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Sangre Azul
ALFREDO SEPULVEDA
Por la recuperación de la identidad y
memoria histórica bullanguera. Con la
autogestión como principio y horizonte
de consecuencia en rechazo a la empresa
concesionaria de Azul Azul s.a. Viva la
U libre, valiente y combativa. Los fondos
irán en directa ayuda de camaradas en
prisión
PASION INFINITA EDICIONES
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Sangre Azul.
Más que un equipo de fútbol, esto es una pasión que se lleva adentro,
compadre, algo que te toca las fibras más íntimas del corazón, algo
con lo que nunca voy a permitir que me agarres para el hueveo; no
sé si me voy dando a entender. Al principio eran las pichangas en
el barrio, las primeras fiestas, toda esa cantidad de minas que nos
pescábamos juntos. Después cambiaste, después del noventa y uno
te convertiste en uno de ellos y hasta ahí llegamos juntos no más;
yo no te pude seguir, tú no me pudiste seguir a mí, así es la vida.
Me acuerdo, éramos los reyes de la jarana, las noches de fin de
semana temblando a nuestro paso. Me acuerdo, compadre, cómo
la Gran Avenida se nos abría de piernas en las discotecas, como
los ingenieros de la Compañía de Cervecerías Unidas se quebraban
la cabeza ideando la forma de satisfacer nuestras gargantas.
¿Puedes recordar la liguilla del ochenta, compadrito? Los dos juntos
en el estadio, pendejos todavía los dos, pero ahí, en donde todo
quemaba con un calor que nadie más conocía, debajo del marcador,
vibrando con el penal que el loco Carballo le atajaba al llorón del
Carlitos Rivas y luego ese pase largo para el chico Hoffens que
corría solo por la derecha dejando atrás a los cogoteros, la pelota
que recibía el Turco Salah y el Turco enchufándola con tuti adentro
del arco, con Adolfo Nef y todo para adentro, rompiendo la red en
el minuto ochenta y nueve. La “U” dos, Cogoteros uno, la “U” a la
Copa Libertadores de América y nosotros más felices que la cresta.
No podía saber entonces que lo que te gustaba a tu no era
el sentimiento, la pasión, sino el gustillo a triunfo. No dijiste
nada cuando el Turco se fue de entrenador a Colo Colo; de a
poco comenzaste a abandonar los estadios. Cuando bajamos
a segunda, amenazaste incluso con abandonar el equipo.
Lo pasábamos bien, sí, pero al mismo tiempo eras bien traidor,
conchetumadre. Te pegaste al televisor viendo la Copa
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Libertadores que ganó Colo Colo, me acuerdo clarísimo; yo salté
con el gol de Boca en Buenos Aires y tú ahí, sentado en el asiento,
mudo, bebiendo tu cerveza como si te hubiese dolido.
Ya todo estaba claro para entonces, a la semana siguiente, cuando
te vi en la calle celebrando el triunfo ante Boca aquí en Santiago.
Te pudiste haber ahorrado el discurso. “Necesito un equipo que
sepa ser campeón, viejo”, dijiste, y entonces pensé que algunos
seres humanos pueden llegar a ser más arrastrados que un gusano
incluso.
Supe que fuiste al Monumental para la final, te vieron con un
mantelito blanco amarrado a un palo; supe que en Plaza Italia
saqueaste tiendas de tan raja que estabas. Pero tu sello estaba ahí,
viejo. Eras un palestino en medio de los milicos judíos, un yanqui
rodeado de norvietnamitas. Llevabas el sello invisible de la “U” y
por eso rompiste más vidrios que cualquier indio maricón.
Ahora te veo allí a través del lente de acercamiento, en medio de
la Garra Blanca, con la cara toda pintada, creyéndote un guerrero
mapuche antes de entrar en la batalla contra los españoles. Una
cancha de fútbol nos separa y tú no te das cuenta que te observo,
ni sospechas que estoy acá. Olvidaste todo el hueveo, el carrete de
cuando chicos. Ahora trabajas en una oficina y te descargas en el
estadio. Me da risa; necesitas un equipo que sepa ser campeón.
Sale Colo Colo, sale la “U”. El ruido, los proyectiles y el papel picado
inundan el aire y la cancha. Pero hay un sonido que apenas escuchas,
que no presientes que es para ti. Hay un proyectil que se te clava
en la mitad del pecho y entonces caes en medio de la Garra Blanca.
Sólo entonces recuerdas que a la “U” nadie la traiciona.
Y, mientras te observo a través de la mira telescópica, veo que del
corazón te brota sangre azul.
Santiago, abril de 1992.
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Ella decía que una vez viajamos.
Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo
así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque
nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos
cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose
en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy adentro, allá
en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la
raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso,
la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que
fuimos. Sin la cual (¡y qué terrible ha de ser entonces! Se decía Bruno) esos hombres
que la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones
profundas, son tenues, inciertas y liviantísimas hojas arrastradas por el furioso y sin
sentido viento del tiempo.
Ernesto Sábato. Sobre Héroes y tumbas.
Ella, es cierto, me decía Tokio, me lo nombraba como si nombrara una
fruta, me contaba esta historia que ahora, después de los años y los
años, y sólo gracias a ella, a esa persistencia con la que me obligaba
a repetir junto a sus labios “este esfuerzo que hago, esta porfía, se
llama amor”, puedo relatar de memoria; pero yo le preguntaba qué
era Tokio, qué era la “U”, por qué estaba ahí, conmigo, quién era ella
al fin y al cabo: una extraña al borde de la cama, desnuda, un par de
grandes ojos azules pidiéndome algo que habían extraviado de un
golpe o de un accidente o de una impresión. ¿Yo mismo vestido de
payaso? ¿De amarillo furioso?
Ella decía que una vez viajamos a Tokio. Que fuimos a ver la final de
la Copa Intercontinental de clubes. Que la “U” jugó contra el Milán.
Al principio, en la época de sondas y de hospital, todas estas cosas
que ella me decía caían en el cajón sin fondo de mi memoria. Y no
sólo los nombres: la “U”, Tokio, el de ella misma, sino también las
otras palabras, los pájaros de la gramática que unen algo que debe
tener sentido, el yo-tu-él-nosotros-vosotros-ellos perdido como
dos monedas de aluminio en el fondo de una piscina olímpica. La
veía sentada junto a mí la mayor parte del día; una extraña que
lloraba, pero sus lágrimas también eran incomprensibles, como
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lo era el hecho de que se hiciera de noche, o de que desde afuera
de la ventana llegaran los sonidos de una ciudad en movimiento.
Después, cuando regresé por primera vez al lugar que era su
casa y también la mía, cuando cada mañana ella dedicaba varios
minutos a repetir la historia junto a mi boca para que se quedara
en mí recuerdo y no me abandonara, comencé de a poco a unir
los sonidos, a sentirme ansioso cuando llegaba a una parte que no
podía comprender. Supongo que la miré a ella con otros, nuevos
ojos, y adivino que por primera vez, aunque ya me estuviera dando,
le pedí. Como un abanico mi entendimiento se abrió para atrapar
cada una de sus palabras. Y la historia entró en mí.
Esa noche las calles de Tokio tenían de todo, menos de ti. Santiago,
México, Los Angeles, Tokio. Comprenderás cómo fue. Cada
aeropuerto era como caer varios peldaños por la escalera, sangre en
la nariz. En L.A. nos topamos con el equipo porque hubo tormenta
y el avión de ellos se atrasó mucho. La escala duró unas cinco horas,
de ahí esa foto en que salimos tú, yo y el Lulo Socías. La puedes ver
si abres el álbum de fotos, está en la página del medio. Después,
nuestros vuelos partieron casi simultáneamente. El Océano Pacífico
es azul, grande y magnífico. Se parece a la “U”.
Cuando vas hacia el Oriente te da la impresión de que el día no
termina nunca. Llegar a Tokio es tan raro, en las noches sí que hay
luz en esa ciudad.
La mayor parte del tiempo te dedicaste a tomar cerveza y ver
televisión en nuestra pieza, aunque no entendíamos absolutamente
nada de lo que hablaban. Yo salía de compras. Pero no estaba
enojada contigo, al contrario, te comprendía.
Yo había llegado a la “U” por tu culpa, cuando te conocí, cuando
me enamoré de ti. Tú, en cambio, llevabas toda tu vida esperando
algo como lo que estaba pasando en Japón.
Cuando no estabas en la pieza, paseando de un lado a otro como
un león enjaulado, en las mañanas y en la tardes íbamos al parque
que estaba detrás del hotel a ver el entrenamiento. El Turco nos
hacía rodear la cancha para usarnos de escudo contra periodistas
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y soplones, nos formaba alrededor de manera que sólo nosotros
estábamos en contacto directo con el equipo. Hacía mucho, mucho
frío, así que en esos momentos saltábamos y gritábamos como si
estuviéramos en el estadio. Y cuando lo hacíamos, salía ese humo
de nuestras bocas y narices.
Pasaron muchas cosas en esa ciudad. Tú, la primera, es decir la
última, pero la más importante, claro. Pero también otras. En cierto
modo era como si, estando, no hubiéramos estado en esa ciudad. De
alguna forma el Bulla se transformó en una especie de celofán que
nos envolvía y nos hacía inmunes a todo lo demás, a lo que estaba
lejos, ignorando y olvidando que nosotros mismos éramos todos
los días nosotros mismos. A veces pensaba que no nos habíamos
movido del sector sur, abajo, bien abajo del marcador, y que lo único
que había alrededor era la sensación que nos encantaba, aunque
alargada como chicle: esperar que el León saliera finalmente a la
cancha.
Sin embargo, lejos de lo que estábamos acostumbrados, en Tokio
los días antes del partido se parecían demasiado entre sí. El turco
estaba nervioso, me contaste que lo topaste en el ascensor unas
cuatro veces, siempre cambiando el cigarrillo por otro nuevo.
Mariano se torció la pierna una tarde y al día siguiente estaba bien.
Superman dijo un día que le dolía una muela, pero en la noche se
le pasó. Tarde, en el bar del hotel, veíamos las notas que hacía la
televisión sobre el equipo. Algunas chicas japonesas se metieron al
hotel y te confundieron con jugador y nos dio mucha risa porque
me pedían permiso a mí para acercarse a ti. Diste cinco autógrafos.
Sí, una vez saliste con los demás, fueron al distrito no sé cuanto, la
calle de las putas y las discos. Entraron a una casa de geishas, pero
volviste antes diciendo que era muy turístico y que no pasaba nada,
puro gringo curado o italianos del Milán. Aunque en algún lugar de
Tokio hubo una pelea contra los italianos esa noche, no estuviste
ahí, y un par de horas después que habías salido, regresaste y te
metiste a la cama conmigo. Al otro día los que llegaron después
que tú al hotel no opinaron que la vida nocturna fuera tan aburrida
y se rieron de ti, pero tú me abrazaste fuerte y los miraste con unos
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ojos desafiantes.
El día antes del partido el Turco ordenó fútbol para relajarse y
jugamos –bueno, jugaste- un partido contra el equipo titular. Te
reíste mucho con esa misma risa de antes, del principio, y yo me
olvidé de varias cosas, menos de ti y de verte contento. El equipo
formado por el Bulla se tiraba al suelo por cualquier cosa, les dejaba
la pelota sola a los del León, entre ustedes mismos se hacían fouls
a propósito. Mariano les hizo un gol y ustedes corrieron y gritaron
y se tiraron encima para abrazarlo y después lo levantaron en
andas y dimos todos la vuelta a la cancha con él. Los japoneses no
entendían nada. Los periodistas se rieron. La risa vencía al frío.
A la mañana siguiente, después de almuerzo, estuvimos en el lobby
del hotel, esperando los buses. Fumamos. Alguien dijo que no
dejaban poner lienzos en el estadio. Para los japoneses lo normal era
que el Milán nos hiciera polvo. Lo sabíamos por lo que nos decían los
traductores, los guías, toda esa gente. Yo tenía que contenerte para
que no les pegaras cuando nos contaban estas cosas, convencerte
durante varios minutos de que ellos simplemente repetían lo que
decía la prensa y la calle; pero tú no, dele con que eran ellas con que
qué sabían ellos; estabas nervioso. Saltábamos en la recepción, los
empleados dejaban de hacer lo que hacían para vernos. Nosotros
éramos los raros, los que no deberíamos estar en Tokio. Pero
estábamos.
Desde el bus, las calles de Tokio parecían sacadas de esos dibujos
con que las empresas constructoras anuncian sus ofertas. Todo
era sospechosamente limpio, la gente sospechosamente decente,
el día –aunque helado- sospechosamente luminoso. Tú dijiste que
en Tokio era como si una amenaza estuviera siempre presente,
como si un monstruo gigantesco estuviera a punto de llegar desde
el espacio para llevarse todo esto que era el ejemplo de lo precioso.
El estadio al que nos llevaban se parecía al nuestro, pero limpio.
Veíamos las banderas rojinegras del Milán, escuchábamos sus
insultos en italiano. Estuvimos saltando desde mucho antes del
partido, calentábamos el cuerpo. Tú empezaste a sudar casi desde
el comienzo. Entre ellos y nosotros había cientos de japoneses que
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se divertían con el duelo de las barras. Por las graderías los italianos
hacían volar un pájaro azul de peluche que no era un chuncho, pero
que destrozaron igual. Los asientos del estadio eran de metal e
individuales, así que nos subimos a ellos y saltamos y los hicimos
sonar: los indios chilenos batían sus tambores, amenazantes.
Entraron decenas de pequeños policías a la gradería nuestra.
Llevaban caso y uniforme raro, mezcla de carabinero del tránsito
con árbitro. Esa policía amarilla, es que no deja ver, esa que te
torturaba, cuando estaba Pinochet… la risa empezaba a crecer en el
Bulla y el grito también. Un “¡Atención Los de Abajo!: ¡CE, HACHE,
I…!!!” retumbó en un momento en que la barra del Milán estaba
absolutamente en silencio. Con un solo grito podíamos ordenarle
al sol que saliera.
Dijiste cosas raras antes de que los equipos salieran a la cancha;
pude haber pensado que de algún modo estabas advirtiéndome lo
que venía, lo que pasaba dentro tuyo, pero no lo hice. Empezaste
a hablar de los estadios, dijiste que un estadio no es más que un
estadio, donde lo pongas, y yo estuve de acuerdo, porque pensé
que el celofán funcionaba en Santiago y en Tokio y me alegré de no
estar tan perdida, de que tú también pensaras como yo.
Sólo la ciudad cambia, dijiste, pero ella está siempre atrás, escondida.
Un estadio es como una isla, la misma isla, flotando en diferentes
pedazos de agua.
El León salió con el Milán al mismo tiempo. Por los parlantes cantaron
primero el himno italiano. En el himno chileno el que ponía los discos
se equivocó y colocó la parte de los milicos. Nos miramos sin saber
qué hacer, sólo dejamos que en silencio terminara. Y cuando giré
para comentarte lo del himno, no estabas, ni tus banderas, ni nada.
No, no te imaginé en el baño. Te conocía demasiado como para
eso y tus señales previas podían quebrar todos los vidrios en veinte
cuadras a la redonda de tan fuerte que gritaban. Sin tener nada de
sentido, en ese momento todo encajó perfecto, y te supe en las
calles, lejos del estadio, nadando en ese mar que temías, cerrando
los ojos cuando lo que más amabas se te ofrecía sin ropa.
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Y no lloré ni me desesperé ni conté lo que pasaba ni llamé a la
policía. Al contrario; me reí, me reí con unas ganas de loca de la
puta madre, y me concentré en el partido, en el ir y venir de la
pelota y los jugadores, sabiendo cómo iba a ser todo al final, casi
con un libreto en las manos donde estaba escrito lo que iba a pasar
en la cancha.
Después del estadio, en el bar del hotel, aunque no, quizás en el bus
de vuelta, me curé cueva, besé a varios jugadores en la boca, y sí,
me acuerdo de todo, no te lo voy a negar. El tipo encargado de la
seguridad el hotel me tomó para llevarme a la pieza y encerrarme
ahí, pero yo le di una cachetada, y después el Turco arregló todo.
En algún momento a la salida del estadio alguien le tiró una bolsa
con pichí a Joai Havelange y por eso no estaba ninguno de los
dirigentes con nosotros. Entre el Bulla y el León teníamos cerrado
el bar y habíamos decretado bar abierto. La Copa Intercontinental
de clubes era un cilindro brillante que, si lo besabas, los labios se
te quedaban un poco pegados. Superman Vargas chuteó la pelota
dentro de la recepción y rompió una lámpara de lágrimas enorme.
Mucha gente lloraba.
Yo traté, pero no pude. Entonces llegaste tu, abriste muy despacio
la puerta y nadie excepto yo se dio cuenta de tu presencia, tal vez
porque para ellos nunca te habías ido. Sólo cuando notaron el hilo
de sangre que te bajaba desde la frente, la mirada como de haber
pasado ocho siglos bajo una mina de carbón, tus ropas rasgadas y mi
frenético abrazo a tu cuello, mis besos como golpes a tus mejillas,
se dieron cuenta de que estabas ahí; pero sólo eso, que estabas,
porque yo podía oler que de un modo incomprensible y secreto,
antiguo y maravilloso, te habías ido para siempre.
Como si tomara a un sobrino chico de la mano te tomé a ti y subí las
escaleras que nos llevaban a nuestro cuarto, mientras oía cómo los
garabatos chilenos se trasladaban del bar a la piscina temperada, y
podía sentir los chapuzones y los gritos.
Luego la noche de Tokio nos dio un respiro, se hizo oscura, nos
acogió.
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Y después entró esta historia en mí no como ella hubiera querido,
no en la forma de esa cadena invisible que me tendía para anclarme
con el que fui antes: el que se reía durante los entrenamientos en
Tokio, el hombre que ella amó. La historia entró en mí, sí, pero
tomó otro camino, uno que ella no podía prever. Escogió la ruta
que siguen las buenas historias o los rezos que el agnóstico reflota
cuando enfrenta un peligro inminente. Porque el amor no fluyó
como un pétalo de agua, la porfía no bastó, como en una película,
y las mañanas y las despedidas fueron más grandes que las noches
y los besos. La historia bajó flotando como al fondo de un pozo, y
ahora, cada vez que la necesito, acudo a ella para mirarme, para
tener lo que me falta: es un tesoro que es un espejo, una máscara
al final de todas las máscaras.
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No son lacrimógenas.
La “U” no tiene mala cueva, mijita, a la “U” se la están tratando de
cagar, la quieren hacer desaparecer porque el fútbol lo manejan
indios disfrazados. Antes tenían a Pinochet para que los ayudara
y ahora están solos, así que la consigna es cagarnos por debajo
arreglando árbitros como el que nos tocó esta noche. ¿Te aburre
estar aquí, afuera del camarín, con frío, tanto rato? Espérate un
poco que este infeliz ya sale. Bueno, aguántate, qué culpa tengo
yo. Sí, sí, no te preocupes, no vamos a salir por Grecia. Ya sé que
está quedando la cagada ¿Crees que soy sordo, mi amor? Yo te
advertí que iba a quedar la escoba a la salida del estadio y tú me
dijiste que no te importaba, que te trajera igual pascual. No, al
contrario, me gustó haber venido contigo, no digas eso, pero ahora
no molestes por favor. Ya, dame un besito. Uno no más. Esperemos
al cabrón ese aquí, medio escondidos entre los periodistas. Así no
tenemos que salir al tiro a la calle y nos salvamos de la cagada que
está quedando afuera. A propósito, espero que hagamos recagar
a estos indios. Nos podrán robar en la cancha, pero en la calle van
a ver con quién se están metiendo. ¿Me das un besito? Princesa,
no me pongas esas caritas, que me da pena. Cuando salga ese
árbitro, corazón, lo menos que haré será bailar como en el recital
de Metallica, pero sobre su hocico. ¿Te acuerdas del recital? ¿Ah, no
fui contigo? ¿Cómo que no fui contigo? Fui contigo. ¿Cómo no me
voy a acordar?: Obey your master, master, characharacharacharán.
¿Volado? ¿Y desde cuando que tú…? ¿Qué tiene que ver el pito,
se puede saber? ¿Tú crees que empecé a fumar marihuana el año
pasado? Ya, no te pongas así, no hay para qué, si igual no podemos
salir todavía porque están los indios afuera y no quiero que te toquen
el poto, no quiero matar a nadie. ¿A qué hora pensará salir este
infeliz? ¡Apúrate, pos conchatumadre, que tengo que ir a sacarle
la chucha a otros colocolinos como tú! Pero si se rieron, mi amor,
mira cómo se rió la gente ¡Bueno ,si estamos en el estadio, qué
tanta huevá!¡Ya pos, sale conchatumadre! ¿Ves como agarra papa
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la gente? Ya están tirando botellas. Ese árbitro va a tener que
salir antes de que se nos acaben, porque la verdad es que estoy
tan caliente que al primer indio que pase por mi lado le reviente la
cara con esta botella. ¿No quieres tirarla tú, mi amor? Si, puede ser
que haya salido por otra puerta, pero conozco todo este estadio
como si fuera mi casa y no creo que… Ya, vámonos no más. Vamos,
vamos, vamos. Camine más rápido, mijita. Después te explico.
Porque los pacos nos cacharon, mierda. Tantas preguntas que
haces. Hazme caso, no más. No, no corras, pero camina rápido.
Ya, ahora mezclémonos con la gente que sale del estadio. ¡Metete
el mantelito blanco en el culo, indio conchetumadre! ¿Por qué no
venís vos para acá y me la chupai, hijo de puta? ¡Se te hace, colizón
culiado, sin el árbitro te cagai en tres tiempos! Ya, mi amor, ya
pasó, ya me tranquilicé. Oye, no tienes para qué estar tan nerviosa.
¿Le tienes miedo a estos tipos? ¡Pero si son unas minas, qué miedo
les puedes tener! Ya, tranquilízate, en serio. . No va a pasar nada.
Colo Colo, a la cama, que el burro está en pijama. No, no es olor a
lacrimógena, mi amor, lo que pasa es que cuando estos picantes
transpiran parece que llevaran un regimiento de cebollas en los
sobacos. No te asustes, mi amor. Aquí tienes sal, póntela debajo
de la lengua. Aunque no venía preparado… Ja, ja. Guarda un poco
en la cartera. Mírenla, con cartera en el estadio, toda cuida. Ya,
ya, perdón. ¿Pero qué se ha imaginado esta policía verde? ¡Primero
nos roban en la cancha y ahora nos quieren llevar al campo de
concentración! ¡Corre! Casi te mojaron, ¡por la chucha, tienes que
estar más atenta! Bueno, es que me pongo nervioso. Si, ya vamos a
salir de aquí. ¡Es que no quiero que te pase nada! ¡Porque te quiero,
pos tonta, por eso te grito, porque no quiero que te pase nada!
Confía en mí ¿ya? Dame un beso. ¡Cuñado de la conchetumadre,
cogotero culiado! ¿Qué? Pero déjame irle a dar la dura a ese huevón,
mijita, por favor. A ese indio apestoso y vuelvo, nada más. No, no
voy a dejar que nos huevee cuando estamos besándonos. Es una
huevá de honor, por la chucha, ¿tanto cuesta que te entre? ¿Viste?
Ya se escapó el indio, le dio miedo, se muere de susto. Chi…Le…
Chi Chi Chi… Le Le Le… ¡Universidad de Chile!... y dale, y dale, y dale
bulla dale. Grita también, pues linda. Sí, si a mí también me raspa
la garganta, no pensé que esta policía lanzara tantas lacrimógenas
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Por la chucha, por eso ahora estamos tratando de salir de aquí ¿ya?
No te me desmayes, un poco no más, un poquito más y salimos,
aguanta. ¡Hijo de puta, la próxima rueda después que incendie tu
estadio te quemo vivo a vos! Ya mi amor, ya voy, no me estires las
mangas de la camiseta de la “U”, pues reina, ¿no ves que quedan
todas gualalientas y después parezco huevón? Sí, ¿no te prometí
que no me iba a garrar con nadie? ¿Y me he agarrado con alguien?
¿Viste? Puros gritos, nada más. Ningún cornete, ninguna patada.
Limpio. Lo prometido es deuda, princesa, dame un beso largo,
lengüita, así, así. Cuidado. ¡Corre! Esa lacrimógena cayó cerca, voy
a ir a devolvérsela a los pacos, quizás se les cayó por equivocación,
voy a hacerles un favor. No te muevas de aquí, es sólo una patada
que le voy a dar, no me va a pasar nada. No te muevas de aquí.
¡Pero suéltame! Yo también te quiero, yo tampoco quiero que te
pase nada. Ahí viene otra, córrete. Pásame la sal, ¿te queda? Voy
y vuelvo. . ¡Así se patean estas huevás!¡Tomen pacos culiados
colocolinos! ¿Viste? Volví. ¿Te he mentido alguna vez? No, no te
estoy preguntando eso, te pregunté si te he mentido alguna vez.
Ah, ya. ¿Viste? ¡Chucha! ¿Qué te pasa? ¿Quieres vomitar? SI quieres
hazlo ahora no más. Aquí estamos a salvo. ¡Una bomba muy cerca,
compadre! ¡No, no hay problema, no se preocupe, gracias! ¡Grande
la “U”, aunque pierda! ¡Eso, compadre! Ya pues, mijita, vomite, no
ve que estamos pintando el terrible mono aquí. ¡Por tu culpa, indio
conchatumadre! Corre, mi amor. Más rápido. Y dale y dale y dale bulla
dale. ¿Todavía están detrás? ¡Están alzados estos indios infelices!
No tengas miedo, no hay problema. Doblemos por acá. Eso, respira
hondo. Uf, así está mejor, ¿o no? ¿Dónde, amigo? ¿Seguro? ¿Ya te
sientes mejor tu? Sí, si sé que por acá no pasa la micro. Vamos a
otra parte primero. No, no puedo dejar de ir. Ni cagando, tú no te
separas de mí. No. ¡HEY, ESCUCHA! Tú no te separas de mí, ¿está
claro? Sí, estás cagada, pero mucho menos que si intentas irte sola
entre medio de todos esos cogoteros. Mírales las caras no más, mi
amor. Ya vas a ver donde vamos. Piolita, segurola. No te pongas
así, mi amor ¿ya? No, es que el olor a lacrimógena queda dando
vuelta un rato, no es que estén tirando más. ¡Un fósforo, un fósforo!
¿Tienes? Tienes pero no quieres prestar un fósforo todo cagón. No
importa, ¿ves? Ahí el compadre tiene un fósforo. Gracias, socio.
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Qué bonito se ve el neumático. ¡Ahora hagamos un asado! ¿Ves
como se ríe la gente? Coco Legrand, ya, bueno. Sí, soy Coco Legrand
¿contenta? Ya estas enojada de nuevo, por la chucha. ¿Ves? Ahí
está. Por l que nos devolvimos, pues. Sí, es un bus, mi amor, pero
no cualquiera. Adivina quiénes son los que van adentro. ¡Cogoteros
de la conchesumadre! ¡Hijos de puta! Ven, ven, ven, princesa. Un
hueco, por favor, señores, gracias. Empuja mi amor. Así, ¿ves? Mira
las caras de cagados de miedo de estos indios en las ventanillas.
Ahí esta el Chancho Yáñez, tírale un escupo. Así mi amor. ¡Ajjj!
Chancho…Chancho…¡Todo el cuerpo contra el bus mijita! No, no
hay nadie en el otro costado, esa es la idea. ¡Quédate acá, no te
vayas más lejos! Un segundo no más, Y va a caer, y va a caer. Un
par de rasmillones no más, qué les puede pasar a estas mierdas,
corazón. ¡Puta la huevá heavy! ¡Un último esfuerzo! ¡Uf! ¡Eso!
