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Ana Enriqueta Teran
Apuntes y congojas
de una decadencia
novelada en tres
muertes
©Ana Enriqueta Terán
©Fundación Editorial El perro y la rana, 2014
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Diseño y diagramación
Jorlenys Bernal
Waleska Rodríguez
Edición
Miguel Márquez
Corrección
Yessica La Cruz
Hecho el Depósito de Ley
lf4022014800227
ISBN 978-980-14-2589-2
IMPRESO EN LA REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA
Ana Enriqueta Terán
Por el siglo dieciocho (XVIII), ya crecido, llegaron los espejos. El espejo grande del comedor, el espejo inmenso de la sala
y el más modesto, pero más efectivo, para el ojeo de quien
entraba o salía y a veces demoraba segundos en la contemplación del propio rostro, acalorado o sereno para el saludo
posterior.
Cortesías habituales: la venia a Doña Juana Teresa, siempre
impecable en acatamientos a parientes pobres o ricos ambos
bien recibidos por mandatos del ancestro y por la bondad natural de la dueña de casa.
El espejo de la sala era el espejo secreto, el más íntimo y poco
usado salvo para el ensayo de actitudes; levantar la barbilla,
echar la cabeza atrás; (mirarse, no con sonrisa sino atornillando las comisuras), los dientes. “Se sacan por los dientes”
aseguraban los ancianos.
El espejo de la sala reflejó imágenes de novias enamoradas
del propio elegido, pero también de novias enamoradas de
otro que no estuvo acorde a la decisión familiar, como aquella
que en el fondo de su baúl conservó el daguerrotipo del novio
maracaibero, bigotes finos alzados con bigoteras y la casaron
con el gran anciano bíblico que la preñó once veces y le dio
categoría y presencia de reina, con vasallos de tierra fría, y
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
también dolor de reina cuando le mataron el primogénito,
muchacho de dieciocho años con la hegemonía de lo perfecto: estatura, color de piel, manos pálidas, ahusadas, manos
como para morir y ser cruzadas sobre la delgadez, casi pobreza, del pecho adolescente.
Espejo de la entrada: qué reflejó el espejo cuando uno de
ellos, el que había matado, entró, mejor, cruzó el umbral y
es posible se mirara y qué gesto de sí mismo, qué imagen de
sí mismo quedó grabada en su propia retina y en la esplendidez del espejo, luna de cristal de roca cuyo espesor se medía
con el dedo pulgar, un centímetro y medio de profundidad
o si alguna vez se pudo predecir que aquella luna guardaría
también la palidez del rostro, la casi paralización del rostro
surgida del suceso, rehuido por años pero que se tuvo que
enfrentar y que alguien, uno de ellos enfrentó, no queriendo,
pero impulsado por la violencia y el mandato de subsistir y
defender la casa.
Usted, lo voy a nombrar de paso, porque usted lo hizo y desapareció, usted Don Salustiano que fundó familia en Guayana,
y que a los sesenta años, a su regreso casi no sabía hablar, y
sentado, inmóvil, parecía un tronco de árbol verdoso y sus
hermanas, yendo a tiempos remotos para recuperarlo, sólo
llegaban a la nariz, aun fina, un poco aguileña, que usted había conservado a pesar de que usted era otro, otro en la manera de recibir un pocillo de café, otro en la manera de sentarse
en una silla, pues ésta se convertía en un tronco y usted se
sentaba en redondo y recuperaba su ver ausente como con
neblinas de selva húmeda, de monarca exiliado, exorcizando
su gran casa familiar que ahora resultaba mezquina en comparación de su reino.
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Ana Enriqueta Terán
Regresó a la selva y más nunca se supo de él. Pero lo nombro,
porque su rostro quedó tatuado en el espejo de la entrada.
Qué otros rostros: también el rostro de la traición: pero eso
vendrá después, por ahora el terror de la niña atravesando
el vestíbulo, huyendo, a mil, de los retratos de abuelas y bisabuelas, mujeres feas, tocadas con mantillas y joyas estas últimas con poca o casi ninguna gracia artesanal, pero con la
solidez y el peso del oro puro.
Qué otros rostros la iniciaron a ella, Manuela, en el rito secreto de las miradas. Había un idioma de miradas con el punto y aparte del hecho cumplido “lo hicimos sin preguntarnos
si estaba mal o bien hecho”.
Absoluta aceptación y también dolor de haberlo hecho pero
“se sobrelleva la pena, seguíamos viviendo; en el patio florecía el rosal y daba la rosa única de Doña Juana Teresa, la
rosa interdiaria, sometida al rito, también interdiario de la
levitación”.
Los hombres de la familia: recordarlos, usarlos, en las saudades apoyadas en polainas de cuero pulido, espuelas de plata
con aguijones de oro, en camisas alforzadas, elaboradas con
las piezas de batista irlandesa, traídas para eso y también para
batas, mortajas, refajos, camisones criollos, ropa sustentada
por aquellas mujeres, bostezos de luna, en el transitar por los
corredores.
¿A ras de quién establecer culpas? A ras de nadie porque no
había culpas. Eran circunstancias. Intensos momentos en extensión de paño interno. Sin embargo, se respiraba bien; se
gozaba con el olfato la floración del día; el gusto saboreaba
hasta el fondo el pocillo de café; el goce del tacto era el acercamiento a la bestia de uno: perro, gato, pavo real, o la tibieza
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
húmeda del belfo de la vaca. Penélope, erigida en nuestra memoria como sitio de babas dulces, de aliento de humo, palpitación de tibieza en el respiro; también cabriola de alegría en
el llamado: se la nombraba: PENÉEEELOPE... Y venía.
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Ana Enriqueta Terán
Ama Ina
Patio en desasosiego; águila, pájaros todos, haciendo escalofríos en patas, punta de alas. Acaso presagios de mal tiempo
o algo más oscuro temido por ella (Ama Ina), que exorcizaba
del yagrumo (Espectabilis humera) follajes vueltos al revés, o
la estudiada cornamenta de Candelito, toro mítico colgada de
una viga.
Elemento fundamental para lectura de follajes, LA LUZ.
También aves, cantos en precisión de rama alta, para no dejar dudas en la profecía del amanecer. Ama Ina medio sabía,
pero sabía qué. Cae o no cae nube gruesa, a descampado, sobre tablones de caña. Ella piensa: “Me paro aquí y llego hasta
allá; allá, por donde anda el águila de Doña Juana Teresa”.
Confines.
Distinta la luz de muerto, vacía. Zapatos vacíos de los que
murieron, muertos de ella (Ama Ina) por su condición de
sierva, sierva no preñada, sierva viuda con hombros mestizos para soportar cargas, ofensas, pulso y resuellos de amor;
nada de ella.
Todo experimentado a través de ellos, rudos y al mismo tiempo
delicados en contiendas de amor. Siempre capitanes agrarios ya
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sea en aposentos lícitos o en sucesos de violencia y posesión:
hembras a quienes identificaban con la tierra. ¿Quién canta?
Ninguno canta. Pavor. Pero tenían manos finas. Pies finos, calzados con la sabiduría y honesto oficio de Cheo Castejón.
Ama Ina, así como el servicio, le tenía pavor a las gallinas que
cantaban como gallos a la hora del mediodía. “Esas son abusiones” sentenciaba la matriarca. Ese día no hubo presagios.
Sin embargo, Ama Ina intuyó cómo cayó en tierra, cómo lo
alzaron y atravesaron en propia cabalgadura, sangrando aún
y el espaldero lo tomó en brazos, brazos de pueblo, para la
entrega a la que era sólo prestigio y altitud de madre. Estaba
sola y sola lo recibió.
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Ana Enriqueta Terán
Manuela
Manuela moría y renacía en los sucesos de la casa. Pecho al
descubierto para recibir golpes dados con una rosa o con el
manazo de lo ineludible. Ese su pecho, Manuela; pecho para
recibir, mostrar, a veces de manera indecorosa lo que debe
permanecer en secreto, otras veces, amortajar recuerdos sobre
situaciones no dignas.
Echarle tierra a lo que no tuvo grandeza ni en bien ni en mal.
Honra de ser, honra de quemarse entera en condenas de pañuelito blanco, con soles de Maracaibo que ella dejó para ser
llorada, ella y su hijito nonato sobre el pecho y todos desfilaron ante su presencia de piedra blanca, cara levitada en palidez, que nos hizo olvidar la podredumbre.
Manuela, tan sabia en congelar la eternidad, no supo hacerlo
cuando él la miró y sintió que ese era el hombre, pero la otra
con su enorme cabellera enmarcando rostro inusual; enredo,
estatura y perfil y hasta sonido de espuelas en aquella maraña,
de mujer igual pero distinta por el silencio de unas caderas
enormes y el desenfreno de unos pies pequeños inadecuados
para la estatura pero justos en lo vivo de no obedecer. Pies que
obedecían a su ánimo; la llevaban hacia donde quería, en el
instante que quería, porque era inmediata en las resoluciones,
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
torcidas o no (casi siempre torcidas pero con la inmediatez de
lo consumado).
Usted Manuela es gran persona, tanto que sería honra parecerse a usted. Usted lo sabía. También sabía que en usted de
alguna manera secreta comenzaba la decadencia... No como
en Isabel María que salva la estirpe a través de otra sangre: ni
como en Niña Chayo, sometida por propia voluntad a una
virginidad férrea, aliviada a trechos por su figura en desnudo
frente a la complicidad del espejo.
Por qué en usted, Manuela, ese deseo de referirse a cosas pasadas, sin interés para nadie puesto que, al desaparecer los motivos, también se borraron los sucesos, o mejor, se escondieron
más y más en la memoria de los sobrevivientes, los que aún llevan rasgos, gestos, pero nada que ver con posturas de ánimo,
con enjuiciar, juzgar a los que fueron raíz, entraña de aquello
que dañó no en la superficie, sino en el fondo de un acontecer
rural, pleno de reinados primitivos donde la matriarca, como
en nuestro caso, era reina para ser atendida, casi reverenciada
cuando el ofrecimiento de un café, o la presentación del recién
nacido para ser acariciado y admirado en su faldellín blanco,
espeso de alforzas y recamado de soles de Maracaibo; era reina
porque paría y ya la nodriza estaba lista, para compartir con
el suyo, su muchachito, y el niño de la Doña, aquella tibieza,
aquel derrame quieto y abundante de los pezones.
El niño de la Doña tendría dos madres. También la Doña
era reina en el ocio. Leer, su pasión a vista de todos, sin que
le importaran las críticas: “PURO LEER”. Lo que jamás se
supo era que ella tenía su vida secreta, amigada con sus personajes preferidos, tanto que hablaba en sueños con Mitia
Karamázov (con Mitia solamente), los demás, desde Segismundo hasta Nils Holgerssons, se movían libremente, en sus
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Ana Enriqueta Terán
grandes espacios de fantasía, sin enredarse jamás con Naná o
Grushenka, junto con Dulcinea y Doña Inés del alma mía. Sin
embargo, los nombres propios de la familia que habían sido
sacados del santoral, seguían siendo los mismos y si habían
tantas Anas, no era por Anna Karénina, sino por la propia
Santa Ana, madre de María y abuela del señor Jesús; ahora,
nunca se supo, ni siquiera sospechas, de que aquellas lecturas
hubiesen tenido influencias en el diario vivir.
Cada quien responsable de su destino, hasta del color y corte
de propia vestidura ya que ella, la matriarca no hacía la más
pequeña insinuación: “a usted no le va el rojo”. A lo dicho se
agrega que tampoco juzgaba con entera severidad lo sucedido,
ni ponía coto a lo que iba a suceder. Se limitaba a hacer espectadora bondadosa del trecho del día, o del mes, o del año. Del
año no pasaba, aunque poseía facultades proféticas: “Guarden
esa sábana que se va a necesitar para otra cosa”. También dijo:
“Esa planta no me gusta, quítenla de ahí”. No la quitaron y
ella no insistió.
La verdad es que la abuela se debatía entre dos mundos: DAR
A LUZ, DAR A LUZ, DAR A LUZ... Y el mundo de lo entresoñado y lo real: “Su comadre Luisa que viene por agujas, hilo,
un trozo de tela blanca y que se le perdió el dedal”. Entonces
pasaba la comadre y ya con el libro abandonado en propio
regazo, recibía la amiga y traían lo que había venido a buscar;
intercambiaban noticias pequeñas, mínimas, que si la pava y
diez pavitos o noticias de más porvenir, que si la cosecha de
café, el corte de caña, cuántas cargas de plátanos dominicos,
más pequeños esos plátanos, pero más dulces. Reía muy sincera, pero en el libro abierto en su regazo, en misma página, el
príncipe Andrés con fino donaire, ofrecía a la delicada, divina
amada de Raskolnikov una rosa.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Los varones leían, eran buenos lectores, las hembras quizás
por llevar la contraria, jamás cogían un libro, o pensando, que
el tiempo que su madre gastaba en leer les pertenecía. Ningún
desperdicio de tiempo pues cómo no caer en aquella figura
sentada, símbolo de quietud, de mansedumbre y goteo sutil
de reposo no sólo en la mano derecha, dormida en el regazo,
sino en los mismos pliegues, caída y acomodo del faldón blanco, símbolo de reconciliación con la frescura, el verde tamizado de las trinitarias y de los arbustos de hoja ancha.
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Ese día amaneció con un desagrado: las flores marchitas no
habían sido cambiadas y el ambiente, saturado de olor a agua
posma, desató en el ánimo de Isabel María rechazos nada propicios a lo que vendría después.
Olor que estuvo, y está grabado en su memoria olfativa, como
una pajarada negra contra el blancor de una sábana, sábana
que lavaron en el río y se corrió la voz de algo oscuro, sucedido quién sabe dónde, ni cuándo, ni si quién, ni si a poco de.
El recuerdo de Isabel María muy claro: limpió sus perlas con
un paño de gamuza y se las puso con la seguridad de obedecer
una orden, tampoco de quién, ni por qué, pero se las puso y
quedaron marcadas para siempre por un deshilachado recurso de premura ante la vista de la sábana puesta ahí para que
ella la viera que constatara manchas ominosas, ya secas pero
aún con lo seguro de lo que estuvo húmedo, pegajoso y que
dejaron ahí, ¿Ama Ina Niña Chayo?
Jamás se supo. Isabel María, en ella misma, no sintió nada,
mejor dicho no se hizo cargo de nada. Ella deambulaba sobre la piel de las cosas. Al principio se sentía en la obligación
de un pretexto para saciar necesidades íntimas. Después, cada
año, había dos o tres pares de botines, tres o cuatro motivos
para escogencia de color, textura y un extraño componente de
suavidad en el secreto fluir de la pasión.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Otra clase de pasión: la hoja ya caída y dispuesta al pequeño
placer de la piedad; ella dice: ténganme lástima. Yo nunca me
he tenido lástima; siempre me he sentido poseedora de algo
inusual, misterioso: mí enjoyado; doloroso pie equino.
Ese día, sus perlas ya limpias, tomaron cuerpo en su destino de
armonía y felicidad. Era feliz enmarcada en sus trajes blancos,
orillados de encajes blancos y de cierto empuje hacia arriba
hacia la bondad. “Soy buena, pero si soy buena por qué esa ave
de rapiña que lleva un pichón en las garras suscita mi simpatía”. Acaso en esa ave deslucía su condición de ave. Siempre se
creyó una chenchena (Opisthocomus hoazin). Alas con uñas
trepando la luz infinita. Pero en esa luz, luz de ella no había
piedad. Era luz dura en su perfección, sólo que esa dureza “no
alivia ni perturba mi ánimo. SOY ASÍ”.
Es necesario pensar en Ama Ina, disponible día y noche para
las ayudas, usar presencias, sometimientos a su sabiduría que
nunca reclamaba nada, ni compensación, ni pasar recibo por
el conocimiento de algo comprometedor, en relación a estructuras familiares que alguna vez se podrían entrelazar con algunos salmos o regresos a tiempos mejores.
Ama Ina honraba en el presente situaciones humildes que iniciarían el desarrollo posterior de sucesos llenando hasta rebozar el pocillo del desastre. Cuánto de presagio ofrecía el
momento de aquel collar roto, luciendo fino en el escote de
Manuela, sarta de corales y no se perdió ni una cuenta.
Se miraron entre sí y cada una supo quién sería la vencedora.
Ama Ina, una a una, recogería las perlas de coral. Ahí estaban
y algunas sutilmente engarzadas en las suturas del enladrillado. Ama Ina de algún modo, encadenaba al prestigio de la
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Ana Enriqueta Terán
esmeralda la turbidez del jade, a contra peso de otros sonsonetes étnicos, como echar los caracoles descifrados a favor del
amor o del odio.
Las cuatro juntas: cómo ir contra el clan, aceptaron destino.
Existían días felices; mejor dicho, los días felices eran los más.
Un día jueves llegó Marcel Beauperthuy (jardinero francés)
que trasplantaba árboles viejos a sitios nuevos, señalados por
Doña Juana Teresa. Ella, para sembrar el instante, escogió un
higuerón (Ficus umbroso) de mediana edad, pero testigo ya de
humedades de piel y de alma con luna llena dibujando follajes
en el camino real.
El señor Marcel nos dio a conocer la palabra cepellón. Vimos
como el cepellón iba en la primera carreta, lo demás, tronco
y follaje yacían desgonzados sobre otras dos carretas, y lo demás, espeso todavía, barriendo el suelo.
Un día alegre; la peonada, vecinos y nosotros aplaudimos
cuando el árbol se puso derecho y los escépticos comprendieron que iba a subsistir, iba a pelechar. Pelechar, término que
nunca se oiría después.
A finales de año, lo vimos cuajado de pájaros y nidos para regocijo de dueños y servidumbre.
En 1912 cambió la moda. Comenzaron las pelerinas de encaje,
los botines de piel de Rusia abotonados casi a la rodilla; del
Agua Florida se saltó al Narciso Negro; en los jardines, preponderancia de perfumes cítricos: azahares, flores de naranjo,
flores de limón. Pero la reseda seguía imperando en los jardines de las dos casas.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Conforme a lo dicho anteriormente, “yo Niña Chayo no quería saber, solamente ayudar, colocar la madeja en lugar seguro;
no desenredar la madeja”.
Quién sería capaz, hilo por hilo, de enfrentarse a tanta urdimbre tramada por designios, que no parecían propios si no
escogidos por alguien o por algo, (más cerca de la desdicha
que de la paz), reinando en aquellos aposentos y más aún en
corredores con su acontecer de luz diaria, tamizada y veraz en
vestes impávidas. “Ninguno canta”, dijo mi nana.
Yo tampoco podía cantar. Aunque sería tan hermoso acompañarme con la guitarra, cantar bajito, muy bajito “Brisas del
Pamplonita” o aquello de: “cubrí de cintas sus desnudos huesos”. Tantos deseos y ninguno se cumplió. Pintar, tocar maderas nuevas, trabajarlas, porque caoba, cedro, otras maderas
duras eran conocidas por mí sólo de tacto.
De repente yo no quería saber del tacto; entonces acudí al sonido de su voz: (la voz de mi medio hermano). El sonido de
cuando se quitaba las polainas y después las botas; polainas
con olor a caballo. Sudor de caballo en la entrepierna del pantalón. Pantalones de montar.
Los deseos del olfato se cumplían en los moradores: olor de
culantro de monte, olor de cambur pelado, olor de carne
puesta a fritar a la ligera, con aliños y todo. Olor a naranja, refrigerante y precioso; olor del jazminero familiar, casi neblina
de alma.
Lo que una mujer debe saber es aquello de lo que no tiene idea.
Ninguna tenía idea de nada. Además, no querían saber. Acaso volver por instantes al conteo de pájaros enredados en las
ramas del higuerón, éste adherido a la pared de roca del lado
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Ana Enriqueta Terán
izquierdo de la casa, entrando, viendo el jazmín, la mata de
cayena roja y la mata de paraíso, con sus almendras rosadas,
almendras de olor y casi nada de gusto, a no ser el recuerdo
de un caramelo con forma semejante a lo hondo del paladar.
Vivían el presente.
Qué significa sangre mensual en trapos viejos, que fueron cortina, manteles bordados a la antigua, pedazos de trajes de bautismo, como si la sangre necesitara símbolos de poder, de tradición, para el holocausto de la inocencia y el suceso inaudito
de la belleza.
Dijo Niña Candela: “Por la amistad que tuvimos, búscame
veinte bolívares”. Isabel María entregó los veinte bolívares y
no dijo una palabra. Isabel María con su traje blanco, impoluto, en el fondo del corredor.
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Ana Enriqueta Terán
El collar de corales cayó, no en forma de culebra sino enrollado en montón y coronado por el crucifijo. El mal presagio se
cumpliría después. Al hecho sucedería uno de aquellos silencios, tan frecuentes en las conversaciones de El Amparo. Silencios tan ominosos, que nunca faltaba alguien para el “pasó
un ángel”. Todos recuperaban el habla. “Pasó un ángel”, no
sería mejor: “pasó un demonio”.
Sin embargo, los diálogos eran diáfanos, conversaciones sencillas, acomodadas a ritmos de paz. Algunas veces se sospechaba
cuál de los presentes era el demonio que sostenía aquel tarantín de buenas maneras, de idioma mesurado, perfecto para esconder codicias de sexo, amor, pero sobre todo de “tierra”. A
quién le quedarían las tierras mejores. Todo ligado a las preferencias de la madre. Cuál sería el preferido, sobre todo: ¿cuál
sería el más amado?
Qué no había sucedido en esa casa y cuando digo esa casa hablo de las dos: casa grande de hacienda y casa grande de ciudad, resumidas ambas en circunstancia única de abuela: ella
era la casa.
La casa estaba donde estaba ella. Barahúnda de pasiones, no
obstante, tiempo para las modas. Faldas oscuras, faldas de medio paso, botonaduras de nácar en las blusas, también nácar
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
en los misales, rosarios, incrustaciones en los escaparates de
marquetería, perfumados estos con ataduras de vetiver; mujeres altas y delgadas que lucían ropa de gran corte: las telas
eran traídas de París.
Revistas: algunas de París. La “Moda Elegante” venía de España. Mujeres con sus joyas de herencia y escogencia: Niña
Candela, las esmeraldas; Manuela, los topacios; Niña Chayo,
piedras de luna; Isabel María las pesadas turquesas de leche
azul. Todas las nietas tenían corales. Era la piedra amuleto.
Niña Chayo, poseía y la usaba, en su frecuente nido de soledad, la modesta diadema de lapislázuli y corales apagados,
regalo particular de Doña Juana Teresa.
Para los olores, la memoria utilizó túneles diferentes; pongamos, una rosa. Túneles de tacto para seguir contorno y sutileza del pétalo; túneles de olor para la aspiración centrada en
único, punzante perfume. Voluntad de sabor para lo agridulce
del tono rojo, constancia y delirio de la rosa de hoy. Revalorizar su presencia de abuela; poner la rosa en su sitio, sitio de
siempre, frente a ella en florero único y que debería permanecer intacta en la memoria de todos.
