Descargar - Tus Libros Digitales

Autor: Hugo Orlando Revollo Romero (Hg.)
Diseño y diagramación: Hugo Orlando Revollo Romero
Imagen de la tapa: “Duendecitos, 1799” de Francisco de Goya
Fuentes tipográficas (tapa, encabezado): Autores señalados en dafont.com
1° edición.
Dirección: Calle Claudio Llano N° 76; Zona San Roque
Teléfono: 6262700
Teléfono celular: 76165894
Correo electrónico: [email protected]
Bolivia, 2014
Todos los derechos de autor reservados.
Código: 1410182358568-UFPTTN
Registro de Propiedad Intelectual Safe Creative
Índice
La condenada. 4
Las manos del duende. 22
El pasajero fantasma. 28
Una noche en el cementerio. 32
Las dos cruces del camino. 35
El ¡tac…! de los féretros. 38
La chola de ojos rojos. 42
Casita rural. 47
Podre condenado. 50
La máquina de coser. 54
¡No quieren estar solos…! 57
Los fantasmas del Castillo del Loro. 62
Seres del altiplano. 67
El vampiro del Chaco. 70
Hg.
4
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
La condenada
Con la dinamita apretada al pecho por su mano derecha, el marido se
disponía a quitarse la vida, jadeaba y sudaba frío al tiempo que recordaba su
infancia, a su padre y a su madre ya fallecidos, y a Matilde.
Matilde era una mujer de pollera1 y largas trenzas. Algo robusta de cuerpo,
con el pecho y las caderas pronunciadas, de esas que si pasan a tu lado y eres
hombre, te das media vuelta. Sus ojos lanzaban un destello delatando su picardía.
De sus suaves orejas, siempre colgaban dos largas caravanas2 de oro puro y
pedrería roja que asemejaba al interior de una granada, las cuales hacían juego
con los ocho anillos de oro, cuatro en cada mano, con piedras rojas, similares a
las de las caravanas, que blindaban sus largos y huesudos dedos, que discordaban
con el resto de su cuerpo.
Era dueña de un edificio de dos pisos en la zona alta de la ciudad de Potosí,
cerca de un pequeño mercado. En la planta baja tenía una venta de huevos al por
mayor y menor, en el primer piso se encontraba un karaoke que atendía ágil y
sonriente, en el último piso se hallaba su departamento. El karaoke, pese a no
1
Vestido típico, puesto sobre varías faldas y enaguas, usado por una parte de las mujeres de
Bolivia, a las cuales se les denomina, orgullosamente. Cholas.
2
Pendientes, usados por las mujeres de pollera de Bolivia.
Hg.
5
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
encontrarse entre las listas de los supuestos decentes, era un éxito, gil y mil caían
en él y Matilde era el centro de atracción, atendía a sus clientes con diligencia y
cariños, en el canto y en el baile no se hacía de rogar. Todo esto a vista y paciencia
de su marido.
El marido siempre sonreía a las personas. Bajo de estatura, de cuerpo
relleno y nada entusiasta al momento de vestir (no pasando de la camisa y
pantalón de tela café), era, según Matilde, el culpable de todo lo malo que pasaba.
En una ocasión por la noche, llegó tarde a su casa, y tocó dos horas y medía el
timbre. Matilde no le abrió la puerta. Tuvo que buscar un alojamiento para pasar
la noche, por suerte, ella le dejó sacar veinte pesos antes de salir. Al día siguiente
recibió un griterío proveniente sólo de la boca de Matilde y para remediarlo tuvo
que hacer el aseo del edificio él sólo, durante una semana. Pero pese a todo, la
amaba.
Un jueves de septiembre por la tarde, después de llegar en su furgoneta
con una carga de huevos de una granja en Betanzos,3 subió por las escaleras a su
departamento estirando lo más que podía las piernas, como si pisara huevos, para
sorprender a Matilde con su llegada. Ella suponía su regreso por la noche. Abrió
la puerta de su recamara despacio, con mucho cuidado, y al tenerla ya abierta…
3
Localidad intermedia cercana a Potosí.
Hg.
6
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
¡encontró a su mujer sobre su amante, ambos desnudos dentro de su cama
matrimonial! Se sentaron de inmediato y se vieron las caras directamente con el
marido. Éste tardo unos segundos en reaccionar, el terremoto emocional lo
emborrachó, sacudió la cabeza y salió corriendo de la casa a la calle, de la calle a
la avenida y de la avenida… ¿vaya a saber a donde más intento salir?
Ella despidió al amante con la cara algo roja; sin embargo, hizo como si no
hubiera pasado nada y esa noche atendió el karaoke, como de costumbre.
El marido apareció a los tres días, sucio, sudoso y con el cabello graso, la
barba y el bigote en sus inicios, la comisura de los labios y las bolsas de los ojos
caídos. Tenía cinco años más encima.
—¡Ah! ¡Por fin llegas! —dijo Matilde mientras trozaba un pollo y lo veía de
reojo.
—¡Encima me reclamas…! ¡Eres una perra! —dijo él, al tiempo que sus ojos,
teñidos de sangre, casi se salen de sus cuencas.
—Bueno, si quieres sepárate. ¡Hombres no me han de faltar!
—¡Y encima cínica carajo!!! —gritó y golpeó con el puño el mesón, mientras
los cubiertos saltaban de su puesto.
Ella le fulminó con la mirada y le dijo:
Hg.
7
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¿Y vos… no me vas a negar que fuiste a hacer lo mismo? o… ¿Por qué te
perdiste estos tres días?
—¡Yo no soy como tú!
—Bueno, si no estás a gusto… sepárate —le instó Matilde mientras dirigía la
vista hacia la puerta— alista tus cosas y márchate.
Él no supo que decir y se retiró a su habitación.
Esa noche no abrieron el karaoke y el marido tuvo que irse a dormir a otra
habitación. Transcurrió la semana de la misma forma; sin embargo él disminuyo
la intensidad de sus reproches y quejas. Ella se mantenía firme en su decisión de
separarse y como él no veía su vida fuera de la de ella… Finalmente ya no le dijo
nada y volvió a la habitación nupcial, como si la perdonara.
La infidelidad de Matilde se convirtió pronto en el chismorreo de los
vecinos y de los comerciantes del mercado. A Matilde le daba igual. Con la
mirada alta se ponía a chismear con sus amigas de la vida ajena, dando consejos
y ruborizándose cuando le contaban algo íntimo, sabiendo bien que ellas
hablaban de ella a su espalada.
Todo lo contrario ocurría con él marido. Hubiera preferido quedarse en
su casa como monja de claustro. Al ir al mercado lo hacía con la mirada baja, el
rostro rojo y los pasos apurados. Todos susurraban cosas al verle:
Hg.
8
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Ese es el cornudo?
—¡Chissst!, ¡cállate, te va a oír!
—¡Yo la reventaba a patadas!
—Es un mandarina;4 pero con eso felices los tres: mujer, amante y marido.
—A mí la verdad me da pena.
Dar lástima lo mataba.
Sus amigos no mejoraban la situación:
—¡Pero compadre ponte los pantalones…!
—¿Por qué no te divorcias, si te hizo eso una vez…!
En el karaoke no era diferente:
—Esta cholita, aunque ya mayor, es muy buena y además fácil, él que está
detrás de la barra, es su esposo, es muy mandarina para hacer algo.
Pero las voces externas, eran menos mortificantes que las… internas:
—¿Por qué se ha tardado? ¿Quién le ha llamado? ¿Por qué se maquilla,
tanto! ¡No me hagas esto…! —Se lamentaba.
En su mente, eran cada vez más frecuentes, las imágenes de ella y su
amante en la cama, con los rostros llenos de placer. Trató de olvidarlo; pero
¿cómo dejar de pensar que su amor se entregaba a otro o quien sabe… a otros?
4
En Bolivia, vulgarismo con el que se nombra a los hombres de poco carácter con respecto a su pareja.
Hg.
9
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Finalmente, un viernes de octubre, por la mañana, tomo la decisión. Su
padre, que fue minero, le había dejado de herencia una caja de dinamita.
Con la dinamita apretada al pecho por su mano derecha, el marido que
se disponía a quitarse la vida, avivó el deseo de morir con el recuerdo de la
infidelidad de su esposa. El ritmo de los jadeos aumentó, y una gota fría de sudor
descendió de su sien hasta su barbilla. Encendió la mecha. Un ¡bum!!!, muy
fuerte se escuchó en todo el vecindario, el mercado y otras zonas.
Matilde llegó media hora después, no faltó quien le informe por el celular.
Encontró a un tumulto provocado por gente alrededor de su casa que se
encontraba cercada con una cinta de seguridad. La policía ya se encontraba en el
lugar haciendo el levantamiento del cadáver, bueno… de los pedazos.
Todas las miradas se dirigieron hacia ella. -¿Qué he hecho…!- se lamentó
y se le puso el rostro colorado.
El suceso fue noticia en toda la ciudad e incluso a nivel nacional. El único
periódico de la ciudad, lo puso en primera página, con el encabezado de: “Se
hizo explotar con dinamita por celos”.
Matilde siempre se encontraba de una pieza; ¿pero esta vez…? Ayudó que
el marido no tuviera ningún familiar vivo; sin embargo, a ningún vecino se le
olvidó lo ocurrido.
Hg.
10
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
***
Matilde viajó a una ciudad vecina para escapar del funeral y el entierro.
Se encargó de todo su sobrino, el cual tuvo que soportar el reproche de todo el
vecindario y los comerciantes del mercado que fueron a despedir los restos del
esposo, molestándoles más la falta de la esposa.
Pasaron los ocho días y él sobrino también se encargó de hacer dar misa
al difunto. Ella llego al siguiente día y después de enterarse de todos los detalles,
le dijo al sobrino:
—Gracias a ti no tuve que soportar a toda esa gente.
—No te preocupes tía; claro que no me dejaban ni respirar; pero ya sabes
a palabras necias… —respondió él sobrino mientras se encogía de hombros—
ahora mi tío está tranquilo; pero y tú ¿cómo estás?
—Estoy… mejor —dijo Matilde y al terminar soltó un largo y profundo
suspiro—. Sabes, en pago a esta ayuda te prometo que te dejaré todas mis joyas
como herencia. —Mientras Matilde decía esto él sobrino abría más sus ojos y
mostraba una sonrisa timorata.
— ¡Sí, tía? —pregunto con clara duda reflejada en el rostro.
— ¡Sí!, además, eres mi único pariente.
— ¡Gracias tía!
Hg.
11
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
— ¿De qué? ¡No me las voy a llevar a la tumba! —terminó Matilde con
una sonrisa.
Al cabo de algunos días, Matilde se sentía cansada. La atención del karaoke
(en él que ella ya no era el centro de la diversión) hasta muy entrada la noche y
el constante terror de las imágenes del marido en su mente, que aparecían
cuando se quedaba sola o apagaba la luz, no la dejaban dormir. Tenía que
permanecer con las luces encendidas y cuando al fin conciliaba el sueño… Las
pesadillas la agredían. Generalmente era la misma: el marido con sus joyas
puestas. Todo esto, sumado a los muchos años de fiestas, borracheras, y
cigarrillos, debilitó su corazón. No era capaz de andar una cuadra sin que él
corazón se le alborote, se le sequen los labios, le raspe la garganta y respire como
quién saca la cabeza del agua después de haber buceado.
Pasó un mes del fallecimiento del marido y ya había llamado al sobrino
días atrás para que haga celebrar la misa. Mientras subía las escaleras, cargando
una canasta repleta de huevos blancos, al llegar a su departamento, sintió un
cuchillazo en el pecho y cayó de bruces sobre la canasta.
Por la noche, cuando él sobrino llegó a la casa, la encontró tendida en el
suelo, se lanzó hacia ella y trato de reanimarla y al ver que era inútil, llamó al
Hg.
12
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
hospital y pidió una ambulancia. Los paramédicos la examinaron y le dijeron al
sobrino que Matilde había muerto instantáneamente, debido a un paro cardíaco.