¡Bravo! Y ya cayóy ya cayó. ¿Dónde? ¡Chucha, trajeron al regimiento
entero estos pacos! Corre, mi amor, no me sueltes la mano. Quizás
podamos pasar piola, caminemos no más, alejémonos un poco de la
gente. ¡Cresta, las barricadas! Saltemos. ¿Se te ocurre algo mejor?
¡Ya, rápido, pues! ¿Viste?, no fue tan terrible. Ya, ahora para la casa.
Puta madre. . ¡Tírate al suelo! ¡Abrázame! No va a pasar nada.
Aguanta no más. Ya va a pasar, mi amor, ya va a pasar. ¡Chucha!
¡Ahh! ¡Puta! Aguanta, aguanta, aguanta. Te quiero, te quiero, te
quiero. Pasó, pasó, pasó. Ahí se van. Por suerte estábamos en el
camino y no donde era peludo de verdad. Mira esos resplandores
allá. A ver, ¿no te hicieron nada los pacos? ¡Qué! ¿Eso? ¿Esa huevá
en mi brazo? Eso es un rasmillón todo cagón, mijita. ¡Ah, cresta!
Nada. No, no duele. Sí, puedo ponerme de pie. Ayúdame un poco.
Levántame de a poquito. Puta, la espalda. No, no es nada. Ya,
vamos. Vamos ¿Tienes plata para taxi? Oye. Te quiero. ¡Bueno, no
es culpa mía que no sea la ocasión! Quería decirte que te quiero.
Bueno, aunque parezca lo contrario, ¿y qué? ¡Puta, pero déjame
decirlo! ¿Puedo decirlo? Te quiero más que la chucha. Dejémonos
de huevear y casémonos. ¿Tengo cara de estar hueveando? Bueno,
no es culpa mía todo esto. Casémonos, linda. En serio. Sí, me duele
un poco. Qué hospital, mi amor, vámonos a la casa, lo único que
quiero es estar contigo. No, no es hueveo. Es en serio. No, no son
las lacrimógenas. Eres tú misma. Tú solita.
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Hammer vive.
Carlos Hammer. La noche del 20 de diciembre, por primera vez en
nuestra historia, abandonamos el estadio de Colo Colo antes de
que terminara el partido. En el cielo estallaban los fuegos artificiales
y el recentar de las luces se confundía con el sonido de algunas
balas disparadas al aire por frenéticos hinchas albos. Minutos
antes de la retirada habíamos dejado de saltar y contemplábamos
despavoridos cómo Universidad de Chile dejaba que corrieran
los minutos caminando, equivocando los pases, observando con
las manos en la cintura cómo Colo Colo se ganaba el derecho a
permanecer en Primera División y cómo la “U” lo perdía.
Sólo ahora, ya que usted me pide hacer esta especie de gigantesca
maqueta con mis recuerdos, ordenándolos uno a uno como en
un rompecabezas de cinco mil piezas, puedo decir que habíamos
enmudecido, que Los De Abajo habíamos capitulado y que nuestro
silencio, oculto esa noche por los gritos ensordecedores de los
colocolinos, era la mejor prueba de nuestra derrota. El núcleo, el
centro, el corazón fundamental de la barra azul era prisionero de
un silencio pavoroso. Contemplando como estatuas el estúpido y
sin sentido pasto verde del Estadio Monumental, fijando nuestra
vista de tal manera que los jugadores azules y blancos que se
desplazaban por la cancha bien podían haber sido fantasmas,
hombres imaginarios, caricaturas, figuras de taca taca, veíamos
cómo el sueño se iba a la basura, por fin y para siempre.
Pero a usted le interesa que hablemos de Carlos Hammer, ¿no es
así?¿Qué veía en esos instantes Carlos Hammer, me pregunta?
Sueños, yo creo. Al contemplar su rostro impasible lo pensé por un
segundo en ese momento, y durante todo el resto de mi vida he
tenido la seguridad de que era, de que fue así. ¿Qué sueños? No lo
sé.
En 1989, cuando la “U” bajó por primera vez a la Segunda División,
Carlos Hammer, lejos de abatirse como todo el resto de las legiones
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azules, vio pasión, multitudes, lágrimas, banderas, vio que la “U”
podía ser una razón para vivir tan válida como la mejor. Era un sueño
del futuro. Pocas veces pasa, pero a él le pasó. Tuvo una visión del
porvenir. Y así nacieron Los de Abajo. Pegados a la reja de contención
y lejos de la decadente Barra Oficial, ese primer año en el descenso
éramos veinte, veinticinco personas que, cuando terminaba el grito
¡Universidad de Chile!, seguíamos de largo con el y dale, y dale, y
dale bulla y dale. Primero, (Carlos Hammer por supuesto que no, él
nunca) lo tomábamos como una nueva entretención que nos hacía
olvidar el desastre de equipo que era la “U” y concentrarnos en algo
nuevo: la destrucción de la Barra Oficial, esa manga de ancianos
frustrados por la pérdida del campeonato de 1980, que cuando
el equipo perdía pifiaban y cuando ganaba decían “con su deber
no más cumple”. Y no sé cómo esto pasó de diversión a pasión.
Hammer, obviamente fue Hammer el que lo logró, pero no me
pregunte cómo lo hizo; no lo sé. Su mano invisible estaba en todas
partes: en las banderas gigantescas, en los gritos, en el organizado
caos en que Los De Abajo simulaban chocar entre sí, subir y bajar
desde lo más bajo a lo más alto de la galería y volver, en los rayados
callejeros y en las inscripciones con plumón detrás de los asientos de
los autobuses. Del país de la desesperación, Hammer nos llevaba a
un territorio de esperanzas y promesas, donde había que darle todo
al equipo, sin importar lo que el equipo daba a cambio. La camiseta
azul y la “U” roja en el pecho valían más que cualquier gol, triunfo,
punto, rueda o campeonato. Y era eso lo que nos diferenciaba
de los otros equipos, lo que explicaba la imbatible tenacidad con
que año a año apoyábamos a la “U”, la persistencia heroica con
que, torneo tras torneo, renovábamos nuestra fe en que esa vez sí
íbamos a ser campeones. La “U” funcionaba por sentimientos, no
por resultados. Y, gracias a Dios, Carlos Hammer había entendido
temprano (acaso en esos instantes de revelación que sólo ocurren
en las peores situaciones) que sólo esa fe y esa pasión podían salvar
a la “U”. Porque si la “U” hubiese dependido de sus resultados para
sobrevivir, habría desaparecido en pocos años o, en el mejor de los
casos, hubiese sido engullida en el pozo oscuro del tiempo, como
Magallanes o Audax Italiano, equipos que hoy en día agonizan y no
han muerto sólo a causa de las glorias ganadas en mil novecientos
22
treinta. Bueno, eso sin contar lo que pasó después. Pero en ese
tiempo fue gracias a Carlos Hammer que la “U” se transformó en
algo más que un equipo cuyo objetivo era ganar partidos; la “U” se
convirtió en un equipo con alma, en algo que podía trascender. Y
eso era porque Los de Abajo le regalábamos el corazón y había sido
Carlos Hammer el primero en desprenderse de él. De esa manera,
entonces, el paso de la “U” por la Segunda División había servido
para algo: para templarnos, para hacernos crecer en medio de la
adversidad, como flores que asoman su cabeza en un depósito de
estiércol.
Comprenderás entonces hasta qué punto la derrota con Colo Colo
esa noche de diciembre significó para nosotros el fin del sueño, y
por qué, a partir de esa ocasión, nuestros espíritus se secaron y
nuestros cuerpos quedaron huecos como cantimploras vacías. De
sopetón ingresábamos a una región donde se comprende que se ha
recorrido todo el camino, pero también, por eso mismo, se descubre
que no hay vuelta atrás ni tampoco se puede andar hacia adelante,
y por lo tanto la esperanza muere y los hombres quedan a merced
del viento y del óxido, como gastadas carrocerías de automóviles
golpeadas por la lluvia. Como le he dicho, Carlos Hammer miraba
la cancha esa noche de derrota con los ojos que se usan para mirar
un cadáver que aún no se entierra pero que tampoco ha muerto
recién: eran los ojos de alguien luchando por comprender, por
entender, por habituarse; la mirada de una persona que gustosa
detendría el reloj que marca el paso del tiempo y quién sabe si le
gustaría ponerlo en marcha otra vez.
Le dije que nos fuéramos, que nos apuráramos, mientras
terminábamos de plegar la inmensa bandera de la “U” que habíamos
llevado al Monumental, y que, de alguna manera, acaso recortada
y con sus pedazos escondidos bajo nuestras sudadas camisetas,
intentaríamos sacar del reducto albo.
Los De Abajo, los originales De Abajo, los veinte que apoyamos
a la “U” en el desastre de enero de 1989, repetíamos de nuevo la
experiencia del descenso, pero esta vez con un extraño y amargo
miedo al futuro, miedo al futuro inmediato, no a los años venideros
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sino a los próximos cinco minutos, y en verdad deseábamos que
el temor pudiera endosarse como un cheque a fecha, que nadie
pudiera cobrarlo inmediatamente. Los ya silenciados gritos de la
“U” habían quedado rebotando dentro de nuestras gargantas y las
hacían arder.
Sin embargo, Carlos Hammer no se movía del lugar donde estaba.
Parecía otro Carlos Hammer, acaso el mismo de antes de Los de
Abajo; un anónimo hincha más de la “U” en la década del ochenta,
la que comienza con esa estúpida pérdida del campeonato de 1980
en Coronel y termina con la debacle frente a Cobresal, nueve años
más tarde, como si el camino del equipo estuviera marcado por
una maldición que los dioses dieron a sus antepasados. Durante
unos minutos, los minutos en que debíamos decidir qué hacer, yo
veía el rostro de Carlos Hammer que Los de Abajo no conocían, y
tal vez por eso era un Carlos Hammer que nos daba miedo, inmóvil
sobre las graderías del estadio de Colo Colo.
-Vamos, Carlos- le insistí, y pareció que pasaron años antes de que
me respondiera.
-¿Qué pasa?
-Tenemos que irnos.
Creí que nos iba a detener, que diría que el partido aún no terminaba,
que la “U” podía hacer dos goles en dos minutos, que iba a iniciar un
canto, que resucitaría de esa avalancha que le había caído encima.
Pero Hammer dijo:
-Bueno.
Y se puso en movimiento, junto con la gran cantidad de hinchas
de la “U” que dejaban desnudo el sector del Estadio Monumental
que les correspondía. Entonces, cuando ya estábamos afuera, se
detuvo y dijo:
-Esperemos.
Ahora todo el mundo cree saber la verdad, y es lógico; después de
todo la policía culpó a esos pobres infelices, porque a nadie, ni a mí
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que era el lugarteniente de Carlos Hammer, que estuve junto a él
desde 1989, le podía caber en la cabeza que las cosas se hubieran
dado como realmente se dieron esa noche. Él, por supuesto que
no. Yo creo que Hammer sabía cómo iba a terminar todo desde
hacía meses antes; tal vez gracias a un rumor, una conversación
escuchada al pasar en un baño, el rayado en un asiento de una
micro. No sé cómo, pero Carlos Hammer sabía. Es que así son los
verdaderos líderes, y en esta guerra que algunos consideran ridícula
pero que en verdad fue la última guerra entre la pasión y la abulia,
entre el sentimiento y el dinero, entre la creatividad y el plagio,
Carlos Hammer era el mejor general que podíamos tener; él sabía
dónde estaba el verdadero enemigo.
Por eso nos hacía detenernos; imagínese la estupidez, la jefatura
de Los de Abajo esperando, dejando pasar los minutos en la puerta
del Estadio Monumental la noche en que Colo Colo nos enviaba a la
Segunda División. Era como si un grupo de vacas intentara colarse
en la fila que conduce al matadero. Recuerdo que mandó de vuelta a
tres, mientras el resto nos parapetábamos sigilosamente detrás de
las boleterías. Les dijo que cuando comprobaran que toda la gente
de la “U” se había retirado, volvieran y nos lo hicieran saber. Ordenó
también que nos dispersáramos un rato, que escondiéramos las
banderas.
Mientras la marea de hinchas de la “U” salía del estadio, las pequeñas
radios a pila que pasaban a nuestro alrededor nos regalaban
ráfagas de los últimos instantes del partido, de la histérica voz
de los comentaristas diciendo cada dos segundos cuánto tiempo
quedaba para el final, de las mil y una razones que justificaban la
permanencia de Colo Colo en Primera y el hundimiento de la “U”.
Sobre el suelo yacían miles de banderas azules abandonadas, con
sus telas rajadas; había gorros, banderines, calcomanías.
Feroz y horrible como era el abandono de las banderas, uno podía
llegar a entenderlo, había que hacer un esfuerzo muy grande pero
al final podía llegar a comprenderse. Y en estos momentos límites,
usted sabe que la cabeza trabaja a mil, tratando de entender lo que
pasa, porque frente a la desesperación, siempre el ser humano
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precisará un salvavidas para no ahogarse. Por eso, en pocos
minutos traté de convencerme de que nadie de la “U” podía arriar
la bandera que flameaba en su alma y que por eso, al fin y al cabo,
romper los símbolos del equipo era una furia abstracta y pasajera,
pero irreal, como la de alguien que, frente a la muerte de un ser
querido, maldice a Dios.
La comprensión, la verdadera comprensión del fenómeno llegó más
tarde y sin aviso. Obedeciendo la orden de Hammer de dispersarnos
momentáneamente, caminaba yo alrededor del sector en que
estábamos, empinándome sobre las cabezas de los hinchas azules
para no perderlo de vista; aún podía ver su silueta confundida tras
las rejas de las boleterías, y a la vez me mantenía pendiente del
grupo de avanzada que había ido a investigar el momento exacto
en que toda la “U” hubiera abandonado el Monumental y tocara
el turno de los colocolinos para retirarse. Y de pronto sorprendo
un diálogo, dos tipos hablando en voz alta, concitando, además, la
atención, la aprobación y los aplausos de la gente que los rodeaba.
-Todo esto es culpa de Hammer.
-Ese maricón nos engrupió a todos.
-Todos estos años tras de un equipo que valía callampa.
-¿Adonde está ahora ese chuchasumare?
-¡Gozando de la palta que le pasaron los dirigentes!
-Si lo vemos le damos la dura.
-¡Hammer vale callampa!
Sólo en ese momento el silencio, la resignación, la pasividad que
por primera vez descubríamos en Carlos Hammer adquirió un
sentido para mí. Los de Abajo, la criatura que él había forjado casi
de la nada, esa multitud de personas a las que él había dado algo
para creer, algo que les hiciera sentir que la vida no era, después de
todo, un disparate, se transformaba luego del partido contra Colo
Colo en un animal furioso que buscaba a su padre para devorarlo.
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Entonces la muerte de Carlos Hammer no fue, como se piensa
hasta el día de hoy, la consecuencia de una orden emanada desde
la alta dirigencia de la Garra Blanca. Tampoco fue la primera
demostración de que los numerosos grupos que componían la barra
de Colo Colo se habían por fin unido. Todas esas son pamplinas,
mera propaganda colocolina. La gente que fue arrestada esa noche
en los amplios operativos que la policía desplegó en las poblaciones
marginales de Santiago, no negó su participación en el crimen
porque haber dado muerte a Carlos Hammer representaba el sueño
de cualquier bastardo de la Garra Blanca; y estoy seguro que usted
se ha documentado bastante y ha visto fotografías de los cientos
de personas que habían fila para entregarse en las comisarías
asegurando haberlo asesinado. Incluso están esas poleras inmundas:
YO MATÉ A CARLOS HAMMER. Bueno, qué importa eso ahora. Lo
que importa es la verdad. Y la verdad es que a Carlos Hammer lo
mató la misma gente de la “U”. Colo Colo no tenía agallas para eso.
¿Le sorprende? El presentía su fin y hasta figuraba la forma en que
éste ocurriría.
¿Por qué entonces, si no presentía la muerte vendría desde la esquina
inesperada, nos obligaba a permanecer en el Estadio Monumental la
misma noche en que éramos más que nunca presa fácil de nuestros
eternos enemigos?
Seguí con la mirada durante un rato al grupo que vociferaba y
amenazaba a Hammer hasta que se perdió entre la multitud,
afortunadamente lejos del lugar en que él esperaba el regreso de
nuestros expedicionarios. Las luces rojas de la policía parecían brillar
por todas partes, pero eso no era garantía de nada, nunca habíamos
confiado en las fuerzas de la ley, menos en esos momentos en que
la “U” se retiraba tranquila, pero no en silencio. De todas partes
pequeños coros de hinchas mencionaban el nombre de Carlos
Hammer. Hammer, jódete. Hammer, púdrete. Espontáneamente
brotaban de cientos de gargantas breves cánticos que pedían la
muerte del jefe de Los de Abajo, voces que lo acusaban de venderse,
de lucrar con el descenso de la “U”. Cortas pero contundentes
melodías lo culpaban del fin del sueño y en cierto modo tenían
razón, él era el responsable de todo: sin Hammer jamás hubiera
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habido un sueño que soñar.
El grupo de retaguardia regresó en un raro momento de silencio y
tranquilidad. La gente de la “U” había abandonado el estadio, y los
buses se habían colmado de hinchas cabizbajos que volvían a sus
barrios, a sus bares, a sus casas; hinchas que esa noche no verían
los programas de fútbol que transmitían a medianoche, y que al
día siguiente, al volver a lo que el resto del mundo identifica como
“sus vidas”, soportarían las estupideces que les iban a decir en sus
lugares de trabajo gentes que no entendían cómo la vida podía
estar realmente en otra parte, en una casaquilla azul, en un equipo
que sufre, en un corazón que late. La ciudad azul no estaba hecha
de edificios, sino de corazones, y esos corazones eran conducidos
por la policía como un rebaño de mansos corderos a los buses.
Sin embargo, si uno se acercaba a esos corazones, podía sentir un
incendio furioso, y el terreno que la “U” pisaba estaba sembrado de
dormidos volcanes escuchando simultáneamente el despertador.
No había explicación para lo sucedido. Como todo en la vida, las
explicaciones son las que los mismos seres que las buscan han
inventado. Y la explicación, en este caso, se llamaba Carlos Hammer.
Y ahí estaba Carlos Hammer, entre la salida de la “U” y la de Colo
Colo, en un momento parecido al de un huracán que posa su ojo
en el centro de una ciudad devastada. Los de Abajo originales nos
habíamos agrupado en torno a nuestro líder y discutíamos los
pasos a seguir. El grupo de retaguardia había palpado el odio contra
Hammer que se esparcía en la hinchada y todos, por primera vez
en nuestras vidas, nos sentíamos a salvo estando lejos de la gente
de la “U”.
Carlos Hammer prendía un cigarro tras otro. Los demás
argumentaban a favor o en contra de ir aquí o allá. Él no intervenía.
Yo argumentaba que, fuese como fuere, debíamos movernos,
porque la hinchada de Colo Colo no nos iba a regalar dulces cuando
nos encontrara. Estábamos acorralados entre dos paredes que
se acercan la una a la otra. Sentíamos como si la “U” no sólo se
fuera a la Segunda División; la “U” había desaparecido y éramos los
náufragos de un barco fantasma.
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Cuando las puertas del sector colocolino se abrieron y un
verdadero carnaval de gente dichosa y ebria llenó la atmósfera, la
discusión se tornó más ácida. Había partidarios de quedarse, de
irse, de esconderse. Obviamente, nadie mencionó la posibilidad de
confundirse entre la masa colocolina. Pero, sorprendiéndonos a
todos, de pronto Carlos Hammer botó el cigarro al suelo y empezó
a caminar.
-¿Adónde vas?
-A Campo de Deportes- dijo.
¿Se ha dado cuenta que cuando alguien muere, los lugares por
donde caminó esa persona súbitamente tienen otro significado
para los que quedaron?
Pasa algo parecido, por ejemplo, con la camiseta que empleó Iván
Zamorano en Cobresal o la pelota con que la “U” ganó la liguilla de
Copa Libertadores en 1981. ¿No son esos artículos casi religiosos?
¿Por qué, a lo largo de los siglos han acudido multitudes al cerro
Gólgota a rememorar la pasión de Jesucristo?
En todas estas cosas he pensado para intentar explicarme la porfía
con que Carlos Hammer se dirigió esa noche a la sede de Universidad
de Chile en la avenida Campo de Deportes. Empezó a alejarse de
nosotros como quien se aleja de un grupo de desconocidos con los
que provisoriamente le ha tocado ir sentado en un bus. Comenzó a
caminar con la mirada fija, imagino que frente a sus ojos se presentaba
un paisaje imaginario que sólo él podía contemplar: un pasillo en el
cual se abrían puertas y desde las puertas brotaban cuchillos que él
debía esquivar. Traté de disuadirlo para que volviera, o para que al
menos nos dirigiéramos a un lugar más sensato. Ya todos nosotros
habíamos escuchado lo que se decía de él entre los de la “U”. Sin
embargo, los colocolinos habían empezado a abandonar su estadio
y pasaban al lado nuestro con los ojos inyectados de sangre. No
crea usted que les teníamos, jamás tuvimos miedo de ninguno de
esos cerdos, uno solo de nosotros valía más que cien de ellos. Pero
el paso de una manada de elefantes al lado de uno es algo como se
debe tener en cuenta, y, como fuera, comenzamos a marchar
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junto a Hammer.
El camino fue una verdadera misión de guerra. Nos cuidábamos de
la policía, de Colo Colo y de la “U”. Santiago de Chile, como tantas
otras veces, era una ciudad sitiada, de movimientos controlados,
de seres agazapados. Avanzábamos entre pequeñas casas, por
calles muchas veces de tierra, alejados de las grandes avenidas. En
las pequeñas ventanas resplandecía el fulgor de los televisores que
repetían el partido, los goles, la vuelta olímpica de Colo Colo que
celebraba así su permanencia en la división de honor del fútbol. En
algunas casas, oscuridad y silencio. En otras, gritos, aroma de vino
y carne asada.
En cada esquina nos deteníamos, alguno de nosotros se asomaba
y chequeaba que no hubiera problemas para poder continuar. Los
postes de alumbrado público relejaban una mortecina luz blanca. El
rostro de Carlos Hammer era una luna haciendo guardia en la mitad
de la noche, sus ojos estaban abiertos y su respiración ansiosa.
A usted todo esto que le estoy contando le debe parecer una
locura. Y no crea que a mí, que a nosotros, entonces, no. La noche
de ese veinte de diciembre también era una locura, y eso sirve para
comprobar que, al fin y al cabo, nada cambia tanto como dicen que
cambia. Que el romanticismo de antes, que el espíritu práctico de
ahora. Idioteces que dice la gente que no sabe, formas de llenar
el aire vacío de una conversación. ¿Cómo podían veinte hombres
grandes, que se afeitaban y pagaban cuentas, poner en peligro sus
vidas por el capricho de uno de ellos? Y sin embargo ahí estábamos,
dirigiendo nuestros pasos hacia Campo de Deportes, que a esa
hora –sabríamos después- ya comenzaba a recibir los primeros
piedrazos de los furiosos residuos humanos de la hinchada de la
“U”.
Las pequeñas calles que Hammer había elegido para llegar hasta
la sede de la “U” nos prestaban una protección momentánea y
nada de segura. A medida que los canales de televisión volvían a
sus programas habituales y las radios terminaban sus despachos,
ese terreno que durante las horas del partido había sido un pueblo
fantasma, se llenaba de gente que se apostaba a conversar en las
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esquinas, de individuos que con banderas blancas y garrafas de
vino en la mano caminaban hacia un lugar donde parecía que iban
a encontrar la felicidad. Realmente era como si COlo COlo fuese el
único equipo del mundo. Al pasar éramos saludados por grupos de
borrachos que festejaban y nos confundían, y debíamos arreglarnos
para caminar frente a ellos lo suficientemente rápido como para
que nuestro silencio y la tristeza en nuestras caras no nos delataran.
Yo ahora me fijo en detalles, ahora que recuerdo me fijo en detalles,
pero la verdad es que en esos momentos no creo que estuviésemos
especialmente preocupados de lo que los colocolinos nos fueran a
hacer. Carlos Hammer estaba empecinado en llegar a Campo de
Deportes y, aunque todos sabíamos que era un error que iba a pagar
caro, aunque ninguno de nosotros en el fondo quería acompañarlo,
porque en esos momentos difíciles la cobardía se viene encima
como un piano sobre una caricatura animada, y el que diga que
nunca ha sentido el grito destemplado que la cobardía despliega
en los oídos en momentos así está mintiendo, porque en instantes
decisivos, importantes, de elecciones que determinan años de vida
o la muerte, la cobardía tiene el par de piernas más bellas que uno
ha visto, la cobardía es el llamado que hace la vida para que no
jueguen con ella, para que las cosas sigan su curso conocido, para
evitar el fin. Y si bien ninguno de nosotros, a pesar del miedo que
nos envolvía, estaba convencido de ir a la sede azul, ninguno de
nosotros tampoco iba a detener a Carlos Hammer. Íbamos a llegar
con él hasta el final.
Porque lo queríamos; porque ese era el gesto final que nos estaba
pidiendo, atravesábamos con Carlos Hammer calles desconocidas,
avenidas amenazantes. Porque si él no iba a presentarse a la gente
de la “U”, algo iba a faltar: Los de Abajo, la “U”, la eterna búsqueda
del campeonato, iban a ser actos ridículos y carentes de sentido.
Pensemos en un tonto general extraviado que antes de la guerra
fue humorista y que, quemando los mapas, intenta hacerle una
broma a la tropa. Imaginemos un niño que juega a los soldados
y de pronto los amigos crecen y el potrero donde se divertían se
convierte en un inmenso condominio de lujosos edificios. Carlos
Hammer se dirigía a cerrar un círculo, lo iba a cerrar de una manera
31
misteriosa, oligofrénica, sólo comprensible para él, es cierto, pero
mientras fuera así estaba bien, estaba bien que su mundo todavía
se mantuviera en pie durante unas horas.
Por mientras, el cielo de Santiago se salpicaba de fuegos artificiales
que estallaban por todos lados. Aunque tratábamos de ir por los
rincones más oscuros, nuestras figuras igual eran iluminadas con
los brillantes colores del artificio, de la celebración y la juerga. La
transpiración empapaba nuestros rostros, eran varias las horas que
llevábamos caminando y, como tratábamos de evitar las grandes
avenidas, nadie sabía a ciencia cierta cuánto faltaba para llegar
a Campo de Deportes. En estricto rigor era sólo Carlos Hammer
quien parecía estar seguro de un rumbo, eran sus pasos los que, a
través de la noche, del silencio y del miedo, eran calcados por los
demás.
Llegó un momento en que las pequeñas casas, la tierra en las calles
y la pobre iluminación blanca se acabaron. Estábamos frente a
una avenida gigantesca, alumbrada por poderosos focos naranja,
cruzada de buses y automóviles que iban agitando inmensas
banderas blancas. Creí que Hammer se detendría, que regresaría a
buscar una nueva calle, por la que continuar. Para nosotros, en ese
momento Santiago era un archipiélago en el delta de un inmenso
río, Américo Vespucio un brazo de ese río, Vicuña Mackenna otro,
y no había manera de pasar al otro lado sin mojarse. Pero Carlos
Hammer avanzó sin importarle que todo Colo Colo estuviera frente
suyo. Avanzó y se metió entre los buses que se movían a cinco
kilómetros por hora para no arrollar a la gente, avanzó caminando
tranquilamente, encendiendo y dando una pitada a un nuevo
cigarro, sin mirar si lo seguíamos.
Yo, que iba detrás de él, llevaba enrollada en mi estómago parte de
la gigantesca bandera de la “U”. En otras circunstancias, los gritos a
favor de Colo Colo a mi alrededor me hubieran dado náuseas, pero
en esos momentos los sentía tan lejanos, distantes como si hubiera
tenido los oídos tapados durante años.
Carlos Hammer se dio vuelta, me miró y me ordenó acercarme.
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-¿Qué?- le pregunté.
