencialmente en el artículo 215: “El Ejército de Guatemala es la institución destinada a mantener la independencia, la soberanía y el honor de la Nación, la integridad en su territorio y la paz en la República. Es único e indivisible, esencialmente apolítico y no deliberante; está integrado por fuerzas de tierra, aire y mar; su organización es jerárquica y se basa en los principios de disciplina y obediencia.” En lo jerárquico confirma el carácter del Presidente como Comandante General del Ejército. El Ejército, según el artículo 219, deberá prestar su cooperación en situaciones de emergencia o de calamidad pública. Es evidente que lo excluyeron de otras actividades civiles, que en anteriores constituciones se habían señalado. También quedó establecida la reserva a su desarrollo por su Ley Constitutiva y por las leyes y reglamentos militares. Igualmente los miembros del Ejército quedaron excluidos del derecho de sufragio y del de petición en materia política. Tampoco han gozado del derecho de asociación. En el artículo 259 quedaron instituidos los Tribunales Militares y su competencia para conocer de los delitos y faltas cometidos por los miembros del Ejército en servicio activo, y lo extendió a los militares fuera de servicio y a los civiles que fueran jefes o cabecillas de acciones armadas contra los poderes públicos. Constitución de 1985 Dedica también un capítulo al Ejército. El artículo 244 es de carácter fundamental y define la naturaleza y fines de las fuerzas armadas: “El Ejército de Guatemala, es una institución destinada a mantener la independencia, la soberanía y el honor de Guatemala, la integridad del territorio, la paz y la seguridad interior y exterior. Es único e indivisible, esencialmente profesional, apolítico, obediente y no deliberante. Está integrado por fuerzas de tierra, aire y mar. Su organización es jerárquica y se basa en los principios de disciplina y obediencia”. Se repite la dualidad de la misión de las fuerzas armadas en cuanto al concepto seguridad. Es evidente, que en problemas de insurrección armadas, aunque fuera de parte de civiles, cuando alcanzara proporciones insalvables por las fuerzas civiles regulares, la intervención del Ejercito podría ser constitucionalmente correcta, quedando, desde luego, a salvo lo relativo a cumplir con órdenes superiores y dentro de los márgenes legales del caso. Como en anteriores constituciones, con la prescripción del artículo 245 se declaró punible la organización y funcionamiento de grupos armados no regulados por ley. La redacción ambigua del artículo no es terminante en cuanto a la exclusividad del Ejército, aunque por interpretación constitucional, por lo establecido en el segundo párrafo del artículo 244, por su carácter “único” debe entenderse que la ley no podría regular la organización de grupos armados con atribuciones semejantes a las de la Institución militar. El artículo 249 complemente competencias del Ejército relativas a cooperar en situaciones de emergencia o calamidad pública. El Congreso tiene la potestad de declarar la guerra y de aprobar o improbar los acuerdos de paz. En esto, es claro que se mantiene una tradición constitucional desde 1979. El Ejecutivo también tiene sus atribuciones de mantener la integridad territorial y la dignidad de la Nación. En el aspecto de máxima jerarquía, el artículo 246 reconoce en el Presidente de la República la calidad de Comandante General del Ejército y la militar (general o coronel) del ministro de la Defensa Nacional, con las atribuciones de decretar la movilización y desmovilización de las fuerzas y de otorgar los ascensos en la profesión militar. El servicio militar de los ciudadanos quedó como un deber en el artículo 135 inciso g), lo que debe quedar desarrollado en la ley del caso. En cuanto a exclusiones se agregaron a las tradicionales (limitaciones del derecho de petición en materia política, petición colectiva y de sufragio), la prohibición de optar a cargos de presidente o vicepresidente si hubiesen estado de alta antes de cinco años de la convocatoria. El artículo 219 estableció el llamado fuero militar, que ha sido discutido en cuanto a sus alcances y la determinación de la jurisprudencia de limitarlo únicamente a los casos de delitos “militares”. Como en anteriores textos, se reserva a la ley ordinaria, llamada Ley Constitutiva, y a las leyes y ordenanzas, el desarrollo de los enunciados constitucionales. 16. LA CONSTITUCIÓN RELIGIOSA “Iglesia libre en el Estado libre” Cavour La Constitución, como código de preceptos que rigen la vida social, con aspiración de generalidad de la que derivarían las normas particularizadas a las diversas concreciones de la comunidad para las cuales y por las cuales ha tenido origen, no podía eludir su vinculación con el concepto natural de la divinidad y su expresión religiosa. De éstas, como consecuencia, con su institucionalidad eclesial. La Historia de las relaciones de la iglesia con el Estado es voluminosa, porque ha procesado las vicisitudes humanas desde los orígenes de las agrupaciones sociales. Estadios que parten desde las teocracias, que consolidaron en uno solo los poderes espirituales de la religión con los civiles y militares del poder. Luego la Edad Media con la oficialización de los credos, profesados según los dictados del poder y con exclusión, a veces violenta, de cualquier culto disidente. Los movimientos de Reforma implicaron la ruptura de la hegemonía papal y el surgimiento de otra gran religión, siempre con pretensión de ser el credo oficial del Estado. El Iluminismo y la Revolución trajeron la idea del Estado laico. En ideólogos políticos como Thomas Jefferson se materializó el concepto de ámbitos distintos para el Estado y la Iglesia. De ahí, en las democracias modernas quedó cancelado el régimen confesional y se institucionalizó el principio de la libertad religiosa. En el constitucionalismo guatemalteco se pueden registrar los procesos de evolución jurídico-constitucional que transitan desde la concepción del Estado oficialmente católico al Estado oficialmente