Esa misma noche la velaron. El sobrino preparó todo con diligencia en
agradecimiento a la herencia. Antes se apresuró a sacar las caravanas de los
lóbulos de las orejas de Matilde y cuando se disponía a abrir su mano derecha
para sacarle los anillos… no pudo hacerlo. Esperó la llegada de los trabajadores
de la funeraria que armarían la capilla ardiente y lavarían a la difunta.
—¿Me ayudan a sacar sus anillos? ¡Es que sus manos están muy tiesas! —
les pidió él sobrino a los de la funeraria.
El dueño de la funeraria agarró la mano izquierda de Matilde e intento
abrirla sin éxito.
—Es muy difícil… la muerte la agarró con los puños cerrados. ¡Debió ser
un dolor muy fuerte…!, —dijo él dueño mientras sus ojos daban la impresión de
estar ciegos.
—¿No hay forma de...? —Insistió él sobrino.
—¡No!, tendríamos que romperle los dedos o tal vez cortarlos —dijo el
dueño mientras desplazaba la vista de los dedos, al rostro de Matilde—. ¡Y
nosotros respetamos a los difuntos! Es una pena, son lindos anillos, ¡ni modo!,
¡supongo que sí hay cosas que te llevas a la tumba! —y al terminar de hablar,
Hg.
13
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
sonrió levemente al sobrino que mostró cara de pocos amigos y el dueño de la
funeraria dejo de sonreír.
El sobrino apretó los dientes y los puños; pero hizo caso a los de la
funeraria y no insistió, además, si le cortaba los dedos a la tía la misma noche de
su velorio seguro que los asistentes lo matan y lo velan junto a ella.
Paso junto al féretro de Matilde toda la noche, para que se diga que la
quería.
En el salón del karaoke, donde velaban a Matilde, los vecinos susurraban:
—¡Mira como es la justicia!
—¡Justamente al mes del marido, ella se muere…!
—¡Todo lo que se hace en esta vida se paga!
En una de esas, una vendedora de verduras, en voz alta, soltó:
—¡Ahora pagara sus culpas! —y todos se fijaron en ella—. ¡Ah, perdón
almita! —Tuvo que reponer con el rostro sonrojado. Y todos se persignaron.
A la mañana siguiente, el sobrino reservó un nicho en el cementerio para
la difunta Matilde. Al contratar al panteonero le contó de los anillos y su valor, le
prometió que le regalaría uno si le ayudaba a desenterrar a la tía después del
sepelio, cuando aún la tapa del nicho este fresca. El panteonero, que por el
carácter del oficio era un hombre inconmovible, no se lo pensó dos veces, y
Hg.
14
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
frotándose las manos aceptó el trato. Recomendó al sobrino que reserve el nicho
en el fondo del cementerio, en la primera o segunda fila del pabellón y que se
aparezca a las seis de la tarde, porque esa es la hora en que todos abandonan el
cementerio, además, la tarea no duraría más de media hora, más o menos...
El entierro terminó a las cuatro de la tarde y como es costumbre, los
dolientes se dirigieron a la casa de la difunta para velar su retrato en una
recepción. En el salón del karaoke les sirvieron chajchu5 y brindaron por la
difunta con chuflay6 y el duelo se convirtió en una fiesta.
El sobrino dejó todo bien dispuesto y cuando llegaba la hora convenida
con el panteonero, les dijo a las dos empleadas eventuales que contrató que iría
a comprar más singani a la agencia y que volvería dentro de una hora.
Salió de la casa a las seis menos veinte y a las seis en punto estaba con el
panteonero frente a la tumba.
—Muy bien amigo haz tu trabajo, —dijo el sobrino. El panteonero, de un
golpe con el mango de la pequeña pala que sostenía con la mano, hizo caer hacia
el interior del nicho dos ladrillos de la tapa aún fresca. Abierto el hueco, sacó
uno por uno los ladrillos de la tapa.
5
Platillo elaborado con carne de cerdo, papa blanca, chuño, ají colorado y cebolla blanca.
Bebida típica boliviana, se compone de una medida de singani, soda lima-limón con un cuarto de limón y
hielo.
6
Hg.
15
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Ahora ayúdame a jalar el cajón —dijo el panteonero mientras agarraba
con las dos manos una argolla del féretro.
El sobrino cogió la otra argolla y dijo:
—Uno, dos, tres, —ambos jalaron el ataúd y lo sacaron. Al caer hizo un
fuerte crujido como de cajas destrozándose.
El panteonero quitó el seguro del féretro y como ya no se distinguían bien
los rostros, prendió su linterna. La noche se imponía.
—¡Destápalo! —Dijo el panteonero al sobrino con mirada seria— yo sólo te
ayudo, el que está profanado esta tumba eres tú.
Ante la mirada impaciente del panteonero, el sobrino se quedó mirando
el ataúd. Alzó la vista y por primera vez se percató del lugar en el que se
encontraba. Las copas de los altos eucaliptos se movían por el viento y el ruido
que hacían imitaba a la llovizna. Con la tenue luz de la linterna vio al querubín
que estaba encima de la fuente, y por un momento le dio la impresión de que le
seguía con la mirada. Se fijó en la silueta de los pabellones con los nichos llenos
en su interior por cadáveres, reconoció su rostro en el reflejo de la portezuela de
vidrio de uno de los nichos y se le pararon los vellos del brazo, sacudió su cabeza
y… pensó en las joyas. Al final su codicia pudo más. Abrió el ataúd.
Hg.
16
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Su tía se encontraba tal y como la había dejado hace un par de horas: fría,
pálida y sin embargo aún no se le había descompuesto el rostro ni unidito los
ojos ni caído las orejas.
—Vas a disculpar tía, es que como me prometiste las joyas… —dijo el
sobrino al cadáver mientras se encogía de hombros. Y luego se santiguó.
La cogió de la mano derecha y empezó a tirar del dedo índice; pero no
pudo moverlo, probó con otros dedos y nada, no pudo moverlos.
—¡Están como piedra! —Dijo al panteonero— pásame la sierra que traje.
—¡No…! —Respondió él panteonero— antes intenta aflojarlos con esto —y
le pasó una roca cercana.
—Ya —aceptó él sobrino y le dio con la roca un golpe a los nudillos de la
mano de Matilde—. No pasa nada.
—¡Golpea más fuerte! —Dijo él panteonero— y pon su mano al borde del
cajón.
El sobrino colocó la mano de Matilde en el borde del ataúd, levantó su
mano con la roca, por encima de su cabeza y después, bajándola con violencia,
estrelló la roca, lo más fuerte que pudo, en la mano de Matilde.
—¡Ay!!! —Escucharon.
Hg.
17
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
El sobrino dejó caer la roca de su mano al tiempo que sentía un ras7 que
subió desde sus pies, pasó por su columna y se alojó en su cerebro, erizándole
los cabellos.
—¿Qué me estás haciendo!!! —dijo la voz.
El sobrino bajó la cabeza y vio a su difunta tía sentada…
Cayó en el piso del cementerio, ya en tinieblas, y empezó a temblar,
mientras aleteaban sus brazos y pataleaban sus piernas. El panteonero ya había
huido del lugar.
Matilde se paró. Sentía un fuerte dolor de cabeza, no reconocía el lugar
donde estaba y tenía la mente en blanco. Rodeó al sobrino y caminó hacia la
salida sin saber dónde estaba ésta, cruzó el viejo portón del cementerio en el
momento en que el portero iba a cerrarlo. Levantó la mano para parar un taxi y
subió en él.
—Al mercado El Calvario —indicó Matilde al taxista.
—¿A qué altura?
—Al karaoke La Noche. ¿Lo conoce?
—Sí.
7
Vulgarismo boliviano que da a entender estremecimiento o sobresalto repentino en el ánimo.
Hg.
18
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Al llegar al karaoke, Matilde buscó dinero en sus bolsillos para pagar al
taxista. Se dio cuenta que no llevaba dinero y que tenía puesta su mejor pollera.
Le pidió al taxista que le espere un momento, para que saque dinero de su
departamento.
Salió del coche, entró en el edificio, subió por las escaleras y al ingresar al
salón del karaoke, encontró a todos los dolientes sentados alrededor de las
mesas, ya casi ebrios y satisfechos por la comida. Al verla… se paralizaron. Los
que tenían copas de cristal en las manos las dejaron caer, lo mismo pasó con los
que tenían un cigarrillo en la boca. Una mujer, llevándose las manos a la cabeza
rompió el hielo con un grito que por poco le revienta la garganta. Fue el anuncio.
Todos corrieron atropellándose, casi volando por encima de las escaleras. El
taxista que vio la estampida encendió el coche y partió. Las empleadas también
huyeron, sin cobrar su paga.
Matilde se quedó sola, pensando: ¿Por qué huyeron… todos! y ¿por qué
no recordaba… nada!
Al día siguiente, dos policías llevaron al sobrino a casa de Matilde.
—Lo encontramos en posición fetal, tirado en el piso del cementerio —le
dijo uno de los policías, refiriéndose al sobrino— al parecer paso toda la noche
ahí… será mejor que lo lleve al médico, esta como… ido.
Hg.
19
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Pobrecito! —dijo Matilde.
—¡Usted, se encuentra… bien? —pregunto él otro policía con un hilo de
voz.
—No recuerdo nada… y ¡me duelen la cabeza y la mano derecha!
—¡En serio, no recuerda nada? —pregunto él primer policía.
—¡No!, nada. ¿Por qué?
—Señora, lo que le voy a decir quiero que lo tome con calma.
—¡Bueno...! ¿Por qué?
—El encargado del cementerio nos llamó, cuando vio al chico tirado cerca
del lugar donde… ¡la habían enterrado a usted!
—¿Qué!!! —gritó Matilde mientras miraba con espanto a los policías.
—Al parecer el chico fue a desenterrarla, porque a su lado estaba el cajón
vacío.
Matilde despidió como pudo a los policías. Después de escuchar las
palabras: “Enterrada y cajón”, no captaba nada más:
—¡Vaya al médico señora! —le dijo uno de los policías al tiempo de subirse
a la patrulla.
—¿Ah?
—Y lleve también al muchacho.
Hg.
20
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Ah… sí!
—¿No se le ofrece nada más?
—Sí, esto… ¡no encuentro mis caravanas!
En el hospital no quisieron atenderla. Oficialmente estaba muerta y por lo
tanto fuera del sistema. Tuvo que intervenir el jefe de médicos para que la vea el
médico de emergencia.
—Señora, ¡es usted afortunada! —Dijo el médico. —¡Es uno de los rarísimos
casos en que el corazón vuelve a funcionar!; ¡sin embargo éste aún se encuentra
muy débil!
En cuanto al sobrino, Matilde pagó su internación en el psiquiátrico local.
No volvía a la realidad.
Los vecinos y comerciantes del mercado y todos aquellos que conocían a
Matilde, no se atrevían a comprarle los huevos o a pisar el karaoke y menos a
hablarle, estaban consentidos de que Matilde se había condenado8 por lo que le
hizo a su marido. Huían de ella.
Entonces la mirada de Matilde perdió el brillo, se alojó en sus pupilas un
manto cuajado de tristeza. Lograba dormir a las cuatro de la mañana y se
8
En Bolivia, zombi o muerto reanimado, que es perverso y nocivo.
Hg.
21
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
levantaba cerca del mediodía con gran flojera, usaba siempre la misma pollera y
no tenía ganas de bañarse. Cansada y adolorida, desayunaba una mazamorra que
cada vez le parecía con menos sabor al igual que el almuerzo. Ya no hallaba
nada interesante y todo le parecía igual. Con el rostro enjuto, su contacto con las
personas se limitó a las compras cotidianas en otro mercado.
La salud de Matilde se volvió a debilitar y antes de que pasen dos meses
de su resurrección… volvió a sufrir un paro cardiaco, y murió.
Pero esta vez, velaron a la condenada cinco días, por si acaso...
Hg.