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Ana Enriqueta Terán
Para Manuela, el consuelo y gusto de la estadía en El Amparo
no podía compararse con apreturas, devaneos y hasta giros en
la conversación de la otra casa grande, hombro con hombro
del lado izquierdo de la iglesia. Al lado derecho, la casa parroquial. De ahí el intercambio de golondrinas, anidadas en una
y otra parte.
Pero no había balcones; eran casas desparramadas zaguán
adentro, hasta llegar al último patio con otra clase de enredadera, la santarrita (Thumbergia alata), espigada de rojo solferino y sus racimos cultamente organizados de pepitas rojas.
Es para entender o solamente sentir aquel despliegue de alba,
cuando salían en vuelo, después de regodeos, cortesías, enmiendas de intenciones, trescientas palomas (ciento cincuenta
casales contados), en esfuerzo hacia arriba, hasta formar casi
techo y volver luego a las doce. Tres sacos de arvejas al mes.
Última comida al atardecer, cuando llegaban con sus chismeríos, empegostadas las alas de llovizna, tierras de barbecho,
redondas de buche y hambrientas de amor.
Aún a medianoche, se oían sus profundos, roncos, zureos de
amor.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
¿Será que Manuela recuerda fuerte o que en realidad, para sus
oídos, eran miel de fertilidad esos rezongos, esas partituras
de sueños urgidos de abreviaturas, contentos y sabidurías de
Dios? Nada igual a tibiezas de nido orlado de sirle tibia, que
ni huele ni hiede pero que puede ser paraíso al pie del caimito
que se puso dulce y enalteció lo dulce en la cosecha de 1909
cuando ella dijo: “Me voy con ellos” y él, Isidoro: “Pero esta es
una tropa” y ella: “Pero yo voy con usted que es un caballero y
además mi primo”.
Se fue con ellos y no los mataron, como era el plan (en la Cuesta del Biscocho). Los mínimos pueden enaltecer o disminuir
los hechos. El pueblo pueblo estuvo al lado de los poderosos.
Los pata en el suelo, mano a mano, brazo a brazo con los dueños esta vez iguales en la defensa del feudo. De lado y lado
hervor de mestizaje.
El mestizaje, de alguna manera secreta y con toques de ironía
era reconocido en el entramaje familiar. “Qué somos nosotros”,
se preguntó alguno: “Gente decente del campo” se contestó él
mismo. Éramos gente decente del campo pero no teníamos
nada que ver, ni sabíamos, ni nos interesaba título alguno, ni
canonjías de raza. Sólo NOSOTROS. Somos. Estamos.
Ama Ina sonreía finamente cuando desenredaba los sospechosos rizos del primogénito, o cuando ajustaba el corsé, de la
más amplia de caderas y cintura de avispa, que nunca pudo
usar polizón, porque el polizón lo llevaba ella de manera natural, en redondeo de asentaderas comentadas a favor de la
esclava Florentina que según historias, honró el antepasado
español con matrimonio por la iglesia. “Santo Dios, Santo
Fuerte, Santo Inmortal, líbranos Señor de todo mal”. Florentina fue olvidada, pero no su hija que aportó, por herencia
“sesenta lanzas” en el lago de Maracaibo.
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Ana Enriqueta Terán
Historia: la hija de Florentina, Braulia, mulata hermosa, casi
blanca (bachaca), casó con un peninsular pero olvidamos,
mejor dicho, enterramos de manera aviesa a la esbelta Florentina, de donde nos venía estatura derecha y el rosa té del
desnudo completo. Cuello seco y alto sosteniendo cabezas
equilibradas en peso y sostén de pómulos altos. También la
abuela india tuvo que ver en esta osatura de ojos rasgados y
sienes estrechas, el abuelo español tuvo acceso a los abatares
de la mandíbula inferior casi siempre de equilibrio perfecto,
otras, la debilidad prognática que para las viejas de los retratos era signo de nobleza, como también la sota barba de las
inconformidades posteriores.
Con los abuelos españoles, los ojos se nos pusieron grandes,
dejaron de ser rayita pero sin perder la rasgadura hacia arriba.
(Florentina, usted siquiera tiene nombre pero aquella, conocida en primer cruce, que fue primero y borraron después y
que surgió en usted Manuela y que usted Manuela bautizó con
nombre cristiano, aquella de la cual recibimos este amor primitivo por un puñado de tierra húmeda, por una peladura de
fruta, por un estruendo de vuelos en el crepúsculo).
Ya se dijo y sucedió después: trescientas palomas cayendo de
improviso, exigiendo patio desocupado y agua fresca como
premio a los desvíos, improvisaciones del día.
La matriarca, desde su sitial de mecedora vienesa, presidía el
hervor de los corredores llenos de gorjeos de pájaros y niños,
de los súbitos despliegues del pavo real y los desarreglos del
caballo padrillo allá lejos en la caballeriza.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
En la plenitud de la hora, el canto a buche pleno de la paloma
torcaz. Después vendría la siesta, el desplome tropical de la
siesta.
Doña Juana Teresa en su sitio, la cabeza doblada, generalmente hacia la izquierda. El libro como siempre en el regazo.
Ella no se movía del corredor hasta después de la seis cuando
se iniciaban los grandes ritos del descanso en los aposentos
después de haber dispuesto los quehaceres del día siguiente.
Ese paréntesis de vacío era el momento de Niña Candela.
Desguazaba el espacio de un lado a otro, con premura insana de quien condiciona lo normal en sabores, olores, bellos
tactos en texturas sanas, a insospechadas veredas de conducta
femenina.
En ella, misma circunstancia apacible por fuera y llena de sajaduras en el fondo, sajaduras y transgresiones que paralizaban
la decisión familiar, para nosotros, atentos a la veracidad del
drama porque también éramos justicia. La justicia era de nosotros, y la impartíamos nosotros; nosotros, los capaces de soledad, de harapos “míos y de Dios” que lucíamos invencibles y
en verdad éramos carne desangelada en el deseo de morir.
Queríamos morir, pero al mismo tiempo vivir. A quién, de los
que ya no están, puede interrogarse. Con quién librar la batalla “soy”, “estoy”.
Ella, Isabel María, hermosa y mancada (su pie equino), coronada de cabellos rubios (crines rubias de potranca baldada)
dijo: “Niña Candela ocurre, actúa delante de lo incierto, se
acomoda con su terrible verdad (el sexo), ante nuestra indefensión de mujeres para dar a luz.
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Ana Enriqueta Terán
Yo quiero parir, quiero hacerme redonda, utilizar la gran
complicidad con el hijo para la justificación del coito. ¿Y si
viene otra pata mocha? Pues que venga, para mí ha sido esfera
de dicha, entorchado y cuantía de libertad, vigilia de piel para
no olvidar calor de mano ahuecada, sabia en cosas dulces: tactar cabritillas, cordobanes, gamuzas y los aterradores tatuajes
de la tuquí (Clelia clelia) y la tragavenado (Boa constrictor)
curtidas”.
Bendito tragadero de Ama Ina que cuando supo que Juan
Carlos Macchi no podía engendrar hijos, (le pasó algo en las
montoneras de Garibaldi) y ella, su preferida quería tener hijos... Por eso Ama Ina preparaba el ritual. Organizaba lejanía
de amos y sirvientes, (una vez por año), y se dio el gusto de
aunar en sus brazos los que eran, fueron, prestigio de mestizaje, punto criollo en color y prestancia, y que el castrado hizo
suyos y fueron suyos en espíritu, y hasta en ciertos atisbos de
dandy desconocidos hasta entonces por la aridez familiar del
atuendo. Cualquiera, posiblemente, se atrevería a juzgar bien
o mal, pero cómo olvidar los relámpagos del cuchillo atravesando ánimos, tal vez tranquilos, pero que habrían de encresparse después de la imprecación “asesino” no sintiéndose uno
“asesino”, tampoco “marico” palabras que lo cegaron y casi lo
llevan a sacar el arma, contra una mujer, sombra y médula de
su propia vida.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Muy bien calzados los hombres. Botas hechas a la medida por
Eusebio Castejón, zapatero de primera y conocedor de los
pies, bellos o feos, de todos los principales del pueblo. Pies
juanetudos, pies con callos, sabañones, malformaciones congénitas y sobre todo el pie equino de Isabel María.
Eso era un secreto de familia... Que todo el mundo sabía y
nadie comentaba porque Doña Isabel era bondadosa y linda
y escondía su piececito con gran delicadeza entre los encajes
del refajo. Aquel pie, encogido como una paloma buchona,
encontraba cobijo en aquella cosa redonda, de cabritilla que
Cheo Castejón ideaba para ella, no pensando en la deformidad, sino en su calidad de flor con satines y curvaturas parecidas a una camelia gigante avergonzada y sumergida en olas
de muselina blanca, recamada con encajes y puntadas a mano.
Cheo Castejón estaba consciente de su privilegio. Ni el marido de Doña Isabel había visto aquel pie. Solamente Eusebio
estaba al tanto de suavidades, redondeces, escondites de dedos
entorchados hacia el misterio esencial: posesión tan particular como infinita. Doña Isabel cojeaba. Su apoyo, un bastón
con puño de marfil, con cabeza de perro chino, que más que
bastón pasaba a ser otro esclavo de aquella mano enjoyada,
esta vez por un rubí color “sangre de paloma”, enajenado de
belleza entre el meñique y el dedo del corazón.
La mansedumbre de la intimidad de la casa era el espacio perfecto para el andar, con tachaduras, de Isabel María. Su presencia, como una aparición, siempre vestida de blanco, siempre con un rumor de encajes, siempre con su bamboleo de flor
a caerse de su sitial de viento.
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Ana Enriqueta Terán
Usted, Manuela, aprendió a conocer, por las miradas, el verdadero sentido del diálogo y no el extravío banal de las palabras, de lo construido con las palabras, sobre todo a la hora
del almuerzo cuando se reunían los moradores y presidía la
mesa la gran matriarca con su enorme y lento apetito (comía
despacio y degustaba con deleite los platos ordenados por ella
el día anterior).
Doña Juana Teresa tenía también su idioma particular de miradas. La conversación iba por un lado y el contenido verdadero por otro. Hasta los visitantes participaban en el juego aunque muchas veces se equivocaran y las comidillas en el
pueblo fueran inciertas (se habló de un cuarto de suplicios, de
gentes que no se volvieron a ver más nunca, gente desaparecida... Todo embustes; todo falsedades alimentadas por la propia familia, donde una fiebre maligna era simplemente una
gripe, donde un cáncer era un simple quebranto, donde un
loco se amarraba a un patio secreto). El pueblo lo sabía pero
aceptaba la versión familiar: el personaje había salido para el
extranjero.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Algunas personas pueden decir “mis casas” pero usted, Manuela, habla de una sola casa. La Casa de los que buscaron el
sitio, escogieron sitio donde hubiese agua, la levantaron con
paredes de ochenta centímetros de espesor, encaladas, altas,
como solicitando tiempo para el amor, los nacimientos y las
muertes.
Usted habla de un (solo) jardín: su jardín con plantas que recuerda una a una; caladios, heliotropos, hibiscos, hechos belleza a través del color y la efímera textura del pétalo.
Recuerdas especialmente el floripón, (Datura amabilis) y el
jazmín de España cubriendo el ventanal de la presentación hacia el jardín. Quién puede sustituir las almendras de la planta
del paraíso y con qué, si la planta del paraíso no es sólo color y
sabor sino manitas tiernas desgajando rosados, también tiernos para la dulzura posterior acoplada al paladar.
Cómo el olvido para el macizo de lilas de follaje áspero y conos de flor menuda que van del morado pálido hasta el tono
ladrillo del piso de su casa única.
Se suplica: a quién se suplica, ¿a usted lector futuro? Arrodíllese conmigo ante el samán cumplidor de sombra en el tatuaje
del suelo y usted lector futuro conocerá el aroma de ese año
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Ana Enriqueta Terán
1912 y la primera visión de un guanaco en un diccionario Larousse de ésta MI CASA, mi vientre materno, indestructible.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Niña Candela aparecía y desaparecía, dejando en el agujero
del follaje la impronta de un rostro pequeño sin señales de
inteligencia pero sujeto a una ponderada belleza de ojos dormidos, boca grande, casi del mismo color de la piel, pero dibujada por un borde en relieve más pálido aún.
Aquel rostro era continuamente sometido a la más absoluta
observancia, no con curiosidad, sino con profunda admiración... Hasta que se descubría, que detrás de aquella mansedumbre, de aquella serenidad, saltaban chispas vivas contra el
ánimo del desprevenido transeúnte.
Ella permanecía en la ventana horas y horas. Mañana y tarde,
sobre todo los días de mercado como si no se cansara nunca,
de aquel homenaje recibido con entera frialdad. Las manos
cruzadas en el alfeizar exhibían las esmeraldas familiares que
no se volvió a quitar ni de día ni de noche, ni en El Amparo ni
en la casa del pueblo; dormía y se bañaba con ellas.
Otro misterio. Un misterio menor: las esmeraldas permanecían purísimas, lo mismo el oro, pues los pequeños roces no
empañaban en lo más mínimo el primigenio esplendor. Esmeraldas de Camuzo.
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Ana Enriqueta Terán
Cuando se ponía de pie, el rostro parecía más pequeño, pues
era una mujer alta, corpulenta, bien formada, pies pequeños
en desacuerdo total con la cuadratura de los hombros. Mujer
alta, de cuello corto y musculoso enmarcado en una cabellera
áspera y bellísima descolgada hasta la cintura.
Qué hacía aquel rostro, qué coronaba aquel rostro delicado
(coronar, rematar) si no había concordancia entre lo junoesco
y el rescoldo de la mirada, distraída en la superficie y con mar
de leva en el fondo.
Las montañas eran su entorno natural. El camino de naranjos
amargos, allá en El Amparo, que bajaba hasta el río, sostenía
con severidad el andar pausado de una presencia creada para
estar ahí, vestida de negro.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Así convenía a los moradores porque todos recordaban con
pánico el día de su nacimiento: Niña Candela no lloró como
todos los recién nacidos. Niña Candela se soltó una carcajada
y la partera dijo: “Ave María Purísima, esta niña se va a reír
del mundo”.
La prosperidad rodea la casa. Se nota en los animales, plantas
de sombra, sembradíos y frutales desgajados por la cosecha.
Se enumeran los perros. Un gato llamado Zafiro. Una culebra
cazadora que vive en el techo; un sapo gigante que se alimenta
de falenas y visita el aposento iluminado con luz de carburo o
velas de esperma. LA CERA EN EL ALTAR.
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Ana Enriqueta Terán
Manuela Victoria... Ella misma se quitó el Victoria porque jamás ni de niña tuvo victoria alguna. Desafío de: “Quién llega
primero” y no haber ganado nunca y si tiraba una piedra, esta
caía en lugar completamente alejado de lo que iba a recibir la
pedrada.
Inoperancia absoluta cuando se trataba de trepar un árbol, o
atravesar un barrizal, o apoderarse de un nido.
Tampoco jugar muñecas. Las muñecas le gustaron después.
Isabel María tenía un baúl atiborrado de muñecas; la más antigua de Jumeau, otras alemanas, españolas, pero las más, alemanas, incluyendo las de aserrín con cuerpo de tela, brazos,
piernas, cabeza de porcelana; estas últimas de pelo pintado,
negro, otras rubias, todas de amplio, robusto pecho y cuello
corto sosteniendo caras redondas, manzanudas. Ojos pintados a mano, o de vidrio; insomnes a vida larga o corta, casi
siempre corta por motivos de las caídas: “Se me cayó y se me
rompió”, llanto fuerte hasta el olvido.
El olvido solía llegar pronto, excepto para algunas muñecas
que sobrevivieron y ella, Manuela, fue la destinataria y las tiene bajo llave, con el archivo amoroso de la familia: cartas amorosas de los que se dejaron de amar; cartas de negocios como
las de aquellos que aún viviendo juntos, se habían dejado de
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
amar y la relación era: esto es tuyo, esto es mío; esto lo traje yo
al matrimonio. Cartas casi de amor del exiliado político a su
esposa; ella lidiando con la peonada para poderle enviar subsistencia al dueño aceptado y amado.
Manuela, cuál era su refugio para esa indefensión, de a poquito en el vivir de cada día. Ninguno. Apenas alivio en su samán,
SU SAMÁN. La rosa aproximada a los ojos es menos rosa que
la que ocupa su lugar único, en el florero único, y esa rosa, de
algún modo era su abuela, Doña Juana Teresa, que sin hablar,
con sólo la mirada se hacía cargo de la pregunta que sería formulada mucho más tarde: “¿Quién soy yo, abuela?”. 36
Ana Enriqueta Terán
Manuela para acercarse a sí misma recuerda una paila de trapiche alimentada por aguas de Escarandí conducidas por canalejas de bambú, agua que reflejaba el propio follaje del mismo bambú y ella sumergida, en mismo respiro de virginidad
con pinceladas de viento en hombros y rodillas fuera del agua,
agua de páramo, con goteos de nubes, garzas extraviadas de
tierras bajas, también engullidas junto a pulsaciones de follaje.
¿Será la palabra la única victoria de Manuela? Cuando
dice: “Usted canaleja de bambú; usted fuerza y suavidad de
limpidez, chorro, ni débil ni fuerte, sino acorde con perfumes
de floripón audacias de catleya , esta última figura exacta de lo
que después sería condición de mujer, espesura de propia miel,
jamás entregada a nadie y que fue suma y respeto de lo propio
dulce, de la propia, infinita maestría de lo pegajoso en latitud
de abeja, de papilas organizadas a favor del milagro: rosa que
está lejos y a punto de levitación”.
Recomendaciones al lector único: una poquita de lástima para
ella y sus animales. Doña Juana Teresa dejaba que cada quien
tuviera sus animales. El animal de Doña Juana Teresa era el
águila encadenada del primer patio.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Palidez viva de solteronas: Manuela y Niña Chayo, ambas satisfechas del rango, del extraño sosiego de su soltería. Quien
entienda puede ver sus manos con sangre de luna para conservar desgonzamientos de flor, tan necesarios para el beso y
lágrimas del gran festejante, rechazado siempre, pero útil para
el cofrecillo de los recuerdos, oloroso a rosas prensadas, misivas prontas a desintegrarse por los dobleces, como si esos
bordes fuesen solamente sitios para el escape, de olores antiguos cargados de molienda, tendidos de café, y sobre todo
a río crecido. Se nombra aquel cofre vasto, de manufactura
casera pintado de verde, abierto muy de vez en cuando y que
era como la inmensa extensión donde Niña Chayo guardaba
su desnudez de alma.
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Ana Enriqueta Terán
Despacito, Manuela no se desboque; prados de hoja menuda no
destruya. Ni lenguaje para revisar diálogos, sucesos permitidos a
la memoria colectiva muy de vez en cuando. Eso sí, no pierda el
equilibrio del alma; corredores limpios.
Vaho de musiquillas campesinas en días patronales, cuando se
mezclaban peonadas y señores, unidos por el aguardiente de caña
y la gran olleta de garbanzos con paticas de cochino cocidos a fuego bravo, esta vez en el tercer patio, patio de los extravíos del sexo
y el deambular casi eterno de Niña Candela.
Niña Candela fue engendrada en dama principal. “A nosotras nos
cuidaban como perritas de alta jerarquía. No sabíamos que era la
virginidad, pero nos comentaron que podía perderse trepando un
árbol”. “Así nos educaron”. Sólo Niña Candela era una voz: la voz
de la partera cuando dijo: “Esta se va a reír del mundo”.
Propósitos de Manuela: Si ella va, yo no voy. “Pero fui y la vi desorbitada, llena de incongruencias físicas; la cara pequeña y perfecta; el enmarcado de los cabellos (madejas de otra edad) con asperezas equinas, formando corona en lo alto de la frente y cayendo
lisos hasta la cintura”.
Engaños de tremedal la vestidura de Niña Candela. Siempre de
negro; sólo los pies calzados en rojo; zapatos número treinta y
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
cinco en desacuerdo con el uno ochenta y dos de la estatura; zapatos vivos que atrajeron sus ojos, mirada que no fue para ella.
Niña Candela sacó el rojo en las salpicaduras de la pupila, en el
asombro y miel del cutis; este último comparado a menudo con
la escondida palidez del níspero. También de miel oscura, los
ojos, con visos de tabaco en rama, y el deslizarse, primero urgente
de la mirada y luego con resbaladuras de entresueños sobre los
sucesos cotidianos.
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Ana Enriqueta Terán
Juan Carlos Macchi, el perturbado
A su regreso del primer viaje a Italia, soltero, tiempos de Garibaldi, Juan Carlos Macchi volvió distinto. Nunca más se oyó
la carcajada que se abría paso por la leve voladura de los dientes, para dar alegría a quienes no osaban interrumpir con las
suyas, aquel salvoconducto para la amistad o para el amor.
El cambio advertido hizo que pareciera más alto y que el
mozo de estatura mediana, cuadrado de hombros, se hubiese
convertido en el hombre apacible, discreto, con tristeza adivinada en el trasfondo de los ojos.
Ni él dijo, ni nadie preguntó lo que había pasado en Italia.
Pero los cambios fueron aceptados por Isabel María y se casó
con él. Gustaba de su olor a tabaco y algunas veces pedía un
sorbito de humo. Manera especial de sorberle el alma. Diez
años de matrimonio no consumado, suficiente para que en
ella surgiese el empuje, la determinación de ser madre de cualquier manera. Asunto de vida o muerte según dictado de la
entraña, o tramoya biológica del mandato del clan.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Al segundo hijo lo bautizaron con el apellido de la madre (no
extinción del apellido) y los otros dos, mayor y último con el
apellido Macchi.
Los esposos Macchi dormían en aposentos distintos, pero
cuando ella daba a luz, él hacía colgar su hamaca en el vacío de
la alcoba principal y seguía allí hasta cumplir la cuarentena,
cuando él la conducía al perfumado, enlunado corredor del
no dormir, la copa de brandy, y él, hombre culto (tocaba el
piano, leía poesía) trozos completos de La Divina Comedia.
Leían juntos Las Vírgenes de las Rocas de Gabriele D’ Annunzio, “porque se me parecen a ustedes cuatro”. Isabel María
discrepaba en cuanto a Niña Candela: “Niña Candela no se
parece a nadie”.
En los cuarenta días del paritorio, Juan Carlos se posesionaba
de los hijos de ella y los hacía suyos, a través de la serena constancia del mirar, oírlos, insuflarles aliento, mismo tacto para
el cambio de pañales, olfato para captar olor a recién nacido,
vista para seguir los primores de pies, manos y los contornos
inefables del sexo varón.
Tarea bienvenida: hacerlos suyos con el beneplácito de ella,
porque ella conocía el poder del clan, y de la nueva sangre,
mestiza, ansiosa, trepadora, escogida a conciencia, y a la que,
después de la prevaricación, ella iba a desterrar de su vida.
Los botines y el secreto del pie equino era lo único que la unía
a Cheo Castejón, pero ya no había que tomar medidas; las medidas las tenía él y servían para los trabajos de ahora.