laico, con sus matices y sus perspectivas. Para un recorrido retrospectivo de las prescripciones constitucionales, convendrá agrupar el tema en seis elementos de observación: a) invocación de Dios; b) oficialización religiosa; c) libertad de credo; d) relación con el Estado; e) personería y patrimonio de las iglesias; y f) educación religiosa. Invocación de Dios El primer código político que, a pesar de no haber tenido incidencia, ni siquiera mínima, en el régimen jurídico de Guatemala colonial, fue la Constitución de Bayona (1808). No obstante, es lejano cimiento del constitucionalismo en cuanto alguna influencia habrá producido en los intelectuales que concibieron la idea independentista inspirados en ese rasgo de monarquía constitucional. Y esa Constitución dictada por el liberalismo bonapartista, inicia con una clara invocación: “En nombre de Dios Todopoderoso, don José Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias.” La Constitución Política de la Monarquía Española, llamada de Cádiz, (1812), repite la invocación en términos más descriptivos y puntuales, iniciando el texto: “En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad.” El Acta de la Independencia (1821), que representa el primer documento de orden constitutivo del país, coherente en su contenido con el proceso político en el cual la jerarquía católica tuvo principal protagonismo, a pesar de la clara determinación que recoge de oficializar la religión católica, por alguna circunstancia omitió invocación alguna a Dios. Reunidos los congresistas centroamericanos, emitieron la Constitución Federal de Centro América (1824) en cuyo pórtico quedó bien clara su invocación: “En el nombre del Ser Supremo, autor de las sociedades y legislador del universo.” Curiosamente la Constitución del Estado de Guatemala (1825) no contiene invocación similar y lo mismo ocurre con subsiguientes textos: Declaración de los Derechos del Estado y sus Habitantes (1839), Acta Constitutiva (1851) (correspondiente al apogeo del régimen conservador de clara vinculación con la iglesia oficial), Ley Constitutiva (1879) (producida por el régimen liberal y laico de Justo Rufino Barrios)y Constitución (1945) derivada del movimiento revolucionario de octubre de 1944. Transcurridos más de ciento treinta años de ese olvido, resurge la invocación aunque matizando respecto de la autoría del texto, que en este caso no se le atribuye a Dios, sino a los representantes del pueblo, diciendo: “En nombre y representación del pueblo de Guatemala e invocando la protección de Dios”. De igual manera inician las Constituciones de 1965 y 1985: “Invocando la protección de Dios...” e “Invocando el nombre de Dios”, respectivamente. Oficialización religiosa El vínculo del Estado con la religión se estampó en diversas constituciones, en las primeras estableciendo su carácter único y oficial y en otras su simple reconocimiento como realidad social, pero sin ligarla a la institución estatal (laicismo). En las primeras, contamos la de Bayona que dispuso: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, en España y todas las posesiones españolas será la religión del Rey y no se permitirá ninguna otra [1] * La Constitución de Cádiz reitera la disposición: “La religión de la Nación es y será perpetuamente la Católica, Apostólica, Romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.” Aun cuando no lo dispone de la misma forma expresa, debe entenderse que el Acta de Independencia reconoció oficialidad, al disponer en la cláusula 11: “Que la Religión Católica que hemos profesado en los siglos anteriores, y profesaremos en lo sucesivo, se conserve pura e inalterable, manteniendo vivo el espíritu de religiosidad que ha distinguido siempre a Guatemala, respetando a los Ministros Eclesiásticos seculares y regulares, y protegiéndoles en sus personas y propiedades.” Conforme las condiciones de la época también lo regulan la Constitución Federal de Centro América y la del Estado de Guatemala, que preceptuaron como se transcribe: “Sus religión es: la católica, apostólica, romana, con exclusión del ejercicio público de cualquiera otra.” En un análisis interpretativo, el técnico tendría muy en cuenta el calificativo “público” que adiciona el sentido de textos anteriores, porque el legislador quiso moderar el * Los números entre corchetes [1] corresponden al artículo de la Constitución citada. carácter exclusivo reconocido a la religión católica permitiendo la práctica privada de otras religiones, como quedó expreso posteriormente en la reforma de 1835. El Acta Constitutiva del régimen conservador remite al artículo 3° de la Declaración de 1839, que determinó: “La religión católica, apostólica y romana, es la del Estado: será protegida por la leyes, y respetados sus establecimientos y sus ministros, mas los que sean de otra creencia, no serán molestados por ella.”. Importantísimo, por la época, es la salvedad de que no podría molestarse a nadie que profesara otra creencia religiosa. Para reforzar la protección del Estado al ejercicio de la religión católica, obligaba a que el Presidente de la República al tomar posesión prestara juramento ante el Arzobispo Metropolitano, quien para ese acto presidiría la Cámara, entre otras cosas, de “mantener con todo vuestro poder las leyes de Dios, y hacer que la religión católica se conserve pura e inalterable, y proteger a sus ministros” [16] Desde la Constitución de 1879, que no reguló vinculación oficial con ninguna religión, los textos constitucionales subsiguientes han seguido la fórmula del Estado laico. Libertad de credo religioso La libertad de credo religioso quedó establecida en el régimen constitucional desde la misma Constitución Federal de Centro América, reformada en 1835, que dispuso: “Los habitantes de la República pueden adorar a Dios según su conciencia. El gobierno general las protege en la libertad de culto religioso. Mas los Estados cuidarán de la actual religión de sus pueblos; y mantendrán todo culto en armonía con las leyes.”