22
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Las manos del duende
Fue en invierno; pero no recuerdo el año. Mi abuela tenía cinco o seis
años, creo, de niña era como yo, según me contó mi mamá: flaca, pelo negro
largo y trenzado, siempre andaba con la cara sucia y puesta un vestidito blanco
de encaje, con estampas de flores rosas, que lo tenemos guardado hasta ahora.
Sus papás, es decir mis bisabuelos, eran muy estrictos. Siempre le decían
que no se aleje de la casa y principalmente que no vaya a jugar sola a los corrales,
porque tienen sus horas…9 Pero ella era muy traviesa y no se quedaba quieta.
Una tarde de esas llegaron unos parientes a la casa, mis bisabuelos estaban
ocupados y ella se puso a jugar en el patio, con sus ollitas de barro, le encantaban.
Al cabo de media hora escuchó un: Ja, ja, ja, ja, ja, angelical, proveniente del
segundo patio, “deben ser de la casa de al lado” pensó, así que siguió jugando;
pero las risitas continuaban y eran más frecuentes; parecían esta vez, sí, venir del
segundo patio. Así que fue a ver; pero no encontró a nadie y sin embargo las
risitas eran más fuertes… llego al centro del patio y se dio cuenta que provenían
de los corrales.
9
Dicho boliviano que da a entender las horas en que aparecen fantasmas.
Hg.
23
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
El viejo portón astillado de madera gruesa y tosca que daba a los corrales,
estaba cerrado; pero sin seguro alguno, así que, después de un enorme esfuerzo
logró abrirlo y al asomar la cabeza. Vio a un niño… de su tamaño. Que daba
brincos y tumbos pasando de un extremo a otro del corral, mientras soltaba
graciosas carcajadas. Cuando vio a mi abuela, paro. Tenía la cara arrugada, ojos
vidriosos, con espesas cejas sobre ellos, sus orejas eran puntiagudas al igual que
su nariz, llevaba puesto un gran sombrero sobre su cabeza y vestía una camisa de
franela y overol color pardo.
Entonces ella se asustó y el niño le dijo:
—No te asustes, ¿quieres jugar con migo?
Su voz era fina y suave.
—¿A qué cosa? —preguntó mi abuela, ya tranquila por la voz del niño.
—¡A las pepas!!!10
—¡Ya! —Aceptó.
Ella entró en el corral y se acercó al niño, cuando estuvo a su lado el sacó
de su bolsillo un saquito de pepas, y, al ver su mano derecha, mi abuela advirtió
que el niño tenía la mano de algodón y al ver la otra mano se sorprendió aún
más, y se quedó mirándola. Era de plomo.
10
Canicas.
Hg.
24
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¿Por qué tienes las manos así? —Preguntó.
—Ah esto… no te preocupes, así soy; pero igual juego bien —respondió el
niño con una voz tan dulce, que mi abuela no se atrevió a preguntar nada más.
Entonces se pusieron a jugar, primero a las pepas, luego a la rayuela, a las
tulas,11 a las escondidas y así toda la tarde. Pero cuando llegó la hora de tomar el
té, mi abuela se preocupó.
—Ya es hora de irme tengo que tomar mi té —dijo.
—¡Oh…! —Se lamentó el niño con voz de ángel— quédate un ratito más. —
dijo y le tomo de la mano con la mano de algodón.
—Bueno un ratito, ¡no más! —Dijo mi abuela y siguieron jugando hasta
llegar el crepúsculo.
—Ahora ya me voy.
—¡No!, todavía.
—Es que ya es tarde y mi mamá ¡me va a reñir!
—¡No, si no te pego! —advirtió él riéndose.
—¡A ver, atrévete! —Le retó mi abuela jugando.
11
Juego de persecución. La pinta, Mancha, Lleva, Liebre, Las traes, Atrapadas, Pilla—pilla.
Etc.
Hg.
25
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
De repente él le dio un sopapo en el cachete con la mano derecha, como
era de algodón no le hizo doler; pero ella estaba enojada.
—No te enojes, ¡mira, más tarde te doy galletas!
—¿En serio?
—¡Sí!; pero un juego más, ¿bueno…? —suplicó el niño al tiempo que se
agachaba para encender un pequeño mechero que había sacado de su bolsillo.
—Ya; pero rápido ¡si no mi mamá me riñe!
Paso un rato y ella ya estaba impaciente. La noche se acercaba.
—¡Ahora sí ya me voy, mi mamá me ha de estar esperando enojada!
—¡No! ¡No te vayas! —le ordenó el niño con voz más gruesa. Le agarró del
vestido con la mano de algodón.
—¡Déjame che...! —ordenó mi abuela; pero él no soltaba el vestido.
—¡No! ¡Sigamos jugando! —Decía él y la voz se le hacía cada vez más
gruesa—. ¡Sigamos jugando!! ¡Sigamos jugando!!! —hasta que su voz de niño se
tornó en la voz ronca y profunda de un viejo. Y le cogió del vestido con la otra
mano.
Comenzaron a forcejear, mi abuela con lágrimas en los ojos le rogaba que
la suelte; pero eso le enfurecía más. Su rostro arrugado comenzó a encenderse y
de sus ojos… parecía salir fuego.
Hg.
26
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
¡No te vas a ir! —Sentenció el duende.
Mi abuela, con un rápido movimiento de sus manos, logró zafar el vestido
de las manos del duende. Éste alzó su mano de plomo y soltó una furibunda
bofetada en la cara de mi abuela, ella dio un giro y cayo de bruces al piso. Esta
vez, la cachetada le dolió mucho. Se puso a llorar.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡No me deja ir! —gritó mientras se levantaba. Y al escuchar
eso, la cara del duende mutó, se serenó, perdió su color rojizo y sus ojos se
aclararon.
—¡Mamá! ¡Papá! —insistía mi abuela. Entonces el duende se apresuró:
—¡No! ¡No! ¡No llores, mira aquí están las galletas, come! —Y le puso una
en su boca. Ella comió la galleta sollozando— ves, ves que están ricas, son muy
deliciosas —dijo sonriente, otra vez, con voz de niño.
—Toma, para que te lleves —dijo él, y sacó de su bolsillo un saquito lleno
de galletas, le alcanzó a mi abuela varias y ella las cogió con su vestido para que
no se cayeran y salió corriendo.
Cuando llegó a la sala se abalanzó hacia su madre y comenzó a llorar.
—¿Dónde has estado? —Preguntó mi bisabuela—, ¡ya es de noche!
—Estaba en el corral, jugando con un niño que me ha pegado, primero con
su mano de algodón y luego con su mano de plomo.
Hg.
27
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Como!!! —Gritó mi bisabuela y mi bisabuelo que estaba sentado en su
sillón se paró de inmediato y se sacó el cinturón—. ¿Y te lastimó? —apuró.
—Cuando me pego con su mano de plomo me hizo doler mucho. ¡Pero
me ha dado galletas para que comamos!
Y al expandir mi abuela su vestido. Cayeron de él cacas…
Hg.
28
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
El pasajero fantasma
Juan era un taxista y digo: “Era”, porque ya no lo es, desde aquella noche…
Le gustaba tomar el turno nocturno, según él, se ganaba más billetes.
Esa noche de luna llena tenía poca clientela.
—¡Qué macana! no hay mucha gente, este el frío los hizo escapar. —Se decía
Juan mientras apretaba el volante y daba un giro en u, antes de llegar al mercado
de El Calvario.
—Servido. —Dijo Juan al pasajero.
—¿Cuánto es? —Preguntó el pasajero y Juan vio el reloj electrónico del
tablero.
—Como son las tres de la mañana… quince bolivianos.
—¡Tanto!, ¡si la tarifa es tres con cincuenta!
—¡Sí; pero de día!, ¡no de noche y menos a las tres de la mañana!
—Sólo tengo diez.
—¡Ya! —espetó Juan. Y se quedó con el coche parqueado a un lado del
mercado. Se distrajo viendo los puestos de venta tapados con lonas de plástico
azul y rojo, atadas con cinchos de cuero. Al fondo, el frontis de piedra y yeso
Hg.
29
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
blanco de la capilla del Calvario. Le dio una sensación de soledad, y en efecto,
no divisaba a nadie. Ni un perro se hallaba a esa hora en El Calvario.
De repente una persona salió de detrás de la Capilla. Era alto, vestía todo
de negro. A lo lejos Juan no logró distinguir el tipo de ropa ni el rostro, que
parecía estar cubierto por un velo negro. Juan sacudió la cabeza y se refregó los
ojos; pero no alcanzaba a ver el rostro del que se dirigía al taxi. Con los ojos y
manos buscó el interruptor de las luces delanteras y en ese instante, escuchó el
sonido de la puerta trasera al serrarse: “Crash”.
—A final Bustillos —dijo el nuevo pasajero con voz lejana, aguda, profunda.
Juan se estremeció.
Vio a través del retrovisor la figura sentada y rígida de un hombre. Las
luces de la calle apenas dejaban ver la mitad de su cuerpo y la parte de arriba era
difusa. Por más que lo intentó, Juan no pudo ver ese rostro sumido entre las
sombras del coche.
—¿Pasando… el Arco? —Preguntó Juan.
Pero el pasajero no respondió. Juan tomó eso como un sí. Prendió las
luces delanteras y partió.
El tramo de El Calvario a final Bustillos era largo. En cada giro del coche
se metía un haz de la luz artificial de los focos del alumbrado público, y Juan
Hg.
30
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
intentaba ver a través del retrovisor el rostro del pasajero. Pero no podía. La
sombra del techo del coche limitaba el espectro de luz que entraba por las
ventanillas y el vidrio ahumado del fondo no ayudaba. Al tomar las rectas, el
coche se envolvía en un manto oscuro y fúnebre.
—Ojalá me topé con un coche de ida, así veré su rostro cuando me ilumine
—se decía Juan; pero no aparecía ningún automóvil y menos veía personas
andando. Era como si todos hubieran desaparecido.
—¡Qué frío, no…? —Comentó Juan para hacer hablar al pasajero que se
mantenía quieto e inmutable en el asiento trasero, con las piernas cruzadas.
—¡Qué silencio esta todo! ¿No le parece? —insistió Juan, intentando
hacerlo hablar, esta vez, con una pregunta directa. Pero el pasajero no respondió.
Juan tomó la calle La Paz en línea recta.
Empezó a sudar frío.
Deseó llegar pronto a su destino, así que pisó el acelerador; pero el taxi no
avanzaba lo suficiente. Las tinieblas que envolvían el asiento trasero avanzaron y
comenzaron a envolverlo a él. Sintió como subían por sus piernas, como si se
sumergieran en agua gélida. Tiritaban. Por fin, girando en un pasaje llego a la
calle Bustillos y al cruzar el Arco de San Roque… las luces delanteras se apagaron.
La luna alumbraba tanto que Juan pudo distinguir todo. Se dio cuenta que la calle
Hg.
31
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
estaba sin iluminación. Los viejos pinos extendían sus copas llenas de ramas y
hojas descoloridas sobre las jardineras, a un lado y otro de la calle, y por un
instante, le dio una impresión. Trataban de agarrar al coche.
—¡Al viejo surtidor de querosén! —dijo el pasajero con voz agudísima, que
al parecer, venía de más allá del asiento trasero.
Juan se dirigió al pequeño surtidor que estaba en el centro de la calle y se
parqueó al costado izquierdo. Todo su cuerpo temblaba. Sus oídos esperaban
escuchar el sonido de las puertas al abrirse; pero no escucharon nada, todo estaba
en silencio. Al cabo de un minuto respiró hondo y dijo:
—Servido señor.
Juan prendió las luces internas del coche, torció medio cuerpo hacia la
parte trasera para recibir el dinero. Pero… no había nadie.12
12
Entre los años 2007 a 2008; no lo recuerdo exactamente, un pasajero fantasma, según los noticieros locales
de la ciudad de Potosí, hacía temblar de miedo a los taxistas.
Hg.