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Ana Enriqueta Terán
Esas medidas yacían muertas en el ánimo del utilizado, como
siempre se hacía en la Casa Grande, utilizado y desechado después, por culpa de él mismo.
No sería mejor, por culpa del clan, sirviéndose, de Niña Candela, útil esta vez para deshacerse de quien ya había cumplido su misión. Pobre zapatero. Había perdido la gracia de las
grandes tenidas en el aposento sombrío; los grandes deliquios
de aquella flor secreta y deforme. Manos de obrero, destinadas ahora al obraje de zapatos comunes.
Y tú, pequeña diosa, Isabel María, qué pasó con tu vientre,
con tu enorme necesidad de engullir sombra, frotes, trechos
de genuflexión y desgarre. Qué razón, que no fuera la de amamantar, le diste a tus pechos, deseosos de otra succión, la de
labios adultos, de otra leche, leche de alma y también espesa y
dulce de deseo cumplido.
Le escribió al marido “Por favor, regrese pronto”.
Isabel María, háblanos de los cultivos de tu esposo: narcisos,
azucenas, malabares... Todas flores de olor y blancas como las
flores de olor. Qué lecturas de poesía, qué poetas alimentan tu
espíritu y sacian tu sed hacia travesías de música.
Hacían música. Se deslizaban por toboganes de Mozart; subían por escalas de Bach y recalaban en las inmensas praderas
de Beethoven. Si la noche es caja y lecho de música, la noche
los recibía en sus oscuros sombreros de tacto sobre la misericordia del piano.
Había dicho: “Él va a venir, se va a enfrentar”. Cheo Castejón
también lo sabía. Lo supo, precisamente cuando cosía la forma
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
inaudita de aquella cosa para cubrir aquel muñón, también
inaudito de Doña Isabel. DOÑA ISABEL MARÍA.
De qué se había salvado Doña Isabel María cuando cambió
su casa por la casa de su marido: otros muebles, otras porcelanas, sobre todo la platería importada y no como la platería de El Amparo, forjada por Cristancho el mismo que hacía
campanas, cucharas, tenedores sin ningún arte, eso sí, con la
nobleza no pulida, del material noble, o ¿sería que niña Isabel
experimentaba su propia rareza o entresoñado misterio, en un
marido educado, grato y una sombra de hierro tendida sobre
el suelo, a la que se podía patear pero que al mismo tiempo era
insustituible?.
La vieron entrar y constataron sus zapatos rojos de corte bajo,
su falda de pana negra, empujada y desafiante por la urgencia
del paso, el designio de estar como si dijera: “estoy”. Niña
Candela nunca decía “soy” Niña Candela decía siempre “estoy” y claro que “estaba”. Ese día se adornó la cabeza con hojas de acanto.
Para Niña Candela la luna llena no encarnaba nada bueno.
Niña Candela se volvía indiscreta en el largo caminar por los
corredores; indiscreta casi agresiva, en el contorno que seguía
fielmente (un ocho imaginario), contorno absolutamente
suyo no aprendido de nadie pues el abuelo, cuando desguazaba corredores, lo hacía en línea recta y con las manos a la
espalda, entrelazadas. ¿Meditando el abuelo, o nada más para
organizar el día siguiente? Cogedura de café, secar el cacao,
base y altura de los montones de bagazo para la parrilla, utilizado (el bagazo) como combustible en vez de leña. Insaciable
tragadero de la parrilla.
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Ana Enriqueta Terán
Niña Candela los días de luna llena se soltaba el cabello, éste
no a la cintura. Le llegaba a las corvas; inmensa mata de oscuridad lisa, viciosa, viciosa de amplitud, de conducta espléndida en lo alto de la frente.
Niña Candela alguna vez tuvo piojos. Cuando eso, tenía siete
años y la abuela ordenó corte al rape. De otra manera hubiese
sido imposible desterrar la plaga. Las liendres se abrazan al
pelo y para sacarlas, como quien desliza una minúscula gota
de miel y luego, el chasquido gratificante de la muerte. Muerte
pequeña pero muerte. Imposible hacerlo. Por eso ordenó corte al rape.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Ninguna de las nietas sentía predilección por Niña Candela, pero cómo no admirar aquella figura de urgente paso, que
nunca se confundió con la serenidad fluyente del carácter de la
abuela, ni con la mansedumbre regia y helada de Isabel María,
ni con la severidad auténtica de Manuela cuya morenez de facciones finas, era subrayada por una sonrisa también fina pero
con cierta ironía hacia lo alto de las comisuras de los labios.
Niña Chayo usaba a diario cadena y medalla de oro: por un
lado la Santísima Trinidad, por el otro nuestra Señora del
Carmen... Pero Niña Chayo no creía en nada. Le pedía a los
santos pero no creía en los santos. Rezaba el rosario, encabezaba el rosario, pero discrepaba de esa imagen (casi siempre
de yeso), sosa, que le entregaban como madre de Dios.
Un Dios sangrante merecía imagen de madre dolida y justa
acogiendo en su regazo no solamente al hijo de Dios, sino a
su muchacho, su desgonzado tantas veces repetido en brazos
de hembra humana, encarnada en memorias de Niña Chayo,
como la figura de Doña Juana Teresa cuando alguien llegó,
trajo polainas, espuelas, y las arrumbaron en un banco, polainas y espuelas que luego serían presencia toda del hijo, presencia toda de su gallardía. Imaginadas en metal precioso, sus
pecas de herrumbre condenadas a permanecer en el silencio
del instante.
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Ana Enriqueta Terán
Se sumergía a menudo Niña Chayo en el sopor perfumado de
las catleyas, su flor preferida; se comparaba con ellas, y también
con texturas y tonos de frutas mayores, como nísperos, zapotes,
la pasionaria con sus incomparables ojeras morado lila.
Niña Chayo tenía sus lugares secretos para admirarse. Lugares como cintas de seda con innumerables nudos de esplendor
contados entre el pulgar y el índice y el dulce deambular de
una paraulata, ave suya, tan delgada y escueta como su propio
talante de mujer delgada y limpia en plena lozanía, y deslices
de clima en el envés del brazo y curvaturas de cuello alto, adivinado en la herencia paterna.
Niña Chayo pasaba lo más de su tiempo frente al espejo, donde también se contempló su madre, la bella de los arenales de
La Guajira, acodada en su pensamiento como un boceto de lejanía y belleza. De su padre, David, la condición de ícono en la
memoria familiar; de Don Diego, la impronta grabada en piedra roja de cuando lo trajeron, largo a largo en hamaca lujosa,
digna de su estatura, de su plenitud, de su talante de hombre
catire con hechura bíblica de pelirrojo como aquel Dan, de la
ternura paterna. Ternura de Dios padre.
Ella lo vio, tocó sus pies cuando no había nadie en la sala y
constató cuánto y qué distinto el apogeo de lo frío ya en camino hacia el hielo y luego el hervor de la descomposición.
Niña Chayo, usted guardó las espuelas y las tiene a la vista
en su mesa de tocador. Las mira y lo ve a él, entrando, dando
los saludos de rigor, pedir el brandy ofrecido por una de las
cuatro.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Doña Juana Teresa se había posesionado de todos los moradores. Ella fue creando el clima (decadencia o bondad) para el no
reclamo, ni legal ni violento. La indefensión completa.
Por ahora todavía son hermosos, abastecidos de bienes espirituales y materiales.
Las cosechas ubérrimas, la ganadería creciendo, multiplicada
en salud. Las bestias domésticas en redondos de satisfacción y
buen respiro; el águila inmóvil; velados los ojos por la membrana del aislamiento, hacía decir a Niña Chayo: “Está volando porque parece dormida”.
Carne cruda picada en trozos no muy grandes para alimento
del ave emblemática, respeto y número siete de la memoria
familiar.
Alta memoria para lo bueno, lo malo y lo terrible singular:
como aquel que amputó, dedito a dedito, las patas de un
arrendajo porque había asesinado su canario preferido, también suelto y él se lo cobró curando la herida y cortando el
sano hasta dejarlo con dos tocones. Para Manuela, esto era
peor que matar un enemigo.
Lo mismo el gato, que encerró en una habitación vacía y lo
golpeó hasta ocasionarle la muerte, pero antes, enfurecido, el
gato le dañó el ojo izquierdo que quedó en blanco y que él
nunca dijo si veía o no veía por él. La gente desde entonces y a
sus espaldas lo llamó “el tuerto Juan de Dios”.
Juan de Dios era bueno. Jamás agredió a nadie y tenía enormes manos que colocaba a la altura del pecho y caían como
campanas en los exaltados recuerdos de una pelea de gallos.
Fue buen nieto, buen esposo, buen amigo. Entonces, por qué
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Ana Enriqueta Terán
así. Son cosas. Problemática de oscura data, rezagos de uno,
sumergidos en lo que fue y no sabemos qué fue.
Manuela se pregunta: ¿se traiciona al clan al referirse a estos
sucesos? Cómo queda Doña Juana Teresa, cómo Ama Ina, que
no fue una celestina, cómo el clan, la sacralidad del clan, herida en lo que fuimos y somos, mujeres y hombres ya contaminados por vencimientos, hacia lo que se desliza, cae, alimenta
la frase de Niña Candela: “Caigo y estoy contenta de caer”.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Ella, Niña Candela, lentamente, la cabeza inclinada, mirándose las manos, mejor, mirándose las esmeraldas, un ritual diario
de belleza y poder nunca saciados a pesar de la contemplación
mítica de aquel verde, entrelazado a comidas y huertos de olor:
hierbabuena, mejorana, romero y la lluviecita fina del hinojo.
Los hombres eran el envés de la hoja: rudos por fuera. Conocido
cada uno por el paso, en alguno inseguro, pero en los más, con
fuerza y disposición a lo cierto. Pasos de hombre, inseguros,
como cuando él frente a ella se atemorizó todo, se atragantó y
sólo pudo decir aquel insulso “buenos días” y eran las tres de la
tarde, y ella entretanto mallugaba la piel de una manzana, que
se veía y se sentía ácida. Diferenciados también esos hombres
por la risa no muy frecuente en el contexto familiar.
Niña Candela los había repasado a todos. UNA SOLA VEZ.
Después venía el odio, la repulsa de haber caído, de haber sido
utilizados. Ella mandaba ¿por qué mandaba? Por la sencilla razón de compartir secretos oscuros.
A suelo limpio o mismo detrás de las puertas, haciendo de
criada pero sin dejar de ser ella; Niña Candela, niña Desgracia,
como la llamó alguna vez la comadrona y tía que la trajo al
mundo. Ella seducía para gobernar. Del sexo obtenía poder.
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Ana Enriqueta Terán
Las fiestas de El Amparo
Asistían los afueranos y los de adentro juntos a las fiestas de El
Amparo, ambos controlados por Taita Medina y sus tropeles
de hijos y nietos; no se dejaba pasar a nadie que viniera con
tragos. Frase hecha: “El que llega sobrio no pierde la noción
de dónde está”. Los tragos eran responsabilidad de la casa:
aguardiente blanco (miche claro) y la chicha andina fermentada en grandes ollas de barro por Sixta Medeiros. El único que
tomaba brandy con los dueños de casa era Taita Medina.
Llegaba la noche y ninguna sangre había corrido, en esa alegría casi triste, de la celebración de la cosecha. “Por qué casi
triste”. Los andinos somos así. Trasteamos en la alegría con
paso tardo, también en la música... Valcecitos, danzones, joropo llanero que le dicen corrido, enneblinado a “fuerza del
ñingu-ñingu” del violín campesino, esto como para recibir la
simetría del bambuco.
Aún en esos días de fiesta, la casa no alteraba su ritmo; el águila de Doña Juana Teresa había recibido su ración; el gallinero, abastecido; la vaca Alcamonera ordeñada ya; el cordero de
Isabel María, agobiado de blancura mística, triscando en el segundo patio. Sólo el pavo real se abría sin descanso ante la admiración ya sosegada de familiares y amigos. Caso especial en
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
El Amparo: las personas eran amigas, por tradición o misma
sangre como se dijo antes. Mismo Isabel María, con su carga
de convencionalismos, obligaba a su marido, escéptico a cualquier intimación criolla, a la cultura de la papa y del maíz.
Usted, Don Juan Carlos, sin gritar ni vociferar cosechó lo que
no era suyo, pero que hizo suyo, a través de lo que se puede
conseguir en mentes que están a nuestra disposición. Usted las
tuvo. Entonces, quizás para bien, utilizó sus artes: porque era
necesario salir de aquella barbarie.
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Ana Enriqueta Terán
Niña Chayo no leía; jamás la vimos con un libro en las manos.
Eso sí, pasaba mañanas enteras en la biblioteca; mucho tiempo después descubrimos el secreto: Niña Chayo coleccionaba
piedras que iba colocando detrás de los armarios.
Piedras por color, forma y, decía ella, por el olor, porque en
ella a causa de su condición de mestiza de primera mano, era
comprensible aquella habilidad: a qué olía el oro, la plata. El
cobre era más fácil. Olía a cardenillo, lo mismo el bronce,
pero éste más atenuado, un olor casi a ras de lo desagradable,
olor barato: a cobre, a bronce plateado (casi siempre dorado),
como los anillos de las mujeres de adentro.
Niña Chayo abría un libro, después lo supimos, para disecar
hojas preferidas, pétalos casi siempre de la rosa fané de Doña
Juana Teresa, pétalos que a veinte años de ser prensados, olerían a recuerdos de “cómo fui, cómo la inclinación cuando
introduje el pétalo en un texto de Voltaire o en los ensayos de
Montaigne, o en la irrespirable atmósfera de Emily Brönte,
donde yo, sin saberlo, hubiese podido deambular libremente
y usted, Heathcliff, me hubiese dado lo que buscaba y no conseguí. Por eso no me entregué a nadie. Esperé hasta lo infinito
su llamada, Heathcliff, lado acá de la cortina remecida por el
viento, estrujada por la lluvia (OTRA LLUVIA) y yo aún hoy
esperando en esta página de soledad y delirios, aquí, yo, sin
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
salvación, pero con la seguridad de reconocerlo, envuelto en
su capa de tiniebla”.
Niña Chayo coleccionaba mariposas; las prendía en las cepas
de un bananero con alfileres de cabeza de vidrio. Después las
trasladaba a cajas de cristal acolchadas de algodón. A Doña
Juana Teresa le parecía una crueldad; para Niña Chayo era
cuestión de inmovilizar el instante.
Doña Juana Teresa dejaba hacer... También recolectaba Niña
Chayo coleópteros fúnebres, escarabajos de capa tornasol,
bellísimos, que surgían de las tumbas cercanas; humanos y
animales queridos. A estos últimos se les daba sepultura para
no perder el recuerdo, y que deambularan de vez en cuando
como ánimas tutelares del bienestar de la hacienda.
“Entonces debo concretarme a decir, a contar brillo y fuego de
las esmeraldas que me pertenecían, a mí, Manuela, por ser la
mayor, y que nunca reclamé pues por alguna razón sólo quedaban bien en las manos de Candela, manos de ahusado ritmo
y blancura en desacuerdo con el marfil del cuerpo, incluyendo
la cara, sin una peca color herrumbre, patrimonio también de
la familia”.
Tenía muchas Niña Chayo y le daban a su talante un resplandor de oro viejo con distingos de alquitarados mestizajes.
Esa tarde Isabel María ofició de hermosura, de pulcritud e
hizo despejes de aire frío en la circunstancia del momento:
cortar el aire con un cuchillo; obligar de algún modo la frase
amable. Ninguna aproximación, menos un beso pero sí: “Qué
bueno verte, por qué no habías vuelto”...
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Ana Enriqueta Terán
Niña Chayo no alternaba colores en el vestir. No consideraba rojos ni amarillos para su delgadez que sólo soportaba el
blanco espumoso de la encajería, o el negro, cayendo rígido
hasta los pies, negro de materiales pesados como la faya, o telas escocesas. De faya tuvo dos faldas traídas de París. Como
adorno rosa única, blanca, colocada en el nacimiento del pelo,
entre lo resbalado y la oreja.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Manuela se sentía dueña de todas las aves del mundo, de todas
las flores del mundo como los copihues de Chile y la Victoria
regia del Paraná. Figura necesaria en el traspatio del samán la
de niña Candela, pero, Ama Ina, todos los días en la tarde, subía al mirador a otear el horizonte, esta vez nivelando cerros,
hasta donde alcanza la vista, uno más alto que el otro, y llegar
al último, picudo y estricto en su recorte contra el cielo, sin
dejar de admirar azules y grises de lejanía.
Ama Ina era la figura necesaria al mirador, sobre todo de tres
a cinco de la tarde, como si estuviese esperando a alguien que
nunca llegó, hasta ese mediodía infausto, cuando zamuro propio, largo rato en círculo, por fin se posó en la rama seca, habitual, y fue en David, no presagio, sino certeza absoluta de
que: “ahora atraviesa el río; ahora el repecho de los naranjos amargos, ahora el camino real por entre tablones de caña;
ahora donde se estrecha de nuevo el camino y sube hasta el sío
(Ficus sativo) enraizado en tres piedras enormes; ahora otra
vez naranjos entreverados con pomarrosos y siqui-siques,
ahora helechos milenarios dejados en sitio cuando fundaron
la casa. Ahora uñas de danta berreando de excesos y sigue el
paño de las flores menudas”.
Ya Ama Ina ha bajado del mirador; ya Isabel está en su puesto; aún Doña Juana Teresa no ha levantado los ojos del libro
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Ana Enriqueta Terán
pero él estaba ahí atravesado en la gran mula peruana, la gran
mula de lujo seguida de moscas enormes tanteando fosas nasales, párpados que esta mañana se abrieron a un día de puro
esplendor.
Quién sufraga la espera, usted Doña Juana Teresa no levante la
vista de su lectura, no dé el grito que atravesará muros; usted
Ama Ina sostenga la incertidumbre de si vivo o muerto; usted
sabe que está muerto pero le da un segundo a la esperanza.
En ese momento llegó Cheo Castejón. En ese instante nada
de lo sabido estaba ahí. Desaparecieron muebles, plantas, pájaros, perros… Doña Juana Teresa: escurra usted su pocillo de
adversidad. Escurra usted Ama Ina sus perfumes de soledad y
usted, Manuela… Ahora le toca a usted.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
¿Fue por Semana Santa? Sí. Hubo lluvias; Jueves y Viernes Santo, lluviosos, días de dolor, con parameros y gente de tierra
baja, vestidos acordes con el ceremonial del momento: con
imágenes complacientes y gozosas, santos y santas sonreídos
portando la palma del martirio, todos tapados con tela negra.
Color blanco, morado, negro cayendo de hombros a tobillo
como significados de la Pasión de Cristo. Desde el Lunes Santo se clausuraban los menesteres de la casa; sobre todo la costura, ni una puntada, se agredía la piel de Cristo; ni barrer, ni
limpiar, se agredía el rostro de Cristo.
Sólo la cocina seguía funcionando; los fogones con encendido
de buena leña, con luz de llama hasta altas horas de la noche. Luz alegre, usada en brasa para el fuego lento de la sopa
de ostiones, el elaborado paso a paso del “coq au vin” para
nosotros, que no habíamos ido a París, “pollo en pebre” en
realidad gallo viejo al vino, casi siempre, gallos de pelea que
habían perdido su bravura por ciegos o por viejos.
Consejo de Doña Juana Teresa: “Cuidado con entomatar”.
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Ana Enriqueta Terán
La vieron entrar por la puerta sagrada del comedor, habitación también sagrada, pues allí se reunían alrededor del inmenso, tosco mesón hecho de cedro, cortado por ellos mismos, desbastado y convertido en tablones de doce centímetros
de espesor, puesto a todo dar, en mitad del aposento iluminado por ventanales sin rejas, sin cortinajes, pero tamizada la luz
por la espuma sonora de un mar de abejas cosechando néctar
de semerucos (Malphigia emarginata), árboles no muy altos,
propios para mantener una especie de penumbra clara, como
alerta de los sentidos: sobre todo gusto y olfato. El comedor
olía a colmena; también a comida honesta; proclamada y
dirigida según los cánones de la abuela: poca sal, su vinagre
(vinagre de vino) y bien oleada. Aceite de oliva.
La despensa se llamaba “cuarto de los ultramarinos”.
¿Con qué derecho la Niña Chayo estaba siempre donde no debía estar? ¿Con qué derecho asumía culpas, alisaba arrugas, hacía arpegios de piedad para aquellos (sobre todo Niña Candela) que no tenían piedad? Niña Candela no conocía la lástima.
Niña Candela era un bello instrumento de todo lo prohibido y
traspasaba límites insalvables para todos los que la rodeaban.
Su misma vestimenta. Sus adornos. Muchas veces usó hojas perfumadas de melaleucos, geranios, malaguetas, y hasta las tan
comunes hojas rojas, de los retoños del pomarroso.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Ningún efecto en el paso firme, no delator de ninguna turbación. Paso de siempre. Pie empujando la falda larga, negra, y
el otro pie presto a dar la ratificación de lo ineludible. Ella se
sentía destino y era destino. Niña Candela, para mal, era distinta.
Hubo dos San Ramón Nonato. Uno en la cocina de imaginería popular, otro de retablo pintado por mano extranjera y
colocado en buen sitio del aposento mayor.
El de la cocina, negro de hollines y humos de buena leña, (leña
de madera dura que hacía buena llama y buena brasa) iba de
choza en choza alumbrado por velitas de cebo; santo negro,
mutilado de mano y pie, pero siempre presidiendo el parto.
Hubo una Santa Rosalía, rozagante, coronada de rosas blancas; un San Juan Bautista niño, también rozagante. Los Ángeles de la Guarda, todos distintos pero todos protegiendo la
inocencia, con sus enormes alas y al comienzo del puente estrecho sobre el abismo.
También imágenes de santos y obispos de los cuales habíamos perdido la identidad. Pero cómo no nombrar a Nuestra
Señora de la Candelaria, borrada casi por el hollín de las lamparitas de culto y casi cubierta de exvotos, de oro y plata, representando niños, mujeres, miembros sueltos (ojos, brazos,
riñones, piernas completas) y también animales queridos que
fueron salvados por ella, cuando San Roque no pudo hacer
nada, y ella se ganó el caballito, el perro o la vaca con ubres
enormes o el mismo toro padre, cuando ella lo salvó y salvó
con él la esplendidez del rebaño.
Así mismo, se recuerda a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro
llegada a poder de la familia en tiempos remotos, no se sabe
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Ana Enriqueta Terán
cómo pero adorada en altar principal, tal vez éste traído del
alto Perú, altar de imágenes respetadas más por su capacidad
de hacer milagros, que por la belleza intrínseca de la forma o
los acabados, uno sobre otro, hasta conseguir piel fina y porcelanizada, de mártires, Cristos, bellas Marías Magdalenas, (una
sin pelo, pero con el piadoso perfume de la prostitución).