{11} Este respeto a la libertad religiosa se mantuvo inclusive en el sistema jurídico supremo del régimen conservador al estipular “mas lo que sean de otra creencia, no serán molestados por ella.” [3°] La ley constitutiva de la época liberal de Barrios, contiene norma de libertad religiosa, aunque restrictiva en cuanto a garantizarla sólo en “el interior de los templos” y expresada en términos de advertencia sobre el obligado acatamiento del poder civil. De manera que preceptuó: “El ejercicio de todas las religiones, sin preeminencia alguna, queda garantizado en el interior de los templos, pero ese libre ejercicio no podrá extenderse hasta ejecutar actos subversivos o prácticas incompatibles con la paz y el orden público, ni da derecho para oponerse al cumplimiento de las obligaciones civiles y políticas.” [24] La Constitución de 1945 determinó garantía a favor de “funcionario o empleado público” que incluyó la no discriminación por razones religiosas [24] y reiteró los términos de la disposición de la anterior constitución, con algunos cambios positivos, como la de reconocer la libertad religiosa. De suerte que dispuso: “Es libre la profesión de todas las religiones, así como el ejercicio de todos los cultos, sin preeminencia alguna y en el interior de los templos; ese derecho no podrá extenderse hasta ejercitar actos subversivos o prácticas incompatibles con la paz y el orden público, ni exime del cumplimiento de las obligaciones civiles y políticas...” [29] En otra disposición mantuvo varió la restricción de la práctica religiosa en lugares públicos, dejando la reserva de regulación por una ley: “...la manifestaciones religiosas en el exterior de los templos son permitidas y se rigen por la ley respectiva.” [31] En el discutido artículo 32, que dio margen a las impugnaciones anticomunistas de los inicios de los años cincuentas, también se mantuvo una disposición prohibitiva del principio de libertad de asociación, que rezaba: “Se prohíbe el establecimiento de congregaciones conventuales y de toda especie de instituciones o asociaciones monásticas, así como la formación y el funcionamiento de organizaciones políticas de carácter internacional o extranjero” La relación del Estado con las iglesias y las regulaciones constitucionales respecto de la libertad religiosa dan un giro con el nuevo régimen instaurado en 1954, del cual es producto la Constitución de 1956, que en cuanto a esa libertad contiene varias disposiciones importantes. Continuó la tradición moderna de declarar ilegal cualquier discriminación por motivos religiosos [42]. Garantizó el ejercicio de todas las religiones, reconociendo el derecho de cualquier persona de “exteriorizar su religión o creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, el culto y la observancia, sin más límites que la paz y el orden público.” [51] Debe destacarse que, por primera vez, se señala el aspecto de la “enseñanza”, que, por el desarrollo que tuvo, no se limitó al derecho de enseñar las religiones sino a la educación formal, en gran cantidad de casos a cargo de instituciones religiosas. La Constitución del régimen militar de 1965 contuvo, en cuanto a las manifestaciones públicas, previsiones semejantes [63] y agregó entre las cuestiones limitantes a la práctica religiosa “el respeto debido a los símbolos patrios”. [66] La Constitución Política de 1985 mantuvo el reconocimiento a las manifestaciones religiosas en el exterior de los templos [33]. Reiteró la libertad de ejercicio de todas las religiones, repitió algunas disposiciones de la Constitución anterior y agregó, como previsión de la tolerancia religiosa, “el respeto debido a la dignidad y a los fieles de otros credos” [36] Relación con el Estado La monarquía constitucional establecida en Bayona (1808), dadas las circunstancias del tiempo y del lugar, habría de tener una estrecha vinculación política y orgánica con la iglesia católica, al punto que el Consejo de Estado contaría, de seis, con una Sección de Justicia y Negocios Eclesiásticos [52] y las Cortes o Juntas de la Nación se compondrían de 172 individuos agrupados en tres Estamentos: Clero, nobleza y pueblo [61], formado el primero por 25 arzobispos y obispos [62]. La Constitución de Cádiz fortalecía la sujeción espiritual del monarca al disponer que en su advenimiento al trono debería prestar juramento con la siguiente fórmula: “...por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas; juro por Dios y por los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la Religión Católica, Apostólica, Romana, sin permitir otra alguna en el Reino; (...) Así Dios me ayude, y sea en mi defensa; y si no, me lo demande.” [173] Asimismo, reconoció el fuero eclesiástico. [249] La Junta Provisional acordada por el acto de la independencia (punto 8° del Acta) estaría formada, entre otros, por el Tesorero de la Santa Iglesia y se dispuso en otros puntos que el clero cooperaría para asegurar la paz en el territorio. Esto, además de las condiciones reales de poder e influencia, demuestra el importante vínculo político de la iglesia católica con el nuevo Estado. Tanto la Constitución Federal de Centro América como la del Estado de Guatemala no previeron un tipo de participación directa del clero en la institucionalidad recién instaurada. Con el advenimiento del régimen conservador, de tipo clerical, retorna la participación de la iglesia católica en sentido institucional, puesto que para la designación del Presidente de la República se dispuso que lo haría una “Asamblea General compuesta por la Cámara de Representantes, del Arzobispo Metropolitano, de los individuos de la Corte de Justicia y de los vocales del Consejo de Estado.” [5°] La iglesia formaba parte del Consejo de Estado, por medio de su Arzobispo y los Obispos de la capital [10]. Como contrapartida de la importante participación eclesial en los asuntos del gobierno, era prerrogativa del Presidente de la República “De acuerdo con el Consejo de Estado: 6° Presentar para las Dignidades eclesiástica en la forma y término que acuerden y convengan con la Santa Sede” [7] La revolución de 1871 significó un rotundo cambio en