Autor: Hugo Orlando Revollo Romero (Hg.) Diseño y diagramación: Hugo Orlando Revollo Romero Imagen de la tapa: “Duendecitos, 1799” de Francisco de Goya Fuentes tipográficas (tapa, encabezado): Autores señalados en dafont.com 1° edición. Dirección: Calle Claudio Llano N° 76; Zona San Roque Teléfono: 6262700 Teléfono celular: 76165894 Correo electrónico: [email protected] Bolivia, 2014 Todos los derechos de autor reservados. Código: 1410182358568-UFPTTN Registro de Propiedad Intelectual Safe Creative Índice La condenada. 4 Las manos del duende. 22 El pasajero fantasma. 28 Una noche en el cementerio. 32 Las dos cruces del camino. 35 El ¡tac…! de los féretros. 38 La chola de ojos rojos. 42 Casita rural. 47 Podre condenado. 50 La máquina de coser. 54 ¡No quieren estar solos…! 57 Los fantasmas del Castillo del Loro. 62 Seres del altiplano. 67 El vampiro del Chaco. 70 Hg. 4 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana La condenada Con la dinamita apretada al pecho por su mano derecha, el marido se disponía a quitarse la vida, jadeaba y sudaba frío al tiempo que recordaba su infancia, a su padre y a su madre ya fallecidos, y a Matilde. Matilde era una mujer de pollera1 y largas trenzas. Algo robusta de cuerpo, con el pecho y las caderas pronunciadas, de esas que si pasan a tu lado y eres hombre, te das media vuelta. Sus ojos lanzaban un destello delatando su picardía. De sus suaves orejas, siempre colgaban dos largas caravanas2 de oro puro y pedrería roja que asemejaba al interior de una granada, las cuales hacían juego con los ocho anillos de oro, cuatro en cada mano, con piedras rojas, similares a las de las caravanas, que blindaban sus largos y huesudos dedos, que discordaban con el resto de su cuerpo. Era dueña de un edificio de dos pisos en la zona alta de la ciudad de Potosí, cerca de un pequeño mercado. En la planta baja tenía una venta de huevos al por mayor y menor, en el primer piso se encontraba un karaoke que atendía ágil y sonriente, en el último piso se hallaba su departamento. El karaoke, pese a no 1 Vestido típico, puesto sobre varías faldas y enaguas, usado por una parte de las mujeres de Bolivia, a las cuales se les denomina, orgullosamente. Cholas. 2 Pendientes, usados por las mujeres de pollera de Bolivia. Hg. 5 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana encontrarse entre las listas de los supuestos decentes, era un éxito, gil y mil caían en él y Matilde era el centro de atracción, atendía a sus clientes con diligencia y cariños, en el canto y en el baile no se hacía de rogar. Todo esto a vista y paciencia de su marido. El marido siempre sonreía a las personas. Bajo de estatura, de cuerpo relleno y nada entusiasta al momento de vestir (no pasando de la camisa y pantalón de tela café), era, según Matilde, el culpable de todo lo malo que pasaba. En una ocasión por la noche, llegó tarde a su casa, y tocó dos horas y medía el timbre. Matilde no le abrió la puerta. Tuvo que buscar un alojamiento para pasar la noche, por suerte, ella le dejó sacar veinte pesos antes de salir. Al día siguiente recibió un griterío proveniente sólo de la boca de Matilde y para remediarlo tuvo que hacer el aseo del edificio él sólo, durante una semana. Pero pese a todo, la amaba. Un jueves de septiembre por la tarde, después de llegar en su furgoneta con una carga de huevos de una granja en Betanzos,3 subió por las escaleras a su departamento estirando lo más que podía las piernas, como si pisara huevos, para sorprender a Matilde con su llegada. Ella suponía su regreso por la noche. Abrió la puerta de su recamara despacio, con mucho cuidado, y al tenerla ya abierta… 3 Localidad intermedia cercana a Potosí. Hg. 6 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana ¡encontró a su mujer sobre su amante, ambos desnudos dentro de su cama matrimonial! Se sentaron de inmediato y se vieron las caras directamente con el marido. Éste tardo unos segundos en reaccionar, el terremoto emocional lo emborrachó, sacudió la cabeza y salió corriendo de la casa a la calle, de la calle a la avenida y de la avenida… ¿vaya a saber a donde más intento salir? Ella despidió al amante con la cara algo roja; sin embargo, hizo como si no hubiera pasado nada y esa noche atendió el karaoke, como de costumbre. El marido apareció a los tres días, sucio, sudoso y con el cabello graso, la barba y el bigote en sus inicios, la comisura de los labios y las bolsas de los ojos caídos. Tenía cinco años más encima. —¡Ah! ¡Por fin llegas! —dijo Matilde mientras trozaba un pollo y lo veía de reojo. —¡Encima me reclamas…! ¡Eres una perra! —dijo él, al tiempo que sus ojos, teñidos de sangre, casi se salen de sus cuencas. —Bueno, si quieres sepárate. ¡Hombres no me han de faltar! —¡Y encima cínica carajo!!! —gritó y golpeó con el puño el mesón, mientras los cubiertos saltaban de su puesto. Ella le fulminó con la mirada y le dijo: Hg. 7 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¿Y vos… no me vas a negar que fuiste a hacer lo mismo? o… ¿Por qué te perdiste estos tres días? —¡Yo no soy como tú! —Bueno, si no estás a gusto… sepárate —le instó Matilde mientras dirigía la vista hacia la puerta— alista tus cosas y márchate. Él no supo que decir y se retiró a su habitación. Esa noche no abrieron el karaoke y el marido tuvo que irse a dormir a otra habitación. Transcurrió la semana de la misma forma; sin embargo él disminuyo la intensidad de sus reproches y quejas. Ella se mantenía firme en su decisión de separarse y como él no veía su vida fuera de la de ella… Finalmente ya no le dijo nada y volvió a la habitación nupcial, como si la perdonara. La infidelidad de Matilde se convirtió pronto en el chismorreo de los vecinos y de los comerciantes del mercado. A Matilde le daba igual. Con la mirada alta se ponía a chismear con sus amigas de la vida ajena, dando consejos y ruborizándose cuando le contaban algo íntimo, sabiendo bien que ellas hablaban de ella a su espalada. Todo lo contrario ocurría con él marido. Hubiera preferido quedarse en su casa como monja de claustro. Al ir al mercado lo hacía con la mirada baja, el rostro rojo y los pasos apurados. Todos susurraban cosas al verle: Hg. 8 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Ese es el cornudo? —¡Chissst!, ¡cállate, te va a oír! —¡Yo la reventaba a patadas! —Es un mandarina;4 pero con eso felices los tres: mujer, amante y marido. —A mí la verdad me da pena. Dar lástima lo mataba. Sus amigos no mejoraban la situación: —¡Pero compadre ponte los pantalones…! —¿Por qué no te divorcias, si te hizo eso una vez…! En el karaoke no era diferente: —Esta cholita, aunque ya mayor, es muy buena y además fácil, él que está detrás de la barra, es su esposo, es muy mandarina para hacer algo. Pero las voces externas, eran menos mortificantes que las… internas: —¿Por qué se ha tardado? ¿Quién le ha llamado? ¿Por qué se maquilla, tanto! ¡No me hagas esto…! —Se lamentaba. En su mente, eran cada vez más frecuentes, las imágenes de ella y su amante en la cama, con los rostros llenos de placer. Trató de olvidarlo; pero ¿cómo dejar de pensar que su amor se entregaba a otro o quien sabe… a otros? 4 En Bolivia, vulgarismo con el que se nombra a los hombres de poco carácter con respecto a su pareja. Hg. 9 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Finalmente, un viernes de octubre, por la mañana, tomo la decisión. Su padre, que fue minero, le había dejado de herencia una caja de dinamita. Con la dinamita apretada al pecho por su mano derecha, el marido que se disponía a quitarse la vida, avivó el deseo de morir con el recuerdo de la infidelidad de su esposa. El ritmo de los jadeos aumentó, y una gota fría de sudor descendió de su sien hasta su barbilla. Encendió la mecha. Un ¡bum!!!, muy fuerte se escuchó en todo el vecindario, el mercado y otras zonas. Matilde llegó media hora después, no faltó quien le informe por el celular. Encontró a un tumulto provocado por gente alrededor de su casa que se encontraba cercada con una cinta de seguridad. La policía ya se encontraba en el lugar haciendo el levantamiento del cadáver, bueno… de los pedazos. Todas las miradas se dirigieron hacia ella. -¿Qué he hecho…!- se lamentó y se le puso el rostro colorado. El suceso fue noticia en toda la ciudad e incluso a nivel nacional. El único periódico de la ciudad, lo puso en primera página, con el encabezado de: “Se hizo explotar con dinamita por celos”. Matilde siempre se encontraba de una pieza; ¿pero esta vez…? Ayudó que el marido no tuviera ningún familiar vivo; sin embargo, a ningún vecino se le olvidó lo ocurrido. Hg. 10 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana *** Matilde viajó a una ciudad vecina para escapar del funeral y el entierro. Se encargó de todo su sobrino, el cual tuvo que soportar el reproche de todo el vecindario y los comerciantes del mercado que fueron a despedir los restos del esposo, molestándoles más la falta de la esposa. Pasaron los ocho días y él sobrino también se encargó de hacer dar misa al difunto. Ella llego al siguiente día y después de enterarse de todos los detalles, le dijo al sobrino: —Gracias a ti no tuve que soportar a toda esa gente. —No te preocupes tía; claro que no me dejaban ni respirar; pero ya sabes a palabras necias… —respondió él sobrino mientras se encogía de hombros— ahora mi tío está tranquilo; pero y tú ¿cómo estás? —Estoy… mejor —dijo Matilde y al terminar soltó un largo y profundo suspiro—. Sabes, en pago a esta ayuda te prometo que te dejaré todas mis joyas como herencia. —Mientras Matilde decía esto él sobrino abría más sus ojos y mostraba una sonrisa timorata. — ¡Sí, tía? —pregunto con clara duda reflejada en el rostro. — ¡Sí!, además, eres mi único pariente. — ¡Gracias tía! Hg. 11 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana — ¿De qué? ¡No me las voy a llevar a la tumba! —terminó Matilde con una sonrisa. Al cabo de algunos días, Matilde se sentía cansada. La atención del karaoke (en él que ella ya no era el centro de la diversión) hasta muy entrada la noche y el constante terror de las imágenes del marido en su mente, que aparecían cuando se quedaba sola o apagaba la luz, no la dejaban dormir. Tenía que permanecer con las luces encendidas y cuando al fin conciliaba el sueño… Las pesadillas la agredían. Generalmente era la misma: el marido con sus joyas puestas. Todo esto, sumado a los muchos años de fiestas, borracheras, y cigarrillos, debilitó su corazón. No era capaz de andar una cuadra sin que él corazón se le alborote, se le sequen los labios, le raspe la garganta y respire como quién saca la cabeza del agua después de haber buceado. Pasó un mes del fallecimiento del marido y ya había llamado al sobrino días atrás para que haga celebrar la misa. Mientras subía las escaleras, cargando una canasta repleta de huevos blancos, al llegar a su departamento, sintió un cuchillazo en el pecho y cayó de bruces sobre la canasta. Por la noche, cuando él sobrino llegó a la casa, la encontró tendida en el suelo, se lanzó hacia ella y trato de reanimarla y al ver que era inútil, llamó al Hg. 12 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana hospital y pidió una ambulancia. Los paramédicos la examinaron y le