¿Por qué usted, Niña Chayo, no puede separarse de esos
objetos? (las imágenes también son objetos) y carga con ellos y
Niña Candela enfrentada a usted, le dijo: “Yo guardo hombres,
usted, cartas de amor”.
Pues bien, es verdad, y dentro de poco se copiarán algunos
de esos párrafos de quienes la amaron y a quienes no se les
correspondió de la manera como se acostumbra pero que de
cada uno se ha tomado el rasgo principal para formar el prototipo de su entraña; “Niña Chayo, de su entraña que no ha
sido saciada porque no pudo hacer su hombre, con los pedazos de hombre que tuvo a mano”.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
La nueva de los arcángeles: San Rafael, el del joven Tobías, que
tuvo poderío sobre cánceres, cálculos, nefritis, pero inocuo,
ante dos casos de lepra.
Tampoco pudo hacer nada cuando uno de los nuestros, a la
hora del desayuno, en el vapor más famoso del momento cayó
largo a largo en la sala del comedor; lo echaron al mar. Alta
mar.
Doña Juana Teresa: “Nos mata el exceso de vida”. Hombres
de la familia: ninguno traspasó los 60. Las mujeres durábamos
más. ¿Desistir de hablar de ellos? Cómo olvidar el rubio de
bigote casi blanco; paso sofrenado por la propia gallardía, sin
narcisismo pero sabiendo cómo mirarse en el espejo desde el
pie fino bien calzado, hasta la crespera con raya en el medio.
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Ana Enriqueta Terán
Florcitas del campo ¿a quién le dais la razón? A la niña que
impuso su derecho a tener sangre o a la otra, sostenida en su
parapeto de niebla, en su trama de jazmín de España, en el
canario suelto, comiendo granito a granito de su boca, casi
blanca con bordes acusados de algo más blanco para envidia
del que llegaría después con una rosa en la diestra. El bordado
en el telar tendría una nueva flor y la mitad de un pájaro del
país: un azulejo. Si Niña Candela hubiese sido la bordadora
habría estampado un turpial.
Es preciso pensar en los escalones. Escalones de la entrada.
Disposición del que regresa de labores del campo, se sienta
frente a Doña Juana Teresa, que no preguntará nada, si viene
angustiado recibirá perdón sin saber de qué, sin jurungar con
un palito la herida recién abierta.
La matriarca escucha a distancia de corazón no a distancia de
hecho cumplido; ella sabe leer a pecho abierto. ¡Cuántas palideces descifradas; cuánto rubor catalogado en la más pura
esencia del gozo! Acogía al cuitado en sus rodillas y con sólo
posar su mano venía la paz.
Abuela querida, no quería ser justa, la justicia la dejaba para
los privilegiados en el orden moral. Consolaba nomás, impo-
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
nía su mano sobre el ofendido y el ofensor; a veces sentía más
piedad por el culpable.
Se habla de soltura de pasos cuando se hace referencia a los
hombres de la familia; había uno, pie izquierdo tirando levemente hacia adentro y cada vez más centrado en movimiento
de rodilla a punta de zapato, movimiento ondeante dentro del
pantalón, unas veces ceñido, otras suelto, pero siempre revelando un ritmo especial de decisión tomada, así fuera la simple
de buscar un tabaco, dirigirse al comedor, o la escogencia del
gallo fino para la pelea del domingo.
Aquí aparece Medina, el hombre del conocimiento y capacidad de permanecer en silencio frente a la jaula y pulcros plumajes del aún no probado. La incógnita era: será o no un buen
gallo. A todos se les afeitaba el pescuezo, se le afilaban y pulían las espuelas, otras se usaban de plata en los tocones de las
verdaderas y amarradas con hilo y técnica especial. Taita Medina cuando nos conoció, (las cuatro niñas reunidas) dijo: “¿Y
éstas son las niñas del Pulío?”; porque usted había sido ayo de
Don Diego. Desunir el recuerdo de Medina joven y Medina
viejo era difícil para los otros, no a nosotras; lo conocimos
viejo y era un viejo bien plantado y con el inmenso bálsamo
de la complacencia.
Nosotras, niñas rurales, pero princesas, éramos más princesas
ante los neblinosos ojos de Taita Medina.
Nietos de Taita Medina había como diez entre los corteros de
caña. Tenía todo para envejecer en paz: mujer anciana y con
buena salud, nietos de buen porte, buen apetito y poco miche. Éste se dejaba para las fiestas patronales y los eventos de
angelitos cada vez menos frecuentes en El Amparo, donde de
médico y con éxito, fungía Doña Juana Teresa; de sus manos
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Ana Enriqueta Terán
salían los teteros de sagú, de arroz tostado disueltos ambos en
guarapo hervido en leche rebajada y endulzada con panela. La
sopita se hacía de cambur topocho, de tres filos (verde).
Cuántos niños vueltos a la vida con emplastos de cacao machire untados sobre los pechos anhelantes de la bronconeumonía. Flores de malva (Umbrosa glauca) para las irritaciones
intestinales. Parasiticidas: casi siempre hierba sagrada, o tres
vasos de leche de coco, cocos traídos de la Ceiba aunque mi
bisabuelo sembró varias matas echando en el hueco sendos
sacos de sal y cuando su compadre le dijo: “¿Y tú crees que
nosotros, a nuestra edad, tomaremos agua de coco?”. El viejo
señero le contestó:
“¿Si siembro las matas de coco pasará el tiempo”?
“Claro que sí”.
“Entonces las siembro”.
Hubo cocos en El Amparo. También chaguaramos y palma
real, para la respiración en lo alto.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Ama Ina no se dio a nadie. Permaneció quieta, erguida, en tierra de nadie, en el hueso total de la indecisión. En la penumbra
de no saber nada, ni querer saber.
¿Ha sentido odio? Algo peor, piedad... Lástima por ellos, los
legítimos, que debían ser superiores a ella, hija natural, bastarda
pero que ella los consideraba sujetos a una fina casi invisible
decadencia. Dormían mucho. La casa, para ellos, despertaba a
las once del día.
“Hoy maté un venado y cuando lo arrastré al camino me manché de sangre”. Ama Ina lo oyó, recibió la ropa y la mandó a
lavar, como siempre, con la lavandera de siempre, y llegaría
después, limpia y olorosa a sol, a enjuague y purificación de río,
gran río de los Andes, desgarrado y combatiente, como todo
río desprendido de alturas para luego tener sueño, desembocar
casi dormido en el lago de Maracaibo.
Así los hombres. Uno, primero, llegado de España y que para
Ama Ina siguió siendo el fundador del linaje en América, sin saberse jamás qué había sido en su país, qué había protagonizado
en su país y trajo consigo sólo el idioma, la cruz y el imperativo
del cruce: preñar nativas, gustar matiz y forma de guaricha (algunas en calidad de esposas), algunas hijas de reyes (caciques),
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Ana Enriqueta Terán
se casaban con ellas por la iglesia, y escribían a sus familiares de
España: “He fundado familia, distinta, pero hermosa”.
La confidencia epistolar adquiría cierta calidad de ternura: el
diminutivo, la cosa chiquita que se vuelve grande cuando se escribe (“tengo una mujercita”) y la mujercita se había adueñado
del centro mismo de su espiritualidad y del remolino impredecible del sexo.
A Niña Chayo le tocó ser testigo, no de lo verdaderamente importante, sino de pequeños sucesos, comienzos, pasando inadvertidos para todos, menos para ella, nieta natural, hija de
sirvienta adolescente, con el hijo mayor, también adolescente
que lo mataron y señaló por vida hora, silencio, y verdor en los
corredores del vivir diario.
También a María del Rosario la servidumbre le daba el tratamiento de Niña Chayo. Niña Chayo era, procurando no hacer
hincapié en ello, la preferida de todos. Sabía escuchar y callar;
sabía ocupar su puesto en el ánimo apacible de la abuela. Con
la abuela se hilaba fino; con las hermanas aún más fino, con la
diferencia de que la abuela era agua calma y justa, mientras que
ellas, cada una en su mundo secreto, lleno de misterios, concesiones, frases en hueso vivo ocultando decisiones, voluntades,
causas diferentes para el agravio, la desconsideración, mismo
hasta en la macolla del deseo: cuando se enamoraron del mismo
hombre y lucharon entre sí por él, como si él verdaderamente
no existiera y solamente importara su porte de criollo vestido
de militar, cuando pasó a caballo, perfil fino, mano también fina
sosteniendo las riendas. Caballero, para estar de pie, recostarse
en el saliente del fondo, que daba a la rueda Pelton, sumergida
en conversaciones, enredos de miradas en sus grandes faralaos
de agua espumosa; sonido continuo que no invalidaba pureza y
reflexión del diálogo concentrado en voluptuosidades y deseos.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Por qué Niña Chayo, en vez de mirar la rosa, miró el pájaro sabiendo que la rosa ofrecía seguridad y el pájaro vuelo, es decir,
la rosa fue y es símbolo de ascendente quietud y ella deseaba
espacio adonde ir sin vallas, sin cercados ni siquiera de aliento,
para estar, no llegar a una especie de infinitud conseguida a través del roce, en la continua dispersión de la piel.
Piel rosa-té de los pezones, amarillo oro viejo, desde el nacimiento del pelo hasta la base del talón. Por qué usó el lenguaje
para exorcizar lo nuevo y quedarse con lo antiguo, en sabores,
colores, intromisiones de tacto y aquello suavísimo de corola,
según Santa Teresa o Sor Juana Inés de la Cruz. ¡Cuánto de luz
en el borde de una penca de zábila o en el redondo superior de
una manzana! Cosas de ver, no de oír, como el zumbido de las
abejas o el roce seco, perturbador de las hojas del chaparro.
Niña Chayo sopesó las espuelas con la mano, y nada, su habitación, esconderlas ahí. Repasar las tragedias de El Amparo, era
labor de soledad. Ella buscaba esa soledad en las reliquias de sus
muertos, escogidas por ella, o simplemente al azar o a los imperativos de Doña Juana Teresa: “Guárdelas usted”.
Así, en su cofre, los pañuelos orlados de soles de Maracaibo de
la hija mayor, Rafaela; el paño litúrgico, sin terminar, de la segunda, también muerta de parto; la trenza renegrida de María,
la niña de quince años, la más bella según testimonio de muchos, cuya historia habría de llenar otra estrofa de José Martí:
“Ella, por volverlo a ver
subió a verlo al mirador.
Él pasó con su mujer;
ella se murió de amor”.
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Ana Enriqueta Terán
Niña Chayo en su oficio de vestal, impuesto por Doña Juana
Teresa, aceptaba sin quejas su destino de hija, hermana, nieta.
Ni esposa ni amante. Dolor grande: no ser madre. Pero esa
carencia la llenaba con los hijos de Isabel María, con el bebé
fulgurante de Niña Candela, con el amor al clan, en vivos y
muertos, sobre todo en los últimos a salvo según el decir de
Doña Juana Teresa: “Quiero echarlos por delante”.
Doña Juana Teresa aceptaba como águila de piedra cada muerte y sobrevivía sentada en su mecedora de Viena, (siempre el
mismo y otro libro, siempre la misma y otra rosa) esperando
el reencuentro con los suyos: el grupo de su tramo de vida,
también los animales con nombre, (animal de cada quien
“para que recaiga la sentencia”).
Nunca pensó, o por lo menos nada dijo, de la eternidad de las
plantas. ¿Tendrían alma o no?
Doña Juana Teresa, águila encadenada, velados los ojos por
pellejo duro buscó consuelo en los paradigmas de sus sueños:
Heathcliff, Dimitrii Karamázov, Príncipe Andrés, Mucho de
Raskolnikov. El Príncipe Idiota juega fino en pensamiento y
acción. Para Doña Juana Teresa, que no ponía término al dar,
dar siempre, dar todo no compartía con nadie esos personajes
tan necesarios a su imaginación.
Doña Juana Teresa había perdido el olfato, paulatinamente,
de tanto dar a luz. Para ella, su rosa de enfrente era cercanía de
luz y de forma, sobre todo de color; decisión de color, día por
medio, sin quitar la importancia a lo que se oye y se tacta.
Ama Ina en oficios de conceder: a Manuela, descifrar la noche,
alternar sonidos nocturnos: si vaca, si perro, si cunaguaro... El
ronroneo de un cunaguaro hacía que Manuela se humedeciese
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
toda y se quedara sin mando ante un primer conejito de su infancia, un relámpago de lo de aquí y de allá pero aquietado en
el recuerdo como respiro de suavidad y blanco puro.
Nubes, para cada quien distintas. Manuela: nubes altas haciendo cielos altos; nubes aborrascadas buscando el horizonte, de
Niña Candela; Isabel María: nubes nítidas inmóviles en cielo
azul. Niña Chayo: nubes vueltas neblina, entrando por ventanas, puertas y haciendo nido y borrando casi las imágenes de
bulto y de retablo del cuarto de rezos.
Flores: la flor de cada una. Cayena de la más atrevida, nunca
vulgar, Niña Candela con su mazo explosivo en lo alto y hacia
atrás de la cabeza; Isabel María, nardos y jazmines de España;
Manuela, todas las flores y follajes del mundo y para Niña
Chayo, catleyas y resedas.
Así el pensamiento religioso de Niña Chayo. Isabel María, en
cambio, católica militante, no faltaba, ni ella ni su familia ni la
servidumbre, a la misa oficiada en la casa de la abuela.
Los hombres eran volterianos no asistían a ninguna ceremonia religiosa. Era obligación de mujer. Las mujeres cumplían
esa obligación con el beneplácito de los hombres. Niña Candela, casi nunca asistía a los oficios religiosos.
Niña Candela le tenía horror a los truenos, especialmente a
los relámpagos, entonces sí contestaba el trisagio encabezado
por Niña Chayo: “ SANTO SANTO SANTO, SEÑOR DIOS
DE LOS EJÉRCITOS, LLENOS ESTÁN LOS CIELOS Y LA
TIERRA DE LA MAJESTAD DE VUESTRA GLORIA”.
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Ana Enriqueta Terán
La tempestad se iba a otros sitios, hacia humilde destino de
hombre montado en un burro ambos borrados por un rayo.
Eso fue en los Potreros de Cano.
Niña Isabel no le temía a la tempestad ni a nada. Tenía su
defensa en su hielo, en su perfección acatada por todos y
verdaderamente cierta. Tampoco le temía a los fantasmas:
un cuerpo claro que se interponía y lo vieron y lo aceptaron,
entre la salida del comedor y la puerta de la cocina. La cocina quedaba lejos. Al principio hubo susto, miedo, después la
deshilachada niebla, o lo que fuera, deambulaba libre y lenta
hasta perderse siempre al pie del limonero del tercer patio.
Se Recuerda planta a planta sembrada en el patio y me pregunto: qué me impulsa a contar, salvando del olvido, trapos
lujosos, guantes de cabritilla, hasta un fonógrafo con maullidos y gagueos de un Caruso que apenas se escuchaba, un Caruso puro nombre, en admiración de los presentes.
“Qué me lleva a plasmar aquí, en el segundo patio (piensa Manuela) olores, algunos exquisitos, otros nauseabundos como
en aquella taza, la más apreciada, en el armario de la loza fina,
taza haciendo cuenco con dos manos; anillada una, ambas en
permanente caricia a la concavidad, ahora llena de una sola
piltrafa agusanada y mugrienta, para provocar el horror atiplado de Niña Chayo”.
Pasaron la taza por agua hirviendo y se colocó en el mismo
sitio.
No conviene recordar mucho, o será que esas cosas intrascendentes tienen algo que ver con mujeres de tanta facha, de tanto
merecer en corredores, aposentos de casa grande, abastecida
de mitos que con el tiempo se convertirían en realidades como
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el pelo de Niña Candela que le llegaba a las corvas. Cabellera
inutilizada para la suavidad, como dijo Isabel María cuando
la comparó con las crines de la yegua baya otro animal mítico
de la familia. Suspiro: “Le puse ese nombre, Suspiro, porque el
paso, su paso era como un suspiro”.
Isabel María, al contrario de la abuela, odiaba las arañas. Su
código era: “Allí está, mátela” y señalaba, con su índice perfecto, el sitio exacto de la muerte.
Isabel María conservaba para sí la dicha responsable de la ubicación: “Cada cosa en su lugar” y la escogencia de cosa y lugar
eran perfectas para la necesidad de los moradores; por ejemplo, la cónsola de la entrada con un espejo único que reflejaría
rostro y premura de la persona recién llegada, a quien se esperó o simplemente llegó, portando buenas nuevas o lo otro:
“Necesito veinte bolívares”.
Mujer sistemática; ubicaba, por ejemplo, una silla y ahí se quedaba para siempre. Ninguna esperanza; todo congelado como
en un sueño donde los nombres, silla, abuela, cortinaje, fuesen
eternos. Ese día hubo tres lagunas. Laguna de lenguaje “ventea
mucho y hace calor”; laguna de presentimiento (al mediodía
cantaron las gallinas); laguna de ánimo en Isabel María: “La
luna y yo somos del mismo frío”. Misma sustancia de garza
a mitad de agua turbia. Eso sí, de piedra para lo que no tiene
vueltas, lo que es y debe ser, lo que cabalga en la noche para ser
realizado al día siguiente.
Ay, Isabel María, por qué no vio, por qué no utilizó su labia
para el deslinde, para decirle a su primo: no le conviene, lo va
a destrozar, lo va a volver pura zipa.
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Ana Enriqueta Terán
Pero usted no se metía, no barajaba la carta única que tenía en
sus manos, carta comprometiendo un futuro no muy lejos, de
lo de ahorita, lo de hoy aunque fuera, como fue, a dos años del
suceso inicial.
Ella, Isabel María, no se involucraba en nada que de algún
modo, sutil o directo, dejara al descubierto su pie equino. Su
joya, su secreto, su esfuerzo y latido de miel cuando la reposición del nuevo brodequín, escogencia de piel y color para el
ahueque de la caricia. Nada más que por escoger piel y color
sintió el nombre de él escrito en luz roja, escrito en planta de
pie, y ella se encogió de corazón y fue solamente corola sumida en misterios de oído, tartamudeos de sombra sólo para ser
polinizada.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Manuela, incluyendo servidumbre, era la única que se hacía
cargo y le dolían las desigualdades dentro y fuera de la casa
como espina clavada en algo suyo, desconocido aún para ella,
que la hacían repetir varias veces al día el salmo completo:
“Mis culpas sobrepasan mi cabeza; son superior a mis fuerzas”.
Por qué a Manuela, cartas y documentos en el arca que Doña
Juana Teresa le asignara para eso: guardar papeles, partidas de
nacimiento, defunciones, actas de matrimonio y después más
tarde, los manifiestos políticos del bisabuelo liberal, las cartas
de amor del mismo bisabuelo que la hacían codiciar anillos de
esquitos con perlas y filigranas de oro enriquecidos por diamantes de casi ninguna talla, pero con la gracia de “aquí tiene un carbón”, o la mordedura de un rubí, piedra de hombre, que a veces,
“color sangre de paloma” adornaba las manos exangües.
En el arcón sagrado había cartas selladas en París; cartas selladas en Cuba, con la firma del héroe cubano. Cartas de Don Cecilio, el solitario de San Diego de los Altos. Cuando Manuela
faltara, quién guardaría eso. ¿Sería por eso la desesperación?
Qué llenaba Doña Juana Teresa como para que ella, Manuela,
no hubiese sentido nunca la necesidad de la madre biológica, madre, según Ama Ina dada al llanto, al desgaste progresivo de una cursilería de sentimientos. Llorar por llorar. “Yo
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Ana Enriqueta Terán
te cuento chirulí, sólo que, para cazar chirulíes, hay que tener
chirulíes”.
Manuela tenía los chirulíes de su abuela que también era su
madre de ánimo; su adivinadora de ánimos para no morir de
última y primera tristeza.
La desesperación es el mejor camino para tierra llana, con
apariciones de niña de ocho años, vestida con traje de otra
edad, botas de otra edad, peinado de otra edad, y al fondo un
ave cruzando el vacío. También al fondo, la mula peruana y
el perro de los consuelos, remoloneando en sitio ausente, sin
lugar para reconocer la posición, desde la cual no vería lo que
tampoco verían los otros. Perro querido.
Explicar un permiso. Los permisos en El Amparo no tenían
explicación; se daban de manera explícita, como entendimiento supremo de la necesidad del clan. No mediaban palabras ni
siquiera sobreentendidos. Todo salía a favor o en no desmedro
de la casa. Los manes quedaban satisfechos.
No así la conciencia de Manuela: “Mis culpas sobrepasan mi
cabeza”. A diferencia de su árbol, “mi samán” sembrado en
sitio llano, el alma de Manuela celebraba que la matriarca, alguna vez, acogiera en su regazo al enemigo y sin darle la razón,
le hiciera la señal de la cruz en la frente.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Entre tanto se oyó un tiro. Tiro de máuser, sonó lejos. Isabel
María ordenó pegar las sillas a lo largo del muro; al fondo se
taparían espejos y santos con colgaduras negras. También al
fondo los dueños del duelo: a Doña Juana Teresa la vistieron
de negro, la sentaron en su mecedora de Viena y estaba allí
callada y suntuosa en condición de madre, abuela, bisabuela,
acaso roca para no morir antes que ellos pues siempre dijo:
“Quiero enterrarlos a todos”.
El dolor de los visitantes no desmerecía pozo negro de los que
estaban ahí. En El Amparo, los lazos de sangre duraban por
generaciones y generaciones, sin apoyarse en apellidos sino
en reconocimientos venidos de atrás. Donde “lo de cerca” se
convertía en “lo más lejos”; ejemplo: “Venimos de los que escogieron el agua, lugar y situación de la casa y se quedaron
allí, amaron, parieron, llegó la muerte, se llevó gente hecha,
madura en alegrías y abundancias que habrían de complicarse
después”. Complicarse con el tiro a mampuesto en una bajada y se lo pegaron en la nuca y él cayó de bruces, mientras el
sol y la sangre teñían la camisa blanca, y cuando lo empujó la
bala hacia adelante y sólo alcanzó a decir “carajo” y se cayó de
lado pero había grama y la tierra lo recibió con suavidad, no
se golpeó y luego lo levantaron, para ser recibido sin gritos,
sólo una pasta de silencio salpicada por las coloraciones de los
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Ana Enriqueta Terán
atuendos y el único punto central: el tordito, pájaro negro que
llegó, defecó y se fue.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Juan Carlos, eunuco, sabe cuánto puede lo blanco. Sabe cuánto
puede la caricia sin dedos. Cuánto puede el jadeo sin garganta;
cuánto el maltrato de la luz en piso libre, para dar el paso que
nunca más se volverá a dar, y tú, Isabel María no lo diste; acallaste requerimientos de frutas: nísperos, zapotes, callejuelas
bordeadas de naranjos amargos, que dan al río, sumatorias de
insectos tornasolados, bestiecillas inesperadas en los boscajes,
y todo, por el gran piano de cola, traído de Europa y entronizado en la parte norte del salón, éste con otro espíritu, con
otro mobiliario y otra manipulación del perfume.