las relaciones de la iglesia con el Estado, y, para su época, constituyeron una transformación audaz. En primer lugar, apartándose del carácter confesional de principios constitucionales anteriores y por ello preceptuó la naturaleza seglar de los principales funcionarios públicos: Diputados, Presidente de la República, Magistrados [21, 49, 65] La misma restricción se reiteró en el régimen constitucional de 1945 [112, 130, 140, 166] y se prohibió la participación en política y en las cuestiones relacionadas con las organizaciones del trabajo a “sociedades y agrupaciones religiosas o a sus miembros como tales y los ministros de los cultos” [29] La Constitución de 1956, no obstante la reconocida influencia católica en los principales cuadros políticos de la época, mantuvo restricciones semejantes a las establecidas en la Constitución anterior (párrafo supra) [51, 141, 160, 172, 191] Lo mismo corresponde afirmar de los preceptos de la Constitución de 1965. [66, 164, 184, 199, 241]. El carácter seglar introducido desde la Constitución liberal se mantuvo en la vigente [186, 197, 207]. Personería y patrimonio de las iglesias Del silencio que los regímenes constitucionales mantuvieron, desde la Independencia hasta la Revolución liberal, se introdujo en el constitucionalismo surgido de ésta, la norma que prohibió “las vinculaciones y bienes de manos muertas” [21], lo que se reprodujo en la Constitución de 1945 [28] y la de 1956 [49]. Gran cambio conceptual se produce con la promulgación de la Carta Magna de 1956, en orden a: reconocimiento de personería jurídica de las iglesias, la posibilidad inmediata de tener registro patrimonial y la viabilidad de la educación religiosa. Ocho décadas y medio de secularización del Estado, sucumbieron al impulso de esa revolución restauradora, cuyos efectos, en materia religiosa, no sólo no han cambiado sino se profundizaron, con énfasis en la preocupación eclesial por problemas políticos del Estado y de la sociedad. El artículo 50 de esa Constitución preceptuó: “Se reconocen como personas jurídicas las iglesias de todos los cultos, las cuales podrán adquirir y poseer bienes, y disponer de ellos, siempre que los destinen exclusivamente a fines religiosos, de asistencia social o a la educación. Su personería se determinará por las reglas de su institución o bases constitutivas, y se probará conforme las leyes de la República. La declaración de estos derechos no afecta el status de los bienes raíces existente al promulgarse la Constitución.” Diez años después, al emitirse la Constitución de 1965, las prerrogativas de las iglesias se consolidaron y aumentaron con la exención de impuestos, contribuciones y arbitrios. La lectura del artículo 67 es suficiente para confirmar esos avances significativos, en particular disponiendo la exoneración de impuestos y la garantía de inscripción domiciliar: “Se reconocen como personas jurídicas la Iglesia Católica y las de otros cultos, y podrán adquirir bienes y disponer de ellos siempre que los destinen a fines religiosos, de asistencia social o de educación. Sus bienes inmuebles gozarán de exención de impuestos, contribuciones y arbitrios.- La personería de las iglesias se determinará por las reglas de su institución o bases constitutivas.- El Estado extenderá a la Iglesia Católica títulos de propiedad de los bienes inmuebles que actualmente y en forma pacífica posee para sus propios fines.- No podrán ser afectados los bienes inscritos a favor de terceras personas, ni los inscritos a favor del Estado que hubiesen sido destinados para sus servicios.” La Constitución Política de 1985, vigente, reiteró las disposiciones anteriores, lo cual quedó plasmado, con ligeras variantes, en el artículo 37. En este, cuando se refiere a la situación de los inmuebles que el Estado ha destinado tradicionalmente a sus servicios, dispuso que no podrían ser afectados. Educación religiosa Quizás en el tema de la educación ha sido donde mejor se aprecia la desvinculación del Estado de la esfera religiosa, siendo la educación laica y obligatoria la principal manifestación del carácter civil y aconfesional que se asume para guardar distancia del ámbito eclesial. En la Constitución llamada de Bayona quedó determinada la obligación de enseñar el catecismo de la Religión católica en las escuelas de primeras letras. [366] La Constitución Federal de Centro América, no obstante su reconocimiento del catolicismo como religión del Estado, en cuanto al tema educativo no mencionó específicamente la educación religiosa, aunque debe colegirse porque en el artículo 249 dispuso que “se establecerán en todos los pueblos escuelas primarias, dotadas de sus fondos comunes en las que se enseñará a leer, y escribir, y contar, los elementos de la moral, y los principios de la Constitución.” (Recuérdese que se declaró la confesión católica del Estado en el artículo 11) El gran paso diferencial, logrado en épocas de gran influencia moral del clero y cuando la religión católica era profesada por la inmensa mayoría de la población, se produjo con la declaración del carácter laico de la educación “sostenida por el Estado” contenida en el artículo 18 de la Constitución de 1879. El régimen surgido de la revolución de octubre de 1944 mantuvo el principio laico en los sistemas de educación oficial. Silenció lo relativo a las escuelas privadas, lo que permite colegir que en ésas era viable la educación religiosa. La Constitución de 1956, como expresión de un movimiento contrapuesto a algunas tesis de los gobiernos que lo precedieron, garantizó la libertad de enseñanza y de cátedra y en lo relativo a la enseñanza religiosa en los locales oficiales [escuelas públicas] el Estado no la impartiría pero la declaró optativa. [97]. En sentido negativo, el artículo siguiente no declaró el carácter laico de la educación del Estado. En la Constitución de 1965, producto de un régimen militar, se reiteró el carácter optativo de la educación religiosa en los establecimientos y agregó la posibilidad de impartirla dentro de los horarios ordinarios y contar con el sostenimiento sin discriminación [93] Finalmente, en cuanto a la educación la Constitución Política reitera los elementos conceptuales de la anterior [44]. 