Se quedó callado y después hizo un gesto con la cabeza como de
que no me preocupara, que todo estaba bien. Supongo que para
él no era esa la hora de los balances, eso que cuentan de que…
ya sabe, que la película con toda la vida de uno vuelve a pasar en
cosa de segundos. En el caso de él, por lo menos tenía más que
segundos para ver proyectada esa cinta, caminando hacia Campo
de Deportes, aun era algo lejano, algo que en esos minutos todavía
podíamos llamar “el futuro”. Quizás en medio de la revisión de su
vida se topó conmigo, con 1989, y me llamó para decirme algo.
Y creo –aunque quizás peco de falta de modestia- que en ese
segundo Carlos Hammer me iba a preguntar si quería hacerme
cargo de Los de Abajo. ¿Ridículo? ¿Pero por qué no iba a poder
él creerse un rey abdicando el trono en favor de su protegido,
su favorito o lo que fuera? Es cierto que Carlos Hammer no era
Dios, tenía fallas, ambiciones. Pero por esos mismos motivos tenía
derecho a fallar y a ser ambicioso. Además, el poder no era algo
que le desagradara. Sin embargo, antes de juzgar a Hammer por
esas minucias, recuerde que los grandes hombres se miden con la
vara de lo que hacen con ese poder que ambicionan. Dese cuenta
de lo que fueron Los de Abajo. ¿Por qué yo, entonces? ¿Por qué yo,
el sucesor? Supongo que porque, mal que mal, yo llevaba parte de
la gigantesca bandera de la “U”, el símbolo de Los de Abajo; porque
la transportaba enrollada a mi cuerpo, mezclando con las hordas
de colocolinos que esa noche se tomaban nuestra ciudad.
¿Qué por qué se calló Hammer? ¿Y de qué me iba a dejar a
cargo, dígame usted? ¿De una ciudad entera que lo buscaba para
asesinarlo? ¿De un montón de amargados que, para no sentir dolor,
habían decidido hacer como si Universidad de Chile no existiera?
¿De traidores? Jamás vi lágrimas en los ojos de Carlos Hammer. Sin
embargo, cuánto le debe haber dolido darse cuenta de que no me
podía dejar a cargo de nada, porque no había nada de lo que me
pudiera dejar a cargo.
No le pregunté por qué se había quedado en silencio. Simplemente
seguí caminando junto a él, confundidos todos entre esa marea de
33
colocolinos, sin que nos importara un carajo.
En un lugar la policía había dispuesto un desvío para evitar que la
gente de la “U” que se agolpaba frente a la sede del equipo, se
encontrara con la de Colo Colo que venía celebrando. Desde donde
estábamos podíamos escuchar el griterío de la desilusionada barra
de Universidad de Chile. Bocinazos, quebrazón de vidrio, sirenas.
Tantas veces desde Campo de Deportes habían partido los buses a
provincia, con las banderas azules colgando desde las ventanillas;
tantas veces los gritos, los chistes, la noche que no terminaba
nunca. Tantas veces, a la entrada de las ciudades, la policía local,
temerosa de lo que Los de Abajo pudieran hacer, disponía feroces
dispositivos de seguridad, interminables pasillos de radiopatrullas y
funcionarios que nos escoltaban hasta el mismo estadio. Campo de
Deportes era nuestra ciudad capital, ahí comprábamos las entradas
con días de anticipación, ahí interpelábamos a los dirigentes que
llegaban en sus lujosos automóviles. Ahora toda la “U” era como si
los habitantes de un planeta se hubieran disgustado con su mundo
y se esmeraran en hacerlo trizas.
Carlos Hammer nos miró, esperó a que llegáramos y trató de
convencer al policía para que nos dejara pasar.
-Somos de la “U”.
-¿Todavía?
El carabinero nos miró y nosotros a él. Era casi un niño. Su mirada
hacía pensar que algún entraño mecanismo lo había depositado en
la trinchera equivocada.
-Tú eres Carlos Hammer-dijo de pronto.
-Sí-Ten cuidado- dijo levantando la cinta de plástico con la que habían
cerrado la calle.
Caminamos hacia el poniente. Aunque los fuegos artificiales de la
celebración colocolina se habían terminado, un resplandor rojizo se
filtraba hacia las estrellas algunas cuadras más allá. Hammer
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respiraba nerviosamente, como si se hubiera venido corriendo a
toda velocidad desde el estadio de Colo Colo. Y de pronto, de veras
echó a correr. Fue sin aviso, como todo lo que él había hecho esa
noche; pero esta vez fue tan sin aviso que tardamos varios minutos
en darnos cuenta de que ya no estaba con nosotros. Era mucha la
gente que parecía ir en dirección de Campo de Deportes. Gente
sin distintivos, banderas, gorros, insignias, nada. Niños, lumpen,
estudiantes que creían estar en medio de la fiesta más apasionante
de sus vidas. Poleras sudadas, no necesariamente azules, y si eran
azules lo eran por simple casualidad, eran el uniforme oficial de esas
personas que corrían a Campo de Deportes, a ver o a participar del
saqueo e incendio de esa vieja casa donde la “U” había vivido tantos
años, desde donde se gestionaba su grandeza y su perdición.
¿Carlos Hammer corría a salvar la casona de Campo de Deportes?
Su pregunta es difícil de contestar. En parte, porque ya en ese
momento no volví a verlo con vida y, en parte, porque –aunque
usted puede ver que he estado cerca- ni siquiera puedo imaginar
qué pensamientos recorren la geografía de la mente de un hombre
en los instantes previos a morir, sobre todo cuando ese hombre sabe
que va a morir. Ya le dije que él iba a cerrar un círculo. Sin embargo,
no creo que haya estado pensando en cerrar un círculo mientras
sus piernas corrían a toda velocidad, pisando el aún caliente asfalto
de Avenida Grecia. Tal vez su vida seguía desfilando ante sus ojos:
probablemente los requeríos de una playa en el litoral central, tal
vez los reflectores del estadio de Antofagasta, quizás el agrio paso
del pisco por su garganta, acaso besos, caricias, sábanas.
Como sea, el espectáculo a medida que él se acercaba –y así lo
corroboramos nosotros minutos después- era dantesco: la sede
de Campo de Deportes era ya una estructura negruzca, el humo
la envolvía como una grasa pegajosa y mortífera, llamaradas
iluminaban cada una de sus ventanas y había gente, mucha gente
en el exterior, vociferando cosas incomprensibles, cosas que no
eran sino gritos aislados, individuales, un lenguaje desconocido
que la multitud paría por separado una serie de palabras
inconexas que nacían frente a las ruinas de la “U”: frustraciones,
pequeñas y mezquinas iras personales. El gran grito de cuerpo,
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la perfecta armonía y sincronización del y dale y dale y dale bulla y dale
ya era, entonces más que nunca, a sólo minutos de la desaparición
de la “U”, un asunto del pasado.
¿Sentimos un disparo, un alarido? No, no escuchamos ni sentimos
nada. Durante todo ese rato éramos más que un ejército sitiado, más
que un comando de espionaje infiltrado en el corazón de la Alemania
nazi, seres tan patéticos como Abott y Costello en el planeta de
las amazonas. Frente a nuestros ojos las personas se desplazaban
en movimientos distorsionados o imposibles, como dentro de una
pesadilla. El fuego se reflejaba en nuestros ojos, el humo se colaba
por nuestras narices. Alguien que repartía piedras para terminar de
destrozar los vidrios depositó un pedazo de cemento en mi mano,
que se abrió automáticamente como si me estuvieran haciendo un
regalo; una vez que el tipo se fue, boté el proyectil. De pronto,
estaba solo. Había perdido totalmente de vista a mis compañeros.
Solo en medio de una multitud que estaba cambiando el curso del
tiempo. ¿A qué equipos irían ahora? ¿Qué reemplazaría a la “U”?
Esos que un día fueron parte de Los de Abajo, ¿serían, de ahí en
adelante, mejores padres, amantes, esposos, novios, mejores
trabajadores, seres más inteligentes, sensibles, ahora que podían
canalizar sus energías hacia otros sueños, unos más privados y a la
vez menos gloriosos?
La agitación a mi alrededor, como un grupo de frenéticos virus
moviéndose en un charco de sangre, parecía envolverme de la
manera que lo hacen los besos de una mujer que ha estado con
otro hombre y regresa. Cargas intermitentes de electricidad
se desplazaban por mi espinazo. Cerraba y abría los ojos con la
esperanza de que la pesadilla podía de esa manera terminar. Por
todos lados, tal como un par de horas antes, en el estadio de Colo
Colo, había banderas azules en el suelo, abandonadas y pisoteadas,
con la diferencia de que ahora muchas de ellas estaban reducidas a
cenizas.
Qué piensa uno en momentos como ese? Nada. Sinceramente se lo
digo. No pensaba en nada. No es por hacerme el que no me importa
nada, por mantener el mito de Los de Abajo: esa mentira de que
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éramos tipos duros y todo eso. Los de Abajo éramos gente como
cualquiera, tal vez la diferencia era que nuestro sueño era más
real que cualquier otro. Qué se yo. Piense en tener una pareja
para toda la vida, por ejemplo, como los cisnes, como los abuelos
de uno. Hubo gente que persiguió ese sueño y mire usted. Qué
más le puedo decir. La democracia. Hubo gente que murió por
ella, por la igualdad, por el Chile Libre. Fíjese usted. Nos llamaban
pendejos, fanáticos, delincuentes. Pero éramos los únicos con un
sueño que podíamos palpar semana a semana, que tenía un color,
unos cánticos: un sueño del cual podíamos hablar de domingo a
domingo. Eso era Universidad de Chile. Nuestro sueño despierto.
No, no fui yo el que encontró a Carlos Hammer. Eso sólo pasa en
las películas. En las películas al jovencito le pasan las cosas. A mí, en
la vida me han pasado algunas cosas, y yo le estoy contando una,
la mejor, la más poderosa. Sin embargo, no encontré a Hammer.
Supongo que algunos de Los de Abajo originales me avistó y se
acercó y me dijo. Cuando llegué junto al cuerpo habían pasado
unas tres horas desde que nos separamos, al menos eso me dijeron
ellos. Esto se lo cuento basándome en lo que ellos me relataron
después, en el juicio, en los largos interrogatorios de la policía y de
los abogados.
De esa noche, de lo ocurrido en Campo de Deportes, sólo tengo en
la retina la imagen de la sede destruida, en los tímpanos el eco de
los bramidos de la multitud y en la nariz el penetrante hedor de los
materiales chamuscados.
Supongamos que alguno de Los de Abajo se acerca, entonces, y me
dice que mataron a Hammer. Supongamos que llego hasta el cuerpo
y que Carlos Hammer está de costado, como si el cansancio al final
lo hubiera vencido y, para recuperar energías, está recostado en el
antejardín de una casa cualquiera, con los ojos cerrados, como a la
hora de siesta. Yo lo muevo, como para despertarlo. Mis amigos me
toman del hombro y me hacen a un lado.
Y eso es todo. No hay nada más, no hay última vez que le vi la cara,
no hay ningún signo de la “U” frente a él, salvo ceniza e incoherentes
restos de seda azul que delatan que ese cuerpo perteneció alguna
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vez a Carlos Hammer, el hombre que levantó del polvo a un equipo,
a varios miles de personas; el tipo que entendió que el verdadero
heroísmo ya no estaba en las guerras, sino en el desprendimiento,
en la generosidad que roza la idiotez. No sé por qué, por qué se le
ocurrió eso de darlo todo por un equipo. Porque si uno se pone a
analizarlo fríamente ¿qué le puede dar un equipo a un hombre? Una
sonrisa una tarde de domingo. Nada más. Cierto nerviosismo que
atraviesa los días de la semana, pero nada más. No hay familia, no
hay paz en el espíritu. Y sin embargo, como si se tratara de la mujer
de su vida, Carlos Hammer se entregó a Universidad de Chile, en
cuerpo y alma. Y no sé por qué lo hizo. Nunca fui a su casa, nunca
supe si era casado, si tenía hijos o sobrinos, si trabajaba o robaba o
mendigaba. Y eso que fui su lugarteniente durante más de veinte
años, fin de semana tras fin de semana, en Santiago o en provincia,
donde quiera que vayas yo voy contigo, fumando marihuana y
chupando vino, si no jalamos coca jalamos anfetas, si no agarramos
poto agarramos teta. Participando de algo más allá de un equipo de
fútbol. Tal vez se lo enseñaron en el colegio. Dar, dar, dar, dar. Tal
vez fue lo único que se le quedó grabado.
Si quiere, no me haga caso. ¿Por qué va a hacerle caso a un pobre
viejo de mierda? ¿Qué sae usted de Universidad de Chile? Ni siquiera
yo tengo esta historia del todo clara. Es muy probable que le haya
mentido, que le haya estado mintiendo todo el tiempo, porque
ese 20 de diciembre lo tengo casi entero borrado, los mecanismos
de defensa, ya sabe, las explicaciones de los psicólogos. Todos
estos años defendiéndose uno. Enfrentándose a las implacables
mentiras de la gente, aceptándolas para conseguir un poco de paz,
alimentándose de los mendrugos de esta historia que no escribimos
nosotros, que no es más que la suma de las faltas de ortografía que
Colo Colo ha garabateado en una hoja de papel. Hasta ahora, que
he hablado con usted. Aunque usted no exista, aunque usted no
sea más que el reflejo en el espejo de un anciano que con el dedo
traza sobre el aire letras, escurridizos signos que se desvanecen en
el viento.
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Lámpara.
Un hombre sin familia no es un hombre.
Marlon Brando en “El Padrino”.
Se despertó con los gritos en la casa de los vecinos. Caminó hasta el
dormitorio de su hija y, aunque desde arriba comprobó que todo en
el resto de la casa marchaba bien –le bastaba escuchar, concentrar
su atención dos segundos en el silencio-, bajó la escalera en dirección
a la cocina porque quería cerciorarse, porque tenía sed y porque le
parecía que aún quedaba algo de jugo de naranjas.
En el pasillo, al mirar por la puerta entreabierta del baño, se descubrió
a sí mismo en el espejo. Abrió la puerta y se miró con atención.
En su juventud casi había entrado al primer equipo de Universidad
de Chile. Pero le fue mal en la prueba porque en realidad no estaba
dispuesto a sacrificar la Medicina, aunque era bueno para el fútbol,
muy bueno, y a pesar de que cada año que pasó se fue haciendo
menos bueno y más lento, siempre estuvo convencido – y lo
estaba incluso ahora- de que había algo en él que no cambiaba,
que no podía cambiar, porque se negaba a aceptar las leyes de la
Zorro Álamos lo probó durante un entrenamiento del Ballet Azul
y después le dijo que tenía que optar entre el fútbol y la carrera y
él respetuosamente le dijo “mire don Luis, yo voy a ser doctor”, y
el Zorro lo insultó e incluso le dio una patada en el trasero porque,
bueno, así era el Zorro, tan así era el Zorro, tan de adentro le salían
las cosas, que él jamás le guardó ningún rencor, sino al contrario:
gracias a que el entrenador era así, la “U” de esos años era como
era.
En ese tiempo en que Leonel Sánchez y Carlos Campos jugaban en
la “U”, Claudio tenía el pelo negro y brillante y su espíritu parecía
correr delante de él como una sombra huyendo de su dueño. Pero
ahora, frente al espejo, solo en medio de la oscuridad de su casa en
Las Condes, se miraba y pensaba que todo era un desastre,
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y negaba con la cabeza como si ese movimiento le fuera a devolver
lo que un día había sido diferente.
“Esto no soy yo”, pensó sin siquiera apretar el interruptor del baño
para mirar mejor su reflejo, le bastaba la mortecina luz que provenía
de un farol en la calle y que se colaba por la ventana.
Trató de agudizar el oído. Los vecinos seguían gritando. Aún sin
los vecinos –esos extraños que hacía poco se habían mudado a la
casa del lado- el tiempo lo había vuelto tan sensible a los ruidos de
la noche como su mujer; pero Claudio solía esconder esta facultad
y reírse de Carmen, decirle que era una nerviosa, casi una histérica,
que siempre esperaba lo peor y que por eso no descansaba nunca.
Desde el baño del primer piso, Claudio exploró a su familia con sus
oídos, adivinó cada movimiento y ronquido. Se concentró en los de
Natalia. Natalia en la pieza de arriba, junto a la de ellos, a pesar de
que hacía menos de un minuto había estado allí y comprobado que
todo estaba en perfecto orden.
Pero con Natalia siempre era así, todo parecía marchar sobre ruedas
y, de pronto, como un rayo, la epilepsia, y la hija de Claudio caía sin
conciencia, sin que sus brazos pudieran reaccionar para evitar que
la cabeza se azotara contra el suelo. Al principio, la primera vez,
cuando Natalia tenía como cinco años, Claudio y Carmen habían
sentido esa desesperación que tratan de imitar en las novelas, la
verdadera angustia, y no había sido ningún chiste. Después vino lo
otro, con más pena pero con menos dramatismo fueron constatando
lentamente que Natalia no era la de antes, que hablaba más lento,
que le costaba más entender el mundo, que las palabras se le iban,
que se quedaba callada en medio de las frases como si hubieran
terminado solas. Después de eso, y durante un par de años, Claudio
y Carmen estuvieron yendo a un psicólogo. Claudio, en realidad, fue
a dos sesiones y después estimó que no servía, y pensó entonces
que lo realmente importante en la vida era que a Natalia nunca le
faltara nada, así que se abocó a ello.
Para Natalia el colegio se puso cuesta arriba y los cursos se hicieron
más y más difíciles de pasar, y vinieron los años repetidos y las
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búsquedas de colegios especiales que Natalia aborrecía porque (y
era una teoría que Claudio tenía pero que jamás había compartido
con Carmen), en el fondo pasaba lo mismo que con él: acaso Natalia
creía que en algún sitio remoto y aislado de sí misma estaba la
verdadera Natalia, la Natalia sin la estúpida enfermedad, tratando
de salir de ahí, tal como el jugador de fútbol que en verdad era
su padre aguardaba el momento propicio para saltar a la acción,
como un reserva calentando al borde de la cancha, abandonando
las camas y la rutina.
Salió del baño y entró en la cocina tratando de no meter ruido.
“Todo el mundo tiene el sueño liviano en esta casa” pensó Claudio
para sí, mientras abría el refrigerador en busca del jugo de naranjas
que quedaba. Todo el mundo tenía el sueño liviano como si temiera
que durante la noche, cuando la guardia se relajaba, un hada o
algo que repartía felicidad a domicilio acudiera a su casa, golpeara
a la puerta y, luego de un rato, se marchara riéndose de que no
hubieran abierto por haber estado durmiendo. Por eso dormían
así, a sobresaltos, pensaba Claudio, para abrirle la puerta a quien
repartía felicidad.
Llenó un vaso whiskero con jugo de naranjas y volvió al dormitorio.
Carmen lo esperaba despierta. Había encendido la televisión y la
luz.
-¿Llamaste a los carabineros? –preguntó ella.
-No. Tenía sed. Fui a servirme un poco de jugo.
-Deberías llamarlos. Ya no aguanto más.
Claudio se sentó en el borde de la cama y de un sorbo acabó el
vaso. Los gritos de los vecinos se hacían patentes en su habitación,
como si fueran enanos saltando a los pies de la cama. Hablaban en
un idioma extranjero que Claudio no entendía.
Era raro que los vecinos estuvieran peleándose esa noche de esa
manera, hasta el punto de despertarlos. Pese a vivir a menos de
veinte metros de ellos, Claudio y Carmen habían tenido apenas uno
o dos atisbos de sus figuras, que, en cuanto se sentían observadas,
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se perdían dentro de las puertas o cerraban las cortinas.
Eran extranjeros, árabes o indios o filipinos, a juzgar por las facciones
de un niño como de dos años que de vez en cuando se asomaba por
el patio que se podía ver desde la habitación de Claudio y Carmen.
-Llama a los Carabineros- insistió la mujer.
-Démosle tiempo para que arreglen sus diferencias.
-Dios mío.
-Bueno, cálmate. No hacen esto todas las noches, ¿o sí?
Claudio volvió a meterse dentro de la cama y apagó la luz. Carmen
se volvió dándole la espalda y se tapó la cabeza con la almohada.
Claudio se quedó mirando el techo con los ojos abiertos e intentó
poner atención a la pelea. Los gritos de los vecinos subían y bajaban.
A veces eran un susurro. A veces, como si ese susurro llevara una
maldición, otra voz respondía fuerte, tan fuerte que la garganta
se desagarraba. A veces, también, dejaban caer estrepitosamente
objetos al suelo.
-¿Qué dirán?- se preguntó Claudio.
-Algo de pedir o no pedir no sé qué- respondió Carmen desde
debajo de la almohada-. Hoy hablaron algo de castellano también.
-Estarán en bancarrota. Querrán un préstamo.
-No. Es como si toda la familia tuviera que estar de acuerdo en algo
muy rápidamente. Claudio…
-Okey, okey. Voy a ir yo. Dejemos a los pacos fuera de esto.
Por segunda vez se bajó de la cama. Fue hasta la silla que estaba en
la esquina de la pieza y se puso los pantalones blancos que había
usado durante el día, en el hospital. Buscó los zapatos blancos y se
los puso, pero sin calcetines. También se puso la camisa. La dejó
fuera del pantalón.
-Vuelvo.
-Pareces panadero.
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En vez de bajar directamente la escalera, Claudio abrió la puerta de
Natalia, que había encendido la luz y tenía los ojos muy abiertos.
-¿Están peleando?- le preguntó asustada.
Claudio sonrió.
-Son los vecinos.
-¿Y por qué pelean?
-No sé.
-¿Vas a hacerlos callar?
-Voy a pedirles. Espero que me hagan caso.
Claudio avanzó y llegó hasta el borde de la cama de su hija. Le dio
un beso en la frente.
-¿Quieres ir al baño?
-No.
-¿Quieres que venga la mamá?
-No.
¿Todo está bien?
-Sí.
-Vuelvo.
Claudio bajó la escalera, tomó las llaves de la reja y salió al jardín. El
farol que estaba frente a la casa daba una potente luz naranja, que
caía sobre el techo de su auto estacionado. Miró hacia las ventanas
de las otras casas para ver si había alguien más despierto, como él,
a causa de los gritos. Pero todas las ventanas estaban a oscuras.
Entonces abrió la reja de su casa, salió a la calle y tocó el timbre del
vecino.
Tenía que reconocer que desde la calle los ruidos se sentían mucho
menos fuerte que desde su habitación. En realidad, ni siquiera podía
determinar si los gritos habían cesado o no a causa de que él había
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tocado el timbre. Esperó algunos minutos y volvió a apretar el
interruptor.
-¿Sí?
Una voz salía desde una de las ventanas. Claudio se sintió un poco
incómodo, por la hora que era de la noche, aunque los que lo habían
despertado y los que estaban haciendo ruido eran, en realidad, los
otros.
-Buenas noches.
¿Qué quiere?
-Soy el vecino.
-Váyase dormir.
-Yo no… ¿Puede salir usted un segundo, por favor?
-Mierda. Ya ir.
Se prendió la luz del living y con algo de impaciencia Claudio aguardó
la aparición del vecino.
Miró hacia su propia ventana, todavía iluminada, y se imaginó a
Carmen tras la cortina apenas abierta, escrutando sus movimientos.
La puerta de la casa se abrió y entonces Claudio pudo ver por primera
vez al hombre que, desde la casa del lado, no lo dejaba dormir. Era
un tipo alto, con lentes redondos, extremadamente moreno, de
nariz muy aguileña. Sobre su cabeza llevaba un turbante gris que
dejaba escapar algunos mechones de pelo.
-Buenas noches- repitió Claudio.
El hombre del turbante no respondió al saludo.
-¿Usted vecino? ¿Qué chucha querer?
Claudio se puso tenso. Pero se le ocurrió que tenía que ser firme,
que su nerviosismo no debía notarse.
-Escuche- dijo-. Este lugar antes era un barrio decente, donde los
vecinos no se trataban con groserías.
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-Anda lavarte raja- le respondió el vecino-. Maracos hay que tratarlos
como señoritas. Hombres aguantan todo.
Había pocas cosas que lograban sorprender a Claudio. En casi
veinticinco años trabajando en los servicios de urgencia de los
hospitales públicos lo había visto casi todo. “Soy como taxista”,
solía jactarse. Pero una de las cosas que siempre lo sorprendía era la
violencia verbal. Sobre todo cuando le tocaba recibirla a él. No era
que le molestara, exactamente. Cuando cosas así pasaban Claudio
se sentía como prisionero dentro de una película estúpida, donde
todo el mundo sabía que estaba interpretando un papel, pero nadie
iba a dejar de interpretarlo aunque eso implicara un incendio, una
explosión o la tercera guerra mundial.
-Escuche- dijo. Mi intención era arreglarme por las buenas con
usted. Pero creo que voy a tener que llamar a los Carabineros.
-Llama pacos no más. Llama mamita mejor.
El vecino estaba imitando la voz de una mujer. Claudio no supo qué
responder, así que simplemente volvió sobre sus pasos y entró en
la casa de nuevo.
Carmen había bajado y lo esperaba en el comienzo de la escalera.
-¿Qué haces aquí?- dijo él.
-¿Qué pasó?
-Anda a acostarte, te vas a resfriar.
-¿Vas a llamar a los Carabineros?
-Acuéstate primero.
Carmen subió lentamente la escalera. Claudio la siguió.
-¿Papá?
Claudio entró en la habitación de Natalia. Su hija estaba de pie en
medio de la pieza como si estuviera esperando la llegada de un tren.
-Acuéstate, princesa. ¿No ves que te puedes caer?
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-No.
-Hazlo, por favor –Claudio se acercó y la tomó suavemente de los
hombros.
-No puedo dormir con esos gritos.
-Voy a llamar a los Carabineros. Pero primero métete en la cama.
Natalia hizo lo que le pedía su padre. Natalia dormía con un perro
de peluche que se llamaba Tobi. Ahora Tobi estaba en el suelo, así
que Claudio lo tomó y se lo entregó.
-¿Hablaste con el señor del lado?
-Sí. Pero no me hizo caso. Voy a apagarte la luz.
Lo anunció desde el dintel de la puerta, y después se concentró en
el espacio oscuro que se había generado en la habitación. Trató de
ubicar los ojos de su hija en la oscuridad.
-Ya se van a tener que callar, hijita.
-¿Están peleando por la lámpara?
-¿Qué lámpara?
-La lámpara. A veces pelean por una lámpara. Yo los he escuchado
antes. Pelean en las tardes.
Claudio volvió a su habitación. Carmen estaba sentada en el borde
de la cama. Se sentó junto a ella y tomó el teléfono.
Lo atendió una mujer. Claudio dio las buenas noches y luego explicó
detalladamente lo que pasaba, haciendo hincapié en lo grosero que
su vecino había sido. Los gritos en la casa del lado parecían haber
disminuido algo, pero cuando Claudio estaba en el teléfono la voz
del hombre del turbante se elevó nítida y poderosa.
-¿Qué fue eso?- preguntó la telefonista.
Cuando colgó, Claudio miró a Carmen. Estaba muy pálida.
-Mañana tengo que estar en el colegio con Natalia a las siete y
media- dijo abriendo el cajón de su velador en busca de una cajetilla
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de cigarros.
-No te irás a poner a fumar ahora-le dijo Claudio-. No en el dormitorio,
por favor. Creí que teníamos un trato.
-¿Y qué quieres que haga? Estoy desvelada.
-Yo también tengo que levantarme temprano mañana.
Carmen se puso de pie.
-Voy a ir a la cocina a fumar-dijo-. ¿Te dijeron cuánto se iban a
demorar?
-No- respondió Claudio.
Ahora una voz de mujer respondía como ametralladora a los gritos
del hombre. Claudio ya no podía distinguir muy bien si se trataba
del hombre que se había reído de él hacía algunos minutos o si se
trataba de alguna otra persona.