Casa distinta, (tu casa) a la Casa Grande, la dispuesta para
eventos de desagravios y ofensas mayores. Tiempo de pagar
culpas y las pagaste Isabel María sin mucho sacrificio del clan.
Mejor, enriqueciste el clan con nuevo ímpetu: sangre de abajo,
resentida y a veces cruel, pero con el enorme aporte de la afirmación cuando canta:
Sobre la tierra, la palma,
sobre la palma los cielos;
sobre mi caballo, yo,
y sobre yo mi sombrero.
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Ana Enriqueta Terán
Pobre Isabel María, su ánimo como en dos partes: una para
aliviar la insípida locura del alma, otra como rostro desmedido para dar la orden: “Dígale que yo no estoy”. Ama Ina lo
supo y con la mirada advirtió al cuitado: “Esto es para más
nunca” y así fue.
Quién para aliviar el águila que ha bajado sus cortinas de piel
sobre los enormes ojos y que está ahí porque quiere, pues un
día completo estuvo suelta, no se fue, esperó su ración de carne
y su otra ración, desconocida por nosotros, los que andábamos
en tinieblas y las más veces, sufríamos el sosegado, aburrido
lugar del Limbo.
Cuánto corazón estropeado en manos de Doña Juana Teresa,
protegida ella por su gran caparazón de silencio habitado por
usted Heathcliff con ventana, golpe de viento, ulular de otro
páramo; por usted Mitia Karamázov llorón y hermoso vestido de negro, rebasando casimires de otras patrias. Por usted
Anna Karénina fina estirpe de llanto... Y la gran estatura del
príncipe Andrés, y lo que dijo Naná, y lo que resolvió Raskolnikov en sus sangrantes conflictos de alma.
¿Quién acusa? Doña Juana Teresa no acusa. Quizás Ama Ina...
“y el pobre en su choza
siempre se envainó”.
Así cantaba ella el Himno Nacional y cuando: “Dicen que usted es muy hipócrita” contestación de ella: “Es que yo nunca
he tenido la oportunidad de ser franca”.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Doña Juana Teresa dijo cuando la vio llegar: “Las entrego
como muñecas y me las devuelven como muñecas quebradas”.
Así regresó la nieta mayor (Manuela), pero la música de la
rueda Pelton, la macolla de flor de mayo (Catleya esplendida)
y el regocijo de las bestias familiares, (la recibieron en grande)
fueron causa para que, humillaciones, desprecios, pasaran a
segundo término.
En la casa todo igual, desde el deambular de los perros hasta
abandonos y atravesarse del gato en la puerta porque allí había fresco y él, gato gordo y satisfecho, hacía suyos artes de
inmovilidad y entresueños de felino grande, ahora destinado
a la caricia.
El gato era de todas, pero él había escogido su dueña. Niña
Candela era su dueña, “de nosotras se dejaba acariciar”.
La verdad: Manuela volvía vuelta tuche por dentro; lo que relumbraba en su dolor no se asomó a sus ojos ni corrió el riesgo
de inspirar lástima, lo último que hubiera deseado la voluntad
de su abuela.
Trato con sus hermanas: igual y la misma consideración de
los de adentro para ella. Hasta la oferta generosa de la abuela:
Ana Enriqueta Terán
“Hágase cargo de la casa”. No quiso y volvió a su oficio de antes: llevar las cuentas de las haciendas; sacos de café, sacos de
cacao, tercios de panela, sacos de frutos menores.
De los hatos del Cumbe bajaban papa, trigo, habas. Tantos sacos de esto o de aquello; “Éramos ricos. Siempre habíamos sido
ricos”. Manuela, más que la riqueza, celebraba aquella abundancia, vigilada y gustada por cantidades de pájaros sueltos, de
comida puesta, que anidaban en el árbol central cuya cuenta
de años llegaba a los cien.
Celebraba servidumbre, limpia y apuesta, bien vestida y bien
comida; celebraba cubiertos hechos por artesanos primitivos,
cucharas sin arte, pero con peso de plata pura y huellas nobles
de martillo, en escudillas y tachuelas de cada quien. Cada tachuela con la correspondencia del nombre.
Sentía orgullo de estas cosas. También, un poco, del arcón de
la abuela: nueve hijos, nueve nietos, dieciocho bolsas de cuero
curtido. En cada una la morocota de cada quien. Recibía en
pesos, pero los cambiaba en morocotas. Le gustaba el oro. En
tiempos de cosecha, alegría a más y mejor.
El despliegue del pavo real, algaradas de turpial; el gorgoteo
de la paraulata que pedía café: “Quiero un cafecito” y la Niña
Chayo sirviéndolo en una miniatura de Limoges.
Desmoronarse también tiene su encanto. Surgir con una corona de laureles, es como revisar un cuaderno de palabras escondidas, nuevas o entregarse a un desangre pero luego una se acomoda, sinvergüenzamente... Despacito, despacito Manuela.
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Ana Enriqueta Terán
Poda de plantas
Mutilaciones del sío, aún sangrando en blanco, eran sacadas
por el patio de atrás y Dios guarde, estropicios de rosas arrastradas frente a sus ojos.
Cuando esto sucedía, Doña Juana Teresa no era vista en los
corredores, hasta que el gran desguace, perdiendo vigor, se
calmara en pisos rastrillados y barridos para la ocupación solemne de la mecedora vienesa y la rosa mirada al pasar, pero
sentida en profundo. También libros: los del amor perenne:
Dimitrii (Mitia) Karamázov, Iván el filósofo, el místico Alíosha, prensados en sus respectivas entregas y la de hoy mismo,
vía Maracaibo, acariciada con deleite antes del uso del cortapapel, con el goce puesto en la rasgadura de página a página.
Los gestos de Doña Juana Teresa respondían a intenciones inmediatas o para el futuro.
Los moradores comprendían más el acomodo de sus manos,
que los parcos intentos de comunicación por la palabra. Sin
embargo, hizo frases ordenadas para siempre en la memoria
familiar; frases que aún hoy se usan, rumbo al contundente y
preciso arte de manejar una familia sin alzar la voz, desde un
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
físico agobiado por la gordura, pero eso sí, mecedora, rosa,
árbol, todo bañado de verdor y transparencias de paz.
Entonces, por qué, cómo, de dónde aquella fuerza, empujando de abajo hacia arriba tanto en ella como en su águila, ambas a igual semejanza: en el águila, escultura, mismo peso de
soledad, cerco de propósito hecho por exactitud y veladura
de los ojos. Cuando la abuela cerraba los ojos, Ama Ina veía el
águila.
Niña Chayo se sometía cada vez más al color azul.
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Ana Enriqueta Terán
Con sólo parir, (nodrizas le criaban los hijos) Doña Juana Teresa era centro, núcleo de la abundancia, recinto de bienestar
y de justicia, la gracia dulce y desparramada de la ternura en
el entorno de las manos gordezuelas, siempre sosteniendo un
libro.
La abuela era gorda y libre a través del sueño, a través de los
libros. Que el marido infiel... Ella concebía, sumergida en
todo momento en la ensoñación de sus personajes.
Doña querida. Doña gorda y suave como la manteca del gran
cochino virgen que pesó cien kilos y que beneficiaron en la
mesa del comedor, la única capaz de resistir ese peso.
Los sucesos mínimos del fregadero eran descifrados por
Doña Juana Teresa sin levantar la vista del libro de turno para
decir: “¿Qué quebraron?” Contestaban: “Un plato pero no de
la vajilla buena”. A Doña Juana Teresa le bastaba con saber la
verdad.
Pailas de cobre hechas en la misma hacienda, sirvieron años
y años para los dulces de toronja, durazno, lechosa, dulces
de leche y la ponderada conserva de guayaba. Los calderos
venían de fuera y caldero o pailas desfondadas para maceta,
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
pues, según frase de la abuela “cómo se va a botar un traste
que nos dio tanto de comer”.
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Manuela, desde muy niña, se dio cuenta de la importancia de
la abuela en el consenso familiar. Ella limaba, sugería caminos
desde su sitial de bondad, su inteligencia unida a toda apertura a libertades que ella hubiese sido incapaz de ejercer, pero
dejando que las cosas sucedieran, dando paso a lo inaudito,
lo inverosímil, lo absurdo de aquel mundo en el que le tocó
vivir, pero que ella a pesar de los sufrimientos: (las dos hijas
mayores muertas de parto; cuando le trajeron el hijo mayor, y
cuando el tifus, endémico en la zona, se llevó la tercera de las
hijas, a quien le faltaban dos meses para cumplir quince años).
A pesar de los sufrimientos, ella seguía amando la vida, tactando la vida con los ojos puestos en el vuelo de un colibrí,
en la altura de una rosa siempre colocada enfrente suyo, por
órdenes precisas cumplidas más por el afecto que por un apacible deber.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Todas estábamos ahí, también la abuela, ausente y masiva, con
su libro abierto en el regazo, su mismo escabel donde apoyaba
sus pies de otra edad otra moda, un 33 o 34 incapaces de sostener la mole de la gran lectora. Leía desde el amanecer hasta
el anochecer; leía y acariciaba hijos y nietos. Recibía partes.
Complicidades tiernas “Que a la hija de María Eleyda (la lavandera) le vino la regla”. “Que la nieta de taita Medina está
embarazada”.
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Ana Enriqueta Terán
Ama Ina cambió el olfato por el oído cuando necesitó escuchar
detrás de las puertas, o escondida, en el bosquecillo de Ponsigué
(Ziziphus mauritiana), o detrás del altar. Oyó el grito de Niña
Candela: “No me lleves mi hijo”. Ella misma, Ama Ina, le pidió
al Señor: “No le quites su hijo”. Luego vimos al niño con su mejor traje, dormido para siempre en mitad de la sala.
Ese día, aprendió Ama Ina que los árboles se acurrucan o crecen o suenan distinto según la magnitud del suceso. El hijo de
Niña Candela era también el hijo de todas. Ahora lucía como
una joya de silencio, olor punzante percibido de vez en cuando sobre todo por ella que no dejaba de oír su media lengua
graciosa y comentada ese mismo día, momentos antes de pellizcar, tragar el pedacito de la planta vetada por Doña Juana
Teresa.
Quién para reclamar, y a QUIÉN. Por qué a ella que había
cambiado con la llegada del hijo (hasta la vimos sonreír, tomar un manojo azul de celosía (Celosiata umbrosa) y colocarlo en su pelo rozando la mejilla).
Por qué a ella que un día amaneció vestida de rosado, iluminada de un resplandor inocente, que venía del fondo y borraba
noches agónicas de jadeo, tragar seco, y todo oscuro se hubiese
convertido en algodón de azúcar para el gusto y mirar ropitas
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
divinamente hechas a mano, con puntadas continuas y exactas
parecidas a músicas escritas en tela fina. Qué demonio escondido en la planta sembrada veinte años atrás, (Diefembaquia
lanosa) colocada en el sitio, (no entendido por entonces) pero
que debía estar a mano de la inocencia, candor para llevar a la
boca aquello amargo desagradable y dar comienzo al desastre
a lo encharcado, de las vivencias que vendrían después.
“Cuántas cosas he vivido y todavía estoy viva”, dice Ama Ina.
Todavía sé mandar. Todavía clamo por un instante de la dulzura de Dios. Esta gente, más que nunca, necesita la dulzura
de Dios.
“Yo necesito la dulzura de Dios para acomodar en la página
el perfume de la malagueta, el nauseabundo olor del cedro,
la querida constancia del viento en las cuerdas de ropa recién
lavada”. Ropa contada y entregada a las lavanderas del río.
Ropas que regresaban los sábados planchadas y olorosas a sol.
Olorosas a piel de río.
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Ana Enriqueta Terán
Ama Ina alguna vez se miró en el espejo de la sala, pero jamás
vio ningún detalle anunciando degradación en la limpidez de
su rostro, su mirada atenta sólo a los eventos de amor (porque
el único alivio que había en aquella casa era el amor) convertido a trechos, en escondrijos de pasiones apoyadas por el azar
(el inusitado canto de un gallo anunciando el alba para los
amantes de la habitación de atrás); o el mismo azar que denuncia palidez y ojos bajos contemplando el plato; no mirarse, y la estrategia del silencio, delatora como nada, ante la paciencia, piedad y acaso aceptación de Doña Juana Teresa. Esto
sucedía en el desayuno, al mediodía el ambiente se ajustaba al
gran ritmo matriarcal de la casa.
Ama Ina iba una vez por semana a limpiar los zapatos de Isabel María, del pie derecho, y aprovechaba para ordenar alacenas, despensas y el rincón de los ultramarinos, donde se encontraban alcaparras, aceitunas, aceite de oliva y las botijuelas
de vino a veces picado por el paso del mar...
Prescindieron de las frutas secas, avellanas, nueces, almendras
porque llegaban rancias. Se conformaron con el maní, semillas de merey y la imponderable nuez traída de por allá, del
Orinoco.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Ama Ina ejercía poderes en la casa de su preferida: Isabel María. Poderes que jamás se convirtieron en chantaje, porque no
era su estilo.
Única misión: montar guardia frente a balcones encortinados
para diálogos o para lo que fuera. Usted, Ama Ina, no exigía
nada, usted no pasaba factura; lectura de follajes y hasta del
canto oportuno del pájaro en el momento de avisar, como el
tordito que cantó, defecó y se fue.
Niña Candela no pensaba, actuaba. Desoía todo consejo, sin
dar la menor prueba de aceptación o desagrado. Imperturbable. La casa entera conocía sus modos. Nadie se acostumbraba
a ellos; un día se puso un pañuelo rojo en la cabeza. Le lucía y
ella más que nunca, con su cabeza pequeña envuelta en llamas,
fue en todo su esplendor la Niña Candela.
Tenía costumbres singulares: jamás espantaba una mosca; dejaba que la mosca, a sus anchas, frotase su barriga en manos,
limpidez de frente hasta en las mismas mejillas. Ella no se movía. La mosca a sus anchas desesperaba a los presentes. Nadie
se atrevía a decir: “Quítese esa mosca”. Eran momentos de
tensión. Ella en su elemento. Nadando, como pez en el agua
en aquella turbiedad, aquel deseo de muerte contra la mosca
y contra ella. Gozaba con eso. Si no cómo explicar su lenidad
contra las cucarachas. La cucaracha queriendo trepar los botines. Tampoco nadie se atrevía, pero alguien la mató y ella no
dijo nada.
Extraña Niña Candela. Escogía. Dicen que escogía el peón de
su apetencia. Entre la peonada no existía ninguna vanagloria
que disminuyese la integridad de la dueña. No la dueña. Hija
de los dueños.
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Ana Enriqueta Terán
Su flor preferida era la dama de noche (Cestrum nocturnum),
con olores distintos según la luz; de día, casi nauseabunda; de
noche, embriagante, pegajosa hasta causar daño.
Niña Candela batallaba con los colores. Le gustaba el rojo.
Era su color. No por eso vestía de rojo. Vestida de negro oscurece a toda hora la luz de aposentos, corredores, patios internos ayudada por el solferino de las trinitarias, las cayenas,
flores de sangre establecidas por espesor y grueso matiz, en el
evento menstrual de toda hembra joven.
El acoso del color lo solucionó con el negro. Vestida de negro,
el color lo llevaba en los pies. Se cambiaba los zapatos tres
veces al día según su gusto, según su ánimo, negro, blanco,
azul marino: Ama Ina: “Hoy amaneció calzada de rojo”. La
casa entera giraba alrededor de ella, infinita y sagrada como
la naturaleza. Juzgarla ¿buena, mala? Estaba ahí, escogía fuerzas para oscuros designios. Niña Candela no era hipócrita. Su
jugada estaba allí y ella, de alguna manera, imponía su juego,
exigiendo que le abotonaran las botas, que le apretaran el corsé, que le alisaran el cabello horas y horas, frente al espejo o
en el pasadizo de los hibiscos.
El cabello sobrepasaba la dimensión del cráneo. Se volcaba
oscuro sobre los hombros. Enmarcaba el rostro como nube
negra. Rizos confusos guardando cierta compostura de desastre, de naufragio o solamente reflejos de un azul marino anacrónico.
De dónde azul, tan lejos del mar, lejos de la amatista del meñique. Más lejos aún de la esmeralda luciendo antes en anulares
de abuelas, bisabuelas a quienes se les había prohibido sentir, y
ellas lo hacían creer para no ir contra la coyuntura biológica:
conservación de la especie.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Meditaciones de Manuela: conservación de la especie... Y entonces, aquel abrirse como flor, en terciopelos, humedades de
aromas para llegar al desborde, suma de luz, ajetreos del respiro. Más aún: crear, hombre a pie, a final de camino, viniendo
hacia acá, a tropezarse con el corazón de ella. También hombres a caballo.
Despacito Manuela, con buena letra escriba lo que sabe...
También, esta vez, los zapatos rojos, con la maña del movimiento hicieron que la atención de él fuera para ella y ella, a
su manera, seguramente, también lo amó.
Manuela sentía que se le iba el mundo; que todos los colores
pálidos se volvían vergüenza ante su falta de valor para dar un
paso adelante y decir con los ojos “Aquí estoy: fíjate en el oscuro tiziano de mis cabellos, en la profundidad y altura de mi
garganta, de mis omóplatos semejantes a pájaros en vuelo insertados en bajuras de cadera, amplitud de goce en la cadera,
siempre virgen, acostumbrada a caballo de paso fino, y cuando me empinaba rehuía el roce, para la punzada de posesión a
la altura del respiro”.
Entonces, él, Isidoro, se acercó lentamente hacia Manuela,
mirándose la punta de los zapatos, por timidez o pensando en
algo referente a ella, cuando se vestía de blanco, se adornaba
con malabares o alguna otra flor de perfume, y guardaba, de
la misma flor (entre el corpiño y la juntura de los pechos), la
fragancia y el frescor del capullo que ella recogía antes de salir
el sol, todavía con rocío. O tal vez se acercaba, avergonzado de
ser tan tímido, de perder todo arrojo frente a ella, apacible, a
pesar del fogonazo de los cabellos en alto esa corona de fuego
y no este verde mar, no desvaído pero sí salpicado de gaviotas
de oro, mejor, manchas de oro erráticas en el entresueño de las
pupilas cuyo sereno poder recibía en ese mismo entresueño.
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Ana Enriqueta Terán
Sí, se acercó a ella, lenta, lentamente, mirándose la punta de
los zapatos, (botas de campo, bien lustradas y sujetas por polainas brillantes, color ala de cucaracha), polainas y botas con
rescoldos de cuero bien curtido, olor que perduraría en la memoria olfativa de ella, mucho antes que el olor a tabaco, a consuno con aquella presencia, ese día, un lunes en frente de ella,
sola en el corredor, él de golpe levantó la cara y la saludó de
nuevo.
Parecían los mismos pero seguramente eran otros; otros hacia
atrás en el tiempo, otros hacia adelante y así, él y ella del pasado más remoto, seguirían creciendo a un remotísimo futuro.
Ambos, pasado y futuro, teñidos de un mismo verde por entre
agujeros programados en el follaje, agujeros de sombra y frescor para la eternidad del instante.
La noche anterior había sido de tempestad. Todavía al amanecer perduraba el olor de ozono, de fogonazo de centella, y
el diálogo establecido en aquella reunión tenía el mismo olor.
No era el dialogar tranquilo de siempre, sino algo inquietante adherido a miradas, tonos de voz adecuados al momento
pero insinceros, porque detrás del ademán suave se percibía
la apretura de puños, o mismo el golpe sobre la mesa, por no
decir agresión personal, porque en esa familia no se usaron
nunca los puños sino las armas de fuego.
Alguna vez voló por el aire un pedazo de oreja y el de mejor
puntería bajó el arma para no matar al hermano de sangre.
En otras familias era completamente distinto: se agarraban a
golpes hasta sangrar, pero luego venía la reconciliación y todo
quedaba olvidado.
Despacito Manuela, despacito Manuela con buena letra, por
qué usted tan hecha para el amor... Explíquese, rehuyó el amor
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
y con el tiempo, desarrolló gustos por trabajos fuertes de campo, sobre todo la cercanía con los caballos; la mejor bestia era
la suya escogida por usted, rucio mosqueado.
Manuela sabe cómo se construye un ataúd, conoce lo que se
desprende de la madera sacrificada al martillo, al clavo de la
circunstancia. Varón, hembra, o joven, varón, hembra, viejo,
joven o la mujer muerta de parto. Dos muertes, dos sonidos
distintos: el grave que tiene sucios propósitos de subsistencia,
el leve, hijito muerto, gusano de luna ya para amanecer, luna
con el lucero del alba que ya se va; lucero, estrella de la mañana, nuestra señora, y ella la madre muerta ya no supo de nada
y supo de todo: vio su propio corazón desgarrado en la piedra
del sacrificio y se sintió, no víctima, sino puro jade en melodías de holocausto.
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Ana Enriqueta Terán
Durante un tiempo, Manuela se hizo adicta al color azul. Gradualmente se deslizó hasta el morado, para de ahí caer al negro profundo.
Negro de lanillas, terciopelo y por encima de todo el negro
esponjoso, funéreo de la pana. Pana inglesa, para tapizado de
muebles. Pana española, para forrados de botines y ataúdes de
caoba. Caoba secular destinada a puertas, ventanas, acaso una
mesa y en esta ocasión convertida en tartamudeo de martillazos espaciados como gotas de plomo en el corazón de la casa.
Hacer el ataúd. Antes, tomar la medida. Él, estirado por la
muerte; último estirón para quien aún no había terminado de
crecer. Criollo alto y pálido con esa mezcla sutil del mestizaje
puntualizado ahora por el canto fatídico de los gallos al mediodía. Canto temido. Más aún entreverado con el martilleo y
la inmovilidad de los hechos; estaba ahí, íntegro y dolido, en
su color venezolano de carne de níspero, de suavidad y fractura de fruta abierta en vísperas del desdoro y putrefacción que
vendría después. ASÍ, DAVID.
En ese instante no importaban colores, ni oler, ni delicadezas
de acercar los dedos a suavidades, esculturas de tacto... Sólo el
oído. El redoble, la exactitud del ritmo cayendo como gotas
de plomo en la desolada vigilia.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
El deporte de El Amparo, era hacer tiros al blanco; las mujeres también, salvo la abuela, quien en su vida tocó un arma.
Manera honrosa, atinar al blanco o más adentro, en la conciencia, afinando puntería para hacer seguro el lance personal.
Cheo Castejón, ese año, 1870, agregó un color a los botines de
Isabel María, porque llegó una cabritilla color rosa y él, inmediatamente reservó el cuadrado de piel para el rito futuro: la
reverencia en el tomar las medidas, siempre las mismas, pero
que servían de pretexto para el holocausto anual: el enorme
bien de la mano masculina para recibir aquello redondo, puros deditos entorchados hacia adentro, tocando casi el talón.
Labores finas que duraban un día entero, pues había que medir, cuadrar, utilizar la lezna en mismo sitio, en misma curvatura exacta para lo perfecto, tanto en vista como en tacto.