17. LA CONSTITUCIÓN INTERPRETADA “Decidir es difícil. En el Tribunal se vive día a día la doble y continua oportunidad de aprender y de equivocarse. La responsabilidad ante el posible error pesa tanto que en ocasiones sólo se soporta por dos razones: porque se comparte y porque se delibera” Francisco Tomás y Valiente Se ha dicho que si la redacción de la ley fuese tan perfecta que no diera lugar a más de un modo de entenderla, el legislador se substituiría al juzgador. Pero como esto no es posible, se hace necesario atribuir sentido a las reglas por medio del proceso intelectivo que pertenece con más propiedad al juez. Las palabras (a veces los signos ortográficos) no tienen el mismo significado. Por ejemplo, el vocablo “ley” tiene cincuenta variables en el Diccionario de la Lengua Española de la RAE. Si los signos pueden ser engañosos y las palabras suelen ser ambiguas, qué decir de las definiciones que tienen la contingencia de la relatividad personal, formada por creencias de grupo o de ideología. Qué pensar de las variadas acepciones de los principios generales del Derecho, de los derechos subjetivos o de los derechos humanos, que existen tantas como intérpretes pueden haber. Las técnicas de interpretación jurídica pueden ser complejas y de suyo exigen experiencia y habilidad para aplicarlas en la intelección de las normas, en particular de aquellas redactadas de manera ambigua y algunas veces contradictoria. A pesar de la sofisticación que suele ocurrir en la tarea de entender las ideas que el legislador quiso expresar con palabras, es posible formular algunas reglas sencillas del sentido común para apreciar en su conjunto la Constitución Política, que en algunas ocasiones ha sido difamada por oportunismo o por inocencia. Reglas que ojalá fueran tan accesibles como los Mandamientos, dictados para el pueblo y no para exegetas. Algo que haga recordar cosas de alcance natural y ordinario, tan simples como las que siguen: (1) Sabiduría popular en la Constitución. Los constituyentes, producto de una elección democrática, fueron, en su conjunto, hombres sencillos y corrientes, pero reflejaron sabiduría popular y plasmaron lo que quisieron crear o decir. La pulcritud técnica no puede ser necesariamente sinónima de lo genuino, por lo que es esta naturaleza la que debe extraerse del texto y no su mayor o menor fortuna gramatical. (2) La Constitución debe ser insospechosa como la mujer del César. Debe entenderse que la Constitución no sólo proclamó el sistema democrático, pluralista y representativo, el respeto a los derechos humanos y las garantías para protegerlos, sino que no dejó ninguna puerta falsa para burlarlos. (3) La Constitución debe ser inviolable. Esto significa que el intérprete no debe tolerar ardides de quienes pretendan asirse de una coma, de una palabra aislada, de una frase incompleta o de una omisión sobreentendida para manipularla. “Los términos de la Constitución no han de ser anulados por un astuto criticismo verbal, sin consideración a la mira y objeto del instrumento y a los principios en que ha sido formulado” (4) La Constitución es finalista. La Constitución incorpora una serie de valores que informan todo el ordenamiento, por lo que la interpretación debe ser siempre a favor de la libertad y reconociendo la dignidad humana como su fundamento. (5) La Constitución es superior y obligatoria. Debe entenderse que la Constitución es derecho positivo directamente aplicable y que a sus preceptos están sujetos todos los centros de poder. (6) La Constitución no está hipotecada a normas inferiores. Debe rechazarse el absurdo de pretender deducir el sentido de la norma constitucional de lo que dicen normas de rango inferior, porque son éstas las que deberán interpretarse dentro del marco de la supremacía jerárquica. (7) La Constitución tampoco está congelada. Como obra de cultura la Constitución vincula el pasado con el futuro generacional. Este carácter histórico le da significación de viviente; por ello el intérprete debe ser realista para entender la época de su promulgación con el proceso que el nuevo tiempo demande. (8) La Constitución es inocente de su aplicación. Una Constitución con los atributos señalados siempre será inocente de su aplicación, cuya responsabilidad recae en los hombres y mujeres llamados a cumplirla y a luchar por ella. 18. LA CONSTITUCIÓN VULNERABLE “La mejor política, la más fácil, la más eficaz para conservar la Constitución, es la política de la honradez y de la buena fe” Juan Bautista Alberdi Cualquier Constitución tendrá vigencia y eficacia, aun en períodos críticos y convulsos, en la medida que goce de adhesión social. Es más profundo el sentimiento constitucional para hacer que se respete y cumpla la ley que su propia perfección técnica; ésta no es más que un problema de jueces inteligentes. Pero la convicción es cuestión de cultura y de civismo. Son muchos los factores que asedian y acometen la Constitución para quebrantarla o corromperla. Ponen en peligro la constitucionalidad las incoherencias y falsedades de sus propios custodios. La desmantelan la trivialidad en su manejo tanto como el ventajismo o la candidez en su invocación. La ofenden quienes la presumen sectaria y servil a sus intereses y la debilitan los impacientes que le atribuyen las carencias e inequidades sociales. Lo usual es presumir que es el poder público al que hay que vigilar para constreñirlo a estar-en y con-la-Constitución. Esto es palmario y no debe descuidarse su control estricto por la tendencia desorbitante del poder. Goran Therborn, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Estocolmo, advierte sobre el peligro de colapso del Estado como producto de la sobrecarga de prestaciones que los habitantes esperan de los gobiernos, particularmente comprometidos por el sistema de competencia partidista y de los grupos de presión. Paralización que vendría a ser precipitada por la insuficiencia