32
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Una noche en el cementerio
Me encontraba frente al portón del cementerio. Estaba abierto. La gente
en los alrededores, todos vestidos de negro, compraban claveles, cartuchos y
otras variedades de flores para sus muertos, y además cirios. Sin saber por qué,
entré en el cementerio. Vi primero un espacio amplio, rodeado al fondo y a los
costados por pabellones con nichos, todos ocupados… Al centro dos jardineras
largas blanqueadas con cal, contenían pequeños setos rodeados de hierba,
margaritas y otras flores diminutas. La gente limpiaba afanosa los nichos: botaban
las flores marchitas y secas, remplazaban el agua de los floreros por agua fresca y
ponían las flores nuevas, enjuagaban las lapidas, los vidrios y las rejas. Todo el
recinto era un alboroto. Las mujeres con el rostro totalmente cubierto por un
velo negro, entre sollozos, hablaban atropelladamente palabras ininteligibles. Sin
embargo, todo esto es normal en un cementerio en días de visita; pero, ¿por qué
estaba sobresaltado? Y he aquí la respuesta: “Es que… era de noche”. Todo
estaba iluminado por antorchas puestas en las esquinas de los pabellones, en su
parte superior. Las personas tenían encendidos sus largos y blancos cirios. Al
frente de los nichos, en el suelo, estaban puestas y encendidas varias velitas.
Hg.
33
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Penetré más adentro en el camposanto, éste estaba dividido por un muro
en dos grandes secciones, la primera era la iluminada y la segunda…, a la que se
accedía pasando por un viejo portón metálico, estaba totalmente a oscuras; sin
embargo, algunas personas caminaban dentro de ella. Entonces crucé el portón.
Esta sección del cementerio tenía las tumbas en el piso. La luna iluminaba
lo suficiente para ver la silueta de las lápidas de las tumbas, algunas tenían la
forma de pequeñas iglesias o castillos con una cruz encima, otras apenas y tenían
una sencilla cruz de madera con una corona colgando de ella. Pude distinguir un
pequeño sendero y caminé por él algunos metros. Un pino con la copa marchita
daba sombra a varias tumbas, esto me sobrecogió, note que veía mejor… ¿por
qué? Di vuelta y un escalofrió recorrió todo mi cuerpo. La primera sección del
cementerio estaba a oscuras.
Corrí hacia el portón, y lo encontré cerrado con una cadena gruesa que
atravesaba sus barrotes, unida por un candado más grande que la palma de mi
mano, mire a mi alrededor. Estaba solo. Me habían dejado… encerrado.
—¡Estoy encerrado! —Grité—. ¡Auxilio! ¡Abran la puerta!
Cuando terminé de decir esas palabras, vi entre los barrotes del portón,
como dos dóbermans, flacos y largos, corrían locos a través de la primera sección
Hg.
34
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
del cementerio. Retrocedí sin dejar de verlos. Ambos saltaron sobre el muro
cayendo directamente hacia mí con el hocico bien abierto.
Y desperté.
35
Hg.
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Las dos cruces del camino
A Jorge Silva le iba bien trabajando de taxista, haciendo pequeños viajes,
“carreras”, como las llaman los taxistas; pero todas camino a Tarija.
Un día, cuando el cielo se hallaba cerrado por pesados nubarrones, una
mujer levantó la mano y detuvo el taxi de Jorge.
—¿Por cuánto me lleva a Padcoyo13? —Preguntó la mujer.
—Ahora esta nublado y puede llover en el camino —dijo Jorge moviendo
la cabeza de lado a lado en sentido negativo —y se vuelve lodoso y las ruedas
patinan. Es peligroso.
—¡Oh…! ¡Necesito ir y es el único taxi del pueblo que está trabajando! —
Dijo la mujer con cara de súplica—, ¡ya he esperado demasiado!
—Suba —dijo Jorge mientras encendía el coche.
Ya tenían una hora de viaje cuesta arriba por un camino de herradura,
hacia el pequeño poblado de Padcoyo que se encontraba en la cumbre. Como
dijo Jorge, el camino se encontraba lodoso y una ligera neblina envolvía la cuesta.
La mujer estaba callada, con las piernas juntas, la mirada perdida en el camino.
Jorge la miraba de cuando en cuando a través del retrovisor; pero solo por un
13
Localidad que queda de paso en la carretera que lleva de Camargo a la ciudad de Potosí.
Hg.
36
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
segundo, tenía que estar atento al camino que se tornaba más pendiente y
sinuoso. “Este lodo arruinara mis llantas” pensaba Jorge, arrepentido del viaje.
En esa monotonía, a unos quince metros de la posición del vehículo, Jorge
divisó dos cruces blancas. Luego un recodo del camino le tapo la visión. Cuando
pasó la curva, vio otra vez el lugar donde estaban las cruces; pero esta vez solo
estaba una. Se estremeció, pensó que necesitaba lentes.
Al pasar a un lado de la cruz, la mujer se santiguo y dijo:
—Antes, se podía ver los restos de la camioneta en la que viajaba al que
pertenece esa cruz, al fondo del barranco; pero la retiraron porque este lugarcito
es muy pesado,14 y varios conductores dicen que vieron al alma rondar por aquí.
Jorge no conocía la historia, era nuevo en el pueblo y esa era su primera
carrera a Padcoyo, así que prefirió no comentar nada y se quedó callado. Al llegar
a su destino, la mujer le canceló la carrera y sin agradecerle el favor salió del
coche y se perdió tras de unas casas de adobe empapadas por la lluvia. Ya eran
las seis y media de la tarde y el crepúsculo se oscurecía cada vez más. Jorge
emprendió el retorno. Sin pasajero.
Cuesta abajo, las ruedas patinaban de trecho en trecho. El descenso se hizo
lento y tedioso… la noche ya estaba presente.
14
En Bolivia, infestado de fantasmas.
Hg.
37
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Jorge bostezaba, y su mirada se extravió en la ruta, por un momento su
mente se puso en blanco… en eso, las luces del coche iluminaron la figura de un
hombre parado al borde del camino, con el pelo rapado y la cara oscura,
desgarbado, tenía puesto sólo una camisa, cuyas mangas largas no dejaban ver sus
manos. Sus piernas desnudas estaban cubiertas por lodo.
Al pasar por su lado, Jorge vio que el rostro también lo tenía enlodado.
Resaltaban en su cara dos ojos rojos brillantes, que lo observaron... Los vellos y
cabellos de Jorge se erizaron. Pisó con violencia el acelerador.
El coche corría y el hombre lo perseguía aleteando las manos. Pese a la
velocidad que Jorge dio al coche, el hombre parecía estar, todo el tiempo, apenas
a tres metros del vehículo con los ojos rojos brillando como dos faroles. De
pronto, Jorge vio otra vez las dos cruces… El coche patinó, y pese a las
desesperadas maniobras de Jorge, el taxi se desbarrancó treinta metros al fondo
del precipicio.
Hoy se puede ver en el camino de Camargo a Padcoyo dos cruces. Una
de ellas lleva escrito el nombre de: “Jorge Silva”.
38
Hg.
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
El ¡tac…! de los féretros
Diego trabajaba en una funeraria por necesidad: había quedado huérfano
muy joven y perdido su casa, por lo tanto fue necesario buscarse el sustento. Para
esto conoció a Don Chuma dueño de la funeraria más tradicional de la ciudad.
Tuvo que aprender muchas cosas.
Primero, los muertos no hacen daño, solo están fríos y tiesos. Segundo, si
a alguno se le ocurre sentarse, es por acto reflejo no porque haya revivido.
Tercero, si le han crecido el cabello y las uñas, es porque la piel se contrae y da
la sensación de que crecieron. Cuarto, si se hinchó su estómago y le sale sangre
por la boca, no es porque es un vampiro, sino que su estómago por efecto de los
gases se hinchó y reventó.
Aprendió que en lugares fríos puedes prescindir por cierto tiempo del
formol y que según el pago se lo coloca parcial o totalmente, los féretros son
pesados sobre todo los más caros, que ni bien el cortejo fúnebre parte, hay que
recoger el catafalco ya que se paga por hora…, y demás cosas por el estilo.
Tuvo también que aprender a dormir con la tienda abierta y la luz
prendida. No se sabe cuándo y a qué hora la muerte decide llevarse a alguien.
Hg.
39
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
En fin, la muerte se convirtió en algo cotidiano y natural a tal grado que en una
noche común y corriente ocurrió esta usual escena:
—Bueno, Diego, yo me voy a dormir, no te olvides acomodar bien el nuevo
ataúd —le recordó Don Chuma a Diego.
—¿El que llego esta mañana, el caro…? —preguntó Diego.
—Sí, bueno yo me voy, hasta mañana.
—Hasta mañana Don Chuma.
Don chuma se fue a su casa manejando el carro fúnebre y Diego acomodó
el pesado cajón nuevo y colocó la reja en la puerta de la funeraria, tomó su té con
pan dulce y se metió en la cama con la misma ropa que trajo puesta todo el día.
La noche transcurrió fría y silenciosa, no se escucharon las típicas riñas de
borrachos por lo que Diego se sumió en un profundo sueño. A eso de las tres de
la mañana se escuchó un sonoro “¡tac…!”, tan fuerte que despertó a Diego: “Es
el cajón nuevo”, se dijo a sí mismo en medio de las sábanas, y espetó: “aj, hace
frío y estoy en lo más rico de mi sueño”.
Al cabo de media hora tocaron el timbre de la funeraria unos dolientes
vestidos con ropa negra.
—Necesitamos un ataúd —dijeron— a fallecido nuestro papá.
Diego se paró con la cara sudada y enjuta, abrió la reja y los dejó pasar.
Hg.
40
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Sólo tengo los que ven.
—¿Este…? —preguntó uno de los dolientes señalando al cajón nuevo.
—Es reciente, llegó ayer y es un poco caro.
—No importa para mi papito el mejor y me gusta sus ondulaciones y su
color té oscuro, parece rústico.
—Cuesta tres mil sin factura.
—Está bien —consintió el doliente y le entregó a Diego mil quinientos
bolivianos —la otra mitad se la entregaré en la casa, por favor nos lo lleva a ésta
dirección —y le alcanzó un papel en el que estaba escrita la dirección y el teléfono.
—Ya, ¿va a querer también el catafalco y el carro fúnebre?, y también nos
encargamos de todos los trámites incluido la reserva del nicho y el aviso
necrológico.
—Sí, ¿cuánto sale?
—Depende, por ejemplo, del catafalco y si quiere el aviso en la tele o radio
o periódico…
—Mejor cuando traiga el cajón hablamos con mi familia y ahí quedamos.
—También.
Diego despidió a los dolientes, marco el número telefónico de Don
Chuma y esperó que conteste.
Hg.
41
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Sí!
—¿Don Chuma?
—¡Sí, qué es Diego! ¿Hay servicio?
—Sí
—¿Y qué cajón escogieron?
—El nuevo.
—Ah…, seguro sonó fuerte y te despertó.
—Sí.
—Es que es de nogal y esos son muy ruidosos.
42
Hg.
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
La chola de ojos rojos
Mi padre me dijo: “Julián, no viajes solo, siempre se necesita de alguien”.
¡Pero yo siempre terco…!
Salí por la noche al terminar un feriado nacional, solo, en mi furgoneta,
camino de Potosí a La Paz, para traer una bendita mercadería. Ya fuera de la
ciudad, en el camino, noté que no había Luna, a los costados todo estaba muy
oscuro, silencioso y que frío hacía. Fuera de eso viajé tranquilo y sin novedad,
hasta llegar a Oruro. ¡Vaya qué después de los feriados nadie viaja! Decidí entrar
en la ciudad para distraerme un poco. Por la monotonía del viaje ya empezaba a
darme sueño. Entré manejando mi furgoneta por una avenida nueva, ¡enorme
error!, el carril que tomé era de sentido contrario y casi provoqué un accidente,
a duras penas logré dar vuelta en u, y pasé al carril correcto. Tardé quince
minutos en llegar al centro, dar una vuelta a la plaza principal y otros diez en salir
de la ciudad.
Volví al camino.
En la tranca me detuvieron.
—¿Está viajando solo...? —me preguntó el poli.15
15
En Bolivia, vulgarismo que recorta la palabra policía.
Hg.