Ama Ina se encargó siempre de la soledad, majestad del rito.
Esto se llevaba a cabo todos los años y en 1868, por propia
cuenta, y de color morado lila, Cheo Castejón confeccionó la
más pura copa, que recibiría miel de secreto, miel, genuflexiones de secretos.
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Ama Ina, como perro guardián, cerraba la entrada, mirando
para distraerse el gran despliegue del pavo real o el trazado
con hilos azules de los pájaros. Alguna vez (tan tarde se hizo)
vio, a latidos, abrirse la flor de aire (bruma especiosa) que sólo
florece de noche, flor ésta con garganta y procedencia toda de
polen y trémulos de resuello en exhalaciones de perfume.
Ama Ina podía ser agua para acallar cualquier indiscreción de
sonido, o rumor de follaje, con visos a silenciar roce de labios;
o el nombre que no se debía pronunciar en la barahúnda del
sueño que se dijo pero que ella, la guardiana, cambiaba en algo
parecido: “No, dijo Juan, dijo Iván”. Un Iván que no existía.
Ama Ina, según amigos y parientes lejanos, era poseedora de
un inmenso tragadero. Tragaba y tragaba, sólo que de algún
modo, Ama Ina protegía el amor. Lo protegía haciéndose pasar por sombra; sombra para saber, descubrir, poner piedritas
para el entendimiento inicial, y después lo que se convertiría
en destino.
Ama Ina, como salvación, invocaba su actualidad de viuda. La
hicieron viuda al año de casada, viuda y sin hijos, ansias que
aliviaba un poco, con su discreción para el razonado, casi noble camino del celestinaje.
Hasta se dijo que Ama Ina había protegido un lance de casi
incesto, tía y sobrino, que después de muchas dispensas se casaron y engendraron la más bella figura de mujer que haya
pisado la Provincia.
Ama Ina era la posibilidad y seguridad de la cita, de los encuentros: muchacho de dieciocho años con mujer hecha; o viceversa, después la solución: matrimonio o usted se hace cargo
del niño, o lo traemos después nosotros. Ley de casa grande.
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Se recomponía el honor, pero sin justicia. El niño traído a la
casa iba a crecer entre dos aguas: los dueños y la servidumbre.
No llevaría el apellido. Algunas veces el bastardo ocupaba sitios señeros en ciencias, finanzas, en las artes. No llevaba EL
APELLIDO para desmedro del apellido. Propio nudo de lo
secular unido a la decadencia y sus comienzos.
Fue entonces cuando se cambiaba una hacienda por un gallo
fino. ¿Dinero? Ama Ina tenía casa, comida (buena comida),
trajes de buena tela... Su comportamiento no era por dinero.
Doña Juana Teresa dejaba hacer.
El miedo: si se da un paso más, sucederá lo no deseado. Miedo
del canto agorero de un pájaro sin pareja, en el espinazo de
una techumbre. Del canto como gallo de una gallina desgaritada en el jardín. Miedo del humor de los perros, cambiando
de lugar, sin motivo aparente. Miedo de la inquietud del potrillo antes de la tempestad. Miedos, miedos... Cuando se derrama la sal, el aceite. Después de la creciente comentar entre
todos el silencio atronador del río.
También la quietud de los follajes: “No se movía una hoja” y
la discreta presencia de Martica, la tonta del Páramo, con suciedad de otra limpieza, que llegaba y se escondía en la cocina,
no decía nada, sino puro mirar el techo, aseguraba el desastre,
pero también la salvación.
Martica fina como una pluma empujada por el viento. Martica que en el Sur le hubiesen dicho Martita, y que para nosotros, para nuestro pensamiento de clan, representaba la
inocencia respetada por los elementos: río desbordado, puro
lodo; truenos y centellas; los corredores iluminados a fogonazos; los perros implorando refugio en el corazón de la casa, el
palomar sin cantos, sin trasnochos de amor y Martica, hecha
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Ana Enriqueta Terán
un ovillo de trapos, en el comienzo de la banqueta, que aún
conservamos y que subió desde entonces a la categoría de banco; Martica, con su presencia nada más convertiría aquel caos
en agua mansa, reflejando luz de Páramo.
El pavor a los eventos de la naturaleza, casi se convertía en
gozo cuando la matriarca encabezaba en voz alta el Trisagio:
“Santo, Santo, Santo Señor, Dios de los Ejércitos, llenos están
los cielos y la tierra de la majestad de vuestra gloria”. El alto
poder de la oración, (que la tempestad se fuera, que el agua
crecida acabara de pasar), hacía que la araucaria reflejara en su
tope un atisbo de sol.
Se destruía el miedo. Se daba paso a la alegría que vendría
después: los capullos a punto de abrir del arbusto de paraíso;
las almendras de gozo de las Humialas sindorosas los gajos
espumosos del Amitropo ludico.
En este momento se hacía necesario aclarar los trajes. Doña Juana Teresa se vestía de blanco y su cuarto de cola, muy despacio,
barría el corredor. Sólo Niña Candela vestía de negro. También
vestía de negro cuando se echó al pico a Cheo Castejón.
Lo supo Isabel María y le escribió al esposo que regresara. Estaba en la isla de Elba como cada cuatro años.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
El color azul representaba en el suelo sombra en redondo;
otro azul, en bata cayendo a pique sobre sandalias de cuido
guajiro, que su madre no abandonó jamás; su madre, Leticia,
la guajira, con piel color de arena, pelo como resbaladura de
mene; tamaño y porte como sequía vista de lejos.
Los grandes momentos son imprevisibles, pero un gran momento puede ser presencia insoportable en la puerta de ojiva,
entre comedor y pasadizo por donde venía él, ella en la puerta, inmóvil y en distancia como si no la hubiese visto crecer y
claro habían crecido juntos; ahora, la pubertad hacía que se
tropezara con ella y la vio cerca pero también, cosa rara, como
si estuviera en el horizonte, sin perder altura ni nitidez adivinadas apenas por entre la rayadura de los ojos.
Algunos sitios responden a inclemencia del futuro. Ese fue el
día. Allí se consumó la vergüenza y engendró en ella (Leticia,
la guajira) a Niña Chayo. Cuánto suceso vuelto frío en los corredores de El Amparo.
Primer día aciago: Doña Juana Teresa cerró el libro, mejor, lo
abandonó abierto en su regazo, página donde Anna Karénina
escogía final en abismo de vía férrea.
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Ana Enriqueta Terán
David Aldebarán, primogénito hermoso, ya para siempre en
la impronta de un ¡ay! no pronunciado pero que estuvo en la
respiración de todos. Instante de dolor en blanco, de no comprender, no saber, si cierta o no cierta la imagen, imagen no
aceptada hasta el instante en que el tordito nervioso y real nos
dio la medida en la mitad del patio y él, David, quedara allí...
Tallado en piedra en la memoria familiar y quien no lo vio
sabrá como fue, y se doblará en un sollozo no perceptible ni
por él mismo, (el lector) acaso con misma estructura genética.
Vos, Doña Juana Teresa, qué sabés del momento preciso en
que tu nieta Manuela comienza a ilusionar, a buscarle las tres
patas al zorrino, mullido él, pestífero él, pero con el gran prestigio, de aparecer súbito al fondo del corredor, y dejar huella
desorbitada de lo nauseabundo esta vez con divertimentos, y
siseos de malos presagios.
Olor a mapurite hace maldad en los almacenes: cosechas de
naranjas, racimos colgados, rincón lleno de caraotas en tamo,
aguacates y sobre todo en el perro inutilizado para mordeduras y defensas.
Esta vez sucedió en el corredor ante el biombo forrado con
figurines de la Moda Elegante y la suprema indiferencia del
gato. Nuestro gato, pues los gatos aceptan un solo dueño: LA
CASA.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Fue cuando el día perdió su luminosidad y la niebla se fue
apoderando de a poquito de los corredores, o tal vez efectos
de la luz mezclada con la niebla, hizo aquella penumbra tan
acorde al entorno, con las cuatro velas encendidas en las cuatro esquinas del mesón.
La niebla seguía casa adentro, hasta llegar a las habitaciones,
aposentarse a ras de suelo y salir, despacio, muy despacio por
los ventanales y borrar, casi borrar, las plantas de los jardines
interiores, jardines donde Niña Chayo escogía la rosa única
para goce de la abuela, pues ese día, la rosa habitual no presagiaba ninguna marchitez y lucía roja, erguida como el día
de ayer, un día tranquilo, tatuado por la cola abierta del pavo
real, cola sosegada al principio y luego llena de temblores
como para asegurarse admiración por sus atavíos de belleza.
Temprano llegó Isabel María. Isabel María ordenó el traje. La
abuela ordenó el ataúd: caoba de la hacienda cortada setenta,
ochenta años atrás. Madera de caoba. Desempolvaron las tablas hechas con hachuela, que olían a sábanas de piedad para
aquel cuerpo de gigante con pecas de herrumbre, mejor dibujadas ahora que en propia vida. (“Quiero ponerle otro nombre, pero se llamaba Diego y es DIEGO”). En ese día aciago
cada momento se hizo eterno, tomó la impronta de lo eterno
mientras sonaba el martilleo de las maderas escogidas tiempo
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Ana Enriqueta Terán
atrás para uso indicado: maderas que desbastaron y guardaron para armarios rústicos, lechos nupciales, cunas... La del
primogénito que sería utilizada, cada vez hasta el octavo hijo,
luego nietos y bisnietos hasta caer en el ataúd de hoy, señalado por sonidos, martilleos, clavos hasta lo último y todo con
respaldos de las plañideras domésticas. Sólido el sol en expansiones del propio grito.
Todo al revés: Niña Candela la del color rojo, vestida de negro; de negro, Niña Chayo; de rojo, que nunca, Isabel María;
Manuela, con su gran defensa: traje verde. Se lo puso sin saber
por qué. Todo inadecuado. No había esperanza. ¿Lluvia, Sol?
Nada podía consumir aquel dolor. Brasas en mitad de palma
de mano o como decía Ama Ina: “Frituras de Infierno”. Quien
lo haya conocido... ¡Ay, Don Diego!, ver su botín esperando
el pie, su estampa, de a pie o de a caballo, inmersa en insinuaciones de animal y de árbol: fuerza, quietud y espesor de un
samán. Belleza grande para el martilleo que rodaba, escaleras
abajo, clavo a clavo, rebote de peldaño a peldaño, junto al sonido que se volvió redondo como el mundo, aquel sonido que
ya tatuaba piel, pronto vuelta hinchazón, borrar facciones, labio superior e inferior, ambos en otra música.
El instante en que niña Isabel diría: “Bajen la tapa”.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Niña Candela era hija de dama principal, que nunca se nombró; sabíamos quién era, aunque oficialmente fungía como
honorable señora del más amado y respetado médico de la
zona. Y cosa rara, él no perdía predio moral ante él mismo,
ni ante los otros, algunos de ellos, ofensores avergonzados,
otros, que no cayeron, por respeto, en las redes y artimañas de
aquella mujer bellísima, liviana y llena del encanto sin consecuencias de la frivolidad.
Niña Candela usaba el sexo como goce y como chantaje; su
madre no; su madre era soleada e irresponsable como una ondina o una náyade de los entresijos del río; como alguien que
nunca conoció el dolor, ni se alivió con extrañas mixturas de
remordimiento.
Tenía altar; rezaba sus oraciones, como inmensos ramos de
alabanza, formados por lo inocente y perfumado del mundo.
Plegarias salidas a través de labios hechos para la risa, no para
la sonrisa sino más bien para el convencimiento de que la vida
es sabor, sonido, caricia acumulada en la punta de los dedos.
La vida como susurro de palabra más que música en el oído,
como fruta y mirar un pájaro de vuelo alto y cola larguísima.
Usted, madre de Niña Candela, camina por primera y última
vez en esta página, usted que se hundirá para siempre con su
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Ana Enriqueta Terán
hijo loco en este reino de utopías y su hijo loco cuando usted
lo iba a visitar al verla le gritaba: “Puta, puta”, y usted se reía,
con esa risa suya llena de cristal y le ofrecía la rosa que usted le
había traído y él, loco furioso, respetaba la rosa y se la acercaba al aliento.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Saludaron y la reconocieron. Frente a ella sintieron pánico.
Como en tiempos anteriores llenaba los aposentos y aunque no
usaba cola parecía que la llevaba, tal su erguida veste, su barbilla
rompiendo esquemas de comportamientos, costumbres que ella
partía en dos con delicadeza de buena educación, es decir, como
quien separa un pedazo de pan del pan completo.
“Aquí me llamo Salomé, a qué han venido”. Ellos, los tres nietos
de allá de El Amparo: “A nada, pasábamos por aquí y entramos
a ver”. Dieron media vuelta y se fueron. De eso no se habló ni
entre ellos mismos. Menos en la casa. Era vergüenza familiar: se
quedó en silencio piadoso para la triunfadora. Pero Niña Candela
seguía siendo una triunfadora, sostenida en alto por la aceptación
de la propia caída.
“Caer, caer y qué; me sostengo en la punta de una aguja; sé cómo
se vive y cómo se muere, cómo se soporta la procacidad del dinero en la oferta a cambio de favores dados sin piedad”. Como si te
hubiesen volado los sesos cuando los viste y apreciaste en ellos
la misma codicia de placer de los clientes habituales, y sentiste
vergüenza por ellos más que por ti misma, pues en El Amparo, el
sexo (violencia o no) había sido cuestión de siembra, despeje del
¡ay ay! cuando sumergías tu alma en su hombro y crecía tu condición de amante siguiendo la sentencia del arcipestre: “En la casa
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Ana Enriqueta Terán
muy cuerda y en la cama muy loca”. Pero tú (ahora Salomé) te
sometes con gusto al gran extravío de la prostitución.
Tú que nunca suspiraste, lanzaste suspiro de alivio cuando se fueron, oscurecieron la sala con la soledad de quienes dan la espalda
y se van. Sentiste vergüenza por ellos más que por ti, pues en El
Amparo, (el sexo) violencia o no, había sido cuestión de siembra
y no de dinero. Sexo sano medido por la molicie de un colchón de
plumas o por el favor de un cangilón en el atajo del sío.
Niña Chayo amaba porte y distancia de quien llegó primero,
olía mal, a bronce de armadura, a vellosidades empapadas de
grasa y sudor a cejas precisas en lo alto del ver, mismo como
aleros para quitarle brillo, nitidez al desnudo de la guaricha
con mansedumbre, humildad y dulzura de musgo. Guaricha
tátara-tata que renacía cada vez que ella (Niña Chayo) se miraba en el espejo entendido éste como confusión, pues lo rasgado del ojo no tenía consonancia con la sutileza del perfil,
menos aún con la boca, gruesa hacia adentro y terminada en
bordes más pálidos señalando contorno de inmovilidad dichosa. Labios cerrados, pura música con destino a ella solamente. Ella se amaba a sí misma.
Niña Chayo, usted hecha para lavarle los pies al amante, para
confeccionar platillos de olor, para examinar con él doseles
de tela de araña en la alcoba mítica “VIDA MÍA, PRENDA
CARA”. Usted, alfombra lúcida, tierra de buen sentir, término para lo esponjoso y lo oscuro de la siembra, usted que no
lo encontró aquí y buscó refugio en coleccionar piedras, mariposas, pétalos prensados en aroma futuro.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
¿Es usted Manuela o alguien que la sueña? Vive, o sólo es una
apretazón de recuerdos de lo que vivieron otros y usted hace
suyos de manera peligrosa, pues tanta intensidad sobrelleva
heridas en la propia realidad, ya que se traspasan límites de
riesgo, es fácil caer en zonas prohibidas por el sentido común,
como en su caso, Manuela, donde la peladura de una naranja,
desde el principio hasta el final, sin romper la corteza, hasta
llegar a una larga cinta con la cual se podía armar de nuevo;
la fruta por dentro, puro vacío, pero por fuera amarillo de
buena madurez oficiado por manos de tío abuelo materno,
que de algún modo tornaba misterioso un acto tan simple.
Naranja a naranja para cada uno de los nietos, más atentos al
rito de la peladura que al dulzor del zumo. Luego las naranjas
armadas puestas en fila en el mesón de cedro, único mueble de
los comienzos que perdura hoy en su sitio y que fue testigo,
y resistió cambios de moblaje: juegos de salón, un juego de
cuarto con ensambladuras de nácar y el gran armario-librería;
mucho traído de Holanda, vía Curazao hasta La Ceiba. Aún
hoy los catres de lona, catres de tijera todos de cedro y cama
tropical por excelencia.
La caoba se prefería para las cunas y los ataúdes.
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Ana Enriqueta Terán
Manuela llevaba las cuentas del patrimonio familiar. Ventas:
cosechas de café, tercios de panela, frutos menores y cuántas
reses, cuánto cacao y el relampagueo de la yuca ensacada y el
chorro inagotable del maíz.
Las frutas no tenían precio, goteaban en los plantíos de café
y cacao. El árbol frutal era sombra para el entramado de la
dicha. Manuela sentía orgullo de estas cosas pero, también,
un mucho del arcón de la matriarca donde había dieciocho
acomodos de cuero curtido para guardar las ganancias de las
cosechas del año, convertidas de pesos a morocotas, una en
cada bolsa. Tocar morocotas. Exaltación suprema del tacto.
Desborde de cosechas. Exaltación para todos y contemplos
de oído para las algarabías del turpial, fuegos de canturías de
paraulata que pedía café: “Quiero un cafecito”. Y Ama Ina lo
sirvió y ofreció en una miniatura de Limoges.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Ama Ina, sentada en el soto de los misterios, repasando sucesos desapercibidos para todos menos para ella que sabía
cuándo la mirada furtiva se iba a convertir en agujero sin fondo de deseo o roce mínimo de espiritualidad, y oyó a Niña
Chayo quejosa:
“Me miró distinto” y Doña Juana Teresa:
“Véngase a dormir a mi cuarto”.
Había conciencia en la casa de la validez de los sentidos con
relación al futuro inmediato, de alegría, dolor, buen clima o
furiez de relámpago (refusiles hacia el Catatumbo).
Desde la casa grande del pueblo, se contemplaba, a veces, el
relámpago del Catatumbo.
El canto de las paraulatas era descifrado: “Viene varón” y venía visita de varón. “Viene hembra” y venía visita de hembra.
Sin nunca fallar.
En los paritorios no se anunciaba hombre o mujer se decía
varón o hembra; si hembra con un tantico de resignación
y ternura, si varón con el empuje y alto aprecio de la continuidad del apellido. El primer beso a la palomita se lo
daba la madre: “Cuchucho-mao”, y con la hembrita jamás;
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Ana Enriqueta Terán
la hembra no tenía el privilegio, la adoración de lo masculino, en contentos y exaltaciones de madre.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Los moradores, agrupados en gala de varones y hembras,
ellos, envolviendo el tabaco con hoja propia, de propio cultivo. Las intactas, para envoltura exterior y el menudeo, para
la tripa de adentro, donde lectura se hacía en la brasa, pero no
había quién, porque Doña Juana Teresa hizo sentencia: “Esas
son vulgaridades”.
Después venían las hembras: niñas y muchachas. Las niñas
eran pálidas, educadas para las ventanas, balcones de todos los
domingos, Jueves y Viernes Santos. Niñas de manos cruzadas
en el regazo cuando visitas de pro, y en los pésames con la
ayuda y verticalidad del corsé. Seguían siendo niñas aunque
fuesen colocadas en estanterías de vírgenes solteras.
Las muchachas eran las otras, atropelladas por risas inoportunas, por deseos que habrían de ser satisfechos en la primera
oportunidad: detrás de una puerta o en el lecho de un adolescente dispuesto más a dar que a recibir.
Algunas veces, el toro padre cuajaba aquellas risas en aseveraciones de la abuela. Dos posturas en el ánimo de la matriarca:
de un lado la convencional; ni se indagaba, ni se presumía. De
otro la certeza triunfal del clan “esos dientes son de nosotros”
y por más que fueran peones, estaban signados por el ritual de
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Ana Enriqueta Terán
la sangre y por la palabra “Nosotros”. Nosotros en alturas y
caídas y ya, más tarde, en la santidad de la decadencia.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
“¿Soy así, o han querido que sea así?, yo Isabel María. Se me
dispensaba un cuido casi sofocante, no sólo en los riesgos físicos, sino también en el vestuario que me iba a poner, de qué
color sería el próximo traje”.
No se ha mencionado a la niña Elpidia.
Prima natural y gran costurera que hacía blusas de vuelo fino,
faldas de tela gruesa, todo a la perfección de costura a mano,
aliviada cuando apareció la primera máquina de coser; la trajeron con su mueble de otras maderas, la armazón de hierro
forjado, con círculos, la marca en letra cursiva, el acomodo
del pedal y sobre todo el sonido: mjú, mjú, mjú que salía del
cuarto de los oficios y se oía en toda la casa.
Lo demás seguía siendo hecho a mano, factura fina de punto
atrás, sulfilados donde se lucía, sobre todo la mano derecha
terminada con la aguja entre el índice y el pulgar.
Hasta allí llegaba la función de la costurera, pues la disposición de bordados, adornos, obra de encajería estaba a la disposición de Doña Juana Teresa, mujer de buen gusto más hacia
lo austero y de buena calidad que a lo transparente y delicado.
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Ana Enriqueta Terán
En sedas, Doña Juana Teresa prefería la seda cruda, sin mercerizar, y nos puso en fila y nos dijo: “Oigan”, y estrujó la tela
entre las manos y escuchamos sonido único, y mi hermana
Manuela que había visto crías de gusanos de seda dijo: “Suena
como a vuelo de mariposas. Todos pensamos en la taras maraqueras y nos sonó a lo mismo”.
Manuela era la mayor pero, en realidad, ante lo cotidiano del
ánimo, yo Isabel María le llevaba un trecho largo de sentido
común, de trato con lo real pero también la acompañaba en
la interpretación correcta de lo que sucedía por debajo del
diálogo usual de la verdad, casi siempre a medias, aunque con
más peso en el hecho, que en las versiones surgidas después
que alguien dijo: “Yo vi el perro a la derecha” y el perro estaba
en la cocina, aplastando con sus dientes menudos sus propias
pulgas; reposando (el perro) en su propia tibieza su propio
ronquido de satisfacción, hartura.
Las versiones surgían, según la situación de los presentes: “Yo
escuche el ¡ay! pero no venía del aposento, si no del recodo del
patio”. Alguien dijo: “Se pegó el tiro en el comedor”.
Allí estaba con un tiro en la sien; lo había dicho: “Me voy a
pegar un tiro” y se lo pegó. Cuántas veces había confidenciado
con Manuela: “Me voy a pegar un tiro”. La misma Manuela
tan imaginera, no creía, pero fue así y lo asumieron con la
misma fortaleza que asumían lo inevitable: nada de que estaba
limpiando el arma y se le fue el tiro (NADA). Se quiso matar
y cuando lo salvaron surgió avergonzado pero con ganas de
vivir.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Puede alguien imaginarse, en ese sendero mullido de verde y
perfume de azahar, a Niña Candela con blusa blanca, espumada de encajes; a él con su camisa de batista, cuello duro, apresándola por la cintura; ella levemente inclinada sobre el hombro izquierdo; él diciendo en confidencia: “Poeta, di pasos los
furtivos besos”. “Perfumaba la atmósfera un olor de reseda”…
En El Amparo había caminos orillados de reseda. Decíamos
resedá; un arbusto insignificante, hojas menudas, flores verdosas, sustentadas en la más discreta puyadura de olor, día y
noche, en pausas de veinte a veinte minutos.