del aparato estatal tanto en su capacidad real de intervención y de disposición de recursos como por las inevitables imperfecciones de dirección. Así la discrepancia entre lo reclamado y lo viable tendería a hacer que los sistemas ingobernables se hagan cada vez más ingobernables. El peligro se encuentra en el fundamentalismo que pudiera surgir planteando rupturas que, en el fondo, empeoran el problema. El constitucionalismo tiene la cualidad de no encubrir la crisis y de abrir el cauce para discutirla. En cambio, los radicalismos, aunque tuvieren efectos analgésicos, siempre, por pasajeros y superficiales, conducirían a la destrucción de la base misma de la solidaridad social. Debe tenerse cuidado al señalar las cosas. Bien lo aclara Jiménez de Parga sabiendo distinguir la corrupción en la democracia que, como algunos quisieran, la corrupción de la democracia. El problema de esa infracción de la ética social se encuentra en que además de la sanción jurídica que pueda alcanzarla debe haber también un castigo social, pues, como dice el autor citado, aquella puede que llegue tarde y éste, el desprecio, es matizado cuando una sociedad gratifica el “éxito” económico sin importar los medios para alcanzarlo. Conspira contra la esencia moral del constitucionalismo la posibilidad de politizar la justicia o la de pretender ejecutarla por juicios de papel. Si bien la sentencia depende de lo que su étimo implica: sentir, no hay que olvidar que el proceso es técnico, igual e imparcial. En materia política, que es la almendra, como le dice Tomás y Valiente, de la justicia constitucional, los fallos deberán ser nítidamente jurídicos. Afecta seriamente la majestad de la justicia aquel que de la magistratura quiere hacer tribuna y de la toga, bandera. Por otro lado, afrentan la juridicidad quienes, profanos y al margen de la ley, se erigen en árbitros oficiosos obligando a pusilánimes como Pilatos a fallar sin razón y sin conciencia. Tampoco puede ignorarse que existen fenómenos ominosos que amenazan la virtud constitucional en razón que corresponden a hechos que violentan todos los valores de conducta social. Por ejemplo, el desborde criminal de delincuentes que, como los describe Bentham, “en estos jubileos del delito entran en las ciudades como los lobos en un rebaño después de un largo ayuno.” Aun peor, la delincuencia organizada y transnacional, el reino de la mafia, que suma cada día más actividades (secuestros, narcotráfico, blanqueo de divisas, robo sistemático, defraudaciones fiscales, y un largo etcétera) que implican planificación, tecnología, gran capital, espionaje de la vida privada, colusión con autoridades, empresas y entidades de fachada y muchos recursos para enfrentar un Estado aún débil. Estos factores pueden motivar respuestas equivocadas e ilegales vía operaciones de hecho o anónimas, sin que exista un centro de imputación, y, entonces, haga difícil la determinación de responsabilidad por abusos o excesos, que deben tener contralor jurídico en el amparo y el hábeas corpus (y data) y la inculpación penal; o los de tipo político (interpelación, reproche enérgico por violación de derechos humanos y presión de la opinión pública sana) Entre ambos extremos, el saldo grave sería que indujeran a la sociedad a sospechar que los derechos y garantías constitucionales son causantes de la criminalidad. Al menos, esta ha sido “razón” de los linchamientos, físicos o mediáticos. Y si persistiera semejante duda, sin esfuerzo de explicación, se restaría, poco o mucho, la fe que necesita la inocente Constitución. 19. LA CONSTITUCIÓN VERDADERA “¿Cuál es el principio fundamental de gobierno democrático o popular, es decir, de la fuerza esencial que lo sostiene y lo mueve? Es la virtud, que es, en sustancia, el amor a la patria y a sus leyes” Robespierre La normatividad moral de los pueblos es clave de un verdadero constitucionalismo, pues visto está que no podría existir simplemente pergeñado en un texto, todo lo solemne y legítimo que fuere, sin estar radicado en la conciencia misma de la sociedad. Sabido es que una Constitución formal, elaborada soberanamente, no es capaz de recoger toda ella la sensibilidad y la sabiduría de la comunidad que la ordena. Existe otra Constitución real, no escrita, que reside en los valores y principios naturales del ser, que afianzan profundo su categoría de criatura excepcional de la naturaleza, de cuya esencia surgen no sólo el derecho, sino la moral, la religión y la urbanidad. Mirabeau, padre, en aquellos borrascosos tiempos que desencadenaron una revolución que venía incubándose por muchos años en las mentes más lúcidas del Iluminismo y la Enciclopedia, formuló una, quizás impertinente, pregunta: “¿En qué consiste para vos la civilización?” Y el mismo la contestó: “La civilización de un pueblo es la temperancia de sus costumbres, la urbanidad y la cortesía.” La humanidad lleva siglos de lucha por la juridicidad, que es tanto decir para alcanzar la justicia, y, en ese enfrentamiento, sus esfuerzos se han centrado en atacar los abusos del poder político y en constreñir la fuerza a los cauces de la ley. Ha sido una contienda que ha reclutado las más preclaras ideas y ha derramado la sangre más valiosa. Pero ha ido avanzando y cada vez la prepotencia va cediendo, reluctante, ante la razón. El poder ha tenido que irse autolimitando, aun a costa de sustituir vergonzosamente fuerza por astucia, pero siempre, irreversible, en dirección a los más altos valores. Así, habiendo más o menos progresado para que la mano de los gobernantes, se ponga el guante de la civilización, ¿acaso no es tiempo de dominar otro monstruo, de nuestra propia raíz, que al igual ataca la institucionalidad? Este peligro lo advirtió Stuart Mill señalando que la tiranía más temida es la de la mayoría cuando ella misma es el tirano, porque es más grosera al pretender penetrar los detalles de la vida y encadenar el alma. Riesgo alarmante por la irrupción de masas desesperadas, que, como realidad social, podrían, en algún momento, perder el punto de equilibrio y arrasar