43
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Sí. —Respondí. “¿Acaso no ves? ¡No hay nadie más a mi lado!” pensé—.
No conseguí un acompañante; pero siempre viajo así.
—¡No pares hasta llegar a La Paz!
—¿Por qué?
—Ya sabes, ¡hay malas horas...!
—Son huevadas16 —me dije entre dientes y seguí mi camino.
A la media hora empecé a bostezar, y pasado un rato, tal vez otra media
hora, a cabecear. A tal grado que me dormí. Debió ser un segundo, desperté
sobresaltado, gracias a Dios estaba en una recta plana, flanqueada por una pampa
altiplánica sin ningún vehículo a la vista... Vi el reloj digital del tablero, ya eran
más de las dos de la mañana, “no puedo seguir así” pensé y entré en la pampa
por el lado izquierdo de la carretera, por un sendero de herradura. La oscuridad
del lugar casi no me permitía ver más allá de lo que me permitían las luces
delanteras de la furgoneta, apenas la silueta fantasmal de los cerros y colinas que
circundaban a lo lejos el lugar. Aproximadamente a unos cien metros, di vuelta
la furgoneta y la aparqué a un costado del sendero.
Me arropé lo más que pude con mi frazada de viaje. Hacía mucho frío, ya
lo dije. Recliné el asiento y me dormí con las luces internas encendidas.
16
En Bolivia, palabrota que significa tontería.
Hg.
44
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Al cabo de algunos minutos, sentí que algo me apretaba el pecho. Me
sofocaba. Y empecé a escuchar cosas…
—¡Baja! ¡Baja…! —me decía una voz risueña y femenina —¡ja, ja, ja!, —se reía
a carcajadas. De repente, sentí que unas manos de témpano me cogían por cuello
del abrigo.
Estaba adormecido, borracho en otras palabras. No podía abrir la boca,
mis labios estaban pegados y mezclados, como si fueran de masa.
Hice un esfuerzo de cojones y logré abrir la boca.
—¡No!!! —Solté un lamento prolongado—, ¡no quiero!, ¡déjame!
—¡Bájate!, ¡ja, ja, ja, ja, ja!, ¡vamos! ¡ja, ja, ja!— Se reía con más delirio que
antes.
Como estaba con la mirada hacia la ventanilla contraria (alejaba lo más que
podía mi cabeza durante el forcejeo) aún no la había visto; pero en uno de esos
vaivenes, entre tirones y contra tirones, bajé la mirada y la vi.
Una chola de ojos rojos brillantes y largas trenzas. Le llenaba la cara una
sonrisa colmada de dientes con coronas de oro. Estaba revolcada en tierra.
De pronto adquirió más fuerza, me tomó por la espalada y, si no fuera
porque me agarré del asiento con todas mis fuerzas, me saca del vehículo. El
asiento parecía un chicle estirándose y escurriéndose entre mis dedos…
Hg.
45
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Pasó unos minutos, segundos, no sé… y ya me encontraba en el piso de la
furgoneta, con la mitad del cuerpo fuera del coche. Ella me jalaba de los pies, yo
me sujetaba del armazón metálico del asiento.
¡Y! ¡Carajo!! ¡Acaso podía despertar!!!
—¡Ah…!!! —Grité.
Me salió ahogado, como lamento de zombi; pero con la fuerza suficiente
para despertarme, asfixiado y jadeante.
Sacudí la cabeza. Estaba empapado en sudor, mi camisa y pantalón
vaquero se pegaban a mi cuerpo. En mi pecho mi corazón latía con bronca.
Me serené, miré al espejo y tenía todo el cabello revuelto, lo arreglé lo
mejor que pude y me fijé en la hora. Eran las tres de la mañana. Al agacharme
para recoger mi frazada que estaba tirada en el suelo, encontré mi crucifijo bajo
el asiento, lo alcé, lo colgué en el retrovisor y lo acaricié con las yemas de los
dedos.
Sequé mi rostro con mi pañuelo y decidí continuar con mi camino.
Encendí las luces delanteras y a unos metros, al costado derecho del
sendero, ¡estaba la chola de largas trenzas…! Me miraba con sus ojos color sangre,
brillaban con el reflejo de las luces, tenía una sonrisa pícara el rostro.
Hg.
46
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Mi cuerpo se estremeció. Sentí un escalofrió que recorrió mi columna. Me
santigüé, encendí el coche y salí a toda velocidad. Pasando por su lado sin mirarla.
Hg.
47
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Casita rural
Sebastián y Júlia, profesores rurales recién casados y recién salidos de la
Normal Superior, hacían su primer año de provincia en el campo.
Lo más penoso de ese trabajo era recorrer los cinco kilómetros, a pie, de
la escuela a la comunidad donde alquilaron un cuarto para vivir.
En una ocasión, por la tarde, se quedaron más tiempo del debido en la
escuela y al regresar a su cuarto, por los senderos de las colinas, la noche les tomó
por sorpresa y Júlia empezó a preocuparse.
—Sebas —dijo a su esposo— no vemos nada, ¡y si me caigo!
—¿Qué hacemos? No creo que falte mucho…, —respondió el marido.
—¡No! —dijo Júlia. De verdad le aterraba caerse—. Hay que buscar una casa
y pedir alojamiento.
—¡Uf! ¿Dónde?
Siguieron caminando, al poco rato distinguieron al pie de la colina por
donde andaban, una pequeña vivienda campesina de adobes, y bajaron.
Por sus estrechas ventanas se escurría la luz tenue de unas velas. Júlia tocó
la puerta.
—¿Quién es? —Preguntaron desde dentro la casa.
Hg.
48
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Somos profesores de la Escuela —dijo Júlia elevando la voz— y nuestra
casa está lejos y ¡estoy embarazada! Quisiéramos que nos alojen por favor…
Un hombre robusto de rostro cobrizo y enjuto abrió la puerta, y al ver el
vientre abombado de Júlia se conmovió y les ofreció un pequeño cuarto en la
parte trasera de la casa, les prestó algunos phullos,17 que era lo único que tenía
para un lecho y cobija. Les dejó dos velas, encendió una y se despidió.
Sebastián trancó la puerta con un tronco que servía para el efecto y tendió
dos phullos a sazón lecho, se acostaron y se cubrieron con otros dos. Júlia de un
soplo apagó la vela y se durmieron.
A las tres de la mañana, Sebastián, entre sueños, sintió un chicotazo. Se
despertó, cambió de posición el cuerpo y sintió otro chicotazo en la espalda, en
seguida sintió otro y otro… ¡No paraban y cada vez eran más feroces! No quería
asustar a Júlia; pero tuvo que despertarla.
—Júlia, Júlia… —dijo Sebastián mientras movía con su mano el hombro de
su esposa.
—¿Qué? —respondió Júlia de mala gana.
—¿Sientes eso?
17
Phullo, manta tejida con lana de oveja.
Hg.
49
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¿Qué cosa?
—¡Pues nos están pegando!
Júlia sintió un chicotazo.
—¡Hay!!! —gritó, y reconoció la textura áspera de la huasca18 sobre su brazo,
que le hacía arder y rascar de dolor.
Los chicotazos no paraban, los sentían en sus piernas, caderas, brazos,
espala y en el rostro. Los gritos de Júlia llenaron el lugar y sólo atinaba a cubrirse
el vientre con los brazos.
—¡Rápido, rápido, prende la vela!!! —rogó Júlia a su esposo. Sebastián no
encontraba los fósforos. Al final, después de mucho tanteo, los halló y encendió
uno. Cesaron los chicotazos.
Sebastián prendió la vela.
Sentados y abrazados, los esposos esperaron a que amanezca. Solos, en
ese cuarto, con miedo a que la vela se apague.
18
Látigo de cuero o goma, que en Bolivia se usa para azotar a los animales de carga.
Hg.
50
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Pobre condenado
Antiguamente los muertos eran velados dentro las iglesias. En Potosí eran
velados en la antigua iglesia de Jerusalén, que queda al frente de lo que antaño
era el Cementerio de San Bernardo, que ahora es una plaza peatonal.
En aquellas épocas, Don Cerapio Alcides, zapatero, trabajaba durante el
día hasta las seis de la tarde en su pequeño puesto, a un costado del antiguo
cementerio, después tomaba su té, y cargando con un costal lleno de zapatos y
con un bolsón ocupado con distintas herramientas, por las noches se dirigía al
templo de Jerusalén. Estando ahí, aprovechaba la luz de los gruesos y largos cirios
velatorios para componer los calzados, hasta pasada, algunas veces, la media
noche.
Y así, usaba todas las noches la luz de los muertos.
Ya era conocido y los golpes de su martillo sobre la suela de los zapatos
no molestaba a los dolientes. Por entonces, vivían en Potosí dos jóvenes,
conocidos por todos en la ciudad… Igor y Gustavo.
Un día de esos, se le ocurrió a Igor jugarle una broma a Don Cerapio:
—¿Qué tal, si me hago pasar por muerto? —Le dijo a Gustavo— y
¿despierto a media noche…?
Hg.
51
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Le haremos asustar al viejo! —Dijo Gustavo mostrando una sonrisa de
dientes picados.
Esperaron la noche ideal. No paso mucho tiempo, cuando un derrumbe
en una de las bocaminas del cerro mató a tres mineros. Era lo que habían estado
esperando. La única funeraria de la ciudad, siempre tenía uno o dos féretros
extra, guardados en un depósito del templo, ¡por si acaso…!
No les costó mucho convencer al ayudante de la funeraria para instalar un
féretro más, en el velatorio de los mineros, con cirios a su alrededor. Con la
condición de poder acompañar a Gustavo, para poder verlo todo.
Llegó las ocho de la noche y Don Cerapio, como de costumbre, se sentó
en una de las bancas del templo, justo frente al féretro donde yacía Igor. Puesto
ahí a propósito.
A ninguno de los velantes les sorprendió que el cuarto ataúd no tuviera
dolientes. No era raro, que de vez en cuando un desconocido o mendigo
muriera, sin nadie quien lo llore. Era lo más probable, se encontraba en el cajón
más común y ordinario de todos y al día siguiente sería enterrado sin más trámite.
Don Cerapio, por su parte, pensó que se trataba de uno de los mineros
aplastados y que no tenía parientes en la ciudad por ser de otro lado. Desconocía
cuantos mineros murieron en el derrumbe y era muy parco para preguntar.
Hg.
52
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
La noche transcurrió fría, tranquila. Los dolientes, por ser varios, no se
hicieron problemas en continuar velando a los cadáveres hasta pasadas las doce
de la noche. Don Cerapio tenía mucho trabajo, así que se quedó, como varias
otras noches. Llegó las dos de la mañana y los dolientes se fueron retirando, de
uno, dos o tres grupos de personas. Hasta que sólo quedó Don Cerapio.
A las tres de la mañana, Gustavo, que se había ocultado detrás del retablo
mayor junto al ayudante de la funeraria, maulló como gato en celo. Era la señal
convenida, tan esperada por Igor que estaba aburrido, aterido y algo adormecido.
Se repuso, y comenzó a mover sus piernas. Gustavo y el ayudante aguantaban la
respiración.
Las mechas encendidas de los cirios, chasqueaban de rato en rato,
produciendo un eco que resonaba por todo el Templo. Don Cerapio ensartaba
el agujón por la costura de un mocasín, cuando la tapa del féretro se abrió. Igor
se sentó dando un feroz alarido con las manos extendidas:
—¡Ah!!! —Don Cerapio continuaba con la vista en el calzado. Cogió su
pequeño martillo de un taburete cercano, y lo lanzó, con tal destreza, que la
cabeza del martillo se clavó en la frente de Igor.
Igor se quedó paralizado, con la boca abierta. Gustavo y el ayudante
huyeron por la puerta trasera del Templo. Don Cerapio tomó un sorbo de la taza
Hg.
53
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
con café que le habían invitado los dolientes, se paró y caminó en dirección del
féretro. Al llegar, bajó la cabeza y se santiguó. Quitó el martillo de la frente
hundida de Igor y comenzó a brotar sangre. Lo hizo recostar, limpió la sangre de
su martillo en la solapa del saco de Igor, cerró la tapa del féretro y dijo:
—¡Pobre condenado!