dijeron al sobrino que Matilde había muerto instantáneamente, debido a un paro cardíaco. Esa misma noche la velaron. El sobrino preparó todo con diligencia en agradecimiento a la herencia. Antes se apresuró a sacar las caravanas de los lóbulos de las orejas de Matilde y cuando se disponía a abrir su mano derecha para sacarle los anillos… no pudo hacerlo. Esperó la llegada de los trabajadores de la funeraria que armarían la capilla ardiente y lavarían a la difunta. —¿Me ayudan a sacar sus anillos? ¡Es que sus manos están muy tiesas! — les pidió él sobrino a los de la funeraria. El dueño de la funeraria agarró la mano izquierda de Matilde e intento abrirla sin éxito. —Es muy difícil… la muerte la agarró con los puños cerrados. ¡Debió ser un dolor muy fuerte…!, —dijo él dueño mientras sus ojos daban la impresión de estar ciegos. —¿No hay forma de...? —Insistió él sobrino. —¡No!, tendríamos que romperle los dedos o tal vez cortarlos —dijo el dueño mientras desplazaba la vista de los dedos, al rostro de Matilde—. ¡Y nosotros respetamos a los difuntos! Es una pena, son lindos anillos, ¡ni modo!, ¡supongo que sí hay cosas que te llevas a la tumba! —y al terminar de hablar, Hg. 13 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana sonrió levemente al sobrino que mostró cara de pocos amigos y el dueño de la funeraria dejo de sonreír. El sobrino apretó los dientes y los puños; pero hizo caso a los de la funeraria y no insistió, además, si le cortaba los dedos a la tía la misma noche de su velorio seguro que los asistentes lo matan y lo velan junto a ella. Paso junto al féretro de Matilde toda la noche, para que se diga que la quería. En el salón del karaoke, donde velaban a Matilde, los vecinos susurraban: —¡Mira como es la justicia! —¡Justamente al mes del marido, ella se muere…! —¡Todo lo que se hace en esta vida se paga! En una de esas, una vendedora de verduras, en voz alta, soltó: —¡Ahora pagara sus culpas! —y todos se fijaron en ella—. ¡Ah, perdón almita! —Tuvo que reponer con el rostro sonrojado. Y todos se persignaron. A la mañana siguiente, el sobrino reservó un nicho en el cementerio para la difunta Matilde. Al contratar al panteonero le contó de los anillos y su valor, le prometió que le regalaría uno si le ayudaba a desenterrar a la tía después del sepelio, cuando aún la tapa del nicho este fresca. El panteonero, que por el carácter del oficio era un hombre inconmovible, no se lo pensó dos veces, y Hg. 14 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana frotándose las manos aceptó el trato. Recomendó al sobrino que reserve el nicho en el fondo del cementerio, en la primera o segunda fila del pabellón y que se aparezca a las seis de la tarde, porque esa es la hora en que todos abandonan el cementerio, además, la tarea no duraría más de media hora, más o menos... El entierro terminó a las cuatro de la tarde y como es costumbre, los dolientes se dirigieron a la casa de la difunta para velar su retrato en una recepción. En el salón del karaoke les sirvieron chajchu5 y brindaron por la difunta con chuflay6 y el duelo se convirtió en una fiesta. El sobrino dejó todo bien dispuesto y cuando llegaba la hora convenida con el panteonero, les dijo a las dos empleadas eventuales que contrató que iría a comprar más singani a la agencia y que volvería dentro de una hora. Salió de la casa a las seis menos veinte y a las seis en punto estaba con el panteonero frente a la tumba. —Muy bien amigo haz tu trabajo, —dijo el sobrino. El panteonero, de un golpe con el mango de la pequeña pala que sostenía con la mano, hizo caer hacia el interior del nicho dos ladrillos de la tapa aún fresca. Abierto el hueco, sacó uno por uno los ladrillos de la tapa. 5 Platillo elaborado con carne de cerdo, papa blanca, chuño, ají colorado y cebolla blanca. Bebida típica boliviana, se compone de una medida de singani, soda lima-limón con un cuarto de limón y hielo. 6 Hg. 15 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Ahora ayúdame a jalar el cajón —dijo el panteonero mientras agarraba con las dos manos una argolla del féretro. El sobrino cogió la otra argolla y dijo: —Uno, dos, tres, —ambos jalaron el ataúd y lo sacaron. Al caer hizo un fuerte crujido como de cajas destrozándose. El panteonero quitó el seguro del féretro y como ya no se distinguían bien los rostros, prendió su linterna. La noche se imponía. —¡Destápalo! —Dijo el panteonero al sobrino con mirada seria— yo sólo te ayudo, el que está profanado esta tumba eres tú. Ante la mirada impaciente del panteonero, el sobrino se quedó mirando el ataúd. Alzó la vista y por primera vez se percató del lugar en el que se encontraba. Las copas de los altos eucaliptos se movían por el viento y el ruido que hacían imitaba a la llovizna. Con la tenue luz de la linterna vio al querubín que estaba encima de la fuente, y por un momento le dio la impresión de que le seguía con la mirada. Se fijó en la silueta de los pabellones con los nichos llenos en su interior por cadáveres, reconoció su rostro en el reflejo de la portezuela de vidrio de uno de los nichos y se le pararon los vellos del brazo, sacudió su cabeza y… pensó en las joyas. Al final su codicia pudo más. Abrió el ataúd. Hg. 16 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Su tía se encontraba tal y como la había dejado hace un par de horas: fría, pálida y sin embargo aún no se le había descompuesto el rostro ni unidito los ojos ni caído las orejas. —Vas a disculpar tía, es que como me prometiste las joyas… —dijo el sobrino al cadáver mientras se encogía de hombros. Y luego se santiguó. La cogió de la mano derecha y empezó a tirar del dedo índice; pero no pudo moverlo, probó con otros dedos y nada, no pudo moverlos. —¡Están como piedra! —Dijo al panteonero— pásame la sierra que traje. —¡No…! —Respondió él panteonero— antes intenta aflojarlos con esto —y le pasó una roca cercana. —Ya —aceptó él sobrino y le dio con la roca un golpe a los nudillos de la mano de Matilde—. No pasa nada. —¡Golpea más fuerte! —Dijo él panteonero— y pon su mano al borde del cajón. El sobrino colocó la mano de Matilde en el borde del ataúd, levantó su mano con la roca, por encima de su cabeza y después, bajándola con violencia, estrelló la roca, lo más fuerte que pudo, en la mano de Matilde. —¡Ay!!! —Escucharon. Hg. 17 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana El sobrino dejó caer la roca de su mano al tiempo que sentía un ras7 que subió desde sus pies, pasó por su columna y se alojó en su cerebro, erizándole los cabellos. —¿Qué me estás haciendo!!! —dijo la voz. El sobrino bajó la cabeza y vio a su difunta tía sentada… Cayó en el piso del cementerio, ya en tinieblas, y empezó a temblar, mientras aleteaban sus brazos y pataleaban sus piernas. El panteonero ya había huido del lugar. Matilde se paró. Sentía un fuerte dolor de cabeza, no reconocía el lugar donde estaba y tenía la mente en blanco. Rodeó al sobrino y caminó hacia la salida sin saber dónde estaba ésta, cruzó el viejo portón del cementerio en el momento en que el portero iba a cerrarlo. Levantó la mano para parar un taxi y subió en él. —Al mercado El Calvario —indicó Matilde al taxista. —¿A qué altura? —Al karaoke La Noche. ¿Lo conoce? —Sí. 7 Vulgarismo boliviano que da a entender estremecimiento o sobresalto repentino en el ánimo. Hg. 18 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Al llegar al karaoke, Matilde buscó dinero en sus bolsillos para pagar al taxista. Se dio cuenta que no llevaba dinero y que tenía puesta su mejor pollera. Le pidió al taxista que le espere un momento, para que saque dinero de su departamento. Salió del coche, entró en el edificio, subió por las escaleras y al ingresar al salón del karaoke, encontró a todos los dolientes sentados alrededor de las mesas, ya casi ebrios y satisfechos por la comida. Al verla… se paralizaron. Los que tenían copas de cristal en las manos las dejaron caer, lo mismo pasó con los que tenían un cigarrillo en la boca. Una mujer, llevándose las manos a la cabeza rompió el hielo con un grito que por poco le revienta la garganta. Fue el anuncio. Todos corrieron atropellándose, casi volando por encima de las escaleras. El taxista que vio la estampida encendió el coche y partió. Las empleadas también huyeron, sin cobrar su paga. Matilde se quedó sola, pensando: ¿Por qué huyeron… todos! y ¿por qué no recordaba… nada! Al día siguiente, dos policías llevaron al sobrino a casa de Matilde. —Lo encontramos en posición fetal, tirado en el piso del cementerio —le dijo uno de los policías, refiriéndose al sobrino— al parecer paso toda la noche ahí… será mejor que lo lleve al médico, esta como… ido. Hg. 19 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Pobrecito! —dijo Matilde. —¡Usted, se encuentra… bien? —pregunto él otro policía con un hilo de voz. —No recuerdo nada… y ¡me duelen la cabeza y la mano derecha! —¡En serio, no recuerda nada? —pregunto él primer policía. —¡No!, nada. ¿Por qué? —Señora, lo que le voy a decir quiero que lo tome con calma. —¡Bueno...! ¿Por qué? —El encargado del cementerio nos llamó, cuando vio al chico tirado cerca del lugar donde… ¡la habían enterrado a usted! —¿Qué!!! —gritó Matilde mientras miraba con espanto a los policías. —Al parecer el chico fue a desenterrarla, porque a su lado estaba el cajón vacío. Matilde despidió como pudo a los policías. Después de escuchar las palabras: “Enterrada y cajón”, no captaba nada más: —¡Vaya al médico señora! —le dijo uno de los policías al tiempo de subirse a la patrulla. —¿Ah? —Y lleve también al muchacho. Hg. 20 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Ah… sí! —¿No se le ofrece nada más? —Sí, esto… ¡no encuentro mis caravanas! En el hospital no quisieron atenderla. Oficialmente estaba muerta y por lo tanto fuera del sistema. Tuvo que intervenir el jefe de médicos para que la vea el médico de emergencia. —Señora, ¡es usted afortunada! —Dijo el médico. —¡Es uno de los rarísimos casos en que el corazón vuelve a funcionar!; ¡sin embargo éste aún se encuentra muy débil! En cuanto al sobrino, Matilde pagó su internación en el psiquiátrico local. No volvía a la realidad. Los vecinos y comerciantes del mercado y todos aquellos que conocían a Matilde, no se atrevían a comprarle los huevos o a pisar el karaoke y menos a hablarle, estaban consentidos de que Matilde se había condenado8 por lo que le hizo a su marido. Huían de ella. Entonces la mirada de Matilde perdió el brillo, se alojó en sus pupilas un manto cuajado de tristeza. Lograba dormir a las cuatro de la mañana y se 8 En Bolivia, zombi o muerto reanimado, que es perverso y nocivo. Hg. 21 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana levantaba cerca del mediodía con gran flojera, usaba siempre la misma pollera y no tenía ganas de bañarse. Cansada y adolorida, desayunaba una mazamorra que cada vez le parecía con menos sabor al igual que el almuerzo. Ya no hallaba nada interesante y todo le parecía igual. Con el rostro enjuto, su contacto con las personas se limitó a las compras cotidianas en otro mercado. La salud de Matilde se volvió a debilitar y antes de que pasen dos meses de su resurrección… volvió a sufrir un paro cardiaco, y murió. Pero esta vez, velaron a la condenada cinco días, por si acaso... Hg. 22 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Las manos del duende Fue en invierno; pero no recuerdo el año. Mi abuela tenía cinco o seis años, creo, de niña era como yo, según me contó mi mamá: flaca, pelo negro largo y trenzado, siempre andaba con la cara sucia y puesta un vestidito blanco de encaje, con estampas de flores rosas, que lo tenemos guardado hasta ahora. Sus papás, es decir mis bisabuelos, eran muy estrictos. Siempre le decían que no se aleje de la casa y principalmente que no vaya a jugar sola a los corrales, porque tienen sus horas…9 Pero ella era muy traviesa y no se quedaba quieta. Una tarde de esas llegaron unos parientes a la casa, mis bisabuelos estaban ocupados y ella se puso a jugar en el patio, con sus ollitas de barro, le encantaban. Al cabo de media hora escuchó un: Ja, ja, ja, ja, ja, angelical, proveniente del segundo patio, “deben ser de la casa de al lado” pensó, así que siguió jugando; pero las risitas continuaban y eran más frecuentes; parecían esta vez, sí, venir del segundo patio. Así que fue a ver; pero no encontró a nadie y sin embargo las risitas eran más fuertes… llego al centro del patio y se dio cuenta que provenían de los corrales. 