cuanto la cultura haya logrado en muchos siglos. Al menos, si alguien no ha querido preocuparse por un linchamiento semanal impune, los líderes políticos que aspiran a protagonizar en el nuevo siglo deberían reflexionar sobre esto. Debemos tener cuidado y vivir alertas frente a los signos ominosos de una crisis constitucional o crisis del Derecho, si no advertimos, con particular suspicacia, los fenómenos de descomposición de la esencia democrática que aspiramos a vivir. Masas desorbitadas que irrumpen con un afán de poderío que se cree superior a la ley y a la moral, fuerza del dinero para corromper conciencias y dominar voluntades; influencia masiva de técnicas sofisticadas y efectistas para disolver el pensamiento crítico en olas de conformismo. El ser humano no ha podido reaccionar a la vorágine del ruido y la velocidad con el único mecanismo adecuado para controlarla, como es el de su propia moderación y serenidad. Por el contrario, esa urbanidad y esa cortesía de que hablaba el pensador francés dejan mucho que desear. Yupies de cultura universitaria que toman las calles como pistas de carreras; semáforos simbólicos porque nadie respeta la luz roja; automovilistas impacientes que se niegan a darle paso al que quisiera entrar o salir, porque éste, a su vez, será igualmente intransigente con otros; conductores que toman el carril de la izquierda para cruzar a la derecha; familias enteras que arrojan basura a la calle y al vecino; transportistas que destrozan el ambiente. Litigantes que no discuten sino insultan a los jueces. Lamentable repaso de conductas disociales y antisociales que debería prevenirnos que sobre la Constitución formal o escrita hay una Constitución real, la genuina, que debe estar a punto de crisis y que solo tiene respuesta en la conciencia o la responsabilidad individuales. Difícilmente podrá alcanzarse mayor técnica legislativa y mejor depuración conceptual y estilística de las leyes (que por cierto también en calidad semántica han decaído) que por sí solas signifiquen paz social si las disposiciones no están afianzadas en la intimidad humana. Esta tarea autocrítica de la sociedad no es difícil, si hemos de atenernos a los signos externos del altruismo y el heroísmo que los pueblos suelen dar en los momentos más tormentosos de su existencia. Si, por un lado, afloran las más censurables conductas del egoísmo y la codicia, corresponde, por el otro, a los dirigentes --si es que se hacen responsables de su liderazgo-- estimar ejemplarmente las expresiones de valor que los pueblos tienen, y, entonces, estaremos aproximando la Constitución racional a la verdadera Constitución, que es la que habita en el sentimiento social. 20. ¿NECESIDAD DE REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN? “Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución. ¿Tiene defectos, es incompleta? No la reemplaséis por otra nueva. La novedad de la ley es una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la novedad excluye el respeto y la costumbre y una ley sin estas bases de un pedazo de papel, un trozo literario.” Juan Bautista Alberdi A diferencia de la Constitución, que el pueblo palpa como suya, el resto del enorme conjunto legislativo puede ser que lo agobie como producto del aparato estatal del poder, que le define y demarca lo que puede y lo que no puede hacer, por lo general cargado de prohibiciones o de mandatos obligatorios y que, además, lo amenaza con la sanción que hace efectivos los contenidos de la norma positiva. Así las leyes parecen, y en muchos casos lo son, las tenazas de la voluntad individual: cómo circular y de qué lado, qué contratar y de qué manera, que parte de la riqueza entregarle al fisco, qué es lo lícito y cuál lo prohibido, hasta qué horas beber en la calle y cuánta es la edad permitida para ejercer o dejar de tener derechos. Esa ley puede, en ciertas circunstancias, disponer incluso de la vida, la libertad y los bienes de algunos. El poder aparece como expresión de ese “enorme latrocinio” que apuntara San Agustín, el temido Leviatán de Hobbes y también, cuando se excede en su favoritismo, como el “ogro filantrópico” en las profecías de Octavio Paz. Las leyes, en las manos del poder obligan, constriñen, prohíben, porque son la manifestación más característica de su potestad. A cambio, el gobernado se ha interiorizado en la percepción de que, en contra de esa fuerza (aunque legítima), tiene un texto místico de defensa de sus derechos y de limitación de las facultades de los gobernantes. De ahí el principio de que el pueblo puede hacer todo lo que no le esté prohibido y el poder sólo aquello que le está permitido. Con esa premisa básica, de que la Constitución es el código que el pueblo tiene para controlar el poder, se ha formado, en algunas partes con mayor intensidad y convicción que en otras, el llamado “sentimiento constitucional”. El problema del reformismo constitucional consistirá en equilibrar la necesidad indudable de adecuar la Grundnorm del orden jurídico a la evolución social, de forma que la coherencia normativa con la realidad inspire el respeto, como símbolo, al código político, y hacerlo con la justa oportunidad para que arraigue ese sentimiento de “tener Constitución y estar en Constitución”. El poder reformador de la Constitución existe en cuanto se haga necesario para adecuar su normativa a las realidades o necesidades de una época, en particular porque el pacto social no haya alcanzado a identificar un pacto generacional o, en algunas circunstancias, en la medida en que sectores humanos o regiones geográficas hayan quedado al margen de la tutela general del régimen jurídico y político del Estado. Funcionaría, por impulso histórico, la res pública semper reformanda. El recurso de la reforma debe ser producto de una necesidad efectiva de contar con un orden justo y efectivo, en la medida que los otros sistemas de adecuación normativa no hayan podido ser suficientes para acomodar el espíritu de la Constitución a las demandas legítimas de la sociedad. Sistemas de adecuación existen en particular