Hg.
54
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
La máquina de coser
Dentro la Dirección, al fondo de un viejo instituto de peinados, en una
noche cualquiera dos profesoras se quedaron por una hora más, después del
toque de salida. Registraban la documentación de las alumnas. La portería se
encontraba a un lado de la puerta de salida, muy lejos del lugar en que se
hallaban. Las separaba un enorme canchón oscuro, que servía como patio de
juegos a las alumnas de secundaria del turno de la mañana. Una de ellas al darse
cuenta de esto dijo:
—¡Che! Ester, ¡ya es tarde y no hay nadie!
—Un ratito más, ya falta poco y nos libramos de todo. —Dijo Ester, y sin
hacer caso al nerviosismo de la otra profesora continúo con el trabajo.
Paso medía hora más. Y escucharon el sonido del pedal de una máquina
de coser, similar al de una locomotora; pero más suave, más amortiguado, más
dulce…
—¡Ester!, ¡qué es eso? —preguntó Giovanna, con los ojos bien abiertos.
—¡Parece la máquina de coser!, ¡del depósito! —Dijo Ester señalando con
la vista a la puerta que pertenece al depósito. Mientras el sonido de la máquina
se hacía cada vez más pujante y uniforme.
Hg.
55
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Apúrate, guarda eso y vámonos! —Ordenó Giovanna mientras sus oídos
captaban atentos el sonido del costureo.
—¡Tranquila!, ya acabo —Ester acomodaba unos fólderes en las vitrinas de
madera de la dirección—, ¡sabes, no es la primera vez que escucho eso...!, ¿sabías
que esto… antes era un cementerio!
—¡No…!!! —dijo Giovanna moviendo la cabeza de lado a lado.
—¡Sí!, ¡casi toda la ciudad está construida sobre cementerios y antes de que
se poblara esta zona, esto era un cementerio!, —dijo Ester moviendo las pupilas
de los ojos, de un lado a otro, tratando de abarcar la habitación con la mirada.
Mientras, el sonido del pedal y la costura no cesaban. —¡Aquí está la llave del
depósito! ¡Abrámoslo de una vez para ver qué pasa!
Cuando Giovanna escuchó la proposición, la angustia se reflejó en sus ojos
y espeto un contundente: “¡No!!!” a las intenciones de Ester.
—¡Oh!, ¡vamos!, ¿no tienes curiosidad? —insistió Ester
—¡No…! ¡No!! ¡No!!!, ¡ya vámonos! —Ordenó y suplicó Giovanna,
estrangulando su voz.
—¡No!, ¡ahora es mi oportunidad de ver que hay!, además, de que te
preocupas, ¡yo voy a abrir!
—¡Oh...! Ester.
Hg.
56
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Ven, vamos —Ester se dirigió con la llave en la mano hacia la puerta del
depósito. Giovanna la siguió de cerca.
Ester cogió el asa de la puerta, e insertó la llave en la ranura del picaporte
y la hizo girar. El sonido del pedal y el costureo se hicieron más vigorosos. Ester
se detuvo. Ambas aguantaron el aliento por un minuto. Al final Ester abrió la
puerta, palpó en la pared para encontrar el interruptor de la luz. El sonido
continuaba persistente y Ester no hallaba el interruptor. Tras de ella, Giovanna
observaba la oscuridad del depósito con la mano derecha sobre su boca. Ester se
estremeció, y por fin… encontró el interruptor. Lo apretó y con el parpadeo del
foco fluorescente al prenderse, oscilando entre la oscuridad y la luz, pudieron ver
la máquina de coser funcionar sin que alguien la esté utilizando… Cuando se
estabilizó el fluorescente y la luz iluminó constante, la maquina dejó de funcionar,
ante sus ojos encandilados.
57
Hg.
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
¡No quieren estar solos…!
—Papi, ¡despierta! —le dije a mi padre mientras le daba un ligero empujón
en el hombro.
—¿Qué pasa? —respondió.
—¡Hace frío!, ¡te vas a helar, tápate! —Dije y miré de reojo el cobertor sin
quitar la vista del camino— además chárlame porque me estoy aburriendo.
—¿Qué hora es? —Preguntó— ¿ya estamos en la cuesta?
—¡Sí!, —le confirmé— y es las tres.
Estábamos en una parte muy escabrosa del camino y todo el vehículo,
incluido su contenido, temblaba.
—¡Baja la velocidad hombre! —ordenó.
—¡Tranquilo! Yo esta cuesta la conozco bien.
—¡No!, ¡baja la velocidad!— dijo elevando el tono de voz, con los ojos
cerrados y moviendo la cabeza en señal negativa.
Conocía esa expresión, seguro ya se venía un sermón.
—¡Papá!, ¡yo estoy conduciendo! o… ¿quieres conducir tú? —Ya estaba
grande para sus sermones.
—¡Bueno!, ¡entonces no me despiertes en otra! —Espetó.
Hg.
58
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Se produjo un largo silencio entre los dos.
Sentía el vehículo volar en la cuesta recta y no quería quitar el pie del
acelerador. Llegaríamos más temprano que de costumbre a la ciudad.
Cuando mejor conducía, se apagó el sistema eléctrico del vehículo, se
apagaron todas las luces… Nos quedamos en tinieblas.
—¡Frena! ¡Frena!!! —gritó mi padre.
Frene en seco y me golpeé en la frente con el parabrisas por el impulso.
El vehículo patinó un trecho y al final paró.
—¡Papi, estas bien? —pregunté apurado.
—¡Ves!, ¡ves! —Me recriminó—. ¡Te lo dije!, si estábamos en curva ¡nos
matábamos!
—Pero ¿estás bien?
—¡Sí!
—¡Qué huevada! —Dije más para mí, que para mi padre—. ¿Qué habrá
pasado?
Mi papá se bajó del vehículo sin decir nada.
Palpé con la mano en la oscuridad buscando la guantera, cuando al fin la
encontré la abrí y agarré la linterna. No se prendía.
Salí del coche y el viento lanzó en mi rostro un gélido saludo.
Hg.
59
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¡Carajo, sí qué hace frío! —Dije.
—¡Apúrate y trae las herramientas! —Gritó mi padre.
—¡No enciende la linterna! —Dije
—¿La grande?
—Sí.
—Está sin pilas, la chiquita está ahí, en la caja.
Palpé por dentro la caja que estaba bajo el asiento trasero, hasta encontrar
la linterna pequeña. La encendí, saqué la caja de herramientas y busqué a mi
padre con la luz de la linterna. No lo hallé.
—¿Papá? —llamé.
—Estoy debajo del coche. —Respondió
—¿Cómo te metiste en la oscuridad?
—Ya me pasó lo mismo en otra ocasión, con este coche y se dónde está el
problema. Pásame todas las cosas y la linterna.
Deslicé la caja hasta su posición y le di la linterna. Su luz débil casi
desaparece debajo del coche.
—¡Ves!, te lo dije, este cable siempre se revienta —explicó.
—Ah… ¿sí?
—Sí, en un segundo lo arreglo.
Hg.
60
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Mientras mi padre arreglaba el desperfecto, dirigí mi vista a mí alrededor
y sólo pude distinguir sombras de arbustos y promontorios de tierra. El cielo no
tenía estrella alguna, estaba nublado y la Luna se asomaba de vez en cuando entre
las nubes.
Seguí examinando el lugar y sus sombras, tratando de descifrar qué eran,
cuando… Sentí en el rostro un puñado de tierra lanzado con violencia. Venía
desde abajo.
—¡Papá! ¡No molestes! —grité y cuando terminé de decir esto, sentí otra vez
la tierra en mi rostro.
—¿Qué me dices! yo estoy al otro lado y no estoy haciendo nada.
Cuando acabó de hablar mi padre, sentí de nuevo la tierra; pero en esta
ocasión, no sólo venía de abajo, sino de todas direcciones. El ataque era más
seguido, ya no sólo lo sentía en el rostro, también lo sentía en la espalda. Traté
de cubrirme y quitarme la tierra del rostro; pero la rapidez del ataque no me lo
permitía. Se había convertido en una especie de viento terral.
—¡Pero!!! ¿Quién está lanzando tierra? —Dije.
—¡Rápido, entra al auto! —gritó mi padre con voz temblorosa. No sé por
qué tenía la linterna apagada.
Hg.
61
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Estaba tan nervioso que no daba con la puerta y mi padre tuvo que abrirla.
Al entrar me di un golpe en la cabeza con el techo. El ataque continuaba, esta
vez contra todo el vehículo. El sonido de la tierra al estrellarse era como granizo,
continuo y menudo, sobre el techo, el parabrisas, el capo, el chasis...
Encendí las luces delanteras y terminó el ataque. Al frente y por el lado
izquierdo, se encontraba una línea de varias cruces blancas al borde de un
precipicio. Señal de que murieron varias personas en ese lugar, en un accidente
vehicular.
—¡No quieren estar solos…! —dijo mi padre.
Nos santiguamos, y conduje lento el resto del camino.
Hg.
62
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Los fantasmas del Castillo del Loro
—Para nuestra luna de miel decidimos…
—¿Decidimos?, ¡tú decidiste!
—Bueno, yo o nosotros, eso no viene ahora al caso, lo cierto es que fuimos
al Castillo del Loro en los Yungas de La Paz. Además te gusto o ¿no…?
—Sí, me gusto; pero no lo que vimos la última noche.
—Bueno fue interesante…
—¿Interesante…? Si casi te haces pi...
—¡Chus cállate! Como vas a decir eso, te pasas. Bueno el caso es que era
nuestra última noche y mi mujer había desaparecido.
—¿Desaparecido? ¡no!
—¿Entonces?
—Sólo me perdí, estaba admirando la hacienda. Como hacía mucho calor
estaba con mi camisón y...
—¡En camisón! ¡En un hotel! ¿Se imaginan?
—¡No había nadie a esa hora!
—¡Es que nadie sale en camisón a las tres de la mañana!
Hg.
63
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Es que me despertó esa flauta. Era una melodía dulce y melancólica. Me
levanté de la cama y salí al balcón. La música acariciaba mis oídos y no lo sé, tal
vez, como en El flautista de Hamelín, fui atrapada por la melodía. Salí a la
intemperie y me interne en el bosque.
—Yo me desperté y palpé el otro lado de la cama. No estaba mi mujer. Me
di vuelta y mire a todos lados— seguro fue al baño —me dije y como yo tenía ganas
de ir también, me puse mis pantuflas y fui al baño. El baño estaba a oscuras—.
¿Uh...? ¿Dónde se habrá metido? —dije. No sé por qué no fui a preguntar a la
administración. Algo me decía que se había adentrado en el bosque, así que me
puse mi bata, cerré la habitación, bajé las gradas y penetré en el bosque…
¿Por qué no llevé linterna? pues porque no tenía ninguna y la luna
iluminaba con tal claridad, que casi parecía de día.
—Yo en cambio seguía la melodía. A cada paso que daba se hacía más
fuerte, más penetrante, se fundía con el ruido del cauce del río, el canto de las
aves nocturnas y el aroma a madera húmeda y fresca del aire. Me pareció que
flotaba sobre el bosque, sin ninguna atadura, la gravedad era relativa. Volaba
libre.
—¡En cambio yo… Carajo! Nunca salgan al bosque con pantuflas: las
piedras afiladas se incrustaban a la suela esponjosa de mis pantuflas y me
Hg.
64
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
aplicaban tremendas punzadas— ¡mierda! ¡cuando la encuentre…! —
Despotricaba, y no era para menos. El aire frío penetraba en mis pulmones, el
murmullo de los bichos me estremecía la piel, además, tenía que sortear: rocas,
raíces, ramas, cacas y evitar pisar a varios de esos asquerosos sapos. ¡Es que recién
había terminado de llover!
—¡Ahora yo!, cuando la música llego a su clímax, al grado de embotar todos
mis sentidos, divisé un claro y penetre en él. ¡La música cesó… y lo pude ver…!
—Lo que yo vi fue el suelo del bosque al estrellarse mi cara contra él. Como
ya lo dije, había llovido y había barro por todos lados, me resbalé y caí de bruces.
—Él era alto; pero relleno. Lo que más resaltaba en él era su nariz: larga,
plana, ancha, como aplastada. A pesar de llevar botas tubo y un traje color caqui
al estilo militar, veía a través de él, el fondo oscuro del bosque. Y en sus amplias
y regordetas manos llevaba la flauta—. ¡Mi amor! —Me dijo…
—En tanto yo, me levanté a duras penas— ¡mierda! —Dije, estaba empapado
en barro. Y mientras me sacudía el pantalón de mi pijama, escuché una voz—:
Mba’e19 —alcé la cabeza y los vi…
—Él extendió sus brazos en dirección mía, y comenzó a caminar… Pude
sentir las gotas de sudor frío en mi rostro; pero no podía moverme. Los cinco o
19
Regionalismo paraguayo que significa: ¿Qué?
Hg.
65
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
seis metros que nos separaban los recorrió en dos segundos. Cuando estaba a
punto de cogerme, encogí el cuerpo y solté un tremendo—: ¡Ah!!! —Con todas
mis fuerzas.
—Los dos tipos, cubiertos de harapos hechos jirones, vinieron en dirección
mía, y cuando estaban a un paso de mí, no pude hacerme a un lado, no pude
darles paso. No fue necesario. Atravesaron mi cuerpo. Sentí frío durante el
tiempo que pasaron a través de mí, como vapor, diseminándose y volviéndose a
componer unos pasos después. Quedé seco, y escuché decir a uno de ellos
riendo—: ¡Ja, ja, ja, ja, ja el boli20 se puso blanco! —Luego escuché un grito de
mujer, giré el rostro en dirección del sonido y volví a girarlo para ver a los
fantasmas. Pero ya no estaban… Corrí en la dirección de dónde provenía el grito,
más por escapar, que por querer socorrer a alguien.
Encontré a mi mujer agazapada, con las manos en la cabeza. Pálida. La
toqué y ¡estaba fría!
—¡Tú! ¡tenías los cabellos erizados!
—¡Cierto! Encontramos la senda que lleva a la hacienda, después de todo
ésta era aún visible, no nos habíamos alejado mucho.
20
Vulgarismo que recorta el gentilicio boliviano, usado por los paraguayos durante la
guerra del Chaco.
Hg.
66
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Al día siguiente, después de arreglarme, vi en la mesita de noche el folleto
del hotel y le di una ojeada, en él se encontraba la foto del fantasma que quiso
abrasarme por la noche. Llevaba traje, medalla y una banda con los colores de
Bolivia. Le mostré el folleto a mi marido…
—Ahí estaban también las fotos de personas parecidas a las que me
atravesaron en el bosque.
—Al momento de partir, el recepcionista del hotel nos dijo que el castillo
le perteneció al expresidente Luís Tejada Sorzano y fue levantado por los
prisioneros paraguayos durante la guerra del Chaco.
Hg.
67
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Seres del altiplano
El taxi era un punto blanco moviéndose en la inmensidad de la pampa. En
él sólo iban el chofer y Alice.
—¿Hace cuánto que vive en la Argentina? —preguntó el chofer.
—Toda mi vida… —dijo Alice—. Yo soy de allá, nací allá; pero mis padres
eran bolivianos.
—Ah… ¿y qué tal Buenos Aires?
—Ahora vivo en Córdoba; pero nací en Buenos Aires y viví toda mi niñez
allá.
—¿Ah sí?
—Sí, es una ciudad muy grande, llena de edificios, avenidas, centros
comerciales, con mucha gente, uno encuentra de todo allá, Córdoba también es
muy grande.
—Ah… —el chofer hizo una pausa y luego continuó—: ¿Y ya conocía este
camino?
—No, cuando venía de la Argentina, siempre mi tía nos daba alcance en
Potosí. Nunca fui a su pueblo.
—¡Vaya forma de conocerlo!
Hg.
68
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Sí, es verdad, ¡quien se iba a imaginar que lo conocería para su entierro!
¡Pobrecita mi tía!
El chofer calló. Alice se arropó con su frazada de viaje, metió la mitad del
rostro por debajo del cuello de su abrigo, se puso a ver la inmensidad de la pampa
altiplánica.
Un camino recto de tierra, flanqueado a los costados por una inmensa
pampa llena de paja brava marchita y piedrecillas diminutas, llenaba sus ojos. No
había cerros o colinas a la vista, el cielo de la tarde estaba terroso, rojo, sin sol. El
viento con sus pequeños remolinos de tierra silbaba de cuando en cuando. El
invierno altiplánico.
Dos horas de viaje viendo lo mismo. Alice bostezó.
El taxi entró en una parte ondulada del camino, con pequeñas subidas y
bajadas. El chofer no quiso forzar su máquina y bajó la velocidad.
Entonces Alice vio una pequeña figura a lo lejos, al lado derecho del
camino. A medida que avanzaba el taxi, la figura se hacía más clara. Era una
pequeña niña, ahí, sola, a kilómetros de todo, de todos...
El taxista redujo aún más la velocidad. Alice pudo verla mejor. Estaba
descalza, sólo tenía puesta un vestido de tocuyo. Jugaba tranquila con las cacas
duras de los animales. Su pelo negro cubría su rostro.
Hg.
69
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
El chofer pisó el acelerador.
—¡Oiga! ¿No vamos a recoger a esa niña! ¡Pare che!!!
—¡No señora! ¡No es niña!! ¡Es duende…!!!
Hg.
70
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
El vampiro del Chaco
Chuparse la sangre por falta de agua en él Chaco, fue un extremo común;
pero chuparla por…
Los horrores de la guerra son indecibles. En la del Chaco lo que nos hizo
cagar fue la sed, a falta de agua bebíamos nuestra orina, y los más desafortunados
llegaron, como ya lo dije, a cortarse las venas y chuparse la sangre o chuparla de
los cadáveres. Pero el caso que voy a narrarles es distinto:
Estaba tumbado en el piso de un mugriento pahuichi21 cuando entró…
Todos los de la escuadra nos pusimos de pie, como resortes, y nos cuadramos.
Él era muy alto, acaso un metro noventa, flaco, mejor dicho huesudo,
porque la piel se le pegaba al cráneo como una máscara de hule. ¡Ah…! la piel,
era pálida como la cal y las mechas de su pelo rojo llegaban hasta sus pómulos,
en fin. Traía el uniforme regular; pero de su mano de alicate colgaba un sombrero
tipo paraguayo, con alas grandes, de dotación; pero de color caqui, nuestro color.
Él no dijo nada, se dirigió a una esquina y se sentó. “No es un oficial”,
pensamos; pero sí un extranjero y generalmente a los extranjeros se los respetaba
como a un oficial. No eran soldados rasos.
21
Choza con techo de paja.
Hg.
71
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
De esta forma Modric se incorporó a nuestra escuadra. Su nombre lo
supimos por una confidencia del teniente, así como todo lo que llegamos a saber
de él; pues no hablaba con nadie. Su rostro enjuto y ausente era una barrera
infranqueable para cualquiera de nosotros, incluso para el teniente y cualquier
oficial.
Modric o el Gringo, como solíamos decirle, casi nunca salía del pahuichi
y cuando lo hacía, se ponía el sombrero con las alas largas, ajustando una levita a
su nuca, los botones de la chaqueta los traía todos bien abotonados; excepto los
botones de las mangas, algo más largas de lo común, obviamente alargadas por
él. Y no aflojaba las botas tubo, cubriendo bien el talón del pantalón.
—Sufre una enfermedad de la piel —me dijo Medina, mi compadre, cuando
le pregunté sobre la forma de vestir de Modric. Si bien las ordenes eran, la de
estar preparados en todo momento para cualquier emergencia, los treinta y ocho
a cuarenta grados centígrados que fácilmente se alcanzaba a medio día, no nos
permitían andar formalmente.
—Además es extranjero —añadió Medina— y estos europeos parecen de
goma, no les afecta ningún clima, ya sea frío o calor.
El colmo llego cuando a nuestra escuadra le toco hacer el patrullaje. Las
caminatas forzadas en el día, a través del monte o el tuscal, eran un infierno. Nos
Hg.
72
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
obligaban a ir con el uniforme completo, por si caíamos prisioneros; pero ya
solos, nos soltábamos la ropa lo más que podíamos. Sin embargo Modric,
inmutable, vestía como siempre.
En una ocasión por el medio día, cuando patrullábamos sobre una
picada,22 paramos para beber agua de nuestras cantimploras. Todos las sacamos,
sonrientes, de nuestros escondites. Medina la sacó, no sé cómo, de dentro de su
bragueta— ¡así está más segura! —me dijo mostrándome sus cuadrados dientes
blancos, que resaltaban en su moreno rostro. Nos sentamos haciendo un círculo.
Todos bebimos, menos Modric. Fue muy incómodo, el grupo compuesto por
ocho (sin contar al extranjero) nos miramos a los ojos. ¡El Gringo se había
olvidado la cantimplora en el fortín! ¿Cómo era eso posible? En esta guerra, antes
de coger el fusil, tienes que coger tu cantimplora. Ahora bien, nadie quería
compartir su agua. Se produjo un largo silencio, todos miraban a cualquier lado,
al final, ¡carajo!, con todo el rencor de mi pecho me puse de pie. Todos
suspiraron aliviados, era lo que tenía que hacer como jefe de escuadra. Me dirigí
hacia él y le ofrecí un trago de agua de mi cantimplora.
Él tenía los ojos puestos en la picada cuando acerqué mi cantimplora a su
rostro.
22
Camino abierto a punta de machete.
Hg.
73
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—Bebé —le dije. Él sonrió, más para él que para mí. Y sin quitar la vista de
la picada cogió la cantimplora, al hacerlo, rocé su mano fiera y fría, como si rozara
el granizo. ¿Cómo era posible eso? ¡En ese infierno! En parte anhelé seguir
refrescando mi piel; pero sólo fue por un segundo. Se llevó a los labios la
cantimplora y la besó por un largo rato, ¡que abusivo!, estuve a punto de quitársela
cuando dejó de beber de ella y me dijo:
—Gracias. —Su chillona y lejana voz me produjo un escalofrió.
Cuando me retiré hacia donde estaba sentado, a la sombra de un
algarrobo, noté que la cantimplora no había bajado de peso. A pesar de lo
extraño de esto me alegré y me la llevé a los labios para beber un trago más. El
cuello de la cantimplora estaba frío.
Días después, por medio de algunos amigos del Regimiento Pérez,
escuché algunos rumores acerca del Gringo: Él servía originalmente en éste
regimiento y había sido transferido por razones extrañas y nada claras. Al parecer
había ejecutado sumariamente a unos prisioneros paraguayos, de una forma nada
convencional. Pero no se pudo aclarar nada. Además, el Gringo infundía
inquietud entre los oficiales del regimiento.
Estos rumores sobre Modric me inquietaron. Traté de averiguar más. Juan
Murguía, que servía ayudando a un teniente con el papeleo del regimiento, en el
Hg.
74
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
comando del fortín, me dio una mano. Modric, según los registros, venía de
Alemania. Pero no era del todo extraño, por una conversación entre el coronel
que comandaba el fortín y su teniente, supo que el Gringo descendía de una
familia alemana que se había establecido en Potosí, en la época de la Colonia.
Llegaron a tener muchas propiedades a lo largo de varias generaciones; hasta que
tuvieron que huir a Europa durante la guerra de la Independencia. Modric llegó
con una orden firmada por el propio general Kunt,23 al parecer, quiere justificar
en la guerra un derecho y reclamar algo de su herencia. Pero… ¡no llegó al Chaco
con grado de oficial!, ¿cómo es que el general Kunt haya permitido que un
compatriota suyo, esté como soldado raso!
Mis amigos del Pérez se fueron, su regimiento sólo estaba de paso. Me
dejaron con más dudas que aclaraciones sobre el nuevo miembro de la escuadra.