Cuando se abría la puerta, el olor a molienda. Ambos aromas
con derecho a penetrarlo todo, desde los cortinajes de respeto
azul, hasta las claras vestiduras de las dueñas del amor lícito.
Las partes secretas de la casa jamás se usaron por estas mujeres
acordes con la poesía de la época: labios exangües, manos desmayadas para sostener una flor.
En la otra punta estaba Niña Candela, enorme, descalza y bella sentada en su trono que no era de falsía; más bien su trono
oscuro provisto de lamparones de luz.
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Ana Enriqueta Terán
Luz y sombra prosperaban en la casa: por un lado se lloraba
en grupo leyendo la María de Jorge Isaac. Hombrones pañuelo
en mano. Por otro, la muerte en defensa del clan, pero muerte.
Cuántas celadas se consumaron contra la casa grande. Celadas de tres días, entre las cañas y se salvó uno de ellos porque
iba acompañado de un guardaespaldas, inexistente, porque el
acompañante que veían resultó ser un ánima del purgatorio.
Qué sabe usted, Isabel María, madre de tres mocetones que en
este momento retozan en el río, usted los ve y comprueba la
satisfacción de que hayan salido de su vientre; qué sabe usted
de esta sequedad de cadera que sólo mana sangre mensual, cadera, no para expandirse, deformarse, sino para permanecer
intacta en belleza, en ajuste al hueso y no perder tersura a ras
del color ni de la miseria de lo que se derrumba, como en los
senos que han amamantado.
Se conserva la belleza, pero cómo justificar esta sequedad que
invade todo, hasta la lengua para pronunciar la palabra BESO,
más aún, la palabra HOMBRE que sale de la garganta y hace
rollo en labio superior e inferior.
La palabra HIJO, puro aire, que viene mismo de la hondura
del resuello. Qué sabe usted de estas rodillas vacías, de estos
regazos usados para acunar hijos ajenos, que no se podían ni
consentir ni castigar, porque fina, delicadamente, le hacían saber a los cuitados que no eran suyos, que pertenecían a los padres biológicos, tanto para las directrices morales como para
el afecto, celosamente guardados por la pareja en función de
engendrar; qué sabe usted de no haber tenido la boquita en
redondo succionando ansiosa y feliz, la corola en punta del
pezón, que aún después del hartazgo seguía manando leche
clara de hembra humana: magnífico caldo de sustento, para el
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
llegado en buena hora, trepando escalones de calcio, y cuajaduras de músculos en la gran aventura de crecer.
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Ana Enriqueta Terán
Ama Ina se encargaba de las peceras, las palomas y los pavos reales. Abundancia hubo grande: dos pichones de paloma
para cada quien, sudados y guisados con harina de trigo tostada, pimienta negra molida al instante y dispuesta en lunarcillos negros sobre recogidas madureces del pichón completo
dorado y listo para el advertido paladar.
Ama Ina no comía pichones de paloma. Ama Ina convulsionaba en presencia de una culebra, aunque fuera mansa (BEJUCA), del animalario familiar, que se volvía verde en la rama
verde, tornasolada en el trecho del medio cuando la corteza
se vuelve bronce, en el indio desnudo (Solfarata indicus) que
también había en el segundo patio, casa del pueblo, que aún
conserva el número y también los huecos de bala con las que
mataron al general (su yerno) querido y temido, pues según
ella, Juana Teresa, el general y esposo de sus hijas, que murieron de parto, una primero y otra después fue el corruptor de
sus hijos. Antes de su llegada había una sola voluntad en El
Amparo: trabajo, trabajo, trabajo... Y sembrar en tierra núbil,
el sombrío orgullo de la raza.
Mucho señor campesino estuvo acorde con el derecho no escrito del Don: “Antes de que se la lleve un pendejo, que haga
descendencia de DON”. Casi honor ser preñada por uno de la
casa grande.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Cuando uno observa, con mirada consciente, lo visto se queda inmóvil y es guardado en la memoria como un congelamiento súbito, que después será vertido en la página, ya sea objeto o figura de
tierra, figura de vuelo, o figura humana en momentos decisivos:
presencia animal en la solidez del cuadrúpedo, libertad y sondeos
en el ave. Más aún, gente buscando apoyo para no caerse, en las
paredes de viento del continuo andar. Ese es mi caso.
Pero mi caso también es buscar apoyo en un tercio de panela, forrado en fajina, un saco de café oloroso a fluir en chorro y con
regusto de moho de almacén.
Abundancia de El Amparo; cerdos hermosos, sin pepita, y poca
grasa; leche espesa y con mucha nata, el queso de año, seco y compacto, para embutidos de maíz pelado con cal, o la otra arepa, llamada capitana de maíz seco, salcochado, molido en piedra y luego cernido con el cernidor secular de buena trama, marco oscuro
de uso con sajaduras y respeto de tiempo en maderaje y ritmos
de los remesones del colado. Detrás, venían los brazos hermosos
haciendo el esfuerzo final.
De pronto irrumpía la muerte; señalaba hombre, mujer, niño; llegaba con tazas de chocolate espeso en la casa principal y con el jolgorio fúnebre de miche y alaridos en las cabañas del desamparo.
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Ana Enriqueta Terán
Así pasábamos de la alegría al dolor pero siempre con un trasfondo de alegría: la alegría de estar vivos, de celebrarlo desde en una
hormiga hasta en el desidioso cantar de un gallo a las tres de la
tarde, cuando Doña Juana Teresa, lo sentía no lo veía, y pensaba:
“Estoy viva”.
Varias veces oyeron decir a la gran matriarca: “Me los quiero llevar a todos por delante”, no fue así. Ella murió un viernes y el
reloj se paró a las doce del día y nadie le volvió a dar cuerda.
Amortajarlos con su piedad, amortajarlos con sábanas de ternura, aun al más culpable era su misión. Ella no los exoneraba;
sencillamente los acogía en su regazo, los cubría con sábanas de
Holanda, los llevaba al gran descanso con la seguridad de que
seguirían viviendo en el entrecortado verbo de niña Manuela.
“También con letra de Manuela, sobre ventas: anotaciones de
cosechas de café, panela, frutos menores y cuántas reses, cuánto
cacao, el relampagueo de la yuca, el chorro inagotable del maíz.
Maíz blanco, maíz amarillo, maíz Cariaco. Las frutas eran regalo de la naturaleza: no tenían precio. Las frutas goteaban en
los sembradíos de café, de cacao; el árbol frutal era sombra para
entramados de dicha”.
Usted, Doña Juana Teresa, que no supo o no quiso saber. Usted en lugar propio: su gran mansedumbre incapaz de juzgar,
acaso ni comprender, solo regazo para recibirlos en cualquier
circunstancia.
Manuela pensó por mucho tiempo, “que usted, Doña Juana Teresa, era la casa”, pero la casa siguió viviendo después que usted
murió, viviendo con más intensidad, ya la codicia no soterrada
como cuando usted alisaba arrugas, zurcía desperfectos y usaba
bálsamos de no alzar la voz sobre todo en los días de la violencia entre cuatro paredes.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Se recuerda cuando uno de los menores le voló una oreja al hermano mayor, y éste que tuvo hasta su muerte la mejor puntería de la Provincia, arrojó el arma y se fue a la montaña. Allá
permaneció por seis meses, sin saberse de él ni cuáles serían sus
propósitos al regreso.
Nunca se supo el motivo del lance.
Los manes resultaban insuficientes, para la orgía del desamparo, cuando te caen todos encima y la tristeza se cobija en ave
enlutada, y la Doña preciosa sabe que no puede confiar sino
en sí misma, para el alivio ¡oh Dios! de la impunidad, el casi
sustento de lo cruel, en la postura de lo justo.
Lo que no es, precisa raya de deslinde entre lo blanco y lo negro. Lo negro, a veces, más ajustado a la verdad que lo blanco.
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Ana Enriqueta Terán
Los recuerdos se vuelven presente cuando uno fija en los sentidos qué luz se reflejó en charcos de primera lluvia, el gorjeo
de la paloma torcaz, la inesperada presencia del perro cazador de Taita Medina, todo antes del silencio cuando llegó el
propio, sin apresurarse, más bien con la cabeza ladeada del
que trae una mala noticia y su condición de espaldero, de
gran confianza, pero humilde, hizo que lo escogieran a él y
ante ella, Doña Juana Teresa, él se quedó sin habla y fue ella:
“Quién lo trae”.
ÉL: “Viene solo”.
Ella: “¿Y Faustino?”.
Él: “Trae el sombrero”.
No hubo gritos, el dolor se cuajó de golpe como se cuaja
la sal en la salina. La ropa puesta a secar trapeó fuerte; más
tarde comenzaron los grandes ritos de la madera: el claveteo
pausado y profundo oficiado por el maestro Sánchez.
Sonido distinguible en el ataúd de un infante con unturas de
cielo y rasgaduras de maternidad. Otro sonido como puntas injertas en pulpas de olor: cedros empavonados de otros
desesperos, clavos de cobre para ayudar el cardenillo de los
años.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Tantos ataúdes... Esta vez el de Don Diego, el hijo que estuvo
a pie de madre, hasta su final de varón completo uncido al
rescoldo constante de la matriarca.
Cóncava la casa entre sonido y ritmo; cóncavos los aposentos interiores para hacer hueco a la desgracia. Esos golpes
de martillo, cayeron y aún permanecen confundidos con el
primer fuetazo de viento sobre las lencerías puestas a secar.
Así como llegó, así se fue el viento. Ese día, el águila de Doña
Juana Teresa pasó hambre.
Doña Juana Teresa nos enseñó a soñar: una llama del Perú,
una vicuña Argentina, y cuando decía: “Tengo una nieta
como una gacela”, pensaba en África.
A veces se conformaba al comparar una nieta, con una venadita sostenida en la tierra por cuatro patas de viento. El rigor
del extravío racial era completo en Niña Chayo; cuál el lindero, y si usted lo tuvo, usted gorda y pacífica, Doña Juana
Teresa, después que ignoró el buen parecer y se dedicó sólo a
recados de amor contra la severidad de la justicia.
Misión suya alargar mano y borrar rigidez de orden moral.
Manuela, buena administradora; Doña Juana Teresa, médula para la decisión acertada, saber tiempo y lugar de cosecha, cuál tierra para cuál cosa; cambio de personal: José de la
Cruz a la ganadería, porque el agro no estaba en sus gustos y
sí halar el recental atascado en el vientre de la vaca.
Con respecto a María, la niña que murió de quince años la
más bella según testimonio de propios y extraños, la que se
murió de amor, en suceso diez o quince años antes del poema
de José Martí:
126
Ana Enriqueta Terán
“Se metió tarde en el río
la sacó muerta el doctor.
yo sé que murió de amor”.
Él volvió, volvió casado
ella se murió de amor.
Fué así; sin embargo, Doña Juana Teresa tuvo piedad del prófugo de la trama familiar: Tristán Azuaje, el que trajo mujer
nueva, ajena a nuestro gusto pero aceptada, con un granito
de sal.
Tristán Azuaje… Ante el derrumbe de él, vaciado en el traje
negro, ya estrecho y en acuerdo con la desolación del instante, no volvimos a saber más nunca pero de María aún se
conserva la trenza renegrida en azul que le ofrecieron a Doña
Juana Teresa cuando sellaron la urna.
Respeto por lo humano: los animales eran animales, aun los
más queridos; el gato de Niña Candela, Zafiro, el perro de
Isabel María, Nelson que se lo mandaron al día siguiente de
la boda. Cada quien con su animal particular.
La cepa de los mastines o de los perros cazadores pertenecía
a todos con el aparte de alguno que otro cachorro “para mí
porque yo soy el entrenador”, frase de Taita Medina.
Los perros cazadores de El Amparo eran los más apreciados
en toda la región. Se vendían, porque “perro regalado no es
apreciado”. Mastines y cazadores tenían derecho a las afueras de la casa. Jamás traspasaban umbrales, menos el de la
cocina, donde Sixta Medeiros ejercía su reinado.
Cómo dejar a Sixta Medeiros lado afuera, dictadora de sabores, colores, abundancias y gustos de cada quien: el gusto de
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
los señores a punta de ultramarinos y el gusto a veces, más sutil y exigente de la peonada que con no comer tenían, cuando
faltaba el onoto (Bixia orellana) pepinillos de monte, al gran
aporte del sancocho criollo, al lujo de los buñuelos de yuca
y de la torta burrera, cuyo nombre la explica, aunque fuese,
también para nosotros, la más grande grosura de placer, humedecida en la postrera de leche recién ordeñada.
Sixta Medeiros, seca, desdentada y pulcra con voz de mando
para hacer entrar en cintura, a la del café colado cada vez que
alguien pedía café; la de la moledura del maíz, sólo para eso,
moler el maíz y presentar los delgados, dorados soles que caracterizan la arepa andina. Homenaje a Sixta Medeiros, a su
coraje para asar un cochino entero, a su delicadeza para ofrecer islas flotantes, a su complicidad con la yuca, el ocumo
(torticas de ocumo) y la imponderable y áspera mermelada
de naranjas amargas.
Las naranjas amargas estaban sembradas de orilla a orilla de
la callejuela que nos llevaba al río.
La cocina en días sagrados fungía como el corazón de la casa.
Viernes Santo, en demasía de lejos para los extravíos de la
carne, carne en sentido figurado y la otra carne, la que se
come; carne de animales sacrificados para la ocasión, sujetos a receta mestiza, teniendo que ver con la alta alcurnia de
elementos americanos: maíz, papa, yerbas autóctonas, apio,
yuca, ñame y de ultramar pimientas y cominos y el insustituible verde oliva del aceite de oliva.
Semana Santa de dolor y respeto. Luego el gran estallido de
alegría a vuelo puro, con las campanadas del sábado de gloria;
de los trajes oscuros se pasaba a los colores claros, tanto en linos
como en encajerías, alforzadas batistas, gasas y tules matizados
128
Ana Enriqueta Terán
con los tonos de cómo liberarse de la tristeza y surgir, labios
de entreabierto gozo, en la resurrección de Cristo.
La cocina en pleno hervor de ollas y de ánimos: asar, hornear,
freír... La fogata ya en brasas del asado; el horno ya limpio y
caliente para recibir, tres cochinillos del chiquero de la casa
grande. Después vendrían los pollos beneficiados entre alborotos de campanas, salvas, cantos de alegría, lejos. HABÍA
QUE PASAR EL RÍO.
Qué tanto de tristeza para recordar animales domésticos:
el águila encadenada a la armazón de madera, en forma de
U invertida, madera gruesa que sembraron bajo la sombra
del samán, sombra de follajes movedizos salpicado de palomas domésticas, con escarceos, rechazos, aceptaciones de la
palomita tímida, sorprendida y halagada por la insistencia
del macho, esfera de tornasoles y zureos surgidos de buche
usado para cortesías, mediciones de amor con pasitos cortos
iluminados, por el cómo posarse en el suelo, hacer la venia
sin desdecir de plumaje ni de la dirección del ojo vuelto clavo hacia la hembra ya conquistada.
Olvidar guacamaya macho, con sus sesenta palabras de buen
uso: loco, ante el loco; feo, ante el feo; maluco, ante el maluco. Adiós, adiós, adiós, acompañados estos adioses, con movimiento de ala en el mismo instante del adiós de la visita,
que generalmente era los comensales del día. Porque en El
Amparo no se invitaba, el que llegaba a tiempo se sentaba a
la mesa.
Recuerdo a Perchelis, la perra que llevó el apellido de la familia y que se hacía cargar del mismo perro, “Quiénsabe”
propiedad de Juan Ignacio, General y primo, y nuestro vecino de larga data en el epistolario familiar, (fue el eterno
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
festejante, también rechazado de Niña Chayo); ella coleccionaba sus cartas y parece que las releía de vez en cuando,
siempre en misterio y con luz de vela en la secreta mansión
de su soltería.
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Ana Enriqueta Terán
Necesario para el alma era viajar en pensamiento, seguir los
relatos de Don Pablo, viajero y soltero impenitente, que trabajaba todo el año, por espacio de cuatro años a la vez, a lo
más cinco, para irse a Monte Carlo, perder todo, menos el
pasaje de vuelta; viaje por mar, el mar, el mar... Monstruo desconocido, inimaginable, para nosotros montañeses, ubicados
entre neblinas y cielos altos, pastos cortos, sombríos cultivos
de café y cacao y a campo abierto, los frutos menores.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Niña Candela no gustaba de las noches de luna. Esa noche,
luna llena, hizo el trayecto de la casa hasta el río acompañada
de lado y lado por naranjos en flor y silbidos de complacencia en gargantas, (tubos de pluma) de aguaitacaminos y
lechuzas.
Allí, en sitio oscuro y por primera y última vez, tuvo la revelación de ser dueña de la casa; “la casa misma donde cabíamos todos, bestias y humanos”: el gran búho nombrado
Fausto, Panchita la culebra tuquí, tan grande que hacía lazadas de viga a viga y como no se supo de su muerte, de su final,
debe estar viva, soltando huevos ovalados y blandos.
Al compañero, al macho, no lo vimos jamás. En Panchita,
tan mansa, se podía acercar la caricia a la dura, colorida, resbaladiza condición de la escama, tatuada con hermosas geometrías de lo cuneiforme hasta lo redondo.
Lo redondo era el gran signo. Ante lo redondo se hacía la
venia.
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Ana Enriqueta Terán
Ella, (Manuela) sometía todo a un solo designio. Vida feliz,
casa feliz. ¿Era realmente una casa feliz? Aquella sosegada
luz de los corredores no sería acaso una pequeña ración de
alivio, a los secreteos de la violencia, acunados sobre almohadas de pluma, plumas hervidas y puestas a secar en fundas
especiales de liencillo, y después preparadas a mano, quitando la vena del centro, para dejar solo lo mullido, lo que iba a
sostener pensamiento, decisiones, buenas o malas como veremos después.
Sin embargo, ese deseo de contar, destrozar imágenes aún
respetadas dentro de sus errores, imágenes para desatar polémicas en la pudibundez familiar ¿tendrá en sí alguna validez? Por qué lo hace precisamente la mayor de esas cuatro
mujeres, cada una en su isla, cada isla con su árbol, su animal,
su perfume, su flor, preferidos. Cada una aislada en esa flor,
ese aroma, ese misterioso consuelo de ofrecerse íntegras a la
soledad.
¿Por qué a la niña voluntariosa y desdichada que fue Manuela,
que es Manuela, la misión del relato sustraído a toda lógica,
a todo andar por sendas de normalidad y decoro? Por
ejemplo, cuando él, el amante le dijo al esposo: “Esta mujer
vale mucho y si usted la echa a la calle le pego un tiro”.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
En ese mismo aposento nació Niña Candela que no lloró
como todos los recién nacidos. Niña Candela se soltó una
carcajada y la partera dijo: “Ave María Purísima esta niña se
va a reír del mundo”. Por qué, sobre este infinito de página,
que resulta mucho espacio en blanco para contar sin regocijo, sin ambiciones de fama, hechos escuetos, libres de alternativas hacia la piedad. Sucesos asumidos en su todo por el
núcleo familiar, pero así mismo encadenados al más pavoroso silencio. Sucedió pero no se habla de ello.
Durante un tiempo se sabía que todos sabíamos, después las
vergüenzas eran soterradas en el ánimo colectivo y ni siquiera una mirada indiscreta era señal del más mínimo recuerdo.
Lo real se ha sumergido para siempre en el apacible verdor
de los corredores sólo que la niña, “la enemiga” como decía
Ama Ina, iba tejiendo su entramado dispuesto con mucho
amor y piedad, también sin razón aparente para qué, con
qué objeto, sacar a flote lo soterrado en pavorosas trastiendas de culpas.
134
Ana Enriqueta Terán
Niña Candela dejó al descubierto sus rabias; mandó a ensillar su bestia, montó en pelo y descalza, estribo entre los
dedos, falda arremangada por encima de los muslos, estuvo
fuera hasta el anochecer y no se supo más de ella hasta la
mañana siguiente cuando apareció vestida de negro solo que,
sin palabras o lágrimas acordes con el momento que se vivía en El Amparo, porque esos momentos, aire, luz, olor de
molienda, sonido de Pelton (la molienda no se podía suspender), eran de nosotros.
La naturaleza nos acompañaba y se aborrascaba en hojas de
bananero con trizaduras de ventisca. Más aún con el colchón
de “nada que oír” a ras de piso.
Si la noche sopesa el silencio de los hartos, aquella noche era
de plomo, pura cuajadura de dolor en el sitial de Doña Juana
Teresa, en ella misma y en los que estaban con ella: las nietas
como columnas bíblicas erguidas en la vigilia.
¿Propio descargo? ¿Amnistía frente al odio? Hoy no es venganza.
Hoy es dolor.
Niña Candela, qué alcance de; si tal cosa, de si no, bañando
aquella figura necesitada de luz, para que el pánico no nos invadiera, al faltar el jefe de familia, Don Diego, el gran DAN
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
de la seguridad y la molicie, identificado por Doña Juana Teresa como uno de los hijos del patriarca Abraham, DAN, el
guerrero, pelirrojo él, como el nuestro, pecas de herrumbre
empalidecidas ahora por la muerte.
(No es conveniente para “la enemiga” adentrarse en vericuetos de pasiones aún no sosegadas; aún como aves que estuviesen hambrientas de historias donde los culpables, de alguna
manera, saldrían victoriosos, o a lo menos no castigados por
mano divina ni humana). Por ejemplo, qué hacía el primo
hermano en el cuarto de Niña Candela. El primo hermano
con el que ella se casó (sacrificó) después del escándalo mayor, cuando hubo muertos y entre los muertos el pelirrojo
bíblico, crecido día a día, y para bien en la memoria familiar.
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Ana Enriqueta Terán
Isidoro Aldebaran
En el fondo de la mirada de cada quien él se quedó de perfil,
sostenido por un aire estrecho, desde el pie fino bien calzado
hasta la altura de los hombros, mejor dicho, hasta la altura
de la frente, en ese momento, presagiosa, de lo que más tarde
ordenaría el destino.
Destino cumplido en la bandera que alguien ondeó, abastecida de vuelo, porque ese día hubo viento. También lluvia.
Manuela no quiere adelantarse y vuelve al entorno del patio
donde el samán ofrece olor; las estaturas de los trajes, como
estallidos de luz, hacían de humo las intenciones de cada
quien: hasta el perro cambió de lugar sin motivo aparente.
Cómo olvidar la mata de paraíso (Sinnia ondulata), con sus
almendras de perfume que él también acunó en su paladar
pues “era nuestro primo hermano y compartió con nosotras
primera infancia”, primer jardín, con la mata de cayena doble enloquecida de flor y rojos vulgares ante la vara de azucenas, y la rosa única del día siguiente.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Rosa en botón, y mañana entreabierta para el ritual del olfato y vista del amanecer, el cafecito recién colado, llevado a la
cama de la gran señora, ayudada a vestir y conducida a la mecedora de Viena donde ahora recibía el sobrino que se hizo
hombre en ciudad capital, (Caracas), para librarlo (Doña
Dolores) de la violencia que lo había dejado sin padre pero,
con harto odio soterrado, vivo en la nitidez del recuerdo.
Vino a pacificar la Provincia pero se topó con el amor y escogió mal. Ella, Niña Candela se hizo del momento sin hablar,
sin moverse. Eso sí, utilizando el verde apretado y místico
de las esmeraldas maternas y la deliberada artimaña cuando dijo: “Nos vemos en el almuerzo” y se retiró dejando un
vacío total como si se llevara consigo el lugar donde había
estado, dejando, no un vacío sino un hueco de sombra, de
incertidumbre en el aliento de todos.
¡Ay!, Niña Candela, todavía no se ha resuelto si usted era
malvada o solamente instrumento de un destino para
seguir dibujo, diseño íntimo de lo que había de suceder,
ni circunstancias, ni porqués, ni qué consecuencias traería
aquella pérdida de sentido común, en ese instante, cuando se
lo entregaron a la muerte. Don Diego no estaba allí.
Isidoro, solo él, primo hermano y general con mando de tropa frente a cinco mujeres y Ama Ina en el trasfondo, dueñas
para siempre del trozo de memoria donde quedaría el más
preciado en pasión, en palidez, en belleza, en decisión de autosacrificio, como si ella Niña Candela que iba a sobrevivir
fuese digna de aquel holocausto.
Después otra memoria: cuando los trajeron montaña abajo,
él, Diego, en hamaca lujosa prestada por los señores del pueblo, Isidoro en hamaca popular, Doña Dolores, su madre,
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Ana Enriqueta Terán
colgada en la cabuyera de atrás, descalza, llena de greda roja
el vuelo de la vestidura, greda roja que hacía pesado el paso,
pero ella se arrastraba apoyada en única frase (“Mi hijo, ay,
mi hijo”).
Usted, Manuela, en su corazón ha permanecido esta herida;
usted que no vio nada pero que oyó que los botines de Doña
Dolores se quedaron pegados en el barro, usted que oyó que
a los tres días de estos sucesos ella cayó muerta “como alcanzada por un rayo” frase hecha y que usted oyó por años y
años... Usted, Manuela, que ha reído y cantado y que recuerda distintos trajes de su belleza, distintos tramados de tela
única sobre traje único: sus huesos, su carne gozosamente
aceptada, cuerpo respondedor en vigilias místicas, en alturas de sufrimiento y también en campo de absoluta vigilia
donde la madre de él, Doña Dolores, se adueñó del fondo de
usted misma, Manuela. Ella, Dolores, hermana de padre y
madre de Doña Juana Teresa.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Cuando la vecina Engracia Uribe habló de los culpables, se le
olvidó o no quiso nombrar al verdadero culpable y llegaron
bebidos a El Amparo porque sabían que todos los Aldebarán
estaban allí, hombres y mujeres y éstas no creyeron al farrandacas del sobrino político que dijo: “Los enemigos deben estar por llegar”.
No creyeron pero se apretaron como una macolla de defensa. Se habían criado como hermanos y las madres respectivas
contaban los sombreros para ver cuál faltaba pues se decían:
se quedó donde mi hermana Cesarina, y la otra, se quedó a
dormir donde mi hermana Juana Teresa, porque era tanta la
unión de esas mujeres, que casi confundían quién había parido a quién, hermanas en las chiquitas y en las grandes; sobre
todo en el perdón.
El perdón lo tomaban a partes iguales, pero en algunos casos
no había perdón porque no había culpa. El caso de Don Diego: ni pañuelo, ni sombrero, ni la tabaquera de plata con aves
tropicales pintadas en la porcelana fina, ni la caja de fósforos
traídos de Suecia. Nada de Don Diego para sugerir culpas.
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Ana Enriqueta Terán
¿A ras de quién establecer culpas? A ras de nadie porque no
había culpas. Eran circunstancias. Intensos momentos en
extensión de paño interno. Sin embargo, se respiraba bien;
se gozaba con el olfato la floración del día; el gusto saboreaba hasta el fondo el pocillo de café; el goce del tacto era
el acercamiento a la bestia de uno: perro, gato, pavo real, o
la tibieza húmeda del belfo de la vaca. Penélope, erigida en
nuestra memoria como sitio de babas dulces, de aliento de
humo, palpitación de tibieza en el respiro; también cabriola
de alegría en el llamado: se la nombraba: PENÉEEELOPE...
Y venía.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Mañana carente de sol, con la araucaria traída de Chile, enredijo de neblina y pájaros, esta vez todos negros en virtud
de la bruma contra el verde oscuro del follaje, follaje dispuesto en pisos de mayor a menor; el de más diámetro abajo,
hasta llegar al último de arriba, el copete con su aguja en el
centro señalando algo invisible.
Maltratar el recuerdo es negarse a nombrar ave azul, (una
gallina de monte que empollara, por años y años en el cuarto
círculo que a este árbol pertenece).
Doña Juana Teresa, como siempre, se guardó la pregunta en
los entresijos de su conciencia (¿bondad o aceptación de los
hechos?) porque, la verdad, no era apoyo, ni dejaba de serlo...
Era sólo piedad para el agredido y el agresor, inmensa piedad
de madre cuando intuyó en lo más verde del mogote: tímida
pero decidida, suelto el corpiño, lo recibió a él, zambo completo, mero ejemplo de cómo la hombría puede derrumbar
parapetos, espinazos erizados de honor donde la hembra, la
más débil, era depositaria del gran perfume de todas las virtudes, incluyendo la castidad. La hembra no tenía sexo.
¡Pobre Niña Candela!, con su fogón de deseo en la tramoya
de propia hondura... Niña Candela sin pensamiento, ni
pasado, ni futuro, viviendo el instante y éste como párrafo
Ana Enriqueta Terán
de resuello, porque si no vendría la asfixia y ella, sin saberlo
amaba la vida, pero también la muerte, porque ese primer
muerto, era más de ella que de nadie.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Usted, Doña Juana Teresa, desde su sitial presidía los grandes
ritos de silencio en las habitaciones, porque los corredores
estaban llenos de gorjeos de pájaros, despliegues del pavo
real y los desarreglos del caballo padrillo en la caballeriza.
Insinuaciones de oscuro y en la plenitud de la hora el canto
de la paloma torcaz. Después vendría la siesta, el gran desplome tropical de la siesta; usted en su sitio la cabeza doblada generalmente hacia la izquierda y el libro como siempre
en su regazo.
Doña Juana Teresa no se movía del corredor hasta las seis de
la tarde cuando se retiraba a sus habitaciones después de haber dispuesto lo del día siguiente. Ese momento de vacío era
el momento de Niña Candela.
Desguazaba espacios de un lado a otro, con premura insana
de quien desprecia conductas normales y asume lo extraño,
mismo porte, apacible por fuera y lleno en el fondo de sajaduras y transgresiones únicamente permitidas a ella, tan
lejana a cualquier decisión familiar.
Nosotros, la familia, inclinados a la veracidad del drama: ¿víctimas, victimarios?: todo a su debido tiempo. Ni acusaciones
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Ana Enriqueta Terán
ni justicia: “Sólo nosotros, capaces de soledad, de querer morir y al mismo tiempo enmacollarnos con la vida”.
A quién de los míos, que ya no están, agarro con las manos y
lo interrogo.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Doña Juana Teresa sabía cómo se enrosca el sonido en un
ataúd, en la madera sacrificada al martillo, al clavo de la circunstancia, varón o hembra, viejo o joven, mujer de parto,
otra muerte. Dos muertes, dos sonidos distintos: el grave
para cuerpo mayor, el leve, hijito muerto, gusano de luna ya
para amanecer. Lo pusieron sobre la mesa, indefenso en su
condición de no nacido. Usted, Doña Juana Teresa, que no
supo de nada y supo de todo, vio su propio corazón desgarrado en la piedra del sacrificio y se sintió, no víctima sino
presencia de nota alta en la melodía del holocausto.
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Ana Enriqueta Terán
Víctimas culposas: Niña Candela vistió traje sencillo, no se
puso ropa interior. Sabía que él estaba allí. Pasó lo que pasó
y hubo la venganza para rendir culto al gran parapeto de la
dignidad familiar.
Sin embargo, Niña Candela no fue echada de la casa. Ella, de
diecisiete años, usaba el sexo cumplido como amenaza a fuertes y débiles. Perdían ambos, débiles y fuertes. Niña Candela,
fue siempre la gran ganadora, menos cuando perdió al hijo,
mismo un niño Jesús, rubio y regordete como en los de retablo y también en las Nuestras Señoras de bulto, hermosas,
rotundas ellas, también el niño, como a desgaire ambos, en
la similitud total con madre humana, sin categoría de diosa
pero quizás más diosa en el desamparo del presentimiento.
Os bendecimos, Madre de Dios, Madre del Hombre y a usted
Niña Candela, que cambió y hasta cantaba en los corredores,
se sonreía, y lloró cuando una paloma, a pico, mató sus palominos. Usted, Niña Candela, en ese momento levantó su
hijo en alto y se lo ofreció a la Candelaria. Dejad los sitios de
la maternidad para que Niña Candela se entienda con Dios.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Niña Candela era obedecida. La llevaban hacia donde quería
en el mismo instante, porque era inmediata en las resoluciones, torcidas o no (casi siempre torcidas) pero con la inmediatez de lo consumado.
Niña Candela, no sería en usted donde la decadencia ofreció sus más veraces signos, ante luchas biológicas de caderas
desproporcionadas para delgadez de piernas, terminadas en
pies insoportablemente pequeños, con la belleza necesaria
para acceder a conceptos asiáticos, no liberados del dolor y
sí con peso de agonía, desgaste para el desorden final.
Niña Candela no conocía límites ni lástima en el momento
del corte. Seguía adelante, sin mirar hacia atrás, sin prestarle
una poquita de piedad al desechado, ni siquiera compañía
con el pensamiento. Borrón y cuenta nueva.
Cuando Niña Candela volvía la espalda, las cosas se iban con
ella. Mujer de todas las encrucijadas, Niña Candela sigue
siendo la invicta de todo cuanto de mérito alimenta el caer.
Ella caía, caía a propósito. Cuándo comenzó a tener aquella caída a pique donde se agarraba de cualquier cosa, fue
dueña y gerente de un prostíbulo famoso, en plaza principal
y hacía respetar las pupilas y éstas la adoraban y ella, Niña
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Ana Enriqueta Terán
Candela, se hizo casta; sembró y cultivó una enorme mata
de difembaquia, su enemiga. Todos los días le pellizcaba una
hoja central pero la mata se desorbitó de trópico y lucía más
voluminosa que ella.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Sea o no sea justo el acontecimiento vivido, siempre fue hermoso en su medida de tragedia, en lentitud de pasos que llegaron, pasos contados, y señalar con la mano “ahí está”, con
los pies casi rozando el suelo, la cabellera bíblica casi rozando el suelo, desgonzadas las manos, más vivas en su quietud
que el mismo rostro.
Espuelas, botines, polainas, llegarían después, Manuela las
recibió y se las dio a Doña Juana Teresa.
Empujón de dolor cuando David fue sólo desamparo, derrumbe de vida trozada por los tobillos.
Quien haya vivido esto, quien haya presenciado cómo nació
la violencia… (Ama Ina vio y escuchó). Qué vio, qué escuchó. EN AQUELLA GENTE, EL SILENCIO ERA LA PALABRA.
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Ana Enriqueta Terán
Personajes
AMA INA: hija natural de Don Arnulfo Aldebarán y levantada con mucha estimación por Doña Juana Teresa. Esposa de
Don Arnulfo.
Braulia: bachaca que aportó a la familia veinte lanzas en el
lago de Maracaibo.
Cristancho: artesano que trabajaba la plata y el cobre con
mucho éxito y poca maestría.
Doña Juana Teresa Cedeño: esposa de Don Arnulfo
y madre de nueve hijos. David Aldebarán Cedeño: primogénito, muerto
adolescente con el cual se inició la violencia en El Amparo.
Don Diego: hijo de Don Arnulfo y Doña Juana Teresa y
cabeza de familia a la muerte de Don Arnulfo.
Doña Dolores Cedeño de Aldebarán: madre del
general Isidoro Aldebarán Cedeño a la que se vuelve a nombrar
en el relato, cuando acompaña al hijo muerto cuesta abajo.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Don Salustiano: que formó familia en Guayana y que
no se vuelve a nombrar.
Elpidia: prima natural de Doña Juana Teresa y costurera de
mucha estimación en toda la familia.
Eusebio Castejón (Cheo Castejón): zapatero de
buen oficio, muy apreciado por los señores del pueblo.
Taita Medina: ayo de Don Diego, quien le puso el sobrenombre del Pulío y lo enseñó a montar a caballo y manejar
armas de fuego.
Engracia Uribe: vecina de El Amparo.
Florentina: madre de Braulia y por donde le venía a los
Aldebarán el aporte de la raza negra.
Isabel María: hija de Don Diego y dama principal; esposa de Juan Carlos Macchi el perturbado, y poseedora del pie
equino, compartido únicamente con Cheo Castejón.
Isidoro Aldebarán Cedeño: general de veintisiete
(27) años, enviado a Provincia con la Sagrada en misión de pacificar los tres estados andinos y sobrino carnal de Doña Juana
Teresa.
Juan Carlos Macchi (eunuco): esposo de Isabel
María, quien se casó con él a pesar de que regresó “distinto”
después de su primer viaje a Italia, donde se dijo que formó
parte en las montoneras de Garibaldi.
Juan de Dios: nieto de Doña Juana Teresa.
Ana Enriqueta Terán
Leticia: india guajira de dos años cuando se la trajeron a
Doña Juana Teresa y que ella crió con gran amor; madre del
hijo póstumo de David Aldebarán. David y Leticia, adolescentes, padres de Niña Chayo.
Manuela: hija de Don Diego en dama principal, y a quien
Doña Juana Teresa, tal vez sin proponérselo, le impuso el compromiso de conservar la memoria del feudo.
Martica: preciosa miniatura de mestizaje que aparecía en
El Amparo una o dos veces por año.
María del Rosario (Niña Chayo): hija de David
y de Leticia. Leticia, la guajira adolescente, criada por Doña
Juana Teresa con todo amor.
María: hija de Don Arnulfo y Doña Juana Teresa, que murió de quince años y que según el consenso familiar, murió de
amor.
Ella, por volverlo a ver
subió a verlo al mirador.
Él pasó con su mujer.
Ella se murió de amor.
María Eleyda: servicio de adentro.
Niña Candela: hija de Don Diego y hermana uterina de
Isabel María.
Rafaela: hija mayor de Don Arnulfo y Doña Juana Teresa,
muerta de parto.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
Sixta Medeiros: cocinera y con grandes derechos en el
manejo de la cocina.
Tristán Azuaje: primo hermano y el amor de María.
“Se metió tarde en el río
la sacó muerta el doctor.
Dicen que murió de frío
yo sé que murió de amor”.
Él volvió, volvió casado,
ella se murió de amor.
Panchita: la culebra tuquí “tan grande que daba lazadas de
viga a viga” y como no se supo de su muerte, debe estar suelta
soltando huevos ovalados y blandos.
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Ana Enriqueta Terán
Epilogo
Despacito Manuela, con buena letra; ahora le toca a usted.
En esta casa no se muere nadie; pero comencemos por la luz a
través de follajes que si se miran desde abajo, forman un entramado de grises, violetas, verdes tiernos, todo en ondas y sesgaduras de viento, que también se reflejan en suelo limpio y esta
luz será en las páginas como luz en los cuadros de Velásquez; y
Vermeer pondrá una pincelada de recuerdo cuando Ama Ina
desde una lechera en alto, y en chorro continuo y delicado
verterá en la escudilla de cada quien la leche recién ordeñada
de la vaca Alcamonera.
Ni a gentes, ni animales, ni a cosas se les conocerá fin. No se
podrá decir Ama Ina murió en tal parte, o Isabel María enfrentó destino de tal manera.
Todo quedará preso en las páginas: allí el águila de Doña Juana Teresa, zapatos vivos de Niña Candela y zapatos vacíos de
los que murieron. El yagrumo (Espectabilis humera) follajes
vueltos al revés. Collar rojo luciendo fino en el escote de Manuela; sarta de corales que cayó al suelo y no se perdió ni una
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
cuenta; ahí estaban todas y algunas sutilmente engarzadas en
las suturas del enladrillado.
También Ama Ina y también en el mirador: “Ahora atraviesa el río; ahora el repecho de los naranjos amargos, ahora el
camino real por entre tablones de caña; ahora donde se estrecha el camino y sube hasta el sío enraizado en tres piedras
enormes; ahora helechos milenarios dejados en sitio cuando
fundaron la casa; ahora uñas de danta berreando de excesos y
sigue el paño de las flores menudas”.
Rosa única de Doña Juana Teresa con cuajaduras de perfumes en la inmovilidad del centro. El zamuro de Don Arnulfo
como arrancando vuelo para el árbol próximo.
Allí, el jardín con plantas que se recuerdan una a una; caladios, heliotropos, hibiscus, hechos belleza a través del color
y la efímera textura del pétalo. Dice Manuela: “Se suplica, a
quién se suplica, ¿a usted, lector futuro?
Arrodíllese conmigo ante el samán cumplidor de sombra, en
el tatuaje del suelo y usted lector futuro conocerá el aroma de
ese año 1912 y la primera visión de un guanaco en un diccionario Larousse de esta MI CASA, mi vientre materno indestructible”.
Allí, un misterio menor, las esmeraldas de Camuzo, el sapo gigante que se alimenta de falenas, la cornamenta de Candelito,
toro mítico, colgada de una viga.
Allí, los espejos: el grande del comedor; el de la entrada “qué
reflejó el espejo cuando él regresó (él que había matado) y entró, mejor, cruzó el umbral y es posible se mirara y qué gesto
de sí mismo, qué imagen de sí mismo quedó grabada en propia
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Ana Enriqueta Terán
retina y en la esplendidez del espejo, luna de cristal de roca
cuyo espesor se medía con el pulgar, un centímetro y medio
hasta el azogue y después el infinito de la luz”.
Espejo de la sala, el más secreto, íntimo y poco usado “salvo
para el ensayo de actitudes; levantar la barbilla, echar la cabeza
atrás; mirarse los dientes, (no con sonrisa sino atornillando las
comisuras). Se sacan por los dientes, aseguraban los ancianos”.
Allí, Niña Chayo: “Tantos deseos y ninguno se cumplió. Pintar, tocar maderas nuevas, trabajarlas, porque caoba, cedro,
otras maderas duras eran conocidas por mí solo de tacto”.
“De repente yo no quería saber del tacto; entonces acudí al
sonido de la voz: (la voz de mi medio hermano). El sonido de
cuando se quitaba las polainas y después las botas; polainas
con olor a caballo. Sudor de caballo en la entrepierna del pantalón. Pantalones de montar”.
Los deseos del olfato se cumplían en los moradores: olor de
culantro de monte, olor de cambur pelado, olor de carne
puesta a fritar a la ligera, con aliños y todo. Olor a naranja, refrigerante y precioso; olor del jazminero familiar, casi neblina
de alma.
Allí, Eusebio Castejón: “zapatero de primera y conocedor de
los pies, bellos o feos, de todos los principales del pueblo. Pies
juanetudos, pies con callos, sabañones, malformaciones congénitas y sobre todo el pie equino de Isabel María”.
La mansedumbre de la intimidad de la casa, era el espacio perfecto para el andar, con tachaduras de Isabel María. Su presencia, como una aparición, siempre vestida de blanco, siempre
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
con un rumor de encajes, siempre con su bamboleo de flor a
caerse de su sitial de viento”.
Allí, la niebla: “fue cuando el día perdió su luminosidad y la
niebla se fue apoderando de a poquito de los corredores, o tal
vez efectos de luz mezclada con la niebla, hizo aquella penumbra tan acorde al entorno, con las cuatro velas encendidas en
las cuatro esquinas del mesón.
La niebla seguía casa adentro, hasta llegar a las habitaciones,
aposentarse a ras de suelo y salir, despacio, muy despacio por
los ventanales y borrar, casi borrar, las plantas de los jardines
interiores”.
Allí, la abuela ordenó el ataúd: “caoba de la hacienda cortada
setenta, ochenta años atrás. Madera de caoba. Desempolvaron
las tablas hechas con hachuela, que olían a sábanas de piedad
para aquel cuerpo de gigante con pecas de herrumbre, mejor dibujadas ahora que en propia vida. (‘Quiero ponerle otro
nombre, pero se llama Diego y es DIEGO’). En ese día aciago
cada momento se hizo eterno; tomó la impronta de lo eterno
en la presencia del tordito que llegó defecó y se fué”.
Allí, maderas: la caoba se prefería para las cunas y los ataúdes.
Allí, el instante en que niña Isabel diría “bajen la tapa”.
Allí, la madre de Niña Candela: “soleada e irresponsable
como una ondina o una náyade de los entresijos del río; como
alguien que nunca conoció el dolor, ni se alivió con extrañas
mixturas de remordimiento.
Tenía altar; rezaba sus oraciones, como inmensos ramos de
alabanza, formados por lo inocente y perfumado del mundo.
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Ana Enriqueta Terán
Plegarias salidas a través de labios hechos para la risa, no para
la sonrisa sino más bien para el convencimiento de que la vida
es sabor, sonido, caricia acumulada en la punta de los dedos.
La vida como susurro de palabra más que música en el oído;
como fruta y mirar un pájaro de vuelo alto y cola larguísima.
Usted, madre de Niña Candela, camina por primera y última
vez en esta página, usted que se hundirá para siempre con su
hijo loco en este reino de utopías y su hijo loco cuando usted
lo iba a visitar, al verla le gritaba: ‘Puta puta’ y usted se reía,
con esa risa suya llena de cristal y le ofrecía la rosa que usted le
había traído y él, loco furioso, respetaba la rosa y se la acercaba al aliento”.
Allí, Doña Juana Teresa, Doña Juana Teresa, Doña Juana Teresa… Su águila, su rosa interdiaria.
Allí, los animales con nombre y los otros con ritos y trasfondo de misterio.
Y aquí, ahora mismo, Manuela cierra la última página, escribe la palabra FIN y se queda muy alta y muy pálida, como
alguien que se desangra en luz.
A.E.T.
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Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes
se terminó de imprimir en febrero de 2014
en la Fundación Imprenta de la Cultura
5.000 ejemplares
Guarenas - Venezuela