por la tarea legislativa encargada de desarrollar los mandatos constitucionales y en la función aplicativa que correspondería a los órganos del ejecutivo y del judicial. Asimismo, por la capacidad expansiva del bloque de constitucionalidad que se ubica en las leyes especiales de esa magnitud, y cuya reformabilidad es menos onerosa, y en el importante instrumento de las convenciones y tratados internacionales que, por lo general, pueden avanzar en una cobertura mayor de las imprevisiones o de las limitaciones nacionales. Lo importante es saber que la Constitución en sí misma ha previsto los mecanismos de su reforma y que atiende cualquier clamor que imponga los cambios para lograr los fines previstos especialmente en la parte motiva del texto. No obstante, el punto de equilibrio está en la capacidad de percibir que existe una “hora” para las reformas constitucionales y que concierne a la intuición política determinarla. Si se adelanta puede que introduzca modificaciones triviales y si, por el contrario, se atrasa, puede que genere un desastre difícilmente contenible. Además, y en esto debe haber sinceridad en el análisis, es preciso determinar si las causas de la crisis son de la normatividad imperfecta o si corresponden a factores culturales y estructurales. Esto es, examinar si la crisis del Derecho no es más bien crisis de la solidaridad, siendo aquel nada más que un reflejo de condiciones sociales que ningún texto sea capaz de corregir. La determinación del momento en que las reformas constitucionales se hacen indispensables, debería partir del análisis comparativo de los fenómenos sociales y políticos que encuentren o puedan encontrar diques insalvables que no permiten su expresión dentro del proceso normal de desarrollo y, por ello, podrían causar malestar e inestabilidad. De igual manera, que haya certeza de que las reformas en sí mismas serían lo suficientemente idóneas para remover obstáculos y abrir expectativas reales del bien común. El problema de la confiabilidad en el Derecho positivo radicaría en todo caso en saber si la crisis apuntada es cuestión de normas jurídicas o, en el fondo, estaríamos en presencia de un desajuste social mucho más complejo, en cuyo caso una reforma constitucional cosmética vendría a acusar aun más el fenómeno de anomia que podía aquejar a una sociedad. De suerte que tampoco sería ocioso reflexionar acerca del contenido no de una Constitución formal sino de la Constitución verdadera de un país. Otro de los temas que llaman la atención respecto de reforma o cambio de la norma suprema es el relativo a suponer el Estado como proveedor de felicidad. Entran aquí los problemas de definición acerca del tamaño del Estado y el grado de su intervención en los asuntos de la sociedad, siendo estos temas realmente constitucionales pero muy lejos de encontrar solución por vía de consenso alguno, en tanto es dudoso que una ideología abdique frente a otra. Reflexiones finales: 1) La Constitución es, por definición, el código político que, en esencia, reconoce los derechos inherentes de la persona humana y garantiza su ejercicio. Es, asimismo, fundamento del orden jurídico y de la organización política del Estado 2) El valor seguridad exige que una Constitución tenga estabilidad y confiabilidad basadas en el enunciado de valores y principios inalienables e imprescriptibles, sustento de la civilización. 3) Los conceptos de la Constitución pueden ser desarrollados de forma explícita por el bloque de constitucionalidad que integrarían las leyes complementarias denominadas constitucionales y los acuerdos y convenios internacionales en materia de derechos humanos ratificados por Guatemala. Además, por la legislación derivada y por la doctrina legal emitida por el intérprete autorizado. 4) La Constitución contiene cláusulas de apertura a su revisión y cambio, facultando a un poder constituyente derivado armonizarla conforme el progreso cultural y las nuevas expectativas de la sociedad. 5) El recurso de la reforma o cambio debe ser producto de una necesidad efectiva de contar con un orden justo y efectivo, en tanto que los otros sistemas de adecuación normativa no hayan podido ser suficientes para acomodar el espíritu de la Constitución a las demandas legítimas de la sociedad. 6) La determinación del momento en que las reformas constitucionales se hacen indispensables, debería partir del análisis comparativo de los fenómenos sociales, económicos, culturales y políticos que encuentren o puedan encontrar diques insalvables que no permiten su expresión dentro del proceso normal de desarrollo y, por ello, podrían causar o causan malestar e inestabilidad. De igual manera, que haya certeza de que las reformas en sí mismas serían suficientemente idóneas para remover obstáculos y abrir expectativas reales de bien común. 7) La Constitución Política de la República hace viable cualquier reforma o modificación, exceptuando las cláusulas pétreas que no podrían ser cambiadas por el procedimiento constitucional derivado. 8) El problema de la confiabilidad en el Derecho positivo radicaría en todo caso en saber si la crisis es cuestión de normas jurídicas o, en el fondo, se estaría en presencia de un desajuste social y político mucho más complejo. En este caso, es necesario reflexionar sobre la necesidad de correctivos metaconstitucionales. 9) Contando con experiencias de otros países, es importante considerar la conveniencia de integrar un Foro especial de estudio de los problemas constitucionales, a efecto de obtener enfoques consensuados de las reformas o cambios al texto constitucional y/o de la forma de fortalecer los preceptos vigentes. 10) Las instituciones políticas, sociales, económicas y académicas del país deben estimular un amplio estudio y publicación de las cuestiones constitucionales, tanto teóricas como prácticas, a efecto de suscitar el mayor interés en el examen sobre la necesidad o no de una reforma de la Constitución Política de la República, apoyadas en un consenso justo y democrático.
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