Sobre todo la afirmación final de Pablo: “A nosotros también nos daba miedo…”
¿Miedo a una sola persona en la guerra? ¡Cuándo no sabes si regresaras del
combate! ¿Miedo?
Sí, el Gringo Modric provocaba miedo.
23
Hans Kunt, general alemán que dirigió al ejército boliviano en una de las etapas de la
guerra.
Hg.
75
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Mi escuadra terminó con los patrullajes diurnos; sin embargo habían
informes de patrullas pilas24 cerca del fortín. Los patrullajes nocturnos se
redoblaron. Aquí hubo un cambio en la actitud de Modric. Se brindaba al
patrullaje, sí, escuadra que salía de noche, él salía con ella. Esta actitud al parecer
heroica…, ponía tensos a los soldados de las escuadras que salían. Los oficiales
no podían negarle las peticiones, creo yo, no por constituir una acción admirable;
sino porque también sentían nervios o miedo tal vez… hacia el Gringo. He visto
como solicitaba el permiso, no se cuadraba frente al oficial en mando,
simplemente se aproximaba, le miraba a los ojos, y decía: “Voy a salir con la
patrulla”. Él oficial apenas atinaba a mover la cabeza asintiendo.
Ahora que lo pienso un poco, casi nunca pude ver los ojos del Gringo
Modric, hasta aquella vez… Parecía tener siempre un antifaz, una sombra que le
cubría los ojos.
Al principio las patrullas regresaban sin novedad, poco tiempo después,
tuvieron choques cortos con patrullas enemigas; pero los pilas siempre se
retiraban. Así los encuentros entre patrullas fueron más frecuentes; pero cortos.
24
Pata pila, significa descalzo. Apodo con el que los soldados bolivianos se referían a los soldados
paraguayos, porque éstos solían andar con los pies desnudos.
Hg.
76
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Esto llamó la atención del comando: “¡Tal vez preparan un ataque masivo y no
quieren perder tropas!” era el rumor que circulaba.
La oscuridad de un gran ataque nos invadió a todos. En esto una mañana
me ordenaron llamar a Modric para que se presente ante el capitán. Le
comuniqué la orden y como siempre no dijo nada. Se levantó de su esquina, se
puso el sombrero, se fue al pahuichi de los oficiales.
Traté de averiguar algo con el ayudante del capitán. Toda mi escuadra se
nos unió.
—¡Los de la primera escuadra de la compañía “B”, se quejaron del Gringo!,
—dijo el ayudante.
—¿Por qué? —preguntó ansioso Medina.
—Dicen que en el último encuentro con una patrulla pila, ¡el Gringo
desapareció durante el combate y luego se unió al grupo, como si nada…!
Todos nos miramos a la cara. Sabíamos lo que le esperaba al gringo.
—¡Y no sólo eso!, ¡el sargento Cutipa, como siempre chupamedias del
capitán,25 llamó a los jefes de escuadras de las patrullas que salieron! ¡Y uno por
uno, con revolver en mano, los hizo hablar! ¡Y todos dijeron lo mismo, que el
Gringo se escapaba del combate!
25
En Bolivia, expresión que significa sumisión a alguien para poder sacarle provecho.
Hg.
77
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
—¿Quién pues es el soplón? —preguntó el Grillo, el más pequeño de la
escuadra.
—¡Ese gordo rubio, el Fiero! —Dijo Medina que conocía al dedo a los de
la compañía “B”— ese es el jefe de la primera sección de la compañía “B”.
Nos retiramos al pahuichi. Era cierto que no nos agradaba el Gringo; pero
era un miembro de la escuadra y en guerra una escuadra es lo más cercano a una
familia. Teníamos la vista extraviada. El castigo para la cobardía y el abondo de
compañeros en batalla, ¡es la muerte!
Estábamos atentos a la llamada para formarnos, ya lo habíamos visto antes.
¡Muchas veces! El condenado era puesto en el paredón (cualquier árbol grueso)
y fusilado frente a todos. Para ejemplo de todo el batallón. Esa era nuestra
premonición, cuando Modric atravesó el umbral del pahuichi y se sentó en su
esquina de siempre. Enjuto, como todos los días.
Nadie se atrevió a preguntarle nada. La noticia se esparció rápidamente en
todo el fortín. Esa noche no salió ninguna patrulla. Hubo un descontento general
en las filas. Otros camaradas habían sido fusilados por faltas menores, y algunos
de ellos inocentes. ¿De qué privilegios contaba Modric, si era al igual que todos,
soldado raso! ¿Solo por ser Gringo se salva del castigo? ¡Porque es el
recomendado del general Kunt!
Hg.
78
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Una consigna iniciada por el Fiero de la compañía “B”, circuló por todas
las escuadras: “En combate, cualquiera que pueda acabaría con el Gringo y si es
posible con el sargento Cupita y con el capitán”. Estos últimos tenían sobre sus
espaldas varios fusilamientos injustos.
Es increíble cómo se pasa de un lado a otro tan fácilmente: todo el batallón
estaba afectado por un fusilamiento. Ahora, todos se convierten en posibles
verdugos.
Mi escuadra por supuesto, no hizo caso de la consigna. Se trataba de uno
de los nuestros; sin embargo, nuestra aversión y desprecio por Modric aumentó.
Modric no se mostró agradecido o contento por el favor, seguía con esa fría
arrogancia, y al parecer nos tenía a menos.
Aumentaron los encuentros con patrullas pilas. Y ahora no sólo salían
escuadras; sino secciones enteras. El Gringo ya no salía con las secciones. Es aquí
cuando mis sospechas sobre él, aumentaron. Modric empezó a desaparecer por
las noches.
La primera vez no le dimos importancia; además, al día siguiente por la
madrugada apareció en el pahuichi en la esquina de siempre. Pero sus salidas
continuaron noche tras noche. Esperaba a vernos dormidos, al menos eso
Hg.
79
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
pensaba él, y siempre se dejaba su cantimplora. “¡Qué extraño! ¿Qué hacía?
¿Dónde dormía?”, nos preguntábamos.
Un día de esos me topé con el ayudante del capitán y le pregunté sobre el
escape de Modric al fusilamiento.
—¡No!, no fue por miedo al general Kunt —respondió— hubieran
informado al comando que cayó en acción o fue capturado o simplemente
desapareció. Como ya lo hicieron antes con algunos...
—¿Entonces? —Dije rascándome la cabeza.
—¡No lo sé!
—No escuché nada —continuó— cuando salió el Gringo me miró y sonrió.
Entré con mis papeles al comando, estaban dentro el coronel, dos mayores, el
capitán, el teniente y el sargento Cutipa. Todos estaban callados, y miraban como
los ciegos. Me cuadre ente el coronel y nada…, me volví a cuadrar y tardo en
responderme, estaba como ido.
—¿Ido?
—Ya sabes, ¡como cojudo!
—¡Ah!
—¡No me atreví a preguntar nada a nadie, ni siquiera al teniente!
Hg.
80
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Pero eso no le preocupaba al ayudante, había escuchado que los pilas se
dirigían en forma de tenaza hacia el fortín, para tomarlo. Por eso había mucha
agitación.
En cuanto a los de la escuadra, teníamos planeado seguir al Gringo.
Sacrificar una noche de descanso valía la pena, si así terminaba nuestra
incertidumbre y podíamos dormir mejor.
La noche que lo íbamos a seguir, se ordenó a nuestra sección salir en
patrulla nocturna. El teniente no dijo nada acerca de Modric, así que salió con
nosotros. Esa noche.
La luna llena nos ayudó a ver en la oscuridad. Sólo se escuchaba el chirrido
desesperado de la chicharra;26 además de nuestros pasos a través de una picada.
Ya teníamos tres horas de patrulla y nos habíamos alejado del fortín. ¡Cuando el
sonido de una ráfaga corto al de la chicharra! ¡Casi inmediatamente las ráfagas de
tres livianas, dos a los costados y una al centro, se cruzaron sobre nosotros! ¡Los
destellos siguientes iluminaron una curva larga tendida frente a nuestra posición!
¡Nos tenían emboscados!
Con la primera ráfaga nos tendimos al piso y cada quien busco la mejor
protección posible. Yo me metí, como topo, en una ondulación de la tierra lo
26
Insecto Hemíptero.
Hg.
81
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
suficientemente alta como para cubrir mi cabeza. Acomodé mi fusil así como
estaba, pecho a tierra, y disparé lo mejor que pude; allí, hacia los destellos, a la
oscuridad del Chaco.
El fuego era intenso, no podía distinguir a mis compañeros así que de rato
en rato nos numerábamos para saber sobre nosotros. Modric no respondía.
Las otras escuadras al parecer sufrían muchas bajas. Los destellos eran más
visibles, el enemigo ganaba terreno. No sé cuánto tiempo duro la refriega, ni
cuanto más podríamos haber durado, el enemigo era obviamente superior en
número y cada vez nos envolvía más. Nuestro fuego se reducía debido a nuestras
bajas.
Cuando lo único que quedaba era la retirada, la compañía “B” llego en
nuestro auxilio. Se plantó frente al enemigo con un nutrido fuego, y éste poco a
poco fue retrocediendo y terminó por retirarse.
Esperamos un buen rato para aventurarnos a buscar heridos o recoger
cadáveres…
Toda nuestra escuadra salió ilesa, bueno, casi. Modric había desaparecido,
confirmando su cobardía.
Nos repartimos en yuntas de a dos soldados, para buscar sobrevivientes en
nuestras filas. Yo fui con Medina. En el camino nos topamos con la compañía
Hg.
82
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
“B”, habían sufrido el extraño deceso de toda una escuadra completa. La del
Fiero.
Supusimos que por estar en primera línea en el momento del choque del
combate. La Luna ayudaba; pero no lo suficiente para encontrar las heridas
mortales de la escuadra del Fiero. El tanteo de los cuerpos no revelaba sitios
humedecidos por la sangre, donde pudieran estar las heridas. No había la vieja
herida en el estómago o en el pecho, no la que te vuela la cabeza. “Ya sabremos
al día siguiente”, pensamos.
Daban las tres de la mañana en el reloj de un oficial. Ahora tocaba revisar
las líneas enemigas. Cruzamos los casi sesenta metros que nos separaban.
¡En el camino unos alaridos nos detuvieron...! Conocíamos los gritos
angustiosos de dolor de un herido o el estertor del que se va para el otro mundo;
pero estos gritos…, digo alaridos, eran distintos. Largos y agudos, ansiosos… como
si aún el suplicio o la causa del dolor... continuaran.
Otra vez, en yuntas, Medina y yo comenzamos a buscar por el ala izquierda
de la línea enemiga, la que estaba situada al frente de la orilla de una isla de
bosque. Éramos los primeros en aventurarnos por ese sector. ¡No encontramos
a ningún paraguayo vivo! “¿Los gritos?”, nos preguntamos. Temíamos una
trampa. Caminamos lento, paso a paso, esquivando los cuerpos, hasta divisar un
Hg.
83
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
pequeño claro en el tuscal. La Luna fue más generosa. Escuchamos a un animal
olfatear u hociquear; por si acaso cargamos nuestros fusiles y yo pregunté—:
¿Quién anda ahí! —Mientras me acercaba.
Aquella bestia levantó la cabeza. La Luna, ya lo dije, era generosa. Sus ojos
rojos brillaban fosforescentes, como si fueran los de un gato en la oscuridad, y al
igual que éste, al verse amenazado abrió su hocico. Dejó ver cuatro colmillos
largos y filosos. De la comisura de sus labios descendían dos hilos de sangre…
Traía los pelos erizados. Con las manos tenía cogido por el cuello a un paraguayo
que daba sus últimos estertores, ahogados, asfixiados. La criatura lanzó un agudo
y horrible: “¡Ggggggrrr!!!” Nos sobrecogió por completo. Y al igual que un mono
dio un brinco hacia la copa de un algarrobo. Y de ésta forma Modric, el vampiro,
desapareció en aquella isla de bosque en el Chaco.
Hg.
84
Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana
Nota del autor
Gracias a DIOS.