Claudio tuvo la sensación de que su mujer iba a repetir sus pasos
por la casa sumergida en la oscuridad: que pasaría a ver cómo
estaba Natalia, que bajaría la escalera, que la puerta entreabierta
del baño le revelaría un rostro del que no estaba conforme; que
alguna especie de Ballet Azul también vendría a su cabeza.
Claudio cerró los ojos. Los gritos en la casa del lado continuaban,
pero ahora algo había cambiado. Los que metían ruido parecían
haber abandonado la discusión y se concentraban ahora en reírse de
algo ajeno a ellos. Claudio estaba seguro que en su extraño idioma
se estaban riendo de él. Que las palabras que en voz alta brillaban
por su sonoridad y se repetían una y otra vez por el aire nocturno
equivalían a “pelotudo”, “tarado”, cosas así, que hacían referencia
a alguien que no podía arreglárselas solo en la vida, a alguien que
debía llamar a la policía para que vigilara su sueño.
Cerró los ojos e intentó dormir. Al poco rato sintió que en los espacios
libres que dejaban los gritos podía conseguirlo, pero luego, cuando
el sonido inundaba el aire, su esperanza se desplomaba. Una vez
jugando fútbol le habían dado una patada en la boca del estómago.
Claudio permaneció tirado en el pasto varios minutos y desde ahí
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veía las piernas de sus compañeros, de sus rivales, del árbitro y de
los guardalíneas. Mientras trataba de recuperar el aire pensaba que,
en realidad, nada de eso estaba pasando, y que él era otra persona,
muy lejos de ese dolor y de ese lugar, que por equivocación estaba
experimentando ese dolor y ese lugar, y que, por lo tanto, todo lo
que estaba sucediendo a su alrededor era sólo un chiste del que
momentáneamente no se podía reír, porque, tal como le sucedía
ahora con el sueño, cuando parecía que iba a poder respirar, algo le
recordaba que no podía y la garganta se le atoraba.
Por un momento trató de imaginarse por qué discutían los vecinos.
¿Alguna vez él le había gritado a Carmen o a Natalia de la manera
en que la familia del lado lo hacía? “Dios mío”, pensó, “espero que
no”. Nuevamente renunció a sus intentos por dormir y simplemente
se quedó quieto en la oscuridad, imaginando ser un grifo que
espera durante años un incendio en una esquina. Puso atención
a las palabras que le llegaban desde afuera. “Lámpara”, escuchó,
y recordó lo que Natalia le había contado. “Deseo”, “imbécil”. Las
pequeñas irrupciones de castellano en medio de la extraña lengua
que usaban los vecinos alertaron a Claudio. Encendió la luz y tomó
el reloj que al acostarse había dejado sobre el velador. Habían
pasado veinticinco minutos desde que intentó arreglarse por las
buenas con el vecino. Aguzó el oído para intentar sentir a Carmen
en la cocina, pero sólo percibió los gritos de la gente del lado. Tomó
el teléfono para volver a llamar a los Carabineros, pero cuando dio
el primer tono de llamado, lo colgó, en parte ´porque no quería
parecer un imbécil insistente y en parte porque temía que la policía
seleccionara los casos de ruidos molestos que atendía sobre la base
del grado de insistencia que uno pusiera: a menor insistencia, más
posibilidades de que la patrulla acudiera.
Un rayo de luz del mismo farol que estaba frente a la casa, el que
alumbraba el capó de su auto y bajo el cual Claudio había hecho
el ridículo hacía unos minutos, se filtraba a través de su pieza para
proyectarse en la hoja de la puerta. Natalia atravesó ese rayo y
Claudio se sorprendió.
-Hija. Sabes que no debes hacer eso sola.
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-La puertecita de la escalera estaba cerrada.
Claudio suspiró.
-De todas maneras- dijo.
-No puedo dormir. ¿Alguien va a hacer algo?
-Estamos esperando que lleguen los Carabineros.
-¿Dónde está la mamá?
-En la cocina.
Natalia se quedó en la puerta, mirando a su padre en la oscuridad.
-Siéntate en la cama.
-¿Escuchaste lo que decían, papá?
-Algo. Siéntate.
-¡Déjame tranquila un rato!
-Es por tu bien.
Natalia dio media vuelta y regresó a su pieza tan rápido como
había entrado en la de Claudio. Él tomó el control remoto y prendió
la televisión. Comenzó a hacer un zapping rápido, el sonido del
aparato no era nada comparado con la discusión del lado. En la
Televisión Española repetían un gol de Iván Zamorano. En ESPN
jugaba Miami contra Detroit. Sonó el timbre. Claudio se levantó y
miró por la ventana. Aunque no podía ver el automóvil de la policía,
sí alcanzaba a ver la luz roja proyectada en la calle, apareciendo y
desapareciendo como si fuera un espíritu. Volvió a ponerse la ropa y
en el intertanto sintió cómo Carmen abría la puerta, intercambiaba
un par de palabras con los carabineros y después subía la escalera
a buscarlo.
-Son ellos- le dijo entrando. Van a hablar con los vecinos
inmediatamente.
-Ya voy- dijo Claudio poniéndose los zapatos.
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Afuera había dos carabineros esperando junto a la reja del vecino.
Claudio los saludó de mano y les contó lo que sucedía. Los gritos
no habían disminuido. Incluso ahora, desde la calle, se escuchaban
más fuertes.
-Es un tipo grosero- dijo Claudio-. Les advierto.
-Peor para él- le respondió uno de los policías, el que parecía de
mayor rango.
El carabinero apretó el timbre con fuerza, dos veces largas,
sostenidas. Esperaron en silencio. De la radio de uno de ellos salían
voces metálicas, palabras que Claudio no entendía, tan confusas
como el idioma que sus vecinos esparcían a los cuatro vientos.
El vecino abrió la puerta de su casa y caminó hasta donde ellos
estaban sin decir una sola palabra. Miraba a los carabineros, no a
Claudio, con el rostro serio.
-Yo dijo señor acá no llamar a policía, hombres grandes arreglan
sus cosas solo, pero señor aquí no entiende nada.
-Cállese- le ordenó el carabinero que había tocado el timbre-.
Cállese y dígame cómo se llama.
El vecino se lo dijo.
Claudio y los dos carabineros se miraron y se rieron.
-Mejor me trae su pasaporte- le pidió el policía.
El tipo se dio media vuelta, un poco ofuscado y volvió a entrar a
la casa. Claudio miró hacia la ventana tras cuyas cortinas con toda
seguridad estaba Carmen y le hizo un gesto con la mano que indicaba
que todo iba a la perfección. Los policías lo miraron extrañados.
-Mi señora- dijo Claudio con una risa nerviosa.
Los carabineros asintieron. EL vecino regresó con su pasaporte en
la mano. El carabinero que no había tocado el timbre lo recibió, lo
abrió y comenzó a anotar en su libreta.
-Muy bien- dijo otro uniformado-, ¿Nos puede explicar ahora por
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qué tanto ruido?
-Yo no mucha castellana- dijo el vecino-. Pero señor acá poco
hombre de llamar policía y no hacer las cosas solo. Eso pasa.
-El señor dice que usted y su familia no han dejado de gritar en
toda la noche.
-Eso cosa privada oiga, nada de explicaciones aquí, país libre.
-Pero no para despertar a todo el barrio a las cuatro de la mañanaintervino Claudio.
-Único histérico despierta aquí es usted señor.
-Bueno, basta ya- interrumpió el carabinero-. O nos da una
explicación aquí y ahora o nos acompaña a la comisaría y explica al
capitán.
-Tengo explicación- dijo el hombre-, pero no creerían.
-Eso lo decidimos nosotros- le respondió el oficial.
-Bueno, como quiera.
Claudio se apoyó junto a su reja y puso atención. En el autopatrulla
había otro carabinero más, que no se había bajado del asiento del
conductor. Claudio pensó en su mujer y si acaso en algún momento
pensaba bajar a ver qué pasaba.
-Nosotros pocos años Chile- dijo el vecino-. Sólo semanas en esta
casa. Antes Antofagasta. Antes India.
-Siga- dijo el carabinero.
-Mucho tiempo atrás pasear por Punjab con familia. Matrimonio de
primo. Niños no grandes entonces. Viaje de Madrás a Punjab. No
auto. Tren.
Los carabinero lo miraron y se miraron como preguntándose si
realmente tenían que anotar todo eso en su libreta.
-No fácil viaje. Largo. Aburre. Rieles malos y bajar en ciudad pequeña
a pasar noche.
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El vecino no recordaba el nombre de la ciudad en que un día, hace
algunos años, había tenido que bajar de un tren con toda su familia.
Recordaba sí, que habían llegado de noche, y que, a como diera
lugar, se lanzaron por las calles repletas de gente a buscar un sitio
donde dormir. Y que, nadie nunca supo de donde, de pronto, el
menor de sus hijos tenía una lámpara dorada en las manos. El
chico aún no aprendía a hablar, de manera que no pudo explicarles
bien cómo la había obtenido. Y, como estaban preocupados de
encontrar hotel, tampoco le prestaron mucha atención al artefacto.
Al niño lo dejaron jugar con la lámpara, le permitieron reflejarse en
su dorado, hicieron posible que las antorchas que iluminaban esa
ciudad perdida en la geografía de la India desfilaran ovaladamente
por la superficie de la lámpara.
Consiguieron un hotel cuando la noche ya era profunda, cuando
los mendigos dormían. Un buen hotel –no eran la Santa Familia
vagando de establo en establo hasta encontrar el menos indecente-.
Desempacaron unas pocas cosas y se partieron las habitaciones.
La mujer fue a acostar a su hijo menor y volvió con la lámpara a la
habitación que compartía con su marido.
Se miraron de inmediato, directo a los ojos. No fue como en una
película, donde una cosa así llega de sorpresa. En cuanto ella se dio
cuenta de la lámpara entre las manos de su hijo, supo. Y en cuanto
él vio la lámpara entre las manos de su mujer, también comprendió.
La lámpara estaba limpia ya, doradísima y brillante, como si su
ocupante recién hubiera cumplido un último deseo a alguien.
No pudieron dormir en toda la noche, con los ojos fijos en el
artefacto, sudando por todos los poros. Se preguntaban si alguien
los había visto, si alguien podía haberlos seguido. Habían escuchado
de mafias que mataban sin compasión por conseguir artículos de
ese tipo.
El carabinero anotó algo en una libreta y se la alargó al vecino.
-¿Qué esto es?- preguntó.
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-Una citación al juzgado. Por mentiroso y por quitarle el tiempo a
los carabineros. Y si este señor se vuelve a quejar de que usted no
lo deja dormir, vamos a volver y lo vamos a llevar detenido.
-Yo sabía ustedes no creer nada.
-Buenas noches.
Claudio y el vecino contemplaron en silencio cómo los carabineros
se subían a su radiopatrulla y, sin encender las balizas, se alejaban
lentamente por la calle vacía, apenas perturbando el silencio de la
noche. Una vez que estuvieron solos se miraron.
-Usted creer. Yo verlo en su mirada.
-No sea imbécil- le respondió Claudio.
-Último deseo ser el más difícil. Familia está poniéndose de acuerdo.
Gritos seguir. Usted lo mismo haría. Última oportunidad. Después
genio ¡pum! Desaparece. Vuelta a la India quizás.
-Cállese y déjeme dormir. Es mi última advertencia- dijo Claudio y,
aunque el vecino intentó continuar con las explicaciones, aunque
su tono había cambiado y era ahora hasta humilde. Claudio se dio
media vuelta e ignorándolo. Volvió a entrar a su casa.
-¿Se callan o no?- le preguntó Carmen una vez que Claudio hubo
apagado la luz y subido las sábanas.
-Esperemos.
Pero fue lo mismo y peor aún. Los vecinos reanudaron sus gritos con
una violencia inusitada. Claudio pensó en la historia y los imaginó
discutiendo, casi golpeándose entre sí, con el reflejo de la lámpara
encantada descansando sobre la mesa del comedor, esperando la
decisión. También se imaginó a los carabineros recorriendo la ciudad
silenciosa en su automóvil, repitiendo la historia, contándosela al
que maneja, riéndose de ella, y luego multiplicando las risas en el
cuartel, entre sus trasnochados compañeros.
Cada grito de los vecinos era ahora como si la tierra entera se
moviera, como si los cimientos de la casa se remecieran cada vez
55
que ellos aullaban o lloraban o gritaban o maldecían al aire. ¿Tres
deseos? Seguramente todos los que habían tenido esa lámpara
habían enfrentado el mismo problema. El primero se pedía para
probar si era cierto que funcionaba. El segundo, para alguna
emergencia, o por orgullo, por ser el dueño de una cosa así.
Solamente en el tercero uno adquiría conciencia de lo que tenía
entre las manos y todo se complicaba.
“Yo no”, pensó Claudio, “yo sí sabría qué pedir en el primer deseo”.
Y pensó en Natalia y en la oscuridad que había en su pieza y en las
noches que habían pasado y en las infinitas noches que todavía
quedaban, y en el futuro y en ella sin ellos dos, y no pudo imaginarla.
Y se vio entonces vestido con el uniforme de la “U”, entrando
al estadio desde el pasillo del camarín, subiendo la escalera que
conduce hacia la cancha, repitiendo esa sensación de ver una
multitud por primera vez en su vida que tuvo cuando muy niño,
la primera vez que fue al estadio. Y miró a su lado y vio a Leonel
Sánchez y a Carlos Campos, y a todos los jugadores del Ballet que
él no integró, saliendo juntos, levantando los brazos, saludando al
público.
Se vio jugando con maestría, dando los pases precisos, haciendo
posible que todo el juego de la “U” fluyera limpio y transparente,
como en una fuente de agua en medio de un palacio.
Claudio se levantó sobresaltado. Sus pulmones subían y bajaban
intermitentemente. Carmen le preguntó qué le pasaba, pero él
no respondió. Abrió el último cajón de su velador hasta sacarlo y
darlo vuelta, y en suelo escarbó entre miles de papales hasta dar
con la pequeña pistola calibre 22. Su mujer lo contempló con los
ojos abiertos de pánico, lo miró vestirse nuevamente, ponerse los
zapatos sin calzárselos, desaparecer en la puerta.
Claudio saltó la reja del vecino y caminó lentamente hasta la puerta.
Golpeó una vez y después otra. Cuando el vecino abrió, no le dio
tiempo de contestar, con un empujón lo apartó de su camino y
entró en la casa. Como se había imaginado, la familia estaba reunida
alrededor del comedor. Había tazas de café y restos de comidas
56
que no pudo identificar. Sin decir una palabra, apuntando al dueño
de casa y dejando a todo el mundo atónito, Claudio se fijó en la
lámpara que, tal como él había pensado, reposaba brillante, dorada
e indiferente sobre la mesa.
-Es mía- dijo, y con la pistola le hizo una seña al menor de los
hijos para que se la pasara. El chico miró a su padre, el hombre del
turbante asintió con la cabeza y luego el niño caminó los pasos
que lo separaban de Claudio, sosteniendo la lámpara. Se la entregó.
Claudio la tomó con una mano y volvió a apuntar a su vecino.
-¿Va a pedir que nos callemos?
Claudio lo ignoró, le dio otro empujón y salió de la casa. A su espalda
sintió que los gritos se reanudaban, pero ahora la voz del vecino
sonaba distinta, aguda, desconocida.
Subió a la pieza con la lámpara y se la mostró a Carmen.
-Claudio, ¿me puedes explicar qué…?
Pero su marido, como un rayo, estaba ahora en la pieza del lado,
remeciendo a su hija, despertándola del tenue sueño en que había
logrado caer después de mucho esfuerzo. Carmen corrió al cuarto
de su hija.
Claudio estaba de rodillas, aplicándole vaho a la lámpara, y Natalia
con un pañuelo restregaba la superficie, y el color de la lámpara
rebotaba en sus grandes ojos.
-Claudio…-balbuceó Carmen.
Pero luego se calló. Estaba observando los grandes ojos de su hija.
Parecían dos almendras gigantes. Parecía que, al cerrarlos, podían
capturar dentro de sí toda la noche y la esperanza que se escondían
en la oscuridad.
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El flautista de Hamelín.
En la mañana de un día de semana. Una pena como caparazón
rodea a Andrés, pero de alguna manera se las ingenia para sacar
la cabeza y que la cabeza esté intacta. La pena es como agua que
envuelve todo su cuerpo, su cabeza sólo puede estar un par de
minutos inmersa dentro de la pena o del agua o del caparazón. La
cabeza sabe que va a salir de ahí, pero el resto del cuerpo no. Por
eso Andrés se mueve pesadamente por la calle, como si caminara de
puntillas (aunque en realidad no camina de puntillas) para que los
ojos puedan ver todo el horizonte. Para dar un ejemplo: mientras
caminamos, Andrés me cuenta el cuento del náufrago en la isla
solitaria que tira toda la noche con Sharon Stone y a la mañana
siguiente la hace vestirse de hombre y dándole una palmada en la
espalda le dice: “compadre, anoche me tiré a la Sharon Stone”. Y
cuando termina de contar la historia, que se prolonga por cuadras y
cuadras, hemos caminado toda la avenida La Paz y estamos frente
al negocio del tipo de las lápidas, y Andrés entra y yo lo espero
afuera.
Pasan largos minutos mientras me dedico a hacer pronósticos del
tiempo según la posición de las nubes, sin importar si voy a acertar
o no, y finalmente, cuando Andrés sale, el tipo de las lápidas resulta
ser la muchacha de las lápidas; una chica morena y baja, de labios
finos y oscuros ojos profundos, que me saluda con un movimiento
de cabeza. “Bea”, me indica Andrés, y ella corrige rápidamente, con
una voz silenciosa pero decisiva: “Beatriz”. Viste un delantal azul y
tiene el largo pelo recogido con un colette; en su rostro no hay ni
una gota de maquillaje y su cabeza está coronada por un gorro azul
de la “U”. En sus manos lleva un cincel y un martillo, y un lápiz y una
regla, y unos moldes con letras y una botella para esparcir agua en
aerosol y un paño.
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-La “U”- le digo a Andrés mostrándole el gorro que la muchacha
lleva puesto. A Andrés lo conozco desde que teníamos diez años
y la “U” es uno de sus temas favoritos. Le encanta hablar mal de la
“U” porque él es de Colo Colo. Desde que teníamos diez años ha
dicho que la “U” es el equipo de los fletos.
-EL equipo de los maricones- dice Andrés riéndose.
Beatriz camina adelante. Cuando Andrés termina de decir eso, ella se
da vuelta y puedo verle la cara; su rostro con sus cejas contrayéndose
como dos rayos fulminantes que caen simultáneamente sobre
el punto donde empieza su nariz. Andrés saca de su billetera un
calendario y me lo enseña.
-Anda y muéstraselo, Cabezón- me dice.
Es un calendario con una foto de Colo Colo.
Le digo que no.
-Estoy rodeado de chunchos- dice entonces él y se ríe
precipitadamente, y su risa es una violenta tos que lo ataca tres
segundos y luego su cara recupera la expresión de siempre; en rigor
no la de siempre, la de hace unos días, porque desde el funeral, que
Andrés tiene esa sonrisa eterna en la boca, esa sonrisa estúpida,
como si no hubiera entendido un chiste y se riera para que nadie se
de cuenta de que no lo entendió.
Pasamos una pequeña plaza con un monumento en el medio y
cuando estamos a punto de cruzar la calle, Beatriz nos advierte
“cuidado”, y nos detenemos a esperar el paso de un cortejo que va
llegando. Los autos llevan las luces encendidas y Andrés les hace
signos con las manos para que las apaguen. Los cinco dedos de cada
una de sus manos se tocan rápidamente y se separan. Finalmente
el cortejo se detiene en la puerta principal y los tipos que conducen
la carroza comienzan a bajar el ataúd que llevan dentro.
La fachada del cementerio tiene unos vitrales de colores, y con
Andrés nos quedamos quietos, absortos en ellos, mirándolos desde
la vereda.
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-No tengo todo el día- nos dice Beatriz.
-¿Ah no?- dice Andrés, y entramos al cementerio.
Ahora nosotros vamos al frente y la muchacha, detrás. A pesar del
sol, hace frío, y un viento que se cuela entre los grandes árboles
nos da una constante bofetada en la cara. Yo cierro mi parka hasta
el cuello y meto las manos en los bolsillos. Los mausoleos que se
alinean en la calle por la que avanzamos de alguna forma pueden
ser acogedores. Hay grandes lápidas que descansan sobre la calle,
a veces puertas de cristal revelan escaleras que se pierden en un
subterráneo. Entre medio hay claveles y pasto, y pequeños cursos
de agua en los que descansan algunas flores secas y arrugadas que
la corriente apenas arrastra.
-Se nos olvidaron las flores- dice Andrés.
-No importa. Ayer le pusimos.
-Seguro.
Cuando llegamos a una esquina nos volvemos a topar con el cortejo.
Primero pasan unos tipos con quepí y desteñidos uniformes azules.
Uno arrastra un carro sobre el cual va el ataúd. Y otro, que va
después, lleva otro carro igual llenó de coronas y flores. Más atrás,
pasa la gente; los primeros lloran y caminan abrazados a otras
personas. Los del final van riendo.
-¿Viste?- dice Andrés.
-Vi. Estaban súper ricas.
Nos quedamos pegados, mirando dos chicas que van al final del
cortejo, que a su vez nos miran y cierran los ojos para mandarnos
un beso.
-Un cachón- dice Andrés.
-Igual- le respondo.
61
Andrés dobla en una calle y luego en otra. Ahora vamos como en
una fila india, él primero, y yo y la muchacha, dependiendo de sus
desplazamientos, confiando ciegamente. Los mausoleos llevan
escritos en sus dinteles los nombres de las familias. Estamos en un
pequeño vecindario de habitantes tranquilos, con hermosos árboles,
sombra todo el día y un persistente olor a flores en descomposición.
-Aquí es- dice Andrés de pronto, deteniéndose frente a una pequeña
construcción gótica cubierta de una enredadera.
Beatriz asiente.
Andrés saca de su bolsillo un grueso manojo de llaves y va hasta la
reja del mausoleo y la abre y la mantiene así para que entre Beatriz.
Ella deja sus cosas en el piso y mira a Andrés.
-Ésta- dice él tocando una lápida.
-¿Abajo?- pregunta ella.
-No, al lado- dice Andrés-. Al lado del nombre del tata.
Beatriz toma el aerosol y un trapo y limpia el mármol. El agua hace
que se vea más brillante, como si fuera una cocina, pero cuando la
humedad que el trapo ha dejado sobre el mármol se retira, nada en
la lápida ha cambiado y Andrés piensa que el mármol tras el cual
descansan su abuelo y su hijo es una gigantesca esponja viviente y
sedienta, que despierta sólo cuando alguien pasa un paño húmedo
sobre ella.
-¿Me puede escribir el nombre en un papel?- le pide la muchacha.
-Claro- dice Andrés, y me mira.
Yo me palpo por encima de la parka y en los bolsillos de atrás del
pantalón, pero nunca tengo lápiz y no tendría por qué tener uno
en esta ocasión.
-Yo tengo lápiz- dice Beatriz sin dejar de limpiar.
-Yo tengo un boleto de micro- le digo a Andrés luego de meterme
una mano al bolsillo y palpar una extraña mezcla de boletas de
compraventa y suaves papelitos desgastados por el roce. Andrés,
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con la sonrisa de siempre en la boca, escribe el nombre que Beatriz
le ha pedido, pero se demora minutos que parecen horas.
-¿Podemos, por mientras, barrer o algo así allá adentro?- le pregunto
a la muchacha.
-No. Esperen que termine.
-¿Te vas a demorar mucho?
-No.
Andrés le pasa el papel a Beatriz y después nos sentamos en un
banco frente a ella.
-¿Media hora?- le insiste Andrés-No- responde ella, sin mirarnos.
Andrés saca su billetera y la abre y de ahí saca un paquete de papel
de diario que me pasa.
-No es mucho- le comento.
-Igual.
Mis dedos comienzan a tocar la hierba. Es una operación que he
repetido mucho. Las hojas ruedan entre mi pulgar y mi índice, de
modo que a un lado queda la madera, los palos prescindibles y al otro
las hojas. Cuando mis dedos palpan esferas duras, las desmenuzo
un poco y dejo las semillas a un lado.
-Listo- le digo a Andrés.
Andrés entonces toma papel de arroz y, humedeciendo un extremo
con la lengua, hace dos cigarros. Y así es siempre. Yo los limpio, él
los hace. Yo no sé hacer y él no sabe limpiar.
-Voilà- me dice, y me entrega un grueso cañón, una reliquia de
alguna de las dos guerras mundiales.
Cuando acerco la cara al encendedor que Andrés mantiene a unos
centímetros de mi cara, el calor me acaricia suavemente, hasta que
el cigarro muestra en su punta un resplandor cobrizo.
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-Buena- le digo a Andrés, reteniendo un buen rato el aire adentro-.
Súper buena- y lo suelto.
Andrés asiente con la cabeza, y cuando le devuelvo el pito, repite la
operación. Dentro del mausoleo la muchacha comienza a golpear el
cincel contra el mármol y un sonido seco rebota contra las paredes y
sale para afuera. Una nube tapa momentáneamente el sol. Cuando
se va, ambos nos encandilamos un poco con el resplandor de las
cosas.
-Bea- la llama Andrés.
Ella interrumpe su trabajo.
-Beatriz- corrige.
-¿Por qué estás tan enojada, Beatriz?
-No estoy enojada. Mi cara es así.
Su respuesta nos hace reír, pero antes de que ella pueda enojarse
de verdad, Andrés extiende el pito y se lo enseña.
-¿Quieres?
-Bueno- dice. Deja sus cosas en el suelo, baja las escaleras hasta
donde Andrés y retira el pito de entre sus dedos. . La muchacha mira
el cigarro y lo gira en torno a su eje como si estuviera examinando
un delicado mecanismo de relojería. Sin cambiar la expresión de
enojo, se lo lleva a los labios y da una larga pitada que consume casi
la mitad.
-Chuta- me sorprendo.
Beatriz da varias pitadas más. Está frente a nosotros, de pie, como
si nos estuviera desafiando. Andrés se frota los brazos.
-Está helado acá.
-No es para tanto- dice Beatriz.
-¿Está buena?
-He probado mejores.
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-Entonces déjanos algo.
Hay en la mirada de Beatriz un desafío constante, como si estuviera
obligada a darse una ducha a una temperatura que no le agrada,
que no es helada, sino que tiene una tibieza mediocre que todos
los demás aceptan, pero ella no. Con el cigarro de marihuana en la
mano, llevándoselo una y otra vez a la boca, como si le perteneciera
absolutamente, mirándonos todo el tiempo a los ojos, parece como
si ella nos estuviera enseñando a fumar.
-¿Te gusta la “U”, Beatriz?- le pregunto.
Ella retiene el aire en sus pulmones por un período que podría tener
significación para los geólogos y me devuelve el pito.
-No- dice-. Es para no ensuciarme el pelo.
Y Andrés se ríe con esa risa como tos. Entonces ella, sin mirarlo,
se da media vuelta y camina de vuelta al mausoleo, donde sigue
golpeando el cincel contra el mármol.
El golpeteo de Beatriz no termina. Con Andrés nos dedicamos a
explorar los alrededores, con el segundo cigarro de marihuana
pasando de su boca a la mía, dejando su señal en el viento.
Avanzamos entre las tumbas. Y yo trato de no pisar los nombres
de los muertos; pero a Andrés le da lo mismo.
-Busquemos a las minas- dice de pronto, sin darme tiempo de
pensar que el cementerio es demasiado grande como para que las
encontremos.
Comenzamos a correr por las calles, dejando lejos, cada vez más
lejos, a Beatriz y a sus golpes sobre el mármol. Hay poca gente viva
en el cementerio y la mayoría de las flores que hay en los floreros
de las lápidas están tan muertas como los muertos a los que honran
o recuerdan.