9 Dicho boliviano que da a entender las horas en que aparecen fantasmas. Hg. 23 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana El viejo portón astillado de madera gruesa y tosca que daba a los corrales, estaba cerrado; pero sin seguro alguno, así que, después de un enorme esfuerzo logró abrirlo y al asomar la cabeza. Vio a un niño… de su tamaño. Que daba brincos y tumbos pasando de un extremo a otro del corral, mientras soltaba graciosas carcajadas. Cuando vio a mi abuela, paro. Tenía la cara arrugada, ojos vidriosos, con espesas cejas sobre ellos, sus orejas eran puntiagudas al igual que su nariz, llevaba puesto un gran sombrero sobre su cabeza y vestía una camisa de franela y overol color pardo. Entonces ella se asustó y el niño le dijo: —No te asustes, ¿quieres jugar con migo? Su voz era fina y suave. —¿A qué cosa? —preguntó mi abuela, ya tranquila por la voz del niño. —¡A las pepas!!!10 —¡Ya! —Aceptó. Ella entró en el corral y se acercó al niño, cuando estuvo a su lado el sacó de su bolsillo un saquito de pepas, y, al ver su mano derecha, mi abuela advirtió que el niño tenía la mano de algodón y al ver la otra mano se sorprendió aún más, y se quedó mirándola. Era de plomo. 10 Canicas. Hg. 24 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¿Por qué tienes las manos así? —Preguntó. —Ah esto… no te preocupes, así soy; pero igual juego bien —respondió el niño con una voz tan dulce, que mi abuela no se atrevió a preguntar nada más. Entonces se pusieron a jugar, primero a las pepas, luego a la rayuela, a las tulas,11 a las escondidas y así toda la tarde. Pero cuando llegó la hora de tomar el té, mi abuela se preocupó. —Ya es hora de irme tengo que tomar mi té —dijo. —¡Oh…! —Se lamentó el niño con voz de ángel— quédate un ratito más. — dijo y le tomo de la mano con la mano de algodón. —Bueno un ratito, ¡no más! —Dijo mi abuela y siguieron jugando hasta llegar el crepúsculo. —Ahora ya me voy. —¡No!, todavía. —Es que ya es tarde y mi mamá ¡me va a reñir! —¡No, si no te pego! —advirtió él riéndose. —¡A ver, atrévete! —Le retó mi abuela jugando. 11 Juego de persecución. La pinta, Mancha, Lleva, Liebre, Las traes, Atrapadas, Pilla—pilla. Etc. Hg. 25 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana De repente él le dio un sopapo en el cachete con la mano derecha, como era de algodón no le hizo doler; pero ella estaba enojada. —No te enojes, ¡mira, más tarde te doy galletas! —¿En serio? —¡Sí!; pero un juego más, ¿bueno…? —suplicó el niño al tiempo que se agachaba para encender un pequeño mechero que había sacado de su bolsillo. —Ya; pero rápido ¡si no mi mamá me riñe! Paso un rato y ella ya estaba impaciente. La noche se acercaba. —¡Ahora sí ya me voy, mi mamá me ha de estar esperando enojada! —¡No! ¡No te vayas! —le ordenó el niño con voz más gruesa. Le agarró del vestido con la mano de algodón. —¡Déjame che...! —ordenó mi abuela; pero él no soltaba el vestido. —¡No! ¡Sigamos jugando! —Decía él y la voz se le hacía cada vez más gruesa—. ¡Sigamos jugando!! ¡Sigamos jugando!!! —hasta que su voz de niño se tornó en la voz ronca y profunda de un viejo. Y le cogió del vestido con la otra mano. Comenzaron a forcejear, mi abuela con lágrimas en los ojos le rogaba que la suelte; pero eso le enfurecía más. Su rostro arrugado comenzó a encenderse y de sus ojos… parecía salir fuego. Hg. 26 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana ¡No te vas a ir! —Sentenció el duende. Mi abuela, con un rápido movimiento de sus manos, logró zafar el vestido de las manos del duende. Éste alzó su mano de plomo y soltó una furibunda bofetada en la cara de mi abuela, ella dio un giro y cayo de bruces al piso. Esta vez, la cachetada le dolió mucho. Se puso a llorar. —¡Mamá! ¡Papá! ¡No me deja ir! —gritó mientras se levantaba. Y al escuchar eso, la cara del duende mutó, se serenó, perdió su color rojizo y sus ojos se aclararon. —¡Mamá! ¡Papá! —insistía mi abuela. Entonces el duende se apresuró: —¡No! ¡No! ¡No llores, mira aquí están las galletas, come! —Y le puso una en su boca. Ella comió la galleta sollozando— ves, ves que están ricas, son muy deliciosas —dijo sonriente, otra vez, con voz de niño. —Toma, para que te lleves —dijo él, y sacó de su bolsillo un saquito lleno de galletas, le alcanzó a mi abuela varias y ella las cogió con su vestido para que no se cayeran y salió corriendo. Cuando llegó a la sala se abalanzó hacia su madre y comenzó a llorar. —¿Dónde has estado? —Preguntó mi bisabuela—, ¡ya es de noche! —Estaba en el corral, jugando con un niño que me ha pegado, primero con su mano de algodón y luego con su mano de plomo. Hg. 27 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Como!!! —Gritó mi bisabuela y mi bisabuelo que estaba sentado en su sillón se paró de inmediato y se sacó el cinturón—. ¿Y te lastimó? —apuró. —Cuando me pego con su mano de plomo me hizo doler mucho. ¡Pero me ha dado galletas para que comamos! Y al expandir mi abuela su vestido. Cayeron de él cacas… Hg. 28 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana El pasajero fantasma Juan era un taxista y digo: “Era”, porque ya no lo es, desde aquella noche… Le gustaba tomar el turno nocturno, según él, se ganaba más billetes. Esa noche de luna llena tenía poca clientela. —¡Qué macana! no hay mucha gente, este el frío los hizo escapar. —Se decía Juan mientras apretaba el volante y daba un giro en u, antes de llegar al mercado de El Calvario. —Servido. —Dijo Juan al pasajero. —¿Cuánto es? —Preguntó el pasajero y Juan vio el reloj electrónico del tablero. —Como son las tres de la mañana… quince bolivianos. —¡Tanto!, ¡si la tarifa es tres con cincuenta! —¡Sí; pero de día!, ¡no de noche y menos a las tres de la mañana! —Sólo tengo diez. —¡Ya! —espetó Juan. Y se quedó con el coche parqueado a un lado del mercado. Se distrajo viendo los puestos de venta tapados con lonas de plástico azul y rojo, atadas con cinchos de cuero. Al fondo, el frontis de piedra y yeso Hg. 29 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana blanco de la capilla del Calvario. Le dio una sensación de soledad, y en efecto, no divisaba a nadie. Ni un perro se hallaba a esa hora en El Calvario. De repente una persona salió de detrás de la Capilla. Era alto, vestía todo de negro. A lo lejos Juan no logró distinguir el tipo de ropa ni el rostro, que parecía estar cubierto por un velo negro. Juan sacudió la cabeza y se refregó los ojos; pero no alcanzaba a ver el rostro del que se dirigía al taxi. Con los ojos y manos buscó el interruptor de las luces delanteras y en ese instante, escuchó el sonido de la puerta trasera al serrarse: “Crash”. —A final Bustillos —dijo el nuevo pasajero con voz lejana, aguda, profunda. Juan se estremeció. Vio a través del retrovisor la figura sentada y rígida de un hombre. Las luces de la calle apenas dejaban ver la mitad de su cuerpo y la parte de arriba era difusa. Por más que lo intentó, Juan no pudo ver ese rostro sumido entre las sombras del coche. —¿Pasando… el Arco? —Preguntó Juan. Pero el pasajero no respondió. Juan tomó eso como un sí. Prendió las luces delanteras y partió. El tramo de El Calvario a final Bustillos era largo. En cada giro del coche se metía un haz de la luz artificial de los focos del alumbrado público, y Juan Hg. 30 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana intentaba ver a través del retrovisor el rostro del pasajero. Pero no podía. La sombra del techo del coche limitaba el espectro de luz que entraba por las ventanillas y el vidrio ahumado del fondo no ayudaba. Al tomar las rectas, el coche se envolvía en un manto oscuro y fúnebre. —Ojalá me topé con un coche de ida, así veré su rostro cuando me ilumine —se decía Juan; pero no aparecía ningún automóvil y menos veía personas andando. Era como si todos hubieran desaparecido. —¡Qué frío, no…? —Comentó Juan para hacer hablar al pasajero que se mantenía quieto e inmutable en el asiento trasero, con las piernas cruzadas. —¡Qué silencio esta todo! ¿No le parece? —insistió Juan, intentando hacerlo hablar, esta vez, con una pregunta directa. Pero el pasajero no respondió. Juan tomó la calle La Paz en línea recta. Empezó a sudar frío. Deseó llegar pronto a su destino, así que pisó el acelerador; pero el taxi no avanzaba lo suficiente. Las tinieblas que envolvían el asiento trasero avanzaron y comenzaron a envolverlo a él. Sintió como subían por sus piernas, como si se sumergieran en agua gélida. Tiritaban. Por fin, girando en un pasaje llego a la calle Bustillos y al cruzar el Arco de San Roque… las luces delanteras se apagaron. La luna alumbraba tanto que Juan pudo distinguir todo. Se dio cuenta que la calle Hg. 31 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana estaba sin iluminación. Los viejos pinos extendían sus copas llenas de ramas y hojas descoloridas sobre las jardineras, a un lado y otro de la calle, y por un instante, le dio una impresión. Trataban de agarrar al coche. —¡Al viejo surtidor de querosén! —dijo el pasajero con voz agudísima, que al parecer, venía de más allá del asiento trasero. Juan se dirigió al pequeño surtidor que estaba en el centro de la calle y se parqueó al costado izquierdo. Todo su cuerpo temblaba. Sus oídos esperaban escuchar el sonido de las puertas al abrirse; pero no escucharon nada, todo estaba en silencio. Al cabo de un minuto respiró hondo y dijo: —Servido señor. Juan prendió las luces internas del coche, torció medio cuerpo hacia la parte trasera para recibir el dinero. Pero… no había nadie.12 12 Entre los años 2007 a 2008; no lo recuerdo exactamente, un pasajero fantasma, según los noticieros locales de la ciudad de Potosí, hacía temblar de miedo a los taxistas. Hg. 32 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Una noche en el cementerio Me encontraba frente al portón del cementerio. Estaba abierto. La gente en los alrededores, todos vestidos de negro, compraban claveles, cartuchos y otras variedades de flores para sus muertos, y además cirios. Sin saber por qué, entré en el cementerio. Vi primero un espacio amplio, rodeado al fondo y a los costados por pabellones con nichos, todos ocupados… Al centro dos jardineras largas blanqueadas con cal, contenían pequeños setos rodeados de hierba, margaritas y otras flores diminutas. La gente limpiaba afanosa los nichos: botaban las flores marchitas y secas, remplazaban el agua de los floreros por agua fresca y ponían las flores nuevas, enjuagaban las lapidas, los vidrios y las rejas. Todo el recinto era un alboroto. Las mujeres con el rostro totalmente cubierto por un velo negro, entre sollozos, hablaban atropelladamente palabras ininteligibles. Sin embargo, todo esto es normal en un cementerio en días de visita; pero, ¿por qué estaba sobresaltado? Y he aquí la respuesta: “Es que… era de noche”. Todo estaba iluminado por antorchas puestas en las esquinas de los pabellones, en su parte superior. Las personas tenían encendidos sus largos y blancos cirios. Al frente de los nichos, en el suelo, estaban puestas y encendidas varias velitas. Hg. 33 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Penetré más adentro en el camposanto, éste estaba dividido por un muro en dos grandes secciones, la primera era la iluminada y la segunda…, a la que se accedía pasando por un viejo portón metálico, estaba totalmente a oscuras; sin embargo, algunas personas caminaban dentro de ella. Entonces crucé el portón. Esta sección del cementerio tenía las tumbas en el piso. La luna iluminaba lo suficiente para ver la silueta de las lápidas de las tumbas, algunas tenían la forma de pequeñas iglesias o castillos con una cruz encima, otras apenas y tenían una sencilla cruz de madera con una corona colgando de ella. Pude distinguir un pequeño sendero y caminé por él algunos metros. Un pino con la copa marchita daba sombra a varias tumbas, esto me sobrecogió, note que veía mejor… ¿por qué? Di vuelta y un escalofrió recorrió todo mi cuerpo. La primera sección del cementerio estaba a oscuras. Corrí hacia el portón, y lo encontré cerrado con una cadena gruesa que atravesaba sus barrotes, unida por un candado más grande que la palma de mi mano, mire a mi alrededor. Estaba solo. Me habían dejado… encerrado. —¡Estoy encerrado! —Grité—. ¡Auxilio! ¡Abran la puerta! Cuando terminé de decir esas palabras, vi entre los barrotes del portón, como dos dóbermans, flacos y largos, corrían locos a través de la primera sección Hg. 34 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana del cementerio. Retrocedí sin dejar de verlos. Ambos saltaron sobre el muro cayendo directamente hacia mí con el hocico bien abierto. Y desperté. 35 Hg. Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Las dos cruces del camino A Jorge Silva le iba bien trabajando de taxista, haciendo pequeños viajes, “carreras”, como las llaman los taxistas; pero todas camino a Tarija. Un día, cuando el cielo se hallaba cerrado por pesados nubarrones, una mujer levantó la mano y detuvo el taxi de Jorge. —¿Por cuánto me lleva a Padcoyo13? —Preguntó la mujer. —Ahora esta nublado y puede llover en el camino —dijo Jorge moviendo la cabeza de lado a lado en sentido negativo —y se vuelve lodoso y las ruedas patinan. Es peligroso. —¡Oh…! ¡Necesito ir y es el único taxi del pueblo que está trabajando! — Dijo la mujer con cara de súplica—, ¡ya he esperado demasiado! —Suba —dijo Jorge mientras encendía el coche. Ya tenían una hora de viaje cuesta arriba por un camino de herradura, hacia el pequeño poblado de Padcoyo que se encontraba en la cumbre. Como dijo Jorge, el camino se encontraba lodoso y una ligera neblina envolvía la cuesta. La mujer estaba callada, con las piernas juntas, la mirada perdida en el camino. Jorge la miraba de cuando en cuando a través del retrovisor; pero solo por un 13 Localidad que queda de paso en la carretera que lleva de Camargo a la ciudad de Potosí. Hg. 36 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana segundo, tenía que estar atento al camino que se tornaba más pendiente y sinuoso. “Este lodo arruinara mis llantas” pensaba Jorge, arrepentido del viaje. En esa monotonía, a unos quince metros de la posición del vehículo, Jorge divisó dos cruces blancas. Luego un recodo del camino le tapo la visión. Cuando pasó la curva, vio otra vez el lugar donde estaban las cruces; pero esta vez solo estaba una. Se estremeció, pensó que necesitaba lentes. Al pasar a un lado de la cruz, la mujer se santiguo y dijo: —Antes, se podía ver los restos de la camioneta en la que viajaba al que pertenece esa cruz, al fondo del barranco; pero la retiraron porque este lugarcito es muy pesado,14 y varios conductores dicen que vieron al alma rondar por aquí. Jorge no conocía la historia, era nuevo en el pueblo y esa era su primera carrera a Padcoyo, así que prefirió no comentar nada y se quedó callado. Al llegar a su destino, la mujer le canceló la carrera y sin agradecerle el favor salió del coche y se perdió tras de unas casas de adobe empapadas por la lluvia. Ya eran las seis y media de la tarde y el crepúsculo se oscurecía cada vez más. Jorge emprendió el retorno. Sin pasajero. Cuesta abajo, las ruedas patinaban de trecho en trecho. El descenso se hizo lento y tedioso… la noche ya estaba presente. 14 En Bolivia, infestado de fantasmas. Hg. 37 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Jorge bostezaba, y su mirada se extravió en la ruta, por un momento su mente se puso en blanco… en eso, las luces del coche iluminaron la figura de un hombre parado al borde del camino, con el pelo rapado y la cara oscura, desgarbado, tenía puesto sólo una camisa, cuyas mangas largas no dejaban ver sus manos. Sus piernas desnudas estaban cubiertas por lodo. Al pasar por su lado, Jorge vio que el rostro también lo tenía enlodado. Resaltaban en su cara dos ojos rojos brillantes, que lo observaron... Los vellos y cabellos de Jorge se erizaron. Pisó con violencia el acelerador. El coche corría y el hombre lo perseguía aleteando las manos. Pese a la velocidad que Jorge dio al coche, el hombre parecía estar, todo el tiempo, apenas a tres metros del vehículo con los ojos rojos brillando como dos faroles. De pronto, Jorge vio otra vez las dos cruces… El coche patinó, y pese a las desesperadas maniobras de Jorge, el taxi se desbarrancó treinta metros al fondo del precipicio. Hoy se puede ver en el camino de Camargo a Padcoyo dos cruces. Una de ellas lleva escrito el nombre de: “Jorge Silva”. 38 Hg. Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana El ¡tac…! de los féretros Diego trabajaba en una funeraria por necesidad: había quedado huérfano muy joven y perdido su casa, por lo tanto fue necesario buscarse el sustento. Para esto conoció a Don Chuma dueño de la funeraria más tradicional de la ciudad. Tuvo que aprender muchas cosas. Primero, los muertos no hacen daño, solo están fríos y tiesos. Segundo, si a alguno se le ocurre sentarse, es por acto reflejo no porque haya revivido. Tercero, si le han crecido el cabello y las uñas, es porque la piel se contrae y da la sensación de que crecieron. Cuarto, si se hinchó su estómago y le sale sangre por la boca, no es porque es un vampiro, sino que su estómago por efecto de los gases se hinchó y reventó. Aprendió que en lugares fríos puedes prescindir por cierto tiempo del formol y que según el pago se lo coloca parcial o totalmente, los féretros son pesados sobre todo los más caros, que ni bien el cortejo fúnebre parte, hay que recoger el catafalco ya que se paga por hora…, y demás cosas por el estilo. Tuvo también que aprender a dormir con la tienda abierta y la luz prendida. No se sabe cuándo y a qué hora la muerte decide llevarse a alguien. Hg. 39 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana En fin, la muerte se convirtió en algo cotidiano y natural a tal grado que en una noche común y corriente ocurrió esta usual escena: —Bueno, Diego, yo me voy a dormir, no te olvides acomodar bien el nuevo ataúd —le recordó Don Chuma a Diego. —¿El que llego esta mañana, el caro…? —preguntó Diego. —Sí, bueno yo me voy, hasta mañana. —Hasta mañana Don Chuma. Don chuma se fue a su casa manejando el carro fúnebre y Diego acomodó el pesado cajón nuevo y colocó la reja en la puerta de la funeraria, tomó su té con pan dulce y se metió en la cama con la misma ropa que trajo puesta todo el día. La noche transcurrió fría y silenciosa, no se escucharon las típicas riñas de borrachos por lo que Diego se sumió en un profundo sueño. A eso de las tres de la mañana se escuchó un sonoro “¡tac…!”, tan fuerte que despertó a Diego: “Es el cajón nuevo”, se dijo a sí mismo en medio de las sábanas, y espetó: “aj, hace frío y estoy en lo más rico de mi sueño”. Al cabo de media hora tocaron el timbre de la funeraria unos dolientes vestidos con ropa negra. —Necesitamos un ataúd —dijeron— a fallecido nuestro papá. Diego se paró con la cara sudada y enjuta, abrió la reja y los dejó pasar. Hg. 40 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Sólo tengo los que ven. —¿Este…? —preguntó uno de los dolientes señalando al cajón nuevo. —Es reciente, llegó ayer y es un poco caro. —No importa para mi papito el mejor y me gusta sus ondulaciones y su color té oscuro, parece rústico. —Cuesta tres mil sin factura. —Está bien —consintió el doliente y le entregó a Diego mil quinientos bolivianos —la otra mitad se la entregaré en la casa, por favor nos lo lleva a ésta dirección —y le alcanzó un papel en el que estaba escrita la dirección y el teléfono. —Ya, ¿va a querer también el catafalco y el carro fúnebre?, y también nos encargamos de todos los trámites incluido la reserva del nicho y el aviso necrológico. —Sí, ¿cuánto sale? —Depende, por ejemplo, del catafalco y si quiere el aviso en la tele o radio o periódico… —Mejor cuando traiga el cajón hablamos con mi familia y ahí quedamos. —También. Diego despidió a los dolientes, marco el número telefónico de Don Chuma y esperó que conteste. Hg. 41 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Sí! —¿Don Chuma? —¡Sí, qué es Diego! ¿Hay servicio? —Sí —¿Y qué cajón escogieron? —El nuevo. —Ah…, seguro sonó fuerte y te despertó. —Sí. —Es que es de nogal y esos son muy ruidosos. 42 Hg. Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana La chola de ojos rojos Mi padre me dijo: “Julián, no viajes solo, siempre se necesita de alguien”. ¡Pero yo siempre terco…! Salí por la noche al terminar un feriado nacional, solo, en mi furgoneta, camino de Potosí a La Paz, para traer una bendita mercadería. Ya fuera de la ciudad, en el camino, noté que no había Luna, a los costados todo estaba muy oscuro, silencioso y que frío hacía. Fuera de eso viajé tranquilo y sin novedad, hasta llegar a Oruro. ¡Vaya qué después de los feriados nadie viaja! Decidí entrar en la ciudad para distraerme un poco. Por la monotonía del viaje ya empezaba a darme sueño. Entré manejando mi furgoneta por una avenida nueva, ¡enorme error!, el carril que tomé era de sentido contrario y casi provoqué un accidente, a duras penas logré dar vuelta en u, y pasé al carril correcto. Tardé quince minutos en llegar al centro, dar una vuelta a la plaza principal y otros diez en salir de la ciudad. Volví al camino. En la tranca me detuvieron. —¿Está viajando solo...? —me preguntó el poli.15 15 En Bolivia, vulgarismo que recorta la palabra policía. Hg. 43 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Sí. —Respondí. “¿Acaso no ves? ¡No hay nadie más a mi lado!” pensé—. No conseguí un acompañante; pero siempre viajo así. —¡No pares hasta llegar a La Paz! —¿Por qué? —Ya sabes, ¡hay malas horas...! —Son huevadas16 —me dije entre dientes y seguí mi camino. A la media hora empecé a bostezar, y pasado un rato, tal vez otra media hora, a cabecear. A tal grado que me dormí. Debió ser un segundo, desperté sobresaltado, gracias a Dios estaba en una recta plana, flanqueada por una pampa altiplánica sin ningún vehículo a la vista... Vi el reloj digital del tablero, ya eran más de las dos de la mañana, “no puedo seguir así” pensé y entré en la pampa por el lado izquierdo de la carretera, por un sendero de herradura. La oscuridad del lugar casi no me permitía ver más allá de lo que me permitían las luces delanteras de la furgoneta, apenas la silueta fantasmal de los cerros y colinas que circundaban a lo lejos el lugar. Aproximadamente a unos cien metros, di vuelta la furgoneta y la aparqué a un costado del sendero. Me arropé lo más que pude con mi frazada de viaje. Hacía mucho frío, ya lo dije. Recliné el asiento y me dormí con las luces internas encendidas. 16 En Bolivia, palabrota que significa tontería. Hg. 44 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Al cabo de algunos minutos, sentí que algo me apretaba el pecho. Me sofocaba. Y empecé a escuchar cosas… —¡Baja! ¡Baja…! —me decía una voz risueña y femenina —¡ja, ja, ja!, —se reía a carcajadas. De repente, sentí que unas manos de témpano me cogían por cuello del abrigo. Estaba adormecido, borracho en otras palabras. No podía abrir la boca, mis labios estaban pegados y mezclados, como si fueran de masa. Hice un esfuerzo de cojones y logré abrir la boca. —¡No!!! —Solté un lamento prolongado—, ¡no quiero!, ¡déjame! —¡Bájate!, ¡ja, ja, ja, ja, ja!, ¡vamos! ¡ja, ja, ja!— Se reía con más delirio que antes. Como estaba con la mirada hacia la ventanilla contraria (alejaba lo más que podía mi cabeza durante el forcejeo) aún no la había visto; pero en uno de esos vaivenes, entre tirones y contra tirones, bajé la mirada y la vi. Una chola de ojos rojos brillantes y largas trenzas. Le llenaba la cara una sonrisa colmada de dientes con coronas de oro. Estaba revolcada en tierra. De pronto adquirió más fuerza, me tomó por la espalada y, si no fuera porque me agarré del asiento con todas mis fuerzas, me saca del vehículo. El asiento parecía un chicle estirándose y escurriéndose entre mis dedos… Hg. 45 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Pasó unos minutos, segundos, no sé… y ya me encontraba en el piso de la furgoneta, con la mitad del cuerpo fuera del coche. Ella me jalaba de los pies, yo me sujetaba del armazón metálico del asiento. ¡Y! ¡Carajo!! ¡Acaso podía despertar!!! —¡Ah…!!! —Grité. Me salió ahogado, como lamento de zombi; pero con la fuerza suficiente para despertarme, asfixiado y jadeante. Sacudí la cabeza. Estaba empapado en sudor, mi camisa y pantalón vaquero se pegaban a mi cuerpo. En mi pecho mi corazón latía con bronca. Me serené, miré al espejo y tenía todo el cabello revuelto, lo arreglé lo mejor que pude y me fijé en la hora. Eran las tres de la mañana. Al agacharme para recoger mi frazada que estaba tirada en el suelo, encontré mi crucifijo bajo el asiento, lo alcé, lo colgué en el retrovisor y lo acaricié con las yemas de los dedos. Sequé mi rostro con mi pañuelo y decidí continuar con mi camino. Encendí las luces delanteras y a unos metros, al costado derecho del sendero, ¡estaba la chola de largas trenzas…! Me miraba con sus ojos color sangre, brillaban con el reflejo de las luces, tenía una sonrisa pícara el rostro. Hg. 46 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Mi cuerpo se estremeció. Sentí un escalofrió que recorrió mi columna. Me santigüé, encendí el coche y salí a toda velocidad. Pasando por su lado sin mirarla. Hg. 47 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Casita rural Sebastián y Júlia, profesores rurales recién casados y recién salidos de la Normal Superior, hacían su primer año de provincia en el campo. Lo más penoso de ese trabajo era recorrer los cinco kilómetros, a pie, de la escuela a la comunidad donde alquilaron un cuarto para vivir. En una ocasión, por la tarde, se quedaron más tiempo del debido en la escuela y al regresar a su cuarto, por los senderos de las colinas, la noche les tomó por sorpresa y Júlia empezó a preocuparse. —Sebas —dijo a su esposo— no vemos nada, ¡y si me caigo! —¿Qué hacemos? No creo que falte mucho…, —respondió el marido. —¡No! —dijo Júlia. De verdad le aterraba caerse—. Hay que buscar una casa y pedir alojamiento. —¡Uf! ¿Dónde? Siguieron caminando, al poco rato distinguieron al pie de la colina por donde andaban, una pequeña vivienda campesina de adobes, y bajaron. Por sus estrechas ventanas se escurría la luz tenue de unas velas. Júlia tocó la puerta. —¿Quién es? —Preguntaron desde dentro la casa. Hg. 48 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Somos profesores de la Escuela —dijo Júlia elevando la voz— y nuestra casa está lejos y ¡estoy embarazada! Quisiéramos que nos alojen por favor… Un hombre robusto de rostro cobrizo y enjuto abrió la puerta, y al ver el vientre abombado de Júlia se conmovió y les ofreció un pequeño cuarto en la parte trasera de la casa, les prestó algunos phullos,17 que era lo único que tenía para un lecho y cobija. Les dejó dos velas, encendió una y se despidió. Sebastián trancó la puerta con un tronco que servía para el efecto y tendió dos phullos a sazón lecho, se acostaron y se cubrieron con otros dos. Júlia de un soplo apagó la vela y se durmieron. A las tres de la mañana, Sebastián, entre sueños, sintió un chicotazo. Se despertó, cambió de posición el cuerpo y sintió otro chicotazo en la espalda, en seguida sintió otro y otro… ¡No paraban y cada vez eran más feroces! No quería asustar a Júlia; pero tuvo que despertarla. —Júlia, Júlia… —dijo Sebastián mientras movía con su mano el hombro de su esposa. —¿Qué? —respondió Júlia de mala gana. —¿Sientes eso? 17 Phullo, manta tejida con lana de oveja. Hg. 49 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¿Qué cosa? —¡Pues nos están pegando! Júlia sintió un chicotazo. —¡Hay!!! —gritó, y reconoció la textura áspera de la huasca18 sobre su brazo, que le hacía arder y rascar de dolor. Los chicotazos no paraban, los sentían en sus piernas, caderas, brazos, espala y en el rostro. Los gritos de Júlia llenaron el lugar y sólo atinaba a cubrirse el vientre con los brazos. —¡Rápido, rápido, prende la vela!!! —rogó Júlia a su esposo. Sebastián no encontraba los fósforos. Al final, después de mucho tanteo, los halló y encendió uno. Cesaron los chicotazos. Sebastián prendió la vela. Sentados y abrazados, los esposos esperaron a que amanezca. Solos, en ese cuarto, con miedo a que la vela se apague. 18 Látigo de cuero o goma, que en Bolivia se usa para azotar a los animales de carga. Hg. 50 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Pobre condenado Antiguamente los muertos eran velados dentro las iglesias. En Potosí eran velados en la antigua iglesia de Jerusalén, que queda al frente de lo que antaño era el Cementerio de San Bernardo, que ahora es una plaza peatonal. En aquellas épocas, Don Cerapio Alcides, zapatero, trabajaba durante el día hasta las seis de la tarde en su pequeño puesto, a un costado del antiguo cementerio, después tomaba su té, y cargando con un costal lleno de zapatos y con un bolsón ocupado con distintas herramientas, por las noches se dirigía al templo de Jerusalén. Estando ahí, aprovechaba la luz de los gruesos y largos cirios velatorios para componer los calzados, hasta pasada, algunas veces, la media noche. Y así, usaba todas las noches la luz de los muertos. Ya era conocido y los golpes de su martillo sobre la suela de los zapatos no molestaba a los dolientes. Por entonces, vivían en Potosí dos jóvenes, conocidos por todos en la ciudad… Igor y Gustavo. Un día de esos, se le ocurrió a Igor jugarle una broma a Don Cerapio: —¿Qué tal, si me hago pasar por muerto? —Le dijo a Gustavo— y ¿despierto a media noche…? Hg. 51 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Le haremos asustar al viejo! —Dijo Gustavo mostrando una sonrisa de dientes picados. Esperaron la noche ideal. No paso mucho tiempo, cuando un derrumbe en una de las bocaminas del cerro mató a tres mineros. Era lo que habían estado esperando. La única funeraria de la ciudad, siempre tenía uno o dos féretros extra, guardados en un depósito del templo, ¡por si acaso…! No les costó mucho convencer al ayudante de la funeraria para instalar un féretro más, en el velatorio de los mineros, con cirios a su alrededor. Con la condición de poder acompañar a Gustavo, para poder verlo todo. Llegó las ocho de la noche y Don Cerapio, como de costumbre, se sentó en una de las bancas del templo, justo frente al féretro donde yacía Igor. Puesto ahí a propósito. A ninguno de los velantes les sorprendió que el cuarto ataúd no tuviera dolientes. No era raro, que de vez en cuando un desconocido o mendigo muriera, sin nadie quien lo llore. Era lo más probable, se encontraba en el cajón más común y ordinario de todos y al día siguiente sería enterrado sin más trámite. Don Cerapio, por su parte, pensó que se trataba de uno de los mineros aplastados y que no tenía parientes en la ciudad por ser de otro lado. Desconocía cuantos mineros murieron en el derrumbe y era muy parco para preguntar. Hg. 52 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana La noche transcurrió fría, tranquila. Los dolientes, por ser varios, no se hicieron problemas en continuar velando a los cadáveres hasta pasadas las doce de la noche. Don Cerapio tenía mucho trabajo, así que se quedó, como varias otras noches. Llegó las dos de la mañana y los dolientes se fueron retirando, de uno, dos o tres grupos de personas. Hasta que sólo quedó Don Cerapio. A las tres de la mañana, Gustavo, que se había ocultado detrás del retablo mayor junto al ayudante de la funeraria, maulló como gato en celo. Era la señal convenida, tan esperada por Igor que estaba aburrido, aterido y algo adormecido. Se repuso, y comenzó a mover sus piernas. Gustavo y el ayudante aguantaban la respiración. Las mechas encendidas de los cirios, chasqueaban de rato en rato, produciendo un eco que resonaba por todo el Templo. Don Cerapio ensartaba el agujón por la costura de un mocasín, cuando la tapa del féretro se abrió. Igor se sentó dando un feroz alarido con las manos extendidas: —¡Ah!!! —Don Cerapio continuaba con la vista en el calzado. Cogió su pequeño martillo de un taburete cercano, y lo lanzó, con tal destreza, que la cabeza del martillo se clavó en la frente de Igor. Igor se quedó paralizado, con la boca abierta. Gustavo y el ayudante huyeron por la puerta trasera del Templo. Don Cerapio tomó un sorbo de la taza Hg. 53 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana con café que le habían invitado los dolientes, se paró y caminó en dirección del féretro. Al llegar, bajó la cabeza y se santiguó. Quitó el martillo de la frente hundida de Igor y comenzó a brotar sangre. Lo hizo recostar, limpió la sangre de su martillo en la solapa del saco de Igor, cerró la tapa del féretro y dijo: —¡Pobre condenado! Hg. 54 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana La máquina de coser Dentro la Dirección, al fondo de un viejo instituto de peinados, en una noche cualquiera dos profesoras se quedaron por una hora más, después del toque de salida. Registraban la documentación de las alumnas. La portería se encontraba a un lado de la puerta de salida, muy lejos del lugar en que se hallaban. Las separaba un enorme canchón oscuro, que servía como patio de juegos a las alumnas de secundaria del turno de la mañana. Una de ellas al darse cuenta de esto dijo: —¡Che! Ester, ¡ya es tarde y no hay nadie! —Un ratito más, ya falta poco y nos libramos de todo. —Dijo Ester, y sin hacer caso al nerviosismo de la otra profesora continúo con el trabajo. Paso medía hora más. Y escucharon el sonido del pedal de una máquina de coser, similar al de una locomotora; pero más suave, más amortiguado, más dulce… —¡Ester!, ¡qué es eso? —preguntó Giovanna, con los ojos bien abiertos. —¡Parece la máquina de coser!, ¡del depósito! —Dijo Ester señalando con la vista a la puerta que pertenece al depósito. Mientras el sonido de la máquina se hacía cada vez más pujante y uniforme. Hg. 55 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Apúrate, guarda eso y vámonos! —Ordenó Giovanna mientras sus oídos captaban atentos el sonido del costureo. —¡Tranquila!, ya acabo —Ester acomodaba unos fólderes en las vitrinas de madera de la dirección—, ¡sabes, no es la primera vez que escucho eso...!, ¿sabías que esto… antes era un cementerio! —¡No…!!! —dijo Giovanna moviendo la cabeza de lado a lado. —¡Sí!, ¡casi toda la ciudad está construida sobre cementerios y antes de que se poblara esta zona, esto era un cementerio!, —dijo Ester moviendo las pupilas de los ojos, de un lado a otro, tratando de abarcar la habitación con la mirada. Mientras, el sonido del pedal y la costura no cesaban. —¡Aquí está la llave del depósito! ¡Abrámoslo de una vez para ver qué pasa! Cuando Giovanna escuchó la proposición, la angustia se reflejó en sus ojos y espeto un contundente: “¡No!!!” a las intenciones de Ester. —¡Oh!, ¡vamos!, ¿no tienes curiosidad? —insistió Ester —¡No…! ¡No!! ¡No!!!, ¡ya vámonos! —Ordenó y suplicó Giovanna, estrangulando su voz. —¡No!, ¡ahora es mi oportunidad de ver que hay!, además, de que te preocupas, ¡yo voy a abrir! —¡Oh...! Ester. Hg. 56 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Ven, vamos —Ester se dirigió con la llave en la mano hacia la puerta del depósito. Giovanna la siguió de cerca. Ester cogió el asa de la puerta, e insertó la llave en la ranura del picaporte y la hizo girar. El sonido del pedal y el costureo se hicieron más vigorosos. Ester se detuvo. Ambas aguantaron el aliento por un minuto. Al final Ester abrió la puerta, palpó en la pared para encontrar el interruptor de la luz. El sonido continuaba persistente y Ester no hallaba el interruptor. Tras de ella, Giovanna observaba la oscuridad del depósito con la mano derecha sobre su boca. Ester se estremeció, y por fin… encontró el interruptor. Lo apretó y con el parpadeo del foco fluorescente al prenderse, oscilando entre la oscuridad y la luz, pudieron ver la máquina de coser funcionar sin que alguien la esté utilizando… Cuando se estabilizó el fluorescente y la luz iluminó constante, la maquina dejó de funcionar, ante sus ojos encandilados. 57 Hg. Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana ¡No quieren estar solos…! —Papi, ¡despierta! —le dije a mi padre mientras le daba un ligero empujón en el hombro. —¿Qué pasa? —respondió. —¡Hace frío!, ¡te vas a helar, tápate! —Dije y miré de reojo el cobertor sin quitar la vista del camino— además chárlame porque me estoy aburriendo. —¿Qué hora es? —Preguntó— ¿ya estamos en la cuesta? —¡Sí!, —le confirmé— y es las tres. Estábamos en una parte muy escabrosa del camino y todo el vehículo, incluido su contenido, temblaba. —¡Baja la velocidad hombre! —ordenó. —¡Tranquilo! Yo esta cuesta la conozco bien. —¡No!, ¡baja la velocidad!— dijo elevando el tono de voz, con los ojos cerrados y moviendo la cabeza en señal negativa. Conocía esa expresión, seguro ya se venía un sermón. —¡Papá!, ¡yo estoy conduciendo! o… ¿quieres conducir tú? —Ya estaba grande para sus sermones. —¡Bueno!, ¡entonces no me despiertes en otra! —Espetó. Hg. 58 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Se produjo un largo silencio entre los dos. Sentía el vehículo volar en la cuesta recta y no quería quitar el pie del acelerador. Llegaríamos más temprano que de costumbre a la ciudad. Cuando mejor conducía, se apagó el sistema eléctrico del vehículo, se apagaron todas las luces… Nos quedamos en tinieblas. —¡Frena! ¡Frena!!! —gritó mi padre. Frene en seco y me golpeé en la frente con el parabrisas por el impulso. El vehículo patinó un trecho y al final paró. —¡Papi, estas bien? —pregunté apurado. —¡Ves!, ¡ves! —Me recriminó—. ¡Te lo dije!, si estábamos en curva ¡nos matábamos! —Pero ¿estás bien? —¡Sí! —¡Qué huevada! —Dije más para mí, que para mi padre—. ¿Qué habrá pasado? Mi papá se bajó del vehículo sin decir nada. Palpé con la mano en la oscuridad buscando la guantera, cuando al fin la encontré la abrí y agarré la linterna. No se prendía. Salí del coche y el viento lanzó en mi rostro un gélido saludo. Hg. 59 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¡Carajo, sí qué hace frío! —Dije. —¡Apúrate y trae las herramientas! —Gritó mi padre. —¡No enciende la linterna! —Dije —¿La grande? —Sí. —Está sin pilas, la chiquita está ahí, en la caja. Palpé por dentro la caja que estaba bajo el asiento trasero, hasta encontrar la linterna pequeña. La encendí, saqué la caja de herramientas y busqué a mi padre con la luz de la linterna. No lo hallé. —¿Papá? —llamé. —Estoy debajo del coche. —Respondió —¿Cómo te metiste en la oscuridad? —Ya me pasó lo mismo en otra ocasión, con este coche y se dónde está el problema. Pásame todas las cosas y la linterna. Deslicé la caja hasta su posición y le di la linterna. Su luz débil casi desaparece debajo del coche. —¡Ves!, te lo dije, este cable siempre se revienta —explicó. —Ah… ¿sí? —Sí, en un segundo lo arreglo. Hg. 60 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Mientras mi padre arreglaba el desperfecto, dirigí mi vista a mí alrededor y sólo pude distinguir sombras de arbustos y promontorios de tierra. El cielo no tenía estrella alguna, estaba nublado y la Luna se asomaba de vez en cuando entre las nubes. Seguí examinando el lugar y sus sombras, tratando de descifrar qué eran, cuando… Sentí en el rostro un puñado de tierra lanzado con violencia. Venía desde abajo. —¡Papá! ¡No molestes! —grité y cuando terminé de decir esto, sentí otra vez la tierra en mi rostro. —¿Qué me dices! yo estoy al otro lado y no estoy haciendo nada. Cuando acabó de hablar mi padre, sentí de nuevo la tierra; pero en esta ocasión, no sólo venía de abajo, sino de todas direcciones. El ataque era más seguido, ya no sólo lo sentía en el rostro, también lo sentía en la espalda. Traté de cubrirme y quitarme la tierra del rostro; pero la rapidez del ataque no me lo permitía. Se había convertido en una especie de viento terral. —¡Pero!!! ¿Quién está lanzando tierra? —Dije. —¡Rápido, entra al auto! —gritó mi padre con voz temblorosa. No sé por qué tenía la linterna apagada. Hg. 61 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Estaba tan nervioso que no daba con la puerta y mi padre tuvo que abrirla. Al entrar me di un golpe en la cabeza con el techo. El ataque continuaba, esta vez contra todo el vehículo. El sonido de la tierra al estrellarse era como granizo, continuo y menudo, sobre el techo, el parabrisas, el capo, el chasis... Encendí las luces delanteras y terminó el ataque. Al frente y por el lado izquierdo, se encontraba una línea de varias cruces blancas al borde de un precipicio. Señal de que murieron varias personas en ese lugar, en un accidente vehicular. —¡No quieren estar solos…! —dijo mi padre. Nos santiguamos, y conduje lento el resto del camino. Hg. 62 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Los fantasmas del Castillo del Loro —Para nuestra luna de miel decidimos… —¿Decidimos?, ¡tú decidiste! —Bueno, yo o nosotros, eso no viene ahora al caso, lo cierto es que fuimos al Castillo del Loro en los Yungas de La Paz. Además te gusto o ¿no…? —Sí, me gusto; pero no lo que vimos la última noche. —Bueno fue interesante… —¿Interesante…? Si casi te haces pi... —¡Chus cállate! Como vas a decir eso, te pasas. Bueno el caso es que era nuestra última noche y mi mujer había desaparecido. —¿Desaparecido? ¡no! —¿Entonces? —Sólo me perdí, estaba admirando la hacienda. Como hacía mucho calor estaba con mi camisón y... —¡En camisón! ¡En un hotel! ¿Se imaginan? —¡No había nadie a esa hora! —¡Es que nadie sale en camisón a las tres de la mañana! Hg. 63 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Es que me despertó esa flauta. Era una melodía dulce y melancólica. Me levanté de la cama y salí al balcón. La música acariciaba mis oídos y no lo sé, tal vez, como en El flautista de Hamelín, fui atrapada por la melodía. Salí a la intemperie y me interne en el bosque. —Yo me desperté y palpé el otro lado de la cama. No estaba mi mujer. Me di vuelta y mire a todos lados— seguro fue al baño —me dije y como yo tenía ganas de ir también, me puse mis pantuflas y fui al baño. El baño estaba a oscuras—. ¿Uh...? ¿Dónde se habrá metido? —dije. No sé por qué no fui a preguntar a la administración. Algo me decía que se había adentrado en el bosque, así que me puse mi bata, cerré la habitación, bajé las gradas y penetré en el bosque… ¿Por qué no llevé linterna? pues porque no tenía ninguna y la luna iluminaba con tal claridad, que casi parecía de día. —Yo en cambio seguía la melodía. A cada paso que daba se hacía más fuerte, más penetrante, se fundía con el ruido del cauce del río, el canto de las aves nocturnas y el aroma a madera húmeda y fresca del aire. Me pareció que flotaba sobre el bosque, sin ninguna atadura, la gravedad era relativa. Volaba libre. —¡En cambio yo… Carajo! Nunca salgan al bosque con pantuflas: las piedras afiladas se incrustaban a la suela esponjosa de mis pantuflas y me Hg. 64 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana aplicaban tremendas punzadas— ¡mierda! ¡cuando la encuentre…! — Despotricaba, y no era para menos. El aire frío penetraba en mis pulmones, el murmullo de los bichos me estremecía la piel, además, tenía que sortear: rocas, raíces, ramas, cacas y evitar pisar a varios de esos asquerosos sapos. ¡Es que recién había terminado de llover! —¡Ahora yo!, cuando la música llego a su clímax, al grado de embotar todos mis sentidos, divisé un claro y penetre en él. ¡La música cesó… y lo pude ver…! —Lo que yo vi fue el suelo del bosque al estrellarse mi cara contra él. Como ya lo dije, había llovido y había barro por todos lados, me resbalé y caí de bruces. —Él era alto; pero relleno. Lo que más resaltaba en él era su nariz: larga, plana, ancha, como aplastada. A pesar de llevar botas tubo y un traje color caqui al estilo militar, veía a través de él, el fondo oscuro del bosque. Y en sus amplias y regordetas manos llevaba la flauta—. ¡Mi amor! —Me dijo… —En tanto yo, me levanté a duras penas— ¡mierda! —Dije, estaba empapado en barro. Y mientras me sacudía el pantalón de mi pijama, escuché una voz—: Mba’e19 —alcé la cabeza y los vi… —Él extendió sus brazos en dirección mía, y comenzó a caminar… Pude sentir las gotas de sudor frío en mi rostro; pero no podía moverme. Los cinco o 19 Regionalismo paraguayo que significa: ¿Qué? Hg. 65 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana seis metros que nos separaban los recorrió en dos segundos. Cuando estaba a punto de cogerme, encogí el cuerpo y solté un tremendo—: ¡Ah!!! —Con todas mis fuerzas. —Los dos tipos, cubiertos de harapos hechos jirones, vinieron en dirección mía, y cuando estaban a un paso de mí, no pude hacerme a un lado, no pude darles paso. No fue necesario. Atravesaron mi cuerpo. Sentí frío durante el tiempo que pasaron a través de mí, como vapor, diseminándose y volviéndose a componer unos pasos después. Quedé seco, y escuché decir a uno de ellos riendo—: ¡Ja, ja, ja, ja, ja el boli20 se puso blanco! —Luego escuché un grito de mujer, giré el rostro en dirección del sonido y volví a girarlo para ver a los fantasmas. Pero ya no estaban… Corrí en la dirección de dónde provenía el grito, más por escapar, que por querer socorrer a alguien. Encontré a mi mujer agazapada, con las manos en la cabeza. Pálida. La toqué y ¡estaba fría! —¡Tú! ¡tenías los cabellos erizados! —¡Cierto! Encontramos la senda que lleva a la hacienda, después de todo ésta era aún visible, no nos habíamos alejado mucho. 20 Vulgarismo que recorta el gentilicio boliviano, usado por los paraguayos durante la guerra del Chaco. Hg. 66 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Al día siguiente, después de arreglarme, vi en la mesita de noche el folleto del hotel y le di una ojeada, en él se encontraba la foto del fantasma que quiso abrasarme por la noche. Llevaba traje, medalla y una banda con los colores de Bolivia. Le mostré el folleto a mi marido… —Ahí estaban también las fotos de personas parecidas a las que me atravesaron en el bosque. —Al momento de partir, el recepcionista del hotel nos dijo que el castillo le perteneció al expresidente Luís Tejada Sorzano y fue levantado por los prisioneros paraguayos durante la guerra del Chaco. Hg. 67 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Seres del altiplano El taxi era un punto blanco moviéndose en la inmensidad de la pampa. En él sólo iban el chofer y Alice. —¿Hace cuánto que vive en la Argentina? —preguntó el chofer. —Toda mi vida… —dijo Alice—. Yo soy de allá, nací allá; pero mis padres eran bolivianos. —Ah… ¿y qué tal Buenos Aires? —Ahora vivo en Córdoba; pero nací en Buenos Aires y viví toda mi niñez allá. —¿Ah sí? —Sí, es una ciudad muy grande, llena de edificios, avenidas, centros comerciales, con mucha gente, uno encuentra de todo allá, Córdoba también es muy grande. —Ah… —el chofer hizo una pausa y luego continuó—: ¿Y ya conocía este camino? —No, cuando venía de la Argentina, siempre mi tía nos daba alcance en Potosí. Nunca fui a su pueblo. —¡Vaya forma de conocerlo! Hg. 68 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Sí, es verdad, ¡quien se iba a imaginar que lo conocería para su entierro! ¡Pobrecita mi tía! El chofer calló. Alice se arropó con su frazada de viaje, metió la mitad del rostro por debajo del cuello de su abrigo, se puso a ver la inmensidad de la pampa altiplánica. Un camino recto de tierra, flanqueado a los costados por una inmensa pampa llena de paja brava marchita y piedrecillas diminutas, llenaba sus ojos. No había cerros o colinas a la vista, el cielo de la tarde estaba terroso, rojo, sin sol. El viento con sus pequeños remolinos de tierra silbaba de cuando en cuando. El invierno altiplánico. Dos horas de viaje viendo lo mismo. Alice bostezó. El taxi entró en una parte ondulada del camino, con pequeñas subidas y bajadas. El chofer no quiso forzar su máquina y bajó la velocidad. Entonces Alice vio una pequeña figura a lo lejos, al lado derecho del camino. A medida que avanzaba el taxi, la figura se hacía más clara. Era una pequeña niña, ahí, sola, a kilómetros de todo, de todos... El taxista redujo aún más la velocidad. Alice pudo verla mejor. Estaba descalza, sólo tenía puesta un vestido de tocuyo. Jugaba tranquila con las cacas duras de los animales. Su pelo negro cubría su rostro. Hg. 69 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana El chofer pisó el acelerador. —¡Oiga! ¿No vamos a recoger a esa niña! ¡Pare che!!! —¡No señora! ¡No es niña!! ¡Es duende…!!! Hg. 70 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana El vampiro del Chaco Chuparse la sangre por falta de agua en él Chaco, fue un extremo común; pero chuparla por… Los horrores de la guerra son indecibles. En la del Chaco lo que nos hizo cagar fue la sed, a falta de agua bebíamos nuestra orina, y los más desafortunados llegaron, como ya lo dije, a cortarse las venas y chuparse la sangre o chuparla de los cadáveres. Pero el caso que voy a narrarles es distinto: Estaba tumbado en el piso de un mugriento pahuichi21 cuando entró… Todos los de la escuadra nos pusimos de pie, como resortes, y nos cuadramos. Él era muy alto, acaso un metro noventa, flaco, mejor dicho huesudo, porque la piel se le pegaba al cráneo como una máscara de hule. ¡Ah…! la piel, era pálida como la cal y las mechas de su pelo rojo llegaban hasta sus pómulos, en fin. Traía el uniforme regular; pero de su mano de alicate colgaba un sombrero tipo paraguayo, con alas grandes, de dotación; pero de color caqui, nuestro color. Él no dijo nada, se dirigió a una esquina y se sentó. “No es un oficial”, pensamos; pero sí un extranjero y generalmente a los extranjeros se los respetaba como a un oficial. No eran soldados rasos. 21 Choza con techo de paja. Hg. 71 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana De esta forma Modric se incorporó a nuestra escuadra. Su nombre lo supimos por una confidencia del teniente, así como todo lo que llegamos a saber de él; pues no hablaba con nadie. Su rostro enjuto y ausente era una barrera infranqueable para cualquiera de nosotros, incluso para el teniente y cualquier oficial. Modric o el Gringo, como solíamos decirle, casi nunca salía del pahuichi y cuando lo hacía, se ponía el sombrero con las alas largas, ajustando una levita a su nuca, los botones de la chaqueta los traía todos bien abotonados; excepto los botones de las mangas, algo más largas de lo común, obviamente alargadas por él. Y no aflojaba las botas tubo, cubriendo bien el talón del pantalón. —Sufre una enfermedad de la piel —me dijo Medina, mi compadre, cuando le pregunté sobre la forma de vestir de Modric. Si bien las ordenes eran, la de estar preparados en todo momento para cualquier emergencia, los treinta y ocho a cuarenta grados centígrados que fácilmente se alcanzaba a medio día, no nos permitían andar formalmente. —Además es extranjero —añadió Medina— y estos europeos parecen de goma, no les afecta ningún clima, ya sea frío o calor. El colmo llego cuando a nuestra escuadra le toco hacer el patrullaje. Las caminatas forzadas en el día, a través del monte o el tuscal, eran un infierno. Nos Hg. 72 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana obligaban a ir con el uniforme completo, por si caíamos prisioneros; pero ya solos, nos soltábamos la ropa lo más que podíamos. Sin embargo Modric, inmutable, vestía como siempre. En una ocasión por el medio día, cuando patrullábamos sobre una picada,22 paramos para beber agua de nuestras cantimploras. Todos las sacamos, sonrientes, de nuestros escondites. Medina la sacó, no sé cómo, de dentro de su bragueta— ¡así está más segura! —me dijo mostrándome sus cuadrados dientes blancos, que resaltaban en su moreno rostro. Nos sentamos haciendo un círculo. Todos bebimos, menos Modric. Fue muy incómodo, el grupo compuesto por ocho (sin contar al extranjero) nos miramos a los ojos. ¡El Gringo se había olvidado la cantimplora en el fortín! ¿Cómo era eso posible? En esta guerra, antes de coger el fusil, tienes que coger tu cantimplora. Ahora bien, nadie quería compartir su agua. Se produjo un largo silencio, todos miraban a cualquier lado, al final, ¡carajo!, con todo el rencor de mi pecho me puse de pie. Todos suspiraron aliviados, era lo que tenía que hacer como jefe de escuadra. Me dirigí hacia él y le ofrecí un trago de agua de mi cantimplora. Él tenía los ojos puestos en la picada cuando acerqué mi cantimplora a su rostro. 22 Camino abierto a punta de machete. Hg. 73 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —Bebé —le dije. Él sonrió, más para él que para mí. Y sin quitar la vista de la picada cogió la cantimplora, al hacerlo, rocé su mano fiera y fría, como si rozara el granizo. ¿Cómo era posible eso? ¡En ese infierno! En parte anhelé seguir refrescando mi piel; pero sólo fue por un segundo. Se llevó a los labios la cantimplora y la besó por un largo rato, ¡que abusivo!, estuve a punto de quitársela cuando dejó de beber de ella y me dijo: —Gracias. —Su chillona y lejana voz me produjo un escalofrió. Cuando me retiré hacia donde estaba sentado, a la sombra de un algarrobo, noté que la cantimplora no había bajado de peso. A pesar de lo extraño de esto me alegré y me la llevé a los labios para beber un trago más. El cuello de la cantimplora estaba frío. Días después, por medio de algunos amigos del Regimiento Pérez, escuché algunos rumores acerca del Gringo: Él servía originalmente en éste regimiento y había sido transferido por razones extrañas y nada claras. Al parecer había ejecutado sumariamente a unos prisioneros paraguayos, de una forma nada convencional. Pero no se pudo aclarar nada. Además, el Gringo infundía inquietud entre los oficiales del regimiento. Estos rumores sobre Modric me inquietaron. Traté de averiguar más. Juan Murguía, que servía ayudando a un teniente con el papeleo del regimiento, en el Hg. 74 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana comando del fortín, me dio una mano. Modric, según los registros, venía de Alemania. Pero no era del todo extraño, por una conversación entre el coronel que comandaba el fortín y su teniente, supo que el Gringo descendía de una familia alemana que se había establecido en Potosí, en la época de la Colonia. Llegaron a tener muchas propiedades a lo largo de varias generaciones; hasta que tuvieron que huir a Europa durante la guerra de la Independencia. Modric llegó con una orden firmada por el propio general Kunt,23 al parecer, quiere justificar en la guerra un derecho y reclamar algo de su herencia. Pero… ¡no llegó al Chaco con grado de oficial!, ¿cómo es que el general Kunt haya permitido que un compatriota suyo, esté como soldado raso! Mis amigos del Pérez se fueron, su regimiento sólo estaba de paso. Me dejaron con más dudas que aclaraciones sobre el nuevo miembro de la escuadra. Sobre todo la afirmación final de Pablo: “A nosotros también nos daba miedo…” ¿Miedo a una sola persona en la guerra? ¡Cuándo no sabes si regresaras del combate! ¿Miedo? Sí, el Gringo Modric provocaba miedo. 23 Hans Kunt, general alemán que dirigió al ejército boliviano en una de las etapas de la guerra. Hg. 75 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Mi escuadra terminó con los patrullajes diurnos; sin embargo habían informes de patrullas pilas24 cerca del fortín. Los patrullajes nocturnos se redoblaron. Aquí hubo un cambio en la actitud de Modric. Se brindaba al patrullaje, sí, escuadra que salía de noche, él salía con ella. Esta actitud al parecer heroica…, ponía tensos a los soldados de las escuadras que salían. Los oficiales no podían negarle las peticiones, creo yo, no por constituir una acción admirable; sino porque también sentían nervios o miedo tal vez… hacia el Gringo. He visto como solicitaba el permiso, no se cuadraba frente al oficial en mando, simplemente se aproximaba, le miraba a los ojos, y decía: “Voy a salir con la patrulla”. Él oficial apenas atinaba a mover la cabeza asintiendo. Ahora que lo pienso un poco, casi nunca pude ver los ojos del Gringo Modric, hasta aquella vez… Parecía tener siempre un antifaz, una sombra que le cubría los ojos. Al principio las patrullas regresaban sin novedad, poco tiempo después, tuvieron choques cortos con patrullas enemigas; pero los pilas siempre se retiraban. Así los encuentros entre patrullas fueron más frecuentes; pero cortos. 24 Pata pila, significa descalzo. Apodo con el que los soldados bolivianos se referían a los soldados paraguayos, porque éstos solían andar con los pies desnudos. Hg. 76 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Esto llamó la atención del comando: “¡Tal vez preparan un ataque masivo y no quieren perder tropas!” era el rumor que circulaba. La oscuridad de un gran ataque nos invadió a todos. En esto una mañana me ordenaron llamar a Modric para que se presente ante el capitán. Le comuniqué la orden y como siempre no dijo nada. Se levantó de su esquina, se puso el sombrero, se fue al pahuichi de los oficiales. Traté de averiguar algo con el ayudante del capitán. Toda mi escuadra se nos unió. —¡Los de la primera escuadra de la compañía “B”, se quejaron del Gringo!, —dijo el ayudante. —¿Por qué? —preguntó ansioso Medina. —Dicen que en el último encuentro con una patrulla pila, ¡el Gringo desapareció durante el combate y luego se unió al grupo, como si nada…! Todos nos miramos a la cara. Sabíamos lo que le esperaba al gringo. —¡Y no sólo eso!, ¡el sargento Cutipa, como siempre chupamedias del capitán,25 llamó a los jefes de escuadras de las patrullas que salieron! ¡Y uno por uno, con revolver en mano, los hizo hablar! ¡Y todos dijeron lo mismo, que el Gringo se escapaba del combate! 25 En Bolivia, expresión que significa sumisión a alguien para poder sacarle provecho. Hg. 77 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana —¿Quién pues es el soplón? —preguntó el Grillo, el más pequeño de la escuadra. —¡Ese gordo rubio, el Fiero! —Dijo Medina que conocía al dedo a los de la compañía “B”— ese es el jefe de la primera sección de la compañía “B”. Nos retiramos al pahuichi. Era cierto que no nos agradaba el Gringo; pero era un miembro de la escuadra y en guerra una escuadra es lo más cercano a una familia. Teníamos la vista extraviada. El castigo para la cobardía y el abondo de compañeros en batalla, ¡es la muerte! Estábamos atentos a la llamada para formarnos, ya lo habíamos visto antes. ¡Muchas veces! El condenado era puesto en el paredón (cualquier árbol grueso) y fusilado frente a todos. Para ejemplo de todo el batallón. Esa era nuestra premonición, cuando Modric atravesó el umbral del pahuichi y se sentó en su esquina de siempre. Enjuto, como todos los días. Nadie se atrevió a preguntarle nada. La noticia se esparció rápidamente en todo el fortín. Esa noche no salió ninguna patrulla. Hubo un descontento general en las filas. Otros camaradas habían sido fusilados por faltas menores, y algunos de ellos inocentes. ¿De qué privilegios contaba Modric, si era al igual que todos, soldado raso! ¿Solo por ser Gringo se salva del castigo? ¡Porque es el recomendado del general Kunt! Hg. 78 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Una consigna iniciada por el Fiero de la compañía “B”, circuló por todas las escuadras: “En combate, cualquiera que pueda acabaría con el Gringo y si es posible con el sargento Cupita y con el capitán”. Estos últimos tenían sobre sus espaldas varios fusilamientos injustos. Es increíble cómo se pasa de un lado a otro tan fácilmente: todo el batallón estaba afectado por un fusilamiento. Ahora, todos se convierten en posibles verdugos. Mi escuadra por supuesto, no hizo caso de la consigna. Se trataba de uno de los nuestros; sin embargo, nuestra aversión y desprecio por Modric aumentó. Modric no se mostró agradecido o contento por el favor, seguía con esa fría arrogancia, y al parecer nos tenía a menos. Aumentaron los encuentros con patrullas pilas. Y ahora no sólo salían escuadras; sino secciones enteras. El Gringo ya no salía con las secciones. Es aquí cuando mis sospechas sobre él, aumentaron. Modric empezó a desaparecer por las noches. La primera vez no le dimos importancia; además, al día siguiente por la madrugada apareció en el pahuichi en la esquina de siempre. Pero sus salidas continuaron noche tras noche. Esperaba a vernos dormidos, al menos eso Hg. 79 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana pensaba él, y siempre se dejaba su cantimplora. “¡Qué extraño! ¿Qué hacía? ¿Dónde dormía?”, nos preguntábamos. Un día de esos me topé con el ayudante del capitán y le pregunté sobre el escape de Modric al fusilamiento. —¡No!, no fue por miedo al general Kunt —respondió— hubieran informado al comando que cayó en acción o fue capturado o simplemente desapareció. Como ya lo hicieron antes con algunos... —¿Entonces? —Dije rascándome la cabeza. —¡No lo sé! —No escuché nada —continuó— cuando salió el Gringo me miró y sonrió. Entré con mis papeles al comando, estaban dentro el coronel, dos mayores, el capitán, el teniente y el sargento Cutipa. Todos estaban callados, y miraban como los ciegos. Me cuadre ente el coronel y nada…, me volví a cuadrar y tardo en responderme, estaba como ido. —¿Ido? —Ya sabes, ¡como cojudo! —¡Ah! —¡No me atreví a preguntar nada a nadie, ni siquiera al teniente! Hg. 80 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Pero eso no le preocupaba al ayudante, había escuchado que los pilas se dirigían en forma de tenaza hacia el fortín, para tomarlo. Por eso había mucha agitación. En cuanto a los de la escuadra, teníamos planeado seguir al Gringo. Sacrificar una noche de descanso valía la pena, si así terminaba nuestra incertidumbre y podíamos dormir mejor. La noche que lo íbamos a seguir, se ordenó a nuestra sección salir en patrulla nocturna. El teniente no dijo nada acerca de Modric, así que salió con nosotros. Esa noche. La luna llena nos ayudó a ver en la oscuridad. Sólo se escuchaba el chirrido desesperado de la chicharra;26 además de nuestros pasos a través de una picada. Ya teníamos tres horas de patrulla y nos habíamos alejado del fortín. ¡Cuando el sonido de una ráfaga corto al de la chicharra! ¡Casi inmediatamente las ráfagas de tres livianas, dos a los costados y una al centro, se cruzaron sobre nosotros! ¡Los destellos siguientes iluminaron una curva larga tendida frente a nuestra posición! ¡Nos tenían emboscados! Con la primera ráfaga nos tendimos al piso y cada quien busco la mejor protección posible. Yo me metí, como topo, en una ondulación de la tierra lo 26 Insecto Hemíptero. Hg. 81 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana suficientemente alta como para cubrir mi cabeza. Acomodé mi fusil así como estaba, pecho a tierra, y disparé lo mejor que pude; allí, hacia los destellos, a la oscuridad del Chaco. El fuego era intenso, no podía distinguir a mis compañeros así que de rato en rato nos numerábamos para saber sobre nosotros. Modric no respondía. Las otras escuadras al parecer sufrían muchas bajas. Los destellos eran más visibles, el enemigo ganaba terreno. No sé cuánto tiempo duro la refriega, ni cuanto más podríamos haber durado, el enemigo era obviamente superior en número y cada vez nos envolvía más. Nuestro fuego se reducía debido a nuestras bajas. Cuando lo único que quedaba era la retirada, la compañía “B” llego en nuestro auxilio. Se plantó frente al enemigo con un nutrido fuego, y éste poco a poco fue retrocediendo y terminó por retirarse. Esperamos un buen rato para aventurarnos a buscar heridos o recoger cadáveres… Toda nuestra escuadra salió ilesa, bueno, casi. Modric había desaparecido, confirmando su cobardía. Nos repartimos en yuntas de a dos soldados, para buscar sobrevivientes en nuestras filas. Yo fui con Medina. En el camino nos topamos con la compañía Hg. 82 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana “B”, habían sufrido el extraño deceso de toda una escuadra completa. La del Fiero. Supusimos que por estar en primera línea en el momento del choque del combate. La Luna ayudaba; pero no lo suficiente para encontrar las heridas mortales de la escuadra del Fiero. El tanteo de los cuerpos no revelaba sitios humedecidos por la sangre, donde pudieran estar las heridas. No había la vieja herida en el estómago o en el pecho, no la que te vuela la cabeza. “Ya sabremos al día siguiente”, pensamos. Daban las tres de la mañana en el reloj de un oficial. Ahora tocaba revisar las líneas enemigas. Cruzamos los casi sesenta metros que nos separaban. ¡En el camino unos alaridos nos detuvieron...! Conocíamos los gritos angustiosos de dolor de un herido o el estertor del que se va para el otro mundo; pero estos gritos…, digo alaridos, eran distintos. Largos y agudos, ansiosos… como si aún el suplicio o la causa del dolor... continuaran. Otra vez, en yuntas, Medina y yo comenzamos a buscar por el ala izquierda de la línea enemiga, la que estaba situada al frente de la orilla de una isla de bosque. Éramos los primeros en aventurarnos por ese sector. ¡No encontramos a ningún paraguayo vivo! “¿Los gritos?”, nos preguntamos. Temíamos una trampa. Caminamos lento, paso a paso, esquivando los cuerpos, hasta divisar un Hg. 83 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana pequeño claro en el tuscal. La Luna fue más generosa. Escuchamos a un animal olfatear u hociquear; por si acaso cargamos nuestros fusiles y yo pregunté—: ¿Quién anda ahí! —Mientras me acercaba. Aquella bestia levantó la cabeza. La Luna, ya lo dije, era generosa. Sus ojos rojos brillaban fosforescentes, como si fueran los de un gato en la oscuridad, y al igual que éste, al verse amenazado abrió su hocico. Dejó ver cuatro colmillos largos y filosos. De la comisura de sus labios descendían dos hilos de sangre… Traía los pelos erizados. Con las manos tenía cogido por el cuello a un paraguayo que daba sus últimos estertores, ahogados, asfixiados. La criatura lanzó un agudo y horrible: “¡Ggggggrrr!!!” Nos sobrecogió por completo. Y al igual que un mono dio un brinco hacia la copa de un algarrobo. Y de ésta forma Modric, el vampiro, desapareció en aquella isla de bosque en el Chaco. Hg. 84 Cuentos para ser leídos a las tres de la mañana Nota del autor Gracias a DIOS.
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