Andrés corre y a veces se detiene, fuma, vuelve a correr. Cuando el
cigarro está por terminar, nos sentamos en un banco, yo saco una
caja de fósforos, extraigo la parte que tiene las cerillas y dejo sólo
el envoltorio de débil madera. Le hago un pequeño agujero que
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atraviesa un dibujo de la Cordillera de Los Andes y ponemos la cola
ahí y fumamos, como si fuera una pipa.
Todo nos da risa. Vamos hablando de cosas que ocurrieron hace
años y nos dan risa. Los nombres de las familias nos dan risa. Los
años entre los que la gente vive y muere nos dan risa. Mi risa se
parece a la de Andrés, y cuando me doy cuenta de eso, trato de
cambiarla, pero es muy difícil, porque él se ríe todo el rato, y al
final me doy cuenta de que hace minutos que ya no nos reímos
de varias cosas, sino de una, un solo recuerdo que se nos quedó
pegado. Cuando hay una pausa en la risa, Andrés me pregunta si
ando con plato.
Algo- le respondo-. ¿Para qué?
-Las podemos invitar después a tomar un trago, algo.
-Es muy temprano.
-Podemos quedar de acuerdo para la noche.
-Podría ser.
-Estaban ricas.
-Súper ricas.
A Andrés se le ocurre la idea de ir a la entrada del cementerio para
preguntar por ellas.
-Podemos preguntar qué funeral hay a esta hora –dice- y de dónde
son, e ir para allá.
-Muy bien –le digo yo-. Vamos.
-Vamos- repite él, pero nos quedamos parados, mirándonos como
si alguno de los dos tuviera algo importante que decir.
-¿Por dónde?- le pregunto.
-No sé. Creí que tú sabías.
Estamos perdidos. En cada calle por la que hemos pasado, hemos
doblado haciendo un zigzag cada vez más complicado. En el mapa
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del cementerio hemos garabateado el dibujo de un histérico o de
un niño de dos años.
Andrés gira mirando las calles y apunta hacia una dirección.
Comenzamos a caminar. Ahora vamos en silencio. Una señora que
limpia un florero en una llave de agua nos mira mientras pasamos.
Andrés le da los buenos días y ella no le responde; en cambio llena
el florero de agua y lo deja así, rebalsándose, por varios segundos,
sin quitarnos los ojos de encima. Cuando ya nos hemos alejado un
poco, Andrés le hace una reverencia.
Caminamos mucho, durante horas erramos por entre las tumbas
y las flores, pisando las aceras con sus baldosas levantadas por la
fuerza que hacen las raíces de los árboles. En mi cabeza, poco a
poco las cosas se van organizando nuevamente; el paso del tiempo
paulatinamente recupera su ritmo habitual y las cosas que me
rodean dejan de sorprenderme.
-Andrés.
-¿Ah?
-Por aquí.
Y lo hago doblar por una calle hasta que llegamos al banco desde
el cual salimos. Beatriz está sentada allí. Con las piernas cruzadas,
fumando un cigarro.
-Les dije que no tenía todo el día- protesta.
-Nos perdimos- le digo.
-Convídame- le pide Andrés.
Ella le pasa el cigarro. Su marihuana es mucho más intensa que la
nuestra, el aroma invade. Andrés da una pitada profunda y me pasa
el cigarro a mí.
-Bueno, ¿quieres ver cómo quedó?- le pregunta a Andrés.
-Claro, vamos.
Nos levantamos del banco y subimos los escalones de la entrada
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al mausoleo. Junto al nombre del abuelo de Andrés, en letras más
pequeñas, pero más brillantes, está el nombre de su hijo. Andrés
estira la mano y pasa lentamente los dedos por las letras.
-Mañana lo pinto- dice Beatriz.
Entonces Andrés, con la sonrisa que no se le borra de la boca, da
vuelta la cara hasta quedar frente a ella. Y la besa. Le da un largo
beso, la toma por la nuca y por la espalda y pliega su cuerpo al de
ella, mientras cierra los ojos y su lengua pasa sobre los dientes y la
lengua de Beatriz. Ella no responde, se queda estática, sin aceptarlo,
pero tampoco rechazándolo, con sus manos a los costados.
Sin dejarla de besar, Andrés le quita el gorro de la “U” y le suelta el
pelo, y de pronto hay una explosión de cabello negro, de negras y
larguísimas mechas de pelo brillante que la mano de Andrés revuelve,
y es como si una mano revolviera rayos negros, una congregación
de oscuros hilos eléctricos que se amontonan en el cielo.
Cuando Andrés la suelta, Beatriz simplemente recoge su cincel y
sus cosas del suelo y sale del mausoleo hasta el banco. Andrés se
queda en silencio, mirando el nombre de su hijo. Después salimos.
Andrés cierra la reja con llave. Beatriz está en el banco.
-¿Me dejaste un poco?- me pregunta.
Yo le devuelvo el cigarro. Queda muchísimo. Beatriz se pone de pie
y camina delante de nosotros, guiándonos hacia la salida. Seguimos
la estela de su humo como si fuéramos detrás del flautista de
Hamelín.
-¿Cuánta plata tienes?- me pregunta de pronto Andrés.
-¿Por qué? ¿Quieres volver a buscar a las minas?
-No –dice-. Quiero tomar un taxi. Estoy raja.
-Tengo- le digo-. No te preocupes.
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El otro posible Baldi.
Porque el doctor Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la
cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se
había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo
que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, de hombres
sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como
todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.
Juan Carlos Onetti.
“El posible Baldi”.
Apenas salió del aeropuerto, Baldi se imaginó encontrándose
casualmente con Nené, entrando en una librería, los dedos de Nené
tocándolo levemente en el hombro mientras él revisaba, distraído,
un libro; la sonrisa de siempre, la sorpresa.
Caminó fuera del edificio. Dejó la maleta en el suelo y contempló los
diarios y sus titulares, las letras rojas y grandes que le recordaban
que la “U” había salido, por fin, campeona. Aunque Baldi no había
alcanzado a llegar a tiempo para verla, se alegró de la vuelta y del
triunfo. Algo, pensó, por fin había cambiado en el país. Hizo parar
un taxi. El conductor intentó hablarle, pero Baldi:
-Cállese.
Avanzaron por la Alameda hacia arriba, entre un tráfico insoportable.
Santiago de Chile, pensó Baldi con ironía, evidentemente ha
evolucionado. Y después pensó en Nené y en casa y en el auto y en
las cuentas que llegaban a fin de mes.
Y recordó las visitas a la casa de sus padres o sus suegros, y pensó
después en los partidos de la “U”, los domingos, el sol poniéndose,
el cielo rojo sobre la marquesina del estadio. Y pensó Baldi en la
oficina y en las rentabilidades y en las tasas de interés. Y en los días,
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que siempre llegaban puntuales. Y en las semanas, que se agotaban
rápido. Y en los meses, que cada año parecían haber sido calcados.
Dios, pensó, no tiene mucha imaginación. Se rió solo.
Baldi era ahora un toro grande, sus brazos tenían el grosor que
antes tenían sus piernas, su vientre se mantenía plano sin esfuerzo
y dentro de su caja torácica parecía llegar eternamente todo el
aire del mundo. Imaginó encontrarse en la calle a sus compañeros
de colegio, a sus amigos de universidad, a los tipos de la oficina.
Vislumbró papadas, bolsas en los ojos, panzas.
Nené. ¿Cómo estaría ella? Habían pasado veinticinco años. Pasan
veinticinco años, pensó, y somos una versión sin afeitar de nosotros
mismos. Tal vez por dentro, en un territorio tan inexplorado como
un campo de hielo, sigamos siendo los mismos, se dijo, pero son
nuestras acciones las que cuentan; las acciones que están ahí, a la
vista de todos, como un balance público o como una gran catástrofe.
Se miró las palmas de las manos. Muchas veces, cuando llegaba
el ocaso y los negros en la mina eran confinados a las barracas,
Baldi contemplaba las palmas de sus manos y trataba de recordar la
figura que trazaba el contorno de la cara de Nené entre ellas. ¿Qué
le quedaba de ella? Un color de ojos, la sensación de cómo había
sido la suavidad de la piel de Nené bajo sus dedos, el tono de su voz.
Y aun así no podía estar seguro; estaba el recuerdo, pero también
estaba la certeza de que el recuerdo no era sino una recreación
arbitraria que el mismo Baldi había fabricado, con fidelidad al
original, claro, pero copia.
-¡Sudáfrica!- exclamó Ceballos, como si lo hubieran ofendido. Baldi
recordó las risas de los gringos, el tono de los capataces en la mina,
pero con los extremos invertidos: ¡Chile! Entonces Baldi iba a su
escritorio, sacaba un gastado atlas, mostraba.
-Sudáfrica- le confirmó Baldi con tranquilidad-. El sur de África. En
una mina de diamantes. Mira –y le mostró el anillo.
Ceballos acercó su cabeza a la mano de su antiguo amigo.
-Deberías donarlo- le sugirió.
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Baldi disparó una carcajada profunda, de tenor.
-No sé. Al Hogar de Cristo. Al estadio que piensa construir la “U”.
Baldi puso la joya del anillo frente a sus ojos y la giró. La luz de
la lámpara encima de ellos se reflejó sobre la gema y después,
describiendo un ángulo casi recto, rebotó en la pared.
Volvieron a llenar sus vasos. Bebieron.
-Así que guardia.
-Guardia.
Ceballos movió la cabeza negativamente.
-Pagaban bien los hijos de puta- replicó Baldi.
-¿Gringos?
-Al principio. Después hubo de todo. Árabes, japoneses.
-¿Y el embargo?
-Las huevas.
Al anochecer, cuando los negros emergían del ascensor, la figura
de Baldi se recortaba contra el sol del crepúsculo como la estatua
de un demonio. Mañanas de vodka, tardes de cocaína y whisky,
noches de ametralladora. Una Schneider anterior a la segunda
guerra, doscientas cincuenta balas por minuto. Al terminar el turno,
y cuando sabía que no todos los trabajadores habían emergido
del socavón, Baldi se sentaba tranquilamente frente al ascensor y
esperaba. Cuando al fin, confiado en las sombras de la noche, el
ladrón de diamantes salía a la superficie, con un puñado de sucias
piedras sin refinar en los bolsillos, Baldi disparaba, borracho de
adrenalina, contemplando en cámara lenta cómo la cabeza volaba
del cuello. En ese tiempo los días se alargaban y alargaban como
telarañas que van de un derrumbado muro de adobe a otro, y a
Baldi le parecía que algo por fin había tenido sentido, que de alguna
manera el día no había pasado tan rápido, que el alcohol y la cocaína
eran sus aliados: el ancla que lo protegía del huracán que era el paso
del tiempo.
73
-¿Has sabido de Nené?
No, Ceballos no la había visto hacía mucho.
Entró la hija de Ceballos, una muchacha hermosa, con la bandeja
del café; luego, su señora. Se sentaron frente a Baldi sintiendo que
lo peor ya había pasado, el aroma del café extinguía el de la bestia
en sus narices, y ya no era miedo, sino una familiaridad extraña,
de hermano esquizofrénico encerrado para siempre en el ático.
Ceballos, el domador; ellas, el público especial invitado a conocer
la jaula por dentro.
-La Nené. Sólo tarjetas, para la navidad- dijo la señora Ceballos, y
la misma sonrisa, la cabeza afirmando para convencerse de que así
era.
Baldi también asintió. Hubiera preferido que no lo escuchara
preguntando por Nené, pero ¿cuánto importaba en realidad? La
casa de Ceballos tenía ese calor que tenía su casa cuando niño,
ese espíritu de todas las cosas en su lugar, de camisas limpias en el
clóset, de baños luminosos, de comidas a sus horas; y todo eso lo
vencía, se colaba por sus poros.
Nené se quitaba los lentes, apoyaba la cabeza en el hombro de
Baldi, subía las piernas y las ponía en la mesa del medio; y Baldi se
quedaba quieto para no despertarla, concentrado en la película,
esperando que llegara la niña, una chica como de la edad de la hija
de Ceballos; y cuando llegaba, Baldi se llevaba el dedo a los labios,
y la niña entendía y seguía hacia adentro de la casa en silencio;
entonces sacudía levemente a Nené, que despertaba de un sueño
a otro, simplemente menos profundo, y apoyada en él caminaba
hacia la pieza, apagaba la luz que no fue.
-Pero sabrán, al menos, si se casó.
-Claro, se casó.
-¿Ah, sí? ¿Y con quién?
Los Ceballos se lo dijeron.
74
Salió de la casa de los Ceballos sin que lo despidieran afuera; le
sugirieron llamar un radiotaxi, pero dijo que prefería caminar.
Santiago, una ciudad sin estrellas. Y sin estrellas, sin correspondencia
en el universo, pensó Baldi. Era tarde, y por las calles se desplazaban
adolescentes borrachos que gritaban para afuera de las ventanillas
de sus vehículos. Actuales rockeros, se dijo, futuros Presidentes de
la Pontificia Liga de Protección a la Familia. Abogados, ingenieros,
arquitectos; pequeñas, pero bellas casas en barrios nuevos.
-Mijito, venga a conversar.
Baldi se detuvo junto a la muchacha.
-Allí, en la plaza- dijo ella.
Él sacó un billete de su bolsillo, se lo pasó a la chica, y ella se puso en
movimiento rápido, caminando ligera la cuadra que los separaba
de la plazoleta.
-No hablas mucho tú, ¿ah?
Y Baldi se agitaba sobre ella, extrayendo los diamantes de la mina,
invocando las piedras preciosas con insultos aprendidos en decenas
de idiomas. La muchacha eran dos chicas en La Habana a cambio
de cocaína y bluyines; una tímida mujer en El Cairo; un animal de
ojos grises y magnéticos en un prostíbulo de Marsella; una bailarina
de largas piernas en Moscú; una cantante con voz de manantial en
Manila; un pulpo de ochenta brazos en los suburbios de Denver.
La muchacha lo contemplaba con los ojos abiertos, tratando de
devolverlo a Santiago de Chile aun cuando lo conocía hacía quince
minutos y aun cuando todo lo que estaba pasando entre los arbustos
de la plazoleta era parte del negocio.
-Socio. ¿tiene diez pesos?
El cuerpo de Baldi se contrajo. La voz venía justo detrás de él, acaso
del pasado o del presente de la muchacha.
-Ya, anda pasándole todo- recomendó ella.
Bueno, bueno ya, y cuando su mano fue a la billetera, fue en realidad
a la pistola, y cuando la sacó, la bala travesó la frente del asaltante.
75
Y cargando el muerto, bajo una noche sudafricana que reventaba
de estrellas, entraba en la casa, lo sentaba en el diván, le ponía una
taza de té sobre el regazo y comenzaba a hablar de las mentiras que
aún no cumplía, pero que iba a realizar en el futuro. Era su manera
de pagarle, porque sólo la actividad de un ladrón podía dar sentido
a las largas jornadas de Baldi con Baldi mismo, a la estupidez con
que el tiempo pasaba, colándose torpemente entre las rendijas de
su choza. El negro, con la sangre aún fresca en el rostro, le ponía la
atención de la ganadora de un concurso que conoce a su estrella
de rock favorita. Baldi llevaba al negro a Colombia, le mostraba
cómo conversaba con los pequeños niños en la calle, los subía a la
camioneta, les inyectaba algo en la vena. Los niños iban poco a poco
quedándose dormidos, agotados después de tanto llorar y suplicar,
y cuando entraba a la clínica clandestina, alguien en la puerta le
entregaba los dólares y luego Baldi se iba en la camioneta. O ponía
al negro en Marsella, entraban en un bar, cambiaba pistolas por
ácido lisérgico en el baño, había un tiroteo, Baldi rompía la ventana,
tomaba un pedazo de vidrio, lo clavaba en un cuello, huía. Entraban
al palacio de gobierno de Ruanda, el demonio blanco disparaba con
sangre en los dientes, los cadáveres hinchados aguardaban en vano
inútiles discursos en las bancas del parlamento, la pólvora bajaba
desde el cielo. Con el negro miraba el horizonte en el mar, en un
barco en el Mar de las Filipinas, listo para saltar al abordaje. Y cuando
Baldi ya no sabía de lo que hablaba, cuando el hedor del muerto se
hacía insoportable porque eran muchos los días que habían pasado,
volvía a cargar al negro hasta subirlo a la camioneta y allí viajaba
hasta los grandes pastos, donde descargaba el cadáver como un
saco de papas, Santa Claus de las aves de rapiña.
-No sé- dijo Nené-. No estoy segura.
Baldi le acomodó la silla y después se sentó frente a ella. Habían
llegado unos minutos antes y casi no se reconocieron. Nené no
sonreía. Tenía poco tiempo. Ambos, las imágenes gastadas del
espejo, el polvo sobre el vidrio, ese olvido de desván y papales de
diario a lo largo de las décadas.
-Mi marido me espera.
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Mientras sus dedos se entrecruzaban nerviosos, su mirada huía de
la de Baldi, sus pies exploraban en busca de un lugar debajo de la
mesa donde el suelo no quemase.
Una noche hacía veinticinco años había quedado de pasar a verla.
Veinticinco años atrás podía hacer muchas cosas, atravesar la ciudad
para besar a Nené, abrazarla, caminar por el barrio, levantarla
como su bandera máxima. Sin embargo Baldi tenía esos pasajes en
el bolsillo, los extendía a la mujer de la compañía, chequeaba en
Interpol. Besaba los labios de la aventura con una ansiedad de león
en el cuello de la gacela.
Baldi enumeraba para ella los países en que había estado, las playas
que había visitado, los océanos que había cruzado. Omitía detalles:
la sangre, los puñales, los secretos ritos de las noches del mundo.
Lejos de las ciudades, de los muros, de los aires acondicionados y
de las calefacciones, Baldi había perdido el idioma que Nené usaba
ahora con él. Cambiaban palabras como antes Baldi cambiaba
drogas o dinero falso.
-Aquí en Chile han hecho unos supermercados estupendos,
gigantescos. Voy una vez al mes, compro todo.
Baldi suspiró. Luego cerró los ojos. Nené miraba su reloj. El sol caía
en Santiago, la luna subía, la gente regresaba a sus casas más lento
de lo que iba a sus oficinas. Súbitamente, Baldi sintió al crepúsculo
entrar en él. La noche se fue abriendo dentro del aire que ocupaba
para respirar, como una inmensa flor negra. Los hijos de Nené,
la Universidad, la futura nuera una chiquilla simpática. El marido,
la empresa, los trabajadores flojos. Un pétalo negro y brillante
desperezándose lentamente, luego otro y otro. La cabeza de Nené,
pequeña, perdida en un mar de otras pequeñas cabezas girando y
comiendo helados.
Y entonces Baldi pensó que había otra vida, que tenía que haber una
más allá de la verdadera y de la falsa, una que escapaba al posible
Baldi de Santiago de Chile, con rentas e impuestos, amor y sopa.
Esa vida se encontraba a miles de kilómetros del Baldi real, del que
había vivido como un hombre, de aquel Baldi que había traicionado
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y matado y robado y comprado y fornicado, el que había hundido
sus manos en el estiércol y el que llevaba en su nariz el aliento
de la tormenta. Esa otra vida, aunque no podía vislumbrarla, la
esperaba, y en esa espera se imaginaba a otro posible Baldi, uno
que sí podía soportar.
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Hasta que las micros vuelvan a pasar.
Muy bien, hablemos. Dime todo lo que quieras decirme, de una vez
por todas. Yo no golpearé la mesa, no daré portazos, no derribaré
estantes con libros viejos, el polvo de esos libros no quedará
flotando en la pieza para que mañana en la mañana los rayos de sol
te obliguen a contemplar las partículas en suspensión y a recordar.
No haré nada de lo que suelo hacer para evitar caerte encima con
un festival de golpes y patadas, para borrarte esa rosa estúpida que
tienes en la boca. Pero, por favor, tampoco me desafíes a que lo
haga, porque esta vez no respondo de mí, esta vez sí que podrías
ir a parar al hospital, como tantas otras veces que lo has pedido,
creyendo, jurando que es una forma de pagarme por todo y que si
hago eso quedamos empatados.
¡Qué sé yo por qué mierda estamos así! ¿Lo sabes tú? A ver, dímelo.
Bueno, pero ya no estamos como al principio. Ya no somos ese par
de imbéciles. Recuerda esa foto que me regalaste, en que tienes
un chupete en la boca y tu mamá me tiene en brazos. ¿Eres esa
persona? ¿Eres la misma persona? Eso es lo que digo yo. Ya no
somos los de antes. Ya no te puedo contar las mismas cosas del
principio, ya no hago idioteces para seducirte.
Mira, sorpresa, estoy hablando. Me senté aquí, frente a ti, y te
dije: muy bien, hablemos. Mira como abro mi boca, como muevo la
lengua, ¿Ves las caries? Mira, mira para adentro, observa bien, como
buena dentista que eres. Asómate. Hablo, hablo, estoy hablando.
Pensé que había una especie de correo metafísico entre los dos, un
sistema medio telepático, un protocolo de comunicaciones. Pensé
que teníamos eso, que funcionaba. Pensé que lo usábamos, que
podíamos estar orgullosos.
Pero ya, no importa, está bien. Hablemos. Hoy en día todos los
huevones hablan y siguen igual de como las huevas que siempre.
¿Es lo que quieres? ¿Qué hable? Estoy hablando. Hablemos todo.
Yo no voy a decir eso que te desarma, que te demuele. No lo voy
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a decir aunque sea verdad. Mírame a los ojos. No lo voy a decir
aunque me hayas obligado a hablar, porque hablar, claro, hablar
también significa sacar una brocha de mierda y pasártela por la
cara. También significa eso. Pero hablemos, está bien. Sin brocha,
voy a ceder. Voy a ceder una vez más. Porque, ¿sabes?, el correo
telepático sí funciona, funciona aunque no lo quieras (aunque es
probable que sí lo quieras, que igual en esos momentos con el saco
de huevas ese tuyo mandabas la señal telepática para avisarme,
porque te sentías mal de estar haciéndome eso, porque así pensabas
que eras honesta, honesta a tu manera, que te redimías, y quién
sabe si no).
Huelo el olor de ese culeado en cada poro de tu piel, así que por
favor anda al baño y báñate en ese Pachulí picante que tanto te
gusta, conchetumadre. Jaja, qué buena eres para contar chistes,
qué graciosa. ¡Aunque sea de la “U” también, qué mierda importa
en estas circunstancias que el huevón sea de la “U”! Cualquier
pelotudo que entra a tu consulta puede ser de la “U”, de cualquier
equipo. Ahora eres tú la que hace ese tipo de chistes. ¿Te gusta
huevear con la “U”, te gusta hablar de la “U”, hacerte la que sabes
mucho? Escucha esto entonces, escucha bien: la “U” está en la
Segunda División. . Ayer te llamé por teléfono como enfermo y no
estabas, y después me fui al estadio, a dar la última gota de aliento,
pero no sirvió para nada, te quería decir por teléfono que iba a
dar la última gota de aliento, que nos desearas suerte a mí y a la
“U” porque la íbamos a necesitar. Para eso te llamé, no te llamé
para otra cosa. Puedes hacer con tu vida lo que chucha te dé la
gana, no hay problema. Hasta donde yo sé no nos hemos casado, y
aunque así fuera, ¿o no? ¿No es así el asunto? Ahora la “U” está en
el descenso, en la mierda misma. Ya no queda ninguna huevá. Ni
siquiera quedas tú.
Ya, pero querías que hablara. Dices que nunca hablo, que tienes
que adivinar cada uno de mis pasos, que nunca sabes si esto es
de verdad, si palpito contigo. ¿Y si te dijera que sí? ¿Cambiaría eso
algo? Ahora estoy hablando, ahora te lo digo: sí, palpito contigo.
Una vez te lo dije, ¿quieres que lo ande repitiendo como huevón?
Al principio te lo dije. ¿Y por qué iba a cambiar? Antes de meterte
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con ese culeado hocico de goma, ¿por qué iba a ser distinto? ¿No
estaba yo todo el tiempo contigo? ¿No íbamos a todas partes? ¿No
te ayudaba en tus huevás? ¿Y entonces por qué iba a cambiar? ¿Por
qué tenía que decírtelo? ¿Ni siquiera lo sospechabas? ¡Me cuesta
hablar, por la chucha! ¡Eso lo sabías de antes! Decías que yo era
diferente de los otros pelotudos que habían estado contigo, de toda
esa bola de huevones chupacallampa. Bueno, eso era lo diferente,
que me quedo con mis cosas, que no ando cargando a la otra gente
con mis huevás, que me las banco solo, que trato de no ser una
vieja copuchenta y conventillera, pidiéndole permiso a los amigos
y conocidos, al paco de la esquina o a la mamá para amar o para
dejar de amar a una mujer como tú. Porque disculpame, no es que
yo sea un arrastrado de mierda que te alaba después de todo lo
que pasó, pero me gusta decir la verdad, me gusta decir tal como
fueron las cosas, ¿no es para eso que estamos aquí hablando?: A ti
había que robarte de la joyería, desconectar las alarmas, ser piola,
saber hacer las cosas, no andar publicando todo lo que pensaba
hacer. Un rubí, un rubí me imaginaba que eras, pero chántate ahí,
no te vengas a vanagloriar conmigo, cabrita, no ahora. Yo no voy
a decir lo que fuiste al final sólo porque eso acordamos, que no iba
a decir eso, porque si lo digo te paras y te vas y te pierdes entre la
gente para siempre, la ciudad te traga, como se tragó ya a la “U”,
como sea tragado tantas otras cosas.
Ahora que la “U” se fue al descenso se me ocurre que ya nada va
a volver a ser como antes, a pesar de que estoy seguro de que el
noventa vamos a estar de vuelta en primera, pero ya nada va a ser
como antes, ya nada va a ser mágico, ninguno de los instantes, por
la chucha.
Llamándote como pelotudo ayer por teléfono se me ocurrió eso,
cuando “no, no está, no sé a qué hora llega”, cuando “¿no estaba
con usted?”; entonces se me ocurrió que las cosas en las que uno
cree aparecen y desaparecen como aftas en la lengua, como lluvia
sobre el vidrio de un bus en la carretera, como el momento que
queda grabado en una diapositiva, como la melodía que uno inventa
sobre un piano sin anotarla, como un charco de sangre después de
un crimen, como la idea para un cuento que aparece en la micro,
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como la cuenta bancaria de un tipo quebrado, como una ampolleta
que se revienta, como alguien que te lleva a dedo, como una chica
que me gustó en una fiesta pagada, como un reserva de Naval de
Talcahuano, como Naval de Talcahuano, como un archivo grabado
en un diskette rasca, como un amigo de primero básico, como
una golpiza que te da tu vieja, como una excursión a la cordillera,
como una canción que pasa de moda, como una mediapista robada
de la puerta de la casa, como el guardia que dejó embarazada a
la empleada, como los gritos de una protesta callejera, como un
perro que se escapó de la casa, como un grupo de estudio en la
universidad, como una moneda que se traga un teléfono público,
como una lección sobre los verbos del idioma castellano, como un
penal desperdiciado, como yo yéndome dentro de ti, besando tus
pezones, intentando amarte más adentro de tu útero, suplicando
que inventaran algo más profundo que el sexo para poder
demostrarte todo lo que te quería dar.
Dime ahora, ¿qué te puede dar el tufo ese? ¿De qué mierda te
enamoraste? ¿De su sarro? La luz de tu ampolleta quirúrgica,
¿caía sobre su hocico como la luna llena? ¿Tenían sus dientes un
brillo especial? Pudiste haber sido psiquiatra, así te hubiera podido
demandar, cagarte para siempre por meterte con tus pacientes.
Lo habría hecho, te juro que lo habría hecho. Discúlpame, pero
estamos hablando. Es lo que querías, hablar. Que yo hablara. Esto
es, poh. Este soy yo hablando. Así soy yo cuando me pongo a hablar.
Esto es lo que soy.
No me vengas con esa estupidez de que existe un amor de cama
y otro no de cama. Si piensas darme el otro amor, métete ese otro
amor por el culo, y disculpa mi francés. Esa es la idiotez más grande
que he escuchado en mi vida; pareces dirigente de la “U”: yéndote
directamente a la mierda; con la diferencia que tú no ´puedes
abandonar el barco con los bolsillos llenos de plata porque el barco
eres tú misma. ¡El amor es uno solo, no me vengas con huevás! Uno
solo, por la recontra chucha, ¿no te lo demostré todo este tiempo?
¿Por qué no agarras una sierra eléctrica y te cortas por la cintura, y
le entregas las patas y el culo al culiado ese con que estás ahora y
el resto me lo das a mí?
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Creo que estás más loca que una cabra. Uy, uy, disculpe si la hago
llorar, señorita. No, no, no, no te pases de viva. Lo que yo prometí
no decir era otra cosa. Ahora me da una raja decirte que estabas
loca, antes quizás me hubiera importado.
Mira, no me vengas con esas a estas alturas de la vida. Sabes
perfectamente que yo también sé cómo son estas cosas que pasan,
que el amor se puede acabar y todo eso. Pero no vengas a hacer
filosofía aquí. Un huevón te metió el pico y buenas noches los
pastores. No me vengas con que tus sentimientos, que tus espacios,
que tu libertad. Y mucho menos me vengas con eso de que yo no
hablo nunca de nada. Ahora estoy hablando. Me cuesta, pero lo
estoy haciendo. Ya es tarde, pero lo estoy haciendo.
No, no es porque habláramos o no habláramos. Hablar no tiene
nada que ver con conocerse. Tú hablabas hasta por los codos y
mira el numerito con el que me saliste. Ni siquiera dijiste agua va,
hija de puta. Un día en ese puente culiado curvo que hay sobre el
Mapocho me besas y me abrazas y te ríes y dices que por fin crees
haber encontrado a alguien y al otro día te encamas con uno de tus
pacientes en no sé qué motelucho. ¿A propósito, cuál fue? ¿El de la
Pirámide, que está en la Cinco Sur? ¿Alguno de La Reina Alta? No, si
hace cualquier cantidad de bien hablar, uno llega a conocer a la otra
persona súper bien, puede adivinar cada uno de sus pasos.
Por favor dame un respiro, me llega a doler la mandíbula de tanto
reírme.
Si sé que no somos animales, que Dios nos dio cuerdas vocales. No
es necesario que pongas en la mesa ese tipo de argumento, porque
sabes perfectamente bien que no me refiero a ese hablar. ¿Quieres
que te diga a qué me refiero? Te pregunto porque supongo que
ahora te da lo mismo lo que piense yo de estas cosas. ¿Quieres que
te diga? Me refiero a que cuando dos personas se aman, supongo
que no necesitan decirse las cosas como si estuvieran hablando por
teléfono; que hay algo más allá de lo que uno diga o no diga, una
química, qué mierda sé yo, algo que funciona, lo mismo que hace
que esas dos personas se quieran, estén juntas y no ande una en
Temuco y la otra en Pakistán. Sí, es cierto que la psicología y la
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huevá, pero a mí me importa un pico lo que diga la psicología. Se
suponía que en nuestro amor mandábamos nosotros y no una bola
de teóricos culiados.
Además, tú misma me has prohibido que yo diga ahora todo,
absolutamente todo. A mí me falta decir lo que acordamos que no
iba a decir. ¿Y por qué tanto miedo a la palabrita famosa? Hasta
donde me acuerdo, antes te era bastante indiferente, y hasta
bromeábamos con cuánto podrías cobrar si te parabas en la calle, y
yo te decía que tú no estabas para eso, que tenías que ir a los grandes
hoteles, agarrarte gringos, árabes, directores de empresas. Poca
plata, peligra poto, posible puta. Cobra caro, cuida culo, cariños
Carlos.
Por la mierda, cuando te ríes me gustaría masacrarte el hocico con
un taladro para picar pavimento. Raro ¿ah? No te lo esperabas:
cuento un chiste, te ríes, parece que te voy a hacer cariño y en
cambio te confieso que me gustaría hacerte pebre todo lo que se
llama cara. Las cosas súbitas son así, uno no sabe cómo reaccionar,
qué pensar. Uno se pone como un niño de cinco años que se pierde
en el supermercado. No es por huevearte, pero te lo digo por
experiencia propia.
¿Amigos? No, ni cagando. ¿Para qué? ¿Qué te puede interesar de
mí ahora? Te importaba un carajo como pareja y ahora te voy a
interesar como amigo. No digas que yo te importaba como pareja.
No creo que sea verdad. Bueno, si te fuiste a revolcar con otro
imbécil, no creo que lo hayas hecho porque estuvieras preocupada
de cómo estaba yo.
Al menos no vas a ser tú la que se va a parar y se va a ir. Tú te vas
a quedar sentada aquí, y yo me voy a parar y tú me vas a ver por
el ventanal cómo cruzo la calle y cómo camino por la otra vereda
hasta el paradero y cómo tomo una micro. Y ese va a ser el fin. El
fin de la historia. Sin drama, sin mierda. Un poco de resaca, un poco
de amanecer, un poco de calle. Y chao, desaparezco de tu vista, no
me vuelves a ver. Sí, nos van a quedar los recuerdos, pero eso va a
ser asunto de cada uno no más, de nadie más.
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¿O tú crees que a tu diente de dragón le va a interesar andar
escuchando las historias de las cosas que hacíamos juntos? ¿O tú
crees que alguna vez nos vamos a juntar para hablar de los viejos
tiempos? Me duele la cabeza. ¿Podrías decirme qué hora es, si
no fuera mucha la molestia? Gracias. Tengo tanto sueño que los
párpados se me están cerrando solos.
Qué sé yo qué va a pasar, por la chucha. Si te va bien y el huevón
éste resulta ser el hombre de tu vida, tus recuerdos de mí se van
a ir aconchando lentamente en un rincón de tu cerebro. Y en un
momento no vas a saber qué corresponde a mí y qué corresponde
al Lengua de Queso, y si alguien más después del Encías de Fierro,
qué corresponde a ese alguien más, y al final tus recuerdos van a
ser como una majamama tibia a la que recurres para que te dé un
poco de calor, para que te ancle un poco con una mujer que fuiste
antes, en el pasado, una que era menos suelta, que tenía menos
arrugas y las tetas y el poto más firmes. Y vas a pensar en esa mujer
eras tú y poco importará quién estaba contigo en esos momentos
que recuerdas.
Así va a ser la huevá y no hay nada que hacer al respecto. Y a
mí me va a pasar lo mismo, alguna cosa tuya quedará grabada
completamente en mi memoria, tal vez sea esa vez que tostabas
pan y se te quemó y te lo comiste igual, pero eso va a ser todo, y el
resto será un territorio incierto de voces y momentos de los cuales
no voy a estar muy seguro. Y fíjate que tal vez me acuerde de una
idiotez, tal vez las cosas que ahora pienso que son importantes
de ti se me van a borrar completamente y eso me quedará de ti,
la imagen de dos marraquetas quemadas, su sabor salado, y todo
esto de que te hayas acostado o no con un tipo ni siquiera existirá.
Así es la cosa, así es la historia. Todavía queda un poco antes de
que las micros empiecen a pasar de nuevo, todavía tengo que
quedarme aquí un rato más. Hace mucho frío, es cierto, pero qué
le voy a hacer. Tal vez tengas razón, tal vez hablar hace bien, pero
todavía no me convenzo del todo. Chucha, me duele la cabeza,
estoy como si me hubiera pasado toda la Garra Blanca por encima.
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¿Viste? No dije que eras una puta. Te lo grité muchas veces, pero
ahora no lo dije. Bueno, te sonará raro, pero si quieres, hablemos
un poco más: tengo hasta que las micros vuelvan a pasar. Total, a
estas alturas del partido, la huevá da lo mismo. Si quieres, hablemos
un rato, juguemos a que somos dos viejos amigos que se juntan
a tomar un trago, que van curándose de a poco, que, mientras
conversan, ven reinar y abdicar la noche sobre Santiago.
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Montreal siempre estuvo cerca.
La noche en que Universidad de Chile hizo pebre a los cogoteros en
el Monumental, la noche en que el Bulla fue un ejército victorioso
sobre las ruinas del estadio de Colo Colo, la noche en que la “U”
añadía, por fin, la estrella número ocho a su bandera, los aviones
siguieron remontando el vuelo en Pudahuel hacia lugares en que la
“U” era sólo una parte del alfabeto.
Tú ibas en uno de esos aviones. Ibas sentado junto a la ventanilla
y mientras te elevabas podías ver los fuegos artificiales azules
estallando sobre un mar de luces amarillas; un pequeño plumero
eléctrico en el espacio. Sabías lo que estaba pasando. Te fuiste con
la oreja conectada a la pequeña radio portátil hasta que la señal
desapareció.
Después de eso viste las nubes desde arriba, iluminadas por la luna.
Viste las estrellas más de cerca. Viste montañas y mar. La noche
junto a la ventanilla de un avión en pleno vuelo te puede hacer
olvidar muchas cosas, te puede hacer creer que eres otra persona.
Miami te puede hacer creer lo mismo, pero ese alguien diferente que
eres durante las horas de espera en ese aeropuerto es muy posible
que no te guste. Ves fotos de fútbol americano en los diarios y, si
bien nunca has comprendido cómo es posible que haya gente en el
mundo que pueda vivir sin que le guste la “U”, en ese momento no
te puedes explicar en tu cabeza cómo hay gente que puede vivir sin
el verdadero fútbol.
A Montreal se llega casi siempre de noche, casi siempre con frío y
con nieve. El taxi que tomas a la salida del aeropuerto emprende el
viaje por carreteras brillantes, con carteles en sus costados escritos
en francés e inglés o sólo en francés. La nieve en los campos y en
las casas más allá de la carretera tiene un fulgor de neón, bajo la luz
de la luna, y te imaginas que en algunos lugares, con esos colores,
la vida puede ser distinta.
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Es muy tarde cuando llegas al centro de la ciudad y el taxi te deja en
el hotel. Cuando te instalas en la habitación descubres que tienes
hambre y pides que te suban algo. ESPN no tiene fútbol “latino”, y
si lo va a tener, será como en una semana más, y es muy probable
que en una semana más ya no estés aquí.
Entonces te tiras en la cama, giras, enfrentas el teléfono y piensas
que en todas partes del mundo los teléfonos son iguales. En
Santiago las líneas estuvieron copadas anoche, la gente se puso de
acuerdo para ir a la celebración de la “U” en el centro. En Montreal
las calles de noche tienen una timidez respetuosa que te descoloca.
En Montreal sólo la nieve hace ruido al caer en sus calles.
Al día siguiente te demoras mucho en salir de la cama. El agua de la
ducha tiene un olor a cloro que crees anormal, pero en la recepción
te tranquilizan. Miras por la ventana las calles blancas. La gente
camina lentamente, tratando de no tropezar.
El recepcionista te ataja en el hall y te dice que has olvidado los
guantes y que puede hacer que el botones suba para traértelos. Tú
no tienes guantes y la gente en Montreal comienza a ser demasiado
amable. El tipo te sugiere comprar y cuando ya has caminado una
cuadra en la calle, le encuentras razón, así que entras a un lugar
en la esquina y te compras unos guantes de ski muy rojos y muy
fosforescentes.
En invierno no es una ciudad para pasear. Andrea te lo dijo muchas
veces, tú le respondías que no había frío que te pudiese parar, le
contaste de esa vez que acompañaste a la “U” a Concepción y cómo
la lluvia empapó tu ropa. Ahora sabes que en invierno no es una
ciudad para pasear. Es una ciudad para otras cosas, para buscarla a
ella en las calles, por ejemplo, con el secreto deseo de encontrarle
mientras arrugas en tu bolsillo el papel donde tienes anotada su
dirección.
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Montreal, en realidad, tiene esos millones de pasillos subterráneos
por donde caminas ahora. La nieve en tu pelo se derrite. Piensas
en la estación de metro “Universidad de Chile”, pero sabes que no
es igual. Vas hasta esas máquinas rojas, echas medio dólar, abres
y piensas en salir escapando con todos esos diarios y venderlos
después, pero quién te los va a comprar. Te sientas en un café y
en las páginas de deporte del Globe and Mail pasas por jugadores
de hockey sobre hielo que no conoces, por basquetbolistas negros
y gigantes, por tipos de terno que no sabes qué están haciendo
allí, hasta que en un costado de abajo, a la izquierda, encuentras
un recuadro con South American Soccer: dos líneas dicen que la
“U” se tituló campeón del fútbol chileno al vencer a Colo Colo por
cinco goles a uno. Y sería todo, pero te sientes bien y el café está
condenadamente bueno y los dueños son brasileños; pero tratas de
hablar con el hijo que no sabe portugués y mucho menos entiende
castellano.
Cuando sales a la calle nuevamente sientes que cada vez que
parpadeas la película de lágrimas que envuelve tus ojos se quiebra,
y tratas de que no ocurra, o de abandonar el lugar lo antes posible.
Aspiras hondo y haces parar un taxi. El tipo te pregunta adónde vas
y tú le das la dirección de Andrea. Piensas en que deberías haberle
avisado que venías o, por lo menos, llamarla desde tu hotel.
Te esperas que el barrio donde Andrea vive sea así porque lo has
visto muchas veces en fotos, conoces la casa de ladrillos, el color
de los jardines ahora cubiertos por la nieve, las flores que salen en
la pequeña, lejana, pero potente primavera de Quebec. Aunque
el taxista te mira para atrás y te pregunta ahora qué, te bajas y
caminas. Sabes el nombre de la calle, el número de la casa, pero de
todas maneras registras en tus bolsillos hasta encontrar el papel
arrugado y sabes que sí, que si das unos pasos más allá encontrarás
su casa.
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No necesitas nada más cuando llegas porque quieres demasiado
como para olvidar. Pero mientras caminas y estás a unos metros,
se abre la puerta y Andrea sale. Sale con un tipo y ninguno de los
dos te ha visto mientras se dirigen a un auto amarillo que espera
frente a la casa. Él lleva un terno muy elegante y ella está también
como para salir. Antes de que abra la puerta del auto la tomas del
brazo y la saludas. Ella se da vuelta y simplemente abre su boca y
te nombra.
-¿Cuándo llegaste?
-Ayer.
-¿Y por qué no avisaste?
-La “U” salió campeona.
Andrea se ríe y no sabe qué más decir. El tipo no entiende
castellano y se queda allí, esperando que Andrea te presente.
Ella tiene la misma luz de siempre en sus ojos, y la nieve cae,
no deja de caer sobre ella. Cuando pasa su mano por tu rostro,
comprendes que la nieve, tal vez, no dejará de caer nunca sobre
Andrea.
Han pasado los años y desde ese lejano campeonato que te
perdiste por estar en un avión, la “U” no ha hecho nada más que
cosechar victorias, triunfos que te han hecho vibrar y que te han
hecho feliz, si no para siempre, al menos por un momento. Desde
entonces, sin embargo, no ha pasado un día, un solo día en que no
pienses en esa muchacha de Montreal y en todo lo que significó
para ti. Y aunque sabes que la distancia que los separa es mucha,
y que el tiempo ha pasado como un camión sobre ustedes dos,
cuánto te gustaría aparecer de nuevo en esa ciudad refrigerada,
tomarla del brazo, invitarla a bailar. Y mientras la música hace que
tu boca se acerque a su oído, que tu cuerpo se pliegue al de ella,
cómo quisieras fingir que no ha pasado nada, que los dos siguen
siendo los mismos de siempre, los de cuando ella estaba acá.
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Historia en la arena.
Javier me llama a la oficina, pero no estoy, y me deja dicho que va
a pasar todo el día en la clínica porque a su hermano lo trasladaron
a la Unidad de Cuidado Intensivo y yo pienso que, desde ahora
en adelante, el camino se hace todavía más empinado. Pienso en
piedras y en gravilla, en lluvias y en barro.
Cuando llego a la clínica vengo de atravesar casi todo Santiago. Se
me olvidó, como siempre, poner el protector solar y el auto es un
horno donde todo quema. Los semáforos complotan contra mí y a
favor de Javier poniéndose todos en verde, así que llego a la clínica
rápido y sin pintarme. Cuando me bajo del auto y avanzo por el
estacionamiento el calor me golpea, y entonces suena el celular
y lo dejo sonar un rato para que quien sea que llama se aburra y
cuelgue, pero al final no aguanto más y la Graciela en la oficina me
pregunta si es que voy a volver hoy y yo le digo que no sé, aunque
en realidad quiero decir no.
Traspasando la puerta de la clínica hay aire acondicionado y respiro
y miro a la gente que está sentada. No me he sacado los anteojos
de sol, así que me los saco, pero no veo a Javier, y me acerco a la
recepción y pregunto por Cristóbal y me dicen que sí, que lo llevaron
a la UCI en la mañana, y que la familia podría estar en el cuarto
piso, pero no me aseguran nada porque no, no los ubican. Como
he venido antes, ya sé dónde está el baño, así que voy y cuando
estoy adentro me encuentro con la Julia Wilms y me pregunta por
mi mamá y yo le digo que bien, pero no le hago caso y comienzo
a pintarme y la dejo que me pregunte por Javier y por Cristóbal,
porque ella ya debe saber, siempre sabe todo antes, aunque pase
encerrada en su casa y no conozca a nadie. Ella dice cosas como
qué terrible, qué horrible, y que tendrá a Cristóbal presente en sus
oraciones. Yo le doy las gracias y no le ruego que se quede.
En el cuarto piso no está ni el tío ni la tía y sólo hay unos escolares
perdidos que me preguntan si conozco a Cristóbal y resultan ser
sus compañeros de curso. Me siento un rato en un sofá que hay
97
en el pasillo esperando que aparezca alguien, pero no aparece
nadie, así que por si acaso marco el número de Javier y sólo suena la
contestadora y ni siquiera le dejo un beso bien ruidoso como otras
veces que lo llamo, y al rato se acerca un tipo con barba que me
pregunta también si conozco a Cristóbal y resulta ser el profesor
jefe y me acuerdo que ando con minifalda, por el calor, pero al rato
pienso que nada que ver y que lo importante es Cristóbal.
Con el profesor vamos hasta la recepción del cuarto piso, donde
hay unas enfermeras que me confirman que no podemos entrar
a ver a Cristóbal por ningún motivo y que no saben dónde está
la familia. Trato de definir qué voy a hacer ahora y lo único que
sé es que no voy a volver a la oficina, y me despido del tipo, y la
despedida suena como si él me estuviera tuteando, pero yo no a él.
Debe tener la edad de Javier, aunque Javier se ve más cabro chico, a
Javier no se le nota la edad y la Pati Arata siempre dándole con que
soy una profanadora de cunas cuando el Javier tiene apenas un año
menos que yo, un año casi justo.
Como el marcador del ascensor dice que está en el primer piso,
abro la puerta de las escaleras y empiezo a bajar por ellas sin saber
muy bien hacia dónde voy, y pienso un poco en Cristóbal jugando
paletas en la playa conmigo y otro poco en Javier y un poco más en
que no me puedo ir de la clínica, que tengo que quedarme a pesar
de que me estén dando hartas ganas de irme, aunque en realidad
son más ganas de que esto no le hubiera pasado nunca al Cristóbal
para que así el Javier estuviera como siempre es, y me gustaría que
hubiera alguien cerca a quien poder echarle la culpa de todo, y
después ir al cine, relajarme en un pub, tomarme un trago o algo
con el Javi, quedarnos dormidos súper cansados.
En el tercer piso hay gente esperando no sé qué cosa, pero no
está Javier ni el tío ni la tía. La cordillera se ve inmensa y café y se
ven también unos árboles gigantes por lo que no pasa ni el viento.
Hay una máquina que vende bebidas y busco en la cartera sencillo
mientras camino a la máquina, y cuando me voy dando cuenta de
que no tengo monedas, me entra la duda de si acaso confirmé el
segundo tramo de los Goycochea en Europa, ese que incluía San
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Petersburgo, los países bálticos y Finlandia. Los Goycochea son
amigos de mi mamá y cumplen cuarenta años de casados. Llamo
por celular a la Graciela, pero está ocupado y cuelgo. Me apoyo
contra el ventanal, de frente a los ascensores, abro la cartera para
sacar los cigarros y enciendo uno a pesar de que está prohibido,
pero después me arrepiento y lo aprieto contra el basurero y en
eso se abre por un segundo la puerta del ascensor y Javier está
dentro. No me alcanza a ver, porque está atento arriba, al marcador
que señala los pisos, tiene la pera un poco levantada y se ve como
divertido, pero las puertas se cierran y el ascensor sigue para el
segundo piso, así que parto corriendo a las escaleras para alcanzar
el ascensor abajo. Se me caen los lentes, los recojo y sigo.
Lo único que diferencia a un piso de otro en esta clínica es el color
de las alfombras, al cabo de un tiempo una va conociendo bien cada
rincón y yo creo que, después de mi departamento del de Javier,
éste es el lugar en que más me he fijado cómo es, no por nada
no Javier andamos por acá como desde hace cuatro días. Antes,
el Cristóbal estaba en este piso y lo venía a ver y todo, y le decía
que le iba a hacer gancho con la Nicole, que es la hermana chica de
la Vanessa Camus, un poco menor que él, y el pobrecito se ponía
todo colorado. Es todo un caballero el Cristóbal, pero es demasiado
serio para la edad que tiene y a mí me da la impresión de que no se
divierte como otros niños.
Entonces abro la puerta del pasillo de Pediatría y el sol sólo se ve
en una ventana al final. En el pasillo sólo hay luz eléctrica, y veo la
espalda de Javier avanzando, pasando entre las enfermeras y niños
en sillas de ruedas.
Me pongo a correr, los anteojos se me vuelven a caer de la cara, pero
alcanzo a agarrarlos en el aire y decido dejarlos en la mano, aunque
esté toda traspirada, y las enfermeras me ven pasar corriendo.
Alguien me pregunta adónde voy y Javier desaparece en uno de
los cuartos. Yo abro unos cinco segundos después y él me mira con
cara de que acá no pasa nada raro.
-Hola- me dice.
99
Está sentado en la cama que antes ocupaba su hermano, donde
ahora no hay sábanas ni nada, está sentado frente a la ventana desde
donde se ve el estacionamiento. Tiene en las manos una pequeña
libreta de notas y un lápiz, me mira con una sonrisa y todos los
dientes le brillan y parece muy tranquilo, cualquiera diría que hasta
está contento.
-¿Qué estás haciendo aquí?- le digo. Me sale un poco brusco, como
si lo estuviera retando y nada que ver, pobrecito, así que carraspeo
un poco, hago como que la corrida por el pasillo me cansó más de
la cuenta, me acerco y lo beso en la boca.
-Es la pieza en que estaba el enano- me dice.
-Ya sé. Te estuve buscando por toda la clínica. ¿Hay novedades?
-Ninguna.
Javier se queda en silencio y mira por la ventana para afuera. Desde
donde estamos, sólo podemos ver el estacionamiento de la Clínica.
Me acerco a la ventana y veo mi auto y los autos de los doctores que
ocupan los estacionamientos donde hay sombra. Veo un enfermero
que pasa y pasa también un perro y después el estacionamiento se
queda tranquilo.
-Te llamé a tu casa, pensé que te habías ido- le digo.
Él hace un ruido con la boca que podría significar cualquier cosa,
mira para afuera y se pone a notar en la libreta.
-Le dije a la Graciela que no voy a volver, pero se me olvidó el
segundo tramo del viaje de los Goycochea, esos amigos de mamá,
¿te acuerdas que te conté? Así que debería volver a la oficina aunque
no tengo muchas ganas. Yo creo que no voy a volver a la oficina,
aunque debería.
Javier sigue anotando cosas en la libreta y se levanta de la cama y
se acerca hasta donde estoy yo y cuando creo que me va a dar un
beso, sigue mirando con más atención el estacionamiento y sigue
anotando cosas en la libreta.
100
-¿Tus papás dónde están? –le pregunto-. Porque si se quieren ir para
la casa a descansar yo me puedo quedar, total ya le dije a la Graciela
que no pensaba ir y lo del segundo tramo lo puedo arreglar mañana
con la gente de Lufthansa, total la Queca Fuentes me debe como
cien mil favores, no creo que la gente se esté dando cuchilladas por
ir a Siberia en invierno. Si quieres, dile a los tíos que se vayan y yo
me quedo y si quieres puedes irte a descansar también tú, mi amor,
¿has estado acá todo el día o fuiste a trabajar?
-He estado acá. ¿Ese es tu auto?
En los ojos de Javier el estacionamiento de la clínica se curva.
-¿Qué?
-En el estacionamiento.
-Sí, es el mío.
Deja un rato la libretita al lado y me mira.
-¿Ese hueco lo encontraste vacío o justo iba saliendo alguien?
-¿El hueco? Estaba vacío. No, miento, iba saliendo alguien.
-¿Qué?
-Un Peugeot.
-¿Peugeot? ¿Qué Peugeot?
-Un doscientos cinco.
-¿Un junior?
-No, un doscientos cinco.
-¿Y de qué color?
-No me acuerdo, pues Javier.
-¿Qué color?, Sole, cómo no te vas a acordar.
-Así medio gris, mi amor, no sé.
-Gracias101
Anota en la libreta Peugeot, anota 205, anota gris. Tiene otras
cosas escritas en la libreta, tiene otros autos, horas, colores. Tiene
anotadas cosas como doctor Sepúlveda sale, abre, saca maleta,
cierra, delantal, pantalón blanco, vuelve. Tiene dibujadas flechas
que van y vienen.
-Ese Peugeot estuvo muy poco –dice-, no lo alcancé a notar. Voy
a tener que dejar guardia-. Y se ríe. Me mira y me acaricia el pelo.
-¿Puedo preguntarte algo?
Pero Javier está ya en la puerta y lo alcanzo a oír respondiéndome
“después” y ni siquiera cierra la puerta, sino que deja que se
cierre sola. Se aleja corriendo y yo me asomo al pasillo, pero ya
ha desaparecido. Así que vuelvo a la pieza vacía y abro el clóset y
quedan un par de cosas de Cristóbal ahí adentro y cuando cierro
el clóset me doy cuenta de que no sé qué hacer, y tomo el celular,
pero también está el teléfono de la pieza y no sé por cuál de los
dos llamar, así que no llamo, y pienso en Javier y en Cristóbal y
en que la tía debería saber esto, pero después pienso que le daría
pena, y pienso que el tío debería saber esto, pero nunca me he
atrevido a hablar mucho con él, no me da confianza, y me siento
y espero a Javier suponiendo que volverá en algún momento y me
pregunto a qué lugares de Europa iría con él en el caso de que los
dos estuviéramos muy viejos y pienso que no a Rusia.
Javier vuelve y tiene el pelo desordenado y la camisa abierta. Todavía
anda con la libreta en la mano y por su respiración se nota que bajó
tan rápido como subió.
-¿Alguna novedad?- pregunta.
-Por acá ninguna –le digo yo-. ¿Por allá?
-Acá es lo que importa- dice, y camina rápido hasta la ventana y se
queda mirando el estacionamiento y luego mira las anotaciones en
la libreta y después escribe algo.
-¿Puedo saber qué…?
-Es para el enano –me interrumpe-. Él me pidió.
102
-¿Te pidió qué?
-Venir y contarle lo que pasa. Me lo pidió antes de que vinieran a
llevárselo. En la UCI lo tienen todo el rato mirando el techo.
-¿Lo que pasa? No pasa mucho-le digo.
-Acá al menos veía el estacionamiento. Sale Volvo café. Cuatro y
media. Mujer, pelo blanco.
Abajo la Julia Wilms se sube a su Volvo y, aunque ha chocado como
trescientas veces sacando eñl auto desde estacionamiento y el
seguro ya no le paga nada, consigue hacerlo bien y comienza a salir
de la clínica.
-Javier.
-¿Qué?
Pobrecito, me acerco y lo abrazo, pero como que me da la corriente
y lo siento sin muchas ganas de que lo abracen.
Me sonríe y me besa en la boca, pero rápido.
-Me pasó esta libretita donde anota sus cosas –dice.
-¿Y te has pasado en eso todo el día?
Un escarabajo entra y dobla para ocupar el lugar que dejó la Julia
Wilms. Una señora pasa con una bolsa en los brazos y parece que
lleva ropa. Un pájaro se posa en la mitad del estacionamiento, mira
para los dos lados y después vuela.
-Sí- dice él sin dejar de anotar-. Todo el día.
De pronto me pasa el lápiz y saca una hoja de la libreta. “Atenta”,
me dice, e indica el estacionamiento. Javier da esas trancadas
largas y me acuerdo cómo caminaba esa vez cuando me llevó a
mí y al Cristóbal a ver a la “U”. Es lo único raro que tiene Javier y su
familia, que les gusta la Chile, yo siempre he andado con gallos de la
Católica, como de San Carlos de Apoquindo, pero supongo que son
cosas como esa las que hacen que la relación con Javier sea como
entretenida. Esa vez que me llevó al estadio caminaba con esas
103
zancadas gigantes, “para agarrar asiento”, decía, y yo no entendía
porque me imaginaba que me llevaba bajo la marquesina, donde
me habían dicho que los asientos eran numerados; y nada, de
repente estaba entrando a la galería del Estadio Nacional, y los
rotos me gritaban de todo y él se enfrentó con uno de ellos con
unos garabatos que ni yo conocía y tuve que agarrarlo para que no
fuera a pelearse a combos y me asusté y nos peleamos. El Cristóbal
nos escuchaba en silencio esa vez, cuando volvíamos a la casa en
el auto.
Antes de que Javier cierre la puerta lo detengo.
-Javi.
Y él se da vuelta y me dice:
-¿Qué?
-¿Y Cristóbal escucha lo que le dices?
-No sé. Yo le hablo a la oreja. Dicen que sí. Pero no sé.
Me gustaría tener un brazo de tres metros para agarrarlo del cuello
y sentarlo para que se tranquilice.
-Javier.
-A la vuelta, ¿ya?
Se escapa por el pasillo y me quedo de nuevo sola, con la hojita de
papel y el lápiz, mirando por la ventana. Me siento un poco ridícula;
sin embargo, mientras pasan los minutos pienso que me gustaría
anotar que el sol se está poniendo, que los colores en el cielo
cambian, pero falta mucho rato para eso todavía. El pavimento es
negro y los autos brillan con el sol y dentro de ellos todo es un
horno. Veo mi auto que está sin la protección solar otra vez, pero
espero que cuando me vaya de acá sea de noche y ya todo se haya
enfriado. Pienso en los Goycochea preparando las maletas y me
acuerdo que mañana a la Graciela le operan a la mamá, así que voy
a tener que ir a la oficina del señor Goycochea yo, por la cresta, al
centro, por la cresta, con el calor y todo. Y mañana en la noche ojalá
que Javier me lleve a ese lugar donde me encantaron las Margaritas
104
que hacen, claro que no sé si mi mamá vaya a hacer esa comida
ridícula mañana, que sería el cumpleaños de mi papá, donde va la
Wilms y todos esos viejos que fueron sus amigos en vida, porque
si es así tendríamos que ir a Viña donde mi mamá, y es una lata,
porque además ella nos hace dormir en piezas distintas al Javier y a
mí, pero qué se le va a hacer. No le dije a Javier que la vieja del Volvo
era la Julia Wilms y pienso anotarlo en el papelito, pero no lo hago,
y tomo el celular y llamo a la Queca Fuentes de Lufthansa, pero ya
se fue, viaja rumbo a su casa o a la de su amante por algún lugar
de las calles horrorosas de calor, lejos de la ventana y de la clínica,
lejos de lo escrito en la libreta de Cristóbal.
105
106
Medianoche mirando día.
Antes, estar a favor o en contra de Gustavo Córdoba, el hombre más
temido por el periodismo de entonces, tenía mucha importancia:
uno podía matar o morir por culpa de él. Ahora, recordando esa
época, me atrevo a decir que parece parte de una película. Lo parece
mucho más si se está aquí, en este balcón, en esta playa, Reñaca,
que siempre, atravesando todos los gobiernos y toda la sangre y
todas las sirenas de policía, ha tenido la facultad de permanecer
ajena a todo, concentrándose sólo en sí misma y olvidándose del
resto.
Hace algunos años Reñaca era un mal ejemplo. Lo contrario a la
solidaridad, qué se yo, al triunfo del No, a la democracia. Ahora es
como si todos estuviésemos intentando aprender algo de lugares
como éste. Como si estuviéramos en clases intensivas para alcanzar
a adaptarnos a tiempo. Al menos ya nadie nos culpa por querer
hacerlo. Ya no somos “traidores”, “revisionistas”, “oportunistas”,
“vendidos”. El futuro de Chile ya no está en nuestras manos. Ahora
los jóvenes son otros. La carne de cañón se ha renovado y los
cañones, por el momento, están en silencio.
Observo la playa y a los últimos surfistas que montan olas, que se
desplazan sobre ellas acariciándolas, amando la libertad que da el
mar un fin de semana, la promesa de Isla de Pascua o Australia, miles
de kilómetros más al Oeste, la lejanía de una ciudad que asfixia. Es
la última hora de la tarde, y la multitud sobre la arena empieza a
recoger sus toallas, sus mates y a subirse a sus autos con patentes
blancas o negras, a copar las avenidas y las carreteras rumbo a las
duchas y a la diversión nocturna.
Gustavo Córdoba me alcanza un vaso con hielo y me lo llena de
whisky. Pese a que conozco al detalle cada minuto de su vida,
pese a que en mi archivo personal tengo apiladas casi un metro de
fotografías de él, a pesar de que en mi mente me he formado una
y otra vez la imagen de este encuentro, ésta es la primera ocasión
107
en que lo tengo cara a cara. Y aunque siempre pensé que cuando
esta entrevista ocurriera de verdad el que haría las preguntas sería
él (este balcón sería un sótano y este asiento una plataforma de
metal), nada de eso ocurre y, en cambio, me siento tranquilo. El
Gustavo Córdoba que está frente a mí no es de temer. Es un hombre
viejo, de rostro redondo y rojo que, a pesar de la brisa del mar, suda
por cada poro de su piel.
-Claudia debe ser uno de esos puntitos que andan sobre esas
cosas- confiesa, con la vista fija en los surfistas-. Pon eso si quieres.
Ponlo por ella, no por mí. La Claudia va a ser una de las estrellas
de esa burrada. Ya vas a ver. Ella es mucho más interesante que
yo. Además, es más bonita. No pierdas el tiempo conmigo: anda a
hacerle el reportaje a ella.
Por un momento pienso que me está dando una orden, que la
entrevista se ha cancelado, pero después el “Huaso” se relaja y
vuelve a su asiento con la botella de whisky, llena su vaso y espera.
Durante semanas he dado vueltas una y otra vez en mi cabeza,
el cuestionario, el orden de las preguntas para esta entrevista. He
abierto el cajón de más debajo de mi cómoda para volver al archivo,
he hecho llamadas, he hablado con gente, me he preguntado
cuántas personas van a leer esto, a cuántas les interesará de verdad.
Por lo menos la “U” ahora anda bien, y por primera vez en años
está peleando un campeonato, dejando atrás los años negros en
que Gustavo Córdoba fue su presidente; y creo que la gente que
es de la “U” ahora se ocupa de otras cosas, la página se ha dado
vuelta, y gracias a Dios que es así. Pienso también en la otra gente
que, al leer el nombre de Gustavo Córdoba impreso en alguna
parte, podría interesarse en los familiares de los desaparecidos; y
también mi mente vaga por los rostros de los oscuros y anónimos
funcionarios que trabajaron con él y que ahora andan por cualquier
calle o ciudad, trabajando como todos, manteniendo a sus familias,
mezclándose con los civiles. Dónde están los desaparecidos es una
de las preguntas que está en mi cuestionario, pero obviamente es
un saludo a la bandera, una oportunidad que se echa a volar para
ver qué pasa, sabiendo que el viento es malo y débil, que siempre
lo será cuando un gran cerro lo está tapando.
108
Lo que me ha traído hasta Gustavo Córdoba es otra cosa, algo que
está mucho más allá y mucho más acá de la política y de los Derechos
Humanos, de la historia de Chile de la Universidad de Chile. Lo que
me hace estar frente a Gustavo Córdoba, aceptar beber con él de
su whisky, compartir el ocaso desde el balcón de su departamento,
tiene que ver con la tranquilidad que se le nota, con su panza, con
sus manos que no tiemblan, con el bien decorado departamento
que no parece para nada frío, con los buenos chistes que contó a
la hora de almuerzo y que, con sorpresa y algo de horror, descubrí
que me hicieron reír, con Claudia.
-Claudia siempre ha tenido buen gusto-le digo-.
Se le sigue notando.
-¿Lo dices por la decoración o por mí?-pregunta riendo.
-Por la decoración.
Córdoba le da un trago a su whisky y lo deja en la mitad. Después
mira para adentro y asiente. El departamento es amplio y blanco, y
de una de las paredes cuelga una foto de él junto a Claudia, tomada
–me informaron al llegar- en México. Ahí, a pesar de la diferencia
de edad, no parecen un abuelo con su nieta, sino lo que son de
verdad: marido y mujer. También hay grandes vasijas de algún tipo
de áspera cerámica blanca, mullidos sofás, una alfombra y muchos
libros esparcidos por todas partes.
Las ventanas están limpias: es un trabajo que el propio Cristóbal
hace todas las tardes para ver mejor la puesta de sol, porque no
todos los atardeceres son iguales a éste, no todos son tranquilos,
casi siempre hay un viento endemoniado que impide permanecer
en el balcón por más de cinco minutos, y la brisa del mar arrastra
partículas de sal que chocan contra el vidrio y lo van cubriendo de
a poco.
Gustavo Córdoba aprovecha estos raros momentos en que puede
estar en la terraza casi sin hacer caso de mí, como si yo no fuera
más que un accidente ajeno a él, en la carretera que une Santiago y
Valparaíso. Claudia lo ha convencido de que me reciba (sé que
109
hasta a ella le ha costado trabajo hacerlo), y por un momento pienso
en él imaginándose que yo soy parte del precio que debe pagar,
después de todo, por Claudia eso sí, solamente por ella, porque
estoy seguro de que por lo otro considera que no hay nada que
pagar, más aún si ahora hasta sus viejos enemigos piensan igual
que él, aunque, claro, cuando los verdaderos enemigos de uno son
un puñado de fantasmas, no hay mucho de qué preocuparse.
Es fácil desde esta posición mirarlo –su cara, su cuerpo echado hacia
atrás- y pensar qué era lo que todos temían de él hasta hace cinco
años; porque definitivamente en este balcón, en este lugar, eso no
se ve. Ahora, frente a mí, tan sólo hay un hombre viejo que sonríe
despreocupadamente, porque tal vez está enamorado, porque
acaso ha tenido la suerte de encontrar alguien que lo quiera. ¿Y
qué pasa con todo lo de atrás?
No lo sé.
El “Huaso” Córdoba nació en 1933, en Copihue, un pequeño pueblo,
casi un caserío entre Parral y Linares, en lo que es hoy la Séptima
Región. Su padre era capataz en un fundo. Su madre murió al dar
a luz a su hermano Pedro, quien ahora es ministro de la Corte
Suprema.
Al concluir la educación primaria, entró a la Escuela Militar. Al
graduarse se casó con la hermana de un compañero de promoción,
de la cual enviudó pocos años más tarde. El matrimonio no tuvo
hijos. Después de eso, el Ejército fue su vida, su hogar y su pasión
hasta 1979, cuando se retiró voluntariamente con el grado de
Teniente Coronel, para asumir la presidencia del Club Deportivo
Universidad de Chile.
Esa es la historia conocida, la que sale en el diccionario biográfico
de Chile. La otra historia del “Huaso” Córdoba la sabe sólo la gente
para la cual él, para bien o para mal, aunque en realidad más para
mal que para bien, significa algo.
110
Esta otra historia comienza con la serie de destinaciones –las más
inverosímiles del Ejército- que caracterizaron la carrera militar del
“Huaso”. Durante más de veinte años, los cinco continentes y los
lugares más apartados de Chile conocieron la presencia de Córdoba.
Su prolongada viudez era mal vista por sus compañeros de armas,
sobre todo por los maridos –muchas veces colegas suyos- de los
centenares de mujeres que los rumores le adjudican hasta hoy. De
modo que no había nada mejor que mantenerlo alejado.
-Antes del golpe- comienza el “Huaso” apenas prendo la grabadorame especialicé en explosivos en Panamá. Eso fue como en mayo o
junio del setenta y tres, no recuerdo bien. Pero no pienses lo típico.
No tuvo nada que ver con el pronunciamiento. Yo era un capitán de
cuarenta y dos años al que le habían asignado esa comisión porque
alguno de mis superiores tenía esta idea fija, esta obsesión con
respecto a la penetración del Sur, de lo que son hoy las regiones
Décima y undécima, la actual carretera Presidente Pinochet. No
pienses que te estoy dando información chueca, era verdad que
no sabía yo nada del pronunciamiento durante mi permanencia en
Panamá, y tampoco tenían idea los superiores que me destinaron
allá. Fíjate tú que tan inocente era el viaje, que a la vuelta, a fines de
septiembre (me enteré de los sucesos allá y quedé absolutamente
en el aire, no sabía qué pasaba), no tenía idea de cómo se combatía
el terrorismo con los principios que había aprendido volando cerros
en la montaña. Tuve que aprender todo de nuevo. Tenía la base,
claro, pero en Santiago tuve que investigar yo. En Panamá todo
lo que vi fueron colinas, cómo hacer cresta cerros para dejar un
espacio para el camino, nada más.
En diciembre de 1973, el entonces capitán Córdoba fue asignado
a una de las divisiones más desconocidas de la seguridad del
nuevo gobierno, un grupo que ocupaba unas oscuras oficinas en
calle Dieciocho. Era el Departamento de Control de Explosivos de
la Dirección Nacional de Inteligencia Nacional, conocido más en
confianza por su sigla: DECEX.
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En el papel, el DECEX estaba encargado de la “seguridad, buen
manejo, control periódico y asesoría técnica de todo el material
explosivo en poder de los demás departamentos de la Dirección
de Inteligencia Nacional”, pero en la práctica se encargaría de
controlar menos y actuar más, y más allá del molde que lo contenía:
la propia DINA. Su jefe máximo fue, de inmediato, Córdoba, pese
a la oposición de la mayoría de las cúpulas. En todo el Ejército de
Chile era el único oficial que dominaba a cabalidad el “estado del
arte” relacionado con los materiales explosivos.
-Por ejemplo, suponte tú, en un operativo se le incautaban ocho
kilos de amón gelatina al MIR. En esos años el amón gelatina recién
hacía su aparición, y estos tipos ya la tenían. Bueno, como sea.
Nuestra misión era ir hasta donde los tipos que estaban cuidando
el lugar donde había sido el operativo, evaluar el tipo de material
explosivo que se incautaba, darle a los gallos las indicaciones
para que lo manejaran bien, qué sé yo, que no lo agitaran, que no
fumaran encima (había gente así de huevona, no te sorprendas),
velar porque el explosivo llegara bien a la bodega, dar nuevas
indicaciones ahí, y buenas noches los pastores. Como puedes ver, el
DECEX nunca tuvo en realidad una acción directa, era más bien una
asesoría indirecta. Todo lo que se diga de más es puro chamullo.
-El resto del aparato de seguridad… ¿los miraba en menos o algo así
por no participar directamente de las operaciones?
-No, para nada, nos respetaban porque éramos los únicos que
sabíamos del asunto, y gracias a nosotros nunca hubo una tragedia
grande que lamentar en nuestras bodegas, apenas quemaduras
leves, estupideces de ese tipo. Fíjate tú que la gran mayoría de
las veces en que hubo problemas, eran los pacos los que salían
heridos; ellos se metían a jugar con estas cosas que no conocían,
qué sé yo, guardaban material en sus comisarias y no nos avisaban,
pero cantidades ínfimas, el resto de las incautaciones las teníamos
guardadas nosotros, bien seguras, eso hacíamos, eso era lo que
sabíamos hacer y punto.
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-¿Me está diciendo que ustedes nunca hicieron explotar una bomba?
¿Ni para Año Nuevo?
-Al descampado, solamente al descampado, para hacer desaparecer
el material o para estudiar el tipo de explosión. Nos interesaba
evaluar bien ese tipo de cosas, los otros gallos iban evolucionando
en sus formas de terrorismo y teníamos que estar al día.
-O sea que ustedes aprendían de ellos.
-Bueno… es un decir, ¿no crees?
Nadie sabe exactamente cuál fue la primera operación directa
de la DECEX, la primera que Gustavo Córdoba no está dispuesto
a reconocer. Algunas personas con las que he hablado señalan el
derrumbe de una casa en La Serena, en febrero de 1974. Otros,
un atentado a una torre de alta tensión en Santiago, adjudicado al
MIR, en mayo de ese mismo año, donde murieron tres militantes de
ese movimiento.
Como sea, a partir de 1974, las operaciones no reconocidas de la
DECEX hacia el exterior de la Dirección de Inteligencia fueron cada
vez más requeridas por los altos mandos. Si las guerrillas urbanas
izquierdistas en algún momento pensaron que en las bombas estaba
el futuro del enfrentamiento directo, militar, con el régimen, es a
Gustavo Córdoba a quien tienen que culpar por haber frustrado
esa posibilidad. Con una efectividad mortífera, ese primer año de
actividad Córdoba y sus hombres llevaron a cabo ciento cuarenta y
tres operaciones, veinte de las cuales fueron de acción directa, nada
de asesorías ni embalajes ni mantenciones en bodegas. Los de la
DECEX volaron casas, autos, torres de electricidad, incluso puentes.
Estas nuevas operaciones al año siguiente fueron plenamente
autorizadas (aunque en forma confidencial). Las bombas, si las
colocaban profesionales, no dejaban rastros. Los incendios, luego
del estallido, consumían todo lo que significara molestas preguntas
posteriores y ahorraban las mentiras que había que fabricar para
responderlas.
-Era un trabajo que podría calificarse de rutinario. Todo lo contrario
de las mentiras que andan contando ahora, de que hacíamos volar
113
por los aires a cuanto cristiano se nos pusiera por delante. Mucho
archivo, mucho trabajo de laboratorio. Sí, teníamos uno pequeño,
para hacer las pruebas y ver qué nuevos materiales estaban llegando.
Y eso era todo. El resto ni siquiera me molesto en desmentirlo. Y
pon eso en letras bien grandes.
Una noche de noviembre de 1976, Gustavo Córdoba bajó de su
Fiat 125 particular y pisó barro. Él y uno de sus hombres habían
viajado toda la noche desde Santiago, y ahora se encontraban en
un terreno húmedo y agreste, al borde de una playa en la costa de
la Araucanía, lejos de todo.
El “Huaso” contempló la oscuridad del camino ripiado hacia ambos
lados, encendió un cigarro y luego le alcanzó uno a su chofer. Hacía
frío y, como pudo, subió el cuello de su abrigo en un vano intento
para que le tapara totalmente las orejas. Esperó quince minutos, en
silencio, hasta que escuchó el ruido del camión que venía del Sur.
Después vio las luces.
El 23 de noviembre de 1976, la noche en que Gustavo Córdoba vio
avanzar ese camión, la DINA comenzaba una serie de operaciones
más importantes, secretas y terroríficas de toda su historia. En ellas
el DECEX iba a protagonizar el papel principal. Fue un trabajo que
se prolongó por años y que los hizo abandonar cualquier otro tipo
de operaciones que hasta ese momento hubieran llevado a cabo.
Ese camión que se acercaba hasta el “Huaso” Córdoba venía
cargado con veinte cadáveres de militantes izquierdistas muertos
en los campos de concentración que el régimen había instalado en
el Sur. La misión del DECEX consistiría, desde esa noche y durante
varias noches durante muchos años, en hacer desaparecer los
restos mortales de esas personas.
-¿Qué hay de los rumores? Puerto Saavedra, Contulmo, Lonquimay,
Putre, todos esos lugares que se mencionan como cementerios de
desaparecidos.
-¿Y? ¡Que se mencionen, pues! Qué me dicen a mí.
114
-Dicen que usted, que la DECEX dinamitó cadáveres en todas esas
partes.
-¿Eso dicen? Fíjate tú. No me habían avisado.
El método empleado por la DECEX en Puerto Saavedra esa primera
noche de operaciones arrojó un resultado más que satisfactorio
en relación a objetivos que se había fijado la jefatura de la DINA.
Gustavo Córdoba comenzó a ser requerido cada vez con más
frecuencia. La DECEX empezó a fijar turnos, a controlar que las
decenas de sitios de entierro en los lugares de detención fueran
efectivamente limpiados de cadáveres, a preocuparse de que no
quedara ni siquiera el más mínimo rastro de cualquier persona
muerta a manos de los Servicios de Seguridad o de las Fuerzas
Armadas.
Las actividades de “Acción directa” de la DECEX se mantuvieron
constantes hasta que, en un comentado golpe de timón, el ex
presidente Pinochet cambió el nombre y las jefaturas de la Dirección
de Inteligencia.
Sin embargo, Córdoba, aunque ya no con las mismas tareas, siguió
siendo una especie de respetada eminencia al interior del complejo
club de los jefes de los Servicios de Seguridad. Durante su período
de actividad, y al contrario de muchos de sus pares y superiores,
nunca perdió la sangre fría en el transcurso de sus misiones. Pese
a que su labor ha sido descrita en documentos confidenciales
como “formidable”, Córdoba jamás invitó a nadie a contemplar las
explosiones, ni mucho menos fotografió, ni se jactó de su trabajo ni
lo comentó ante el resto de la DINA. Impuso al DECEX una disciplina
férrea, un código del silencio que transformó en alma y corazón del
departamento, aunque, como todo código, fue quebrado por un
par de sus colaboradores que fueron quienes me relataron lo que
él, desde este balcón, niega enfáticamente.
-Hasta cuando con la burrada esa, oye- dice más aburrido que
enojado-. Es hora de dar vuelta la página. Aunque inventen e
inventen quien mató hace veinte años a esos comunistas, nada de
eso va a devolverles la vida.
115
Así que ¿para qué seguir con el asuntito? Yo creía que me ibas a
preguntar cosas de la “U”, que estás escribiendo la historia del club,
al menos eso me dijo la Claudia. Sólo por eso le dije que bueno, que
te recibiría.
-A eso iba- le respondo-. Pero usted, gracias a su paso por la “U”,
se transformó en un personaje público, y al leer la entrevista, la
hinchada va a querer saber si…
-Bueno, ya sabe. Ya sabe lo que tengo que decir. No maté a nadie,
no dinamité a nadie, ni muerto ni vivo. Sigamos con la entrevista.
Dios mío, esta niñita a qué hora pensará volver.
Los dos miramos hacia la playa, como si pensáramos que a simple
vista podemos ver a Claudia subiendo su tabla de surf al auto,
prendiendo el motor, dirigiéndose de vuelta al departamento.
Tal vez el “Huaso” lo haga de verdad; deduzco que cada tarde,
antes de que el sol se ponga, repite el mismo procedimiento, y que
la vista se le ha mejorado.
-Tal vez siga en las olas hasta que el sol se ponga –sugiero-. Así
aprovecha que no hay viento.
-No –dice resuelto-. Me tiene prometido que va a ver todas las
tardes la puesta de sol conmigo. No me ha fallado nunca.
-¿Hace cuánto están acá? –le pregunto, pero él hace como que no
escuchó, y sigue concentrado en el reflejo del sol sobre el mar.
Quedan aún unos veinte minutos de sol sobre la diáfana línea del
horizonte, sin nubes que amenacen con tapar las estrellas, a la
noche. Si alguien ha cambiado en este matrimonio, pienso, ese
alguien debe ser Claudia, Claudia regalando minutos de playa y de
olas a su viejo marido.
-Muy bien –le digo a Córdoba-. Aún tenemos tiempo. Vamos con
la “U”.
-Espérate –me dice, y se levanta del sofá, va hasta la botella de
whisky, avanza hasta mí con ella y me llena el vaso que descansa
sobre la baranda, recortándose contra el océano azul.
116
Como las operaciones eran un tema que no se tocaba en las oficinas
de la DINA, lo que distinguía a Gustavo Córdoba entre sus pares era
su irrestricto fanatismo por Universidad de Chile.
-No sé por qué era así –asegura-. Tal vez de cabro chico, de la
primera vez que vine a Santiago, con un tío, el año cuarenta, y vi a la
“U” campeona. Tengo vagos recuerdos de esa vez, pero los tengo,
y fíjate tú que yo tenía apenas nueve años, era un muchacho, un
pendex como diría la Claudia. Me acuerdo de haber visto a la gente
llenando los estadios, al Pulpo Simian bajo los tres palos. No puedes
negar que para un niño que viene de Copihue eso tiene que ser
algo impresionante.
Después, después, bueno, la “U” siempre fue el único vicio que tuve,
incluso en la Escuela Militar. Y luego vino el Ballet Azul, imagínate,
recuerdo que me escapaba del regimiento para ir a verlo jugar, que
algunos superiores míos –colocolinos- me castigaban. Y todos esos
años que estuve destacado en provincia vivía los fines de semana
con la oreja pegada a la radio; durante esas horas el mundo se
borraba para mí, me importaba un carajo. No te voy a decir lo que
era este asunto cuando estaba en el extranjero: llegaba a matar
por saber algo de la “U”. Tengo dentro de mí ese tipo de cosas que
no se pueden borrar.
Cuando el “Huaso” abandonó el Ejército, en vez de replegarse en la
oscuridad y el silencio como la gran mayoría de la gente que salió de
la DINA al mismo tiempo que él, comenzó a llenar frenéticamente
páginas y páginas de diarios. Pero no era la crónica roja o las
páginas políticas, y ni siquiera eran los titulares de los periódicos
que clandestinamente circulaban en Santiago los que portaban su
fotografía, sus ácidos discursos y sus contundentes declaraciones.
Eran las páginas deportivas. Gustavo Córdoba se perfilaba como
uno de los candidatos más seguros a ganar la presidencia de
Universidad de Chile.
-Te estoy hablando del año 79 –dice-. Diez años que no salíamos
campeones, imagínate, un escándalo.
117
Ahora eso a nadie le importa, ya van no sé cuántos años sin ganar
nada, ya perdí la cuenta, es cierto, pero qué va, te estoy hablando de
esa época. La “U” estaba comandada por un montón de ignorantes,
los mismos que la dirigen ahora no más. Le faltaba disciplina a la
institución, cada huevón hacía lo que quería. Había que poner orden
en la casa, era la única manera de salir campeones.
El período de Gustavo Córdoba frente a Universidad de Chile tuvo un
estreno de lujo. A pesar de haber perdido el campeonato de 1980,
ese año marcó la vuelta de la “U” a las competencias internacionales:
el equipo ganó la clasificación para la Copa Libertadores de América.
Sin embargo, pocos el año ochenta preveían que el ingreso de la “U”
en los grandes circuitos del dinero internacional iba a traer consigo
el descalabro institucional más grande de su historia. Esta parte
de la vida del “Huaso” es menos privada que la anterior. Durante
el transcurso de la investigación previa a esta entrevista, encontré
cientos de personas, hinchas y antiguos dirigentes, ansiosos de
mostrar cómo Gustavo Córdoba traspasó para su bolsillo el dinero
de la “U”, y cómo, durante sus ocho años de administración, la “U”
casi desapareció del mapa del fútbol.
Las acusaciones que pesan sobre él son muchas y muy graves.
Sin embargo, el “Huaso” está tranquilo. Cinco años después de su
alejamiento del club, la Corte Suprema, que como ministro tenía
a su hermano Pedro (quien, eso sí, se declaró incompetente para
el proceso), lo absolvió de toda responsabilidad con respecto a
los catorce millones de dólares que se esfumaron de las distintas
cuentas corrientes de la “U” durante su administración.
-Qué se esfumaron ni qué ocho cuartos –dice con firmeza, y es
la primera vez que lo veo enojado de verdad, rojo, agitando sus
grandes y gruesos brazos, olvidándose del vaso que descansa en
su mano-. ¡En ese tiempo compramos un estadio y un sitio para
construirlo!
118
-Un estadio prefabricado cuyos fierros después se vendieron
como chatarra, porque durante años se oxidaron en la aduana de
Iquique –le recuerdo-. El club dijo que no tenía la plata para hacer
la internación.
-Los hijos de perra que no me querían ver en la dirigencia del
club arreglaron eso. La plata estaba. Cómo se te ocurre que voy a
comprar un estadio entero si después no tengo la plata para pagar
los derechos de internación. Lo que pasó fue que ellos, la banda de
buitres, empezaron a adquirir deudas y más deudas, compraban
jugadores últimos de malos a precios astronómicos. Y qué podía
hacer yo, si estaba, como dice la Claudia, “en otra”.
Estaba preocupado de la grandeza del club, no estaba calentando
el asiento en una oficina. A la “U” había que refundarla, yo la quería
eficiente, grande, gloriosa. Y mientras yo viajaba a cada pequeño
pueblo a organizar sedes de la barra de la “U”, para que nunca
fuéramos visita en ninguna ciudad de Chile, en mi ausencia los
ratones se dedicaban a aserruchar lo que yo avanzaba.
-¿Y por qué no lo querían a usted? –le pregunto- ¿Por feo?
El “Huaso” recupera la risa y el aire jovial.
-Por política-dice como si no le importara, como si hablara de una
película que vio en el cine-. Todas esas ratas demócratacristianas
no me soportaban.
En 1985, un triple asesinato con degollamiento de tres dirigentes
comunistas choqueó a Chile. Fue el crimen más espeluznante
cometido por los Servicios de Seguridad del régimen militar. El
recuerdo de la sangre fría y la impunidad con que actuaron los
asesinos aún hoy conmueve al país. Uno de ellos, Santiago Nattino,
un publicista, había inscrito una semana antes de su asesinato su
postulación a la presidencia de Universidad de Chile. Era la primera
vez que, en una elección realizada durante la presidencia de
Córdoba, éste enfrentaba algún tipo de oposición.
Hoy en día son pocos los dirigentes de la “U” que saben de la
participación de Nattino en la campaña del 85. Como no alcanzó
119
a haber debate ni campaña, y sólo pudo firmar su inscripción, casi
nada se sabe de él en ese aspecto. La prensa de la época que conocía
el hecho calló lo que sabía. Las revistas opositoras no se enteraron
nunca tal vez, porque jamás imaginaron que podía haber una
conexión con un equipo de fútbol en el caso de los Degollados. Y los
registros de la “U” de esa época hoy son ceniza; un “cortocircuito”
dio cuenta de ellos pocos meses después del asesinato.
-He escuchado esa mierda antes –dice Córdoba-. Y si tenías pensado
preguntarme por Nattino, te ahorro la saliva y te respondo: no lo
maté yo, no tengo idea quién lo hizo. Quizás los mismos comunistas
por hacerle olitas al gobierno.
La investigación posterior, accidentada y demorada durante años,
reveló que muchos de los implicados en el crimen de los profesionales
degollados habían trabajado con Córdoba en el DECEX. Por lo menos
dos de ellos fueron formados personalmente por él. Por otra parte,
una de las mayores dudas que aún persiste en el caso es el motivo
del asesinato de Nattino. Las otras dos personas representaban,
para los Servicios de Seguridad, una amenaza desde hacía mucho
tiempo; no así el publicista quien, pese a militar en el Partido
Comunista, no estaba en la mira directa de los continuadores de la
DINA en la época del asesinato.
Como sea, el hecho de que Nattino iba de candidato a la elección
fue silenciado totalmente, y lo concreto fue que el “Huaso” siguió
frente a la “U” por algunos años más. Sin embargo su férreo
gobierno del club, y su personalidad (que sus ex colaboradores
describen como “monárquica”), no se tradujeron en victorias, sino
en fracaso tras fracaso deportivo. Además, la barra se puso en su
contra, lo consideraban un infiltrado del gobierno en la “U”. Los
viejos dirigentes de la entonces Barra Oficial me han comentado
la tesis que se manejaba en esa época: Córdoba –en realidad un
colocolino- había sido puesto por Pinochet –otro colocolino- en el
cargo sólo para destruir a la “U” y dejar el camino libre al club albo.
No se puede negar que la situación económica del “Huaso” mejoró
luego de su paso por la presidencia de la “U”, a la que renunció
cuando el equipo descendió, por primera vez en sus más de cuarenta
120
años de historia, a la Segunda División del fútbol. Es verdad que
ahora estamos sentados en el balcón de su departamento de 180
metros cuadrados en Reñaca Alto, pero también estamos en un
edificio que construyó y vendió él mismo hace un par de años.
Córdoba posee, además, otros ocho edificios repartidos entre
Reñaca, Con Con y Pucón, e incluso dos en Angra dos Reis, Brasil.
Por si fuera poco, el “Huaso” es accionista mayoritario y participa
en el directorio de cinco compañías. El año pasado pagó doscientos
treinta millones doscientos veintitrés mil seiscientos quince pesos
en impuestos.
-Sí, tengo plata; pero me la he ganado yo solo, con estos brazos,
mira, y con esta cabeza. Toca. No está hueca ¿te das cuenta? –dice
mientras hace que le toque la cabeza como si estuviera golpeando
una puerta-. Además, no todo ha sido color de rosa. La plata no
me la gano quedándome en la casa ni levantándome a las dos de la
tarde.
-Supongo que a la Claudia tampoco se la ganó así –le digo.
-No –me responde sonriendo-. Tuve que ir a muchas discotecas y
recitales para ganármela. Yo, que soy de la época de Frank Sinatra,
imagínate.
-A la Claudia le gusta Sinatra.
-Ah, entonces era cierto que le gustaba de antes.
Yo no le creía.
-Créale ahora.
Gustavo Córdoba cierra los ojos.
Definitivamente Claudia no ha cambiado nada desde que estaba
en la Escuela de Periodismo. Después de tres años, y al contrario
de lo que le ha sucedido a la mayoría de los del curso, al menos
a los pocos que sigo viendo, parece que ´para ella el término de
la carrera significó el final de las incertidumbres, no el principio;
y ahora alrededor de su vida percibo sólo brillo y una felicidad
contenida que, por respeto, intenta no enseñarla demasiado al
121
resto del mundo. Por lo menos imagino que eso hace conmigo.
Lo digo porque mientras converso con el “Huaso”, Claudia ha
entrado en el balcón sin que nos diéramos cuenta, como si algo de
lo que su marido practicó durante años en la DINA se le hubiera
traspasado mágicamente. Sigue bella y fina, como siempre, y
todavía tiene puesto el traje térmico de surf. Me mira con la cabeza
ladeada, porque con una toalla se está secando su largo pelo rubio.
-Hola –me dice.
-Hola –digo.
-¿Se han llevado bien?
-De lo mejor –le respondo.
-¿Mi marido no se ha puesto celoso? –me pregunta.
-Tendrías que preguntarle a él mismo.
-Ya estoy viejo para esas cosas –le dice Córdoba, y con su gran
mano busca su cintura y la atrae hasta él y la besa en la boca.
-¿Cómo es posible que sigan acá? –nos dice como si fuera nuestra
madre- ¿No se han dado cuenta que está empezando a hacer frío?
-Queríamos ver la puesta de sol –le dice Córdoba.
Claudia entonces se acerca a él y le pellizca la mejilla, y después se
sienta a su lado y lo abraza.
-Veámosla –le dice, estirando sus pies mojados y salados hasta
ponerlos sobre la mesa. Sobre el horizonte el sol actúa como un
inmenso faro naranja, el crepúsculo tiñe todo con su luz traicionera
de día falso, de eclipse incompleto, de farol destruido por una
piedra. Esperamos unos segundos y entonces ocurre. La cabeza, el
largo pelo de Claudia descansa sobre el pecho de Gustavo Córdoba,
mientras el sol se sumerge en el mar y en su cara proyecta el cambio
de los colores, del naranja al rojo, del rojo al púrpura. El “Huaso”
toma la mano de su esposa y pasa sus dedos sobre los de ella.
122
Lo hace lentamente, como si Claudia fuera de arena y el más ligero
movimiento en falso la fuera a desarmar. Los dos se quedan quietos,
muy quietos; son dos estatuas en el balcón hasta que la última
curvatura de sol desaparece en el mar. Entonces Claudia se pone
de pie, como si alguien hubiera vuelto a dar la corriente eléctrica
que recorre su cuerpo.
-Entren –nos ordena-. Se van a morir de frío aquí.
-Estás toda mojada-le dice su marido-. No te preocupes de nosotros
y anda a ducharte.
-Milico mandón –ríe ella, me guiña el ojo y después se tira encima
de Córdoba y comienza a hacerle cosquillas en los costados y a
besarlo en todas partes de la cara. “Mandón, mandón, mandón”, le
grita con una vocecilla aguda. Córdoba la abraza fuerte y cuando
Claudia descubre que no tiene fuerza para despegarse de su abrazo
comienza a chillar y a insultarlo. El “Huaso” se ríe muy fuerte y
la desafía a soltarse por sus propios medios, y la voz de Claudia
retrocede años en el tiempo, cada vez más niña de seis años, durante
minutos, hasta que en un suspiro le comunica a su esposo que se
rinde, que la suelte, y cuando Córdoba lo hace, ella le pega una
patada en los tobillos, y él la vuelve a tomar de la cintura, la bota
sobre el sofá y se tira encima para dejar un gran beso en su boca.
Cuando todo termina, Claudia se aparta el pelo de la cara y me
queda mirando, respirando agitada por el esfuerzo. El “Huaso” se
vuelve a meter dentro del pantalón la camisa que Claudia le ha
levantado al hacerle cosquillas. Parece menos cansado que ella.
-La medianoche mira al día-dice misteriosamente, alargando las
palabras como si detrás de cada una de ellas hubiera un juramento
que lo obliga a recorrer mentalmente, ida y vuelta, el espacio que,
desde el crepúsculo, lo separa de la medianoche y del día. Entonces
acerca su boca al cuerpo de Claudia, baja el cierre del traje de surf y
en su estómago deposita un beso que deja ahí por un rato que me
parece eterno.
Claudia se ríe mientras le acaricia la cabeza.
123
-Es una lesera que me dice siempre –me confiesa.
-¿Y qué significa?
-¿Me lo preguntas para ponerlo en tu reportaje?
-Depende de lo que respondas.
Nos quedamos un segundo callados. La noche empieza a hacerse
notar ahora, los contornos se hacen difusos, las figuras poco
probables.
-¿Le decimos? –consulta Claudia a su esposo.
Entonces el “Huaso”, el temible “Huaso” Córdoba, lejos de todos
los pronósticos y de todas las maldiciones, ajeno a la justicia y a los
derechos de los hombres, atrae a su mujer, la sienta en sus rodillas,
y niega lentamente con la cabeza, mientras acaricia ese largo pelo
rubio que hace algunos años atrás, cuando creíamos que el bien
se imponía sobre el mal de una manera cristalina y absoluta, yo
también acaricié.
124
125
126
Campeón, llorar, señoritas story.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
Pablo Neruda.
Buenas tarde Santiago, buenas tardes Chile. Desde aquí, desde una
carretera perdida en el norte de nuestro país, damos comienzo a
esta transmisión que, muy probablemente, no saldrá más allá del
interior de este automóvil descompuesto, que, muy probablemente,
apenas se exportará a los dos metros de desierto inmediatamente
circundantes a este vehículo en el cual hasta hace unas horas
viajábamos hacia la ciudad de El Salvador, con la idea de presenciar
la tarde gloriosa en que la “U”, la Universidad de Chile, el equipo
mágico, se ciña la octava corona de su gloriosa carrera deportiva.
Pero una jugarreta del destino, una traición perpetrada contra
este coche, nos ha dejado en la mitad de este desierto que –y
podemos asegurarlo con absoluto conocimiento de causa- no es
sólo físico, sino también moral y sicológico. Es un excelente campo
de experimentación para poner a prueba el temple y el carácter.
Respetados auditores, el hecho es que mientras Universidad de
Chile, el león azul, disputa los últimos cuarenta y cinco minutos
de este campeonato mil novecientos noventa y cuatro, nos
encontramos abandonados, absolutamente solos en medio de la
nada, con las piedras, el calor abrasador y el profundísimo color azul
que Dios, nuestro Señor, derramó sobre el cielo de estas regiones,
como únicos testigos de nuestro destino.
¿Cómo llegamos a esta situación? A mí no me extrañaría que gente
ligada a la Universidad Católica sea la responsable de este extraño
desperfecto mecánico. Porque, queridos amigos y amigas, sepan
ustedes que el día de anteayer a este automóvil le fue efectuada
una exhaustiva revisión técnica, la cual determinó que el vehículo
se encontraba en perfectas condiciones para efectuar el viaje. Sin
embargo, de improviso, cuando llevábamos más de la mitad del
127
trayecto recorrido, el automóvil falló. Yo pregunto a la audiencia:
¿qué conclusiones quieren que saquemos? ¿Qué es lo que piensan
nuestros amables oyentes, ahora que conocen en detalle la situación
que nos afecta? Habría que ser un ciego o un extraviado mental
para no darse cuenta que esta insólito incidente automovilístico
encaja perfectamente en la estrategia que algunos elementos de la
Universidad Católica –y no digo que todos, digo que sólo algunoshan venido empleando durante las últimas semanas para evitar que
la “U” salga campeona.
Es cierto que la frustración es tan grande como el deseo que teníamos
de presenciar, en vivo y en directo, el momento de la ansiada
vuelta olímpica azul. Sin embargo hay un hecho que demuestra
que, hagan lo que hagan, nuestros rivales no nos pueden amargar
la fiesta, y no es que estemos –como se dice vulgarmente- picados.
Ese hecho es indesmentible: Universidad Católica gastó millones
de dólares en tener un plantel de primera categoría y la “U”,
actuando un poco como el Ladrón de Bagdad, le arrebató el título.
La frustración de ellos, por lo tanto, es infinitamente superior a
la que podamos sentir nosotros por este minúsculo contratiempo.
Porque aunque es verdad que la “U” juega ahora en una cancha
de fútbol, también está jugando en nuestros corazones, de modo
que, hagan las cochinadas que hagan, jamás podrán alejarnos del
equipo de nuestros amores.
Así que pueden dejarnos botados en el desierto e, incluso, pueden
dejarnos botados en la luna si quieren; pero no nos van a quitar la
alegría inmensa de ver flamear el pabellón azul en el tope del mástil
de la gloria. Esa alegría, pase lo que pase, vengan los terremotos
que vengan, así se salga el mar y arrase con esta larga y angosta
faja de tierra, esa alegría digo, perdurará en todos los que tienen el
corazón azul. Y podremos recurrir a ella cuando queramos.
Queridos amigos, sepan ustedes que desde nuestra ubicación, aquí
en la carretera, hemos visto pasar una infinidad de automóviles con
las azules insignias de la “U” emergiendo de las ventanas. Niños,
mujeres, hombres de todas partes del país se han dirigido a la fiesta
que, lamentablemente, nosotros no podremos disfrutar.
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Hemos observado gente que van en buses, en las partes de atrás
de las camionetas, que se mueve en motos o, simplemente, recorre
a pie el desierto, pidiendo que los demás vehículos la lleven a El
Salvador.
El peregrinaje de este pueblo azul concluyó hace un par de horas
y, en estos momentos, la carretera se presenta vacía y silenciosa
frente a nuestros ojos. La paz del desierto se ve interrumpida
esporádicamente por camiones de carga que se lanzan a toda
velocidad por la ruta, y permítannos ustedes aventurar la teoría
de que los choferes de esos vehículos pertenecen a equipos sin
trascendencia como Colo Colo o la misma Universidad Católica, ya
que de otra manera estarían donde hay que estar en este minuto:
presenciando el juego de la ”U”.
Sin embargo, y pese a todo lo que se pueda pensar, tenemos
que decir que no estamos solos en esta transmisión. A falta de
presencia directa, las demás radioemisoras son nuestros ojos en
El Salvador. Aquí, en la carretera, como en casi cualquier parte del
país, las ondas de la banda de amplitud modulada dan fe de lo que
nuestros colegas de las estaciones presentes en la ciudad minera
relatan en sus micrófonos. Y el sonido de esas voces llevando hasta
nosotros el último partido de la “U” es un bálsamo que nos protege
del calor, del frío, del polvo y, por que no reconocerlo, señoras y
señores, considerando que somos gente que no le hace asco a
los sentimientos, considerando que somos de la “U”, nos protege
también de la soledad.
Empleando este procedimiento es como, respetable audiencia, nos
hemos enterado de que la “U” no ha dejado de atacar el arco de Cobresal.
Que los once leones que visten de azul buscan desesperadamente el
gol que les otorgue la victoria. Lamentablemente, también hemos
sabido que hace cosa de minutos, un jugador de Cobresal logró
vencer al gran Superman Vargas, estableciendo una ventaja parcial
para el elenco nortino. Son, por lo tanto, momentos de intenso
dramatismo para la hinchada azul. Y, para este humilde relator que,
desde este automóvil abandonado, no relata para nadie más que
para él mismo, éste es, indudablemente, uno de los instantes más
129
significativos de su vida.
Pero ya que de momentos importantes se trata, y ya que en estos
instantes de incertidumbre la soledad se asoma por los vidrios
del automóvil como la cabeza de la Medusa y de algún modo
debemos conjurarla, queremos aprovechar la ocasión, si ustedes
nos lo permiten, para enviar un mensaje a una dama en Santiago
que, aunque no nos está escuchando, bueno… por qué no hablarle,
por qué no imaginarse que el desierto es ella. Porque la “U” va
perdiendo y este hecho nos trae a la memoria otra pérdida, una de
orden más personal, acaso tan grande como si este cero-uno con
el que va cayendo Universidad de Chile se mantuviera hasta el final
de los noventa minutos. ¿Sabrán ustedes disculparnos si, por unos
minutos, tocamos el tema de la señorita en cuestión?
Ella muchas veces le dijo a este relator, más bien dicho conminó a
este humilde periodista deportivo a que dejara fluir sus sentimientos.
Y claro, aunque muchas veces, principalmente para gente que no
ha entendido a cabalidad qué significa ser de la “U”, jactarse de
que el equipo está primero que el amor de pareja es algo común,
permítanme responderle a la señorita ésta que, en realidad, estaba
muy equivocada.
Nosotros dejábamos salir nuestros sentimientos. Nosotros la
amábamos; si, la amábamos, y vamos a decirlo con fuerza y vamos
a hacer hincapié y vamos a dejarlo muy en claro porque hay por ahí
algunos dirigentes irresponsables que andan diciendo que no, que
lo nuestro era en realidad egoísmo y que nunca hubo amor. Yo me
pregunto: ¿qué saben del amor estas personas? ¿Qué saben de esa
dama y de este relator? No saben nada. Hablan por hablar. Hablan,
quizás, influenciados por lo que la señorita les dice ahora; pero, en
rigor, la señorita de ahora no tiene mucho que ver con la señorita
de antes. Al menos, en lo que a este periodista se refiere. Es cierto
que no poníamos con ella la misma pasión que ponemos cuando
estamos alentando a la “U”. Pero eso no tiene nada que ver con más
o con menos, no hay operaciones matemáticas que intervengan en
este asunto. A ella la amábamos con una pasión distinta, pero en
ningún caso inferior. La amábamos día a día, noche a noche,
130
palabra a palabra, discusión a discusión, sábana a sábana.
Que no se nos notara era otra historia. Que ella no lo advirtiera
era otra cosa. Incluso, que ella lo notara pero no le sirviera era
una materia totalmente distinta a lo que constituía el centro
del problema. Porque, en el fondo, siempre fue un problema
solucionable, por los problemas se pueden solucionar, es cosa de
conversarlos. Ya ven ustedes el desastre que hasta hace tres años
era la “U”, y mírenla donde está ahora: a la par que Universidad
Católica y todas sus contrataciones multimillonarias, a punto de
ser campeona si es que le hace un gol, apenas un gol, a Cobresal,
un equipo ya descendido a la Segunda División del fútbol.
A propósito, queridos oyentes, no se impacienten con respecto
al partido. Según lo que capta nuestro aparato de radio, las cosas
siguen igual, la “U” buscando el gol como endemoniada, aunque sin
mucha claridad ofensiva. En cuanto haya un cambio en el marcador,
se lo haremos saber.
Porque lo que nos interesa en este minuto es aclarar las cosas.
Las otras cosas, por supuesto. Lo que esta dama en Santiago
cuenta respecto a nosotros. Aunque ella lo niega, por supuesto.
Ella niega que a las amistades comunes les ha dicho que nosotros
somos incapaces de amar. Que nuestros sentimientos están tan
escondidos como la cuenta corriente de un narcotraficante. Que
muchas mañanas ella sentía que despertaba abrazando a un oso
de peluche.
¡Qué cantidad de calumnias encierra el amor, amigos y amigas!
Pero, tal como en el fútbol, bajo la superficie de mentiras, pequeñas
envidias y rastreras zancadillas, si uno bucea, puede encontrar
perlas. Y tal como en el fútbol existe la “U”, existe esa hinchada
gloriosa de corazón puro; en nuestro amor por esta dama –que
reconocemos pudo haber sido árido y rudo y, si es que fue así,
fue a consecuencia de nuestra personalidad-, existía una fuerza
incontrolable y unas ganas de darle de patadas en el culo al mundo
hasta que reventara.
131
Nos han llegado rumores de que en la actualidad esta señorita está
ligada sentimentalmente a una persona en específico. Una persona
que, señora, señor, tiene el gusto en el trasero. Y conste que no
decimos que tiene el gusto en sus posaderas por su relación con
la dama a la que hacemos referencia, a quien sin duda seguimos
respetando porque somos caballeros. Lo decimos porque este
personaje a quien hacemos mención es un reconocido hincha
de Universidad Católica. Y de esta manera, señoras y señores,
el panorama se va aclarando, pues, ¿quién sino él pudo haber
entrado a hurtadillas en la intimidad de nuestro hogar y, con malas
artes, intervenir mecánicamente este automóvil? Y conste que
no queremos pensar mal de la señorita, que no tenemos ganas de
imaginárnosla dando instrucciones a este ser humano respecto de
cómo llegar a nuestra casa, cómo convencer al portero del edificio
de que nos conoce y que debe sacar algo de nuestro automóvil,
que tiene la llave.
Y no queremos pensar que este hincha de Universidad Católica
haya hecho lo que hizo por una razón tan baja como puede ser
impresionar a la dama y así lograr que ella acceda más rápidamente
a sus requerimientos de índole sexual. No, no, no. Nosotros somos
optimistas, nosotros, por ser de la “U”, nos hemos hecho en la
adversidad y preferimos creer que el mundo es brillante y limpio
y maravilloso. Amigos y amigas, pensemos que este pequeñoamante-latino-cruzado hizo lo que hizo por amor a su equipo,
porque sintió en él el impulso irrefrenable de hacer todo lo posible,
ya sea legal o ilegal, para ayudar a su club.
Pero atención. Atención que Marcelo Salas se va en demanda de la
portería de Cobresal. Salas va entrando al área rival, hay un hombre
que intenta darle alcance, hágalo Marcelo, denos el regalo… ¡PENAL!
¿Cobró o no? Hay penal clarísimo, estamos seguros de que…
¡Cobró! ATENCIÓN QUE HAY PENAL EN EL SALVADOR. PENAL
A MARCELO SALAS. PENAL PARA LA “U”. La gente de Cobresal
rodea al árbitro para reclamar… ¿Qué reclama esa gente, señoras y
señores? ¡Que se dediquen a jugar y no a reclamar! Atención la “U”.
Atención azules desde Arica a Punta Arenas. Estamos a un gol de
ser campeones, a un escaso gol.
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La pelota está a doce pasos del título. Momento de gran expectación.
Patricio Mardones es el encargado de ponerla dentro de la red. El
cañonero de la “U”. El verdugo de los penales. Dios santo, por favor
que lo haga. Por favor, por favor, que lo haga. Patricio Mardones
frente al balón. Comienza a correr, dispara… ¡GOOOOOOOL!
¡GOL, GOL, GOL, GOL, DE LA “U”! ¡GOOOOOOOOOOOOOOO
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL! ¡DESDE LOS
DOCE PASOS, CON UNA SANGRE FRÍA MONUMENTAL, PATRICIO
MARDONES ACABA DE DESCONTAR PARA UNIVERSIDAD DE
CHILE! ¡LA “U” UNO, COBRESAL UNO! ¡LA “U” A PUNTO DE
TITULARSE CAMPEÓN DEL FÚTBOL PROFESIONAL CHILENO!
¡Qué tarde más maravillosa estamos viviendo, señora, señor, niño
azul! Desde este lugar perdido nos imaginamos la alegría que
empieza a crecer en los corazones azules, esta vez para quedarse.
Qué grande es la “U”. Está jugando mal este partido, los nervios
amenazan desde todos los costados, pero de todas maneras qué
grande es. Estamos a escasos minutos de ver coronados todos
nuestros sueños. Basta que el juez dé el pitazo final a este eléctrico
partido y ya la “U” es campeona. ¡Qué increíble pronunciar la
palabra “campeón”! ¡Qué sonido tiene en los labios y en la boca!
¡Qué sabor dulce!
Señoras y señores, dejemos a un lado las pequeñas menudencias a las
que hacíamos referencia momentos atrás en la transmisión. Ahora
que parece que hasta las piedras a ambos costados de la carretera
se han puesto azules, imitando el color de Chile, de este potente
cielo, digamos una verdad irrefutable: esto no tiene comparación
con nada, esto es más fuerte que todo. Les cuento que en estos
precisos momentos estamos haciendo sonar la bocina de nuestro
vehículo como endemoniados, que la nota ronca y monocorde
que da el claxon del automóvil viaja transportada por el viento a
todo lo largo de nuestro país, uniéndose así a millones de bocinas
en decenas de ciudades que comienzan a celebrar la estrella más
hermosa de toda la historia de la “U”.
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Y por qué no pensar que el sonido de esta solitaria bocina que
saluda a la “U” desde el desierto no viaja a la capital colgada de las
nubes y del viento y se deposita en los oídos de una señorita, otra
señorita, una distinta, porque después de una señorita viene otra
señorita, otra que también se lleva clavada al corazón, por menos
tiempo, es cierto, pero ya dijimos que estas cosas no se trataban
ni de más ni de menos. Y si a alguien echamos de menos en este
minuto de soledad, es a esa señorita y no a la anterior, queridos
amigos, porque la vida a veces es como un tren que pasa a toda
velocidad. Sí, amigos, dediquémosle estos momentos mágicos en
que la “U” está a minutos de tocar el cielo a esta señorita, que no
tiene problemas para dejarnos marchar a más de mil kilómetros de
Santiago a ver a la “U”, que se admira de lo que un equipo como el
equipo mágico pueda hacerle a una hinchada, que secretamente, y
de eso estamos seguros, respeta los mecanismos sutiles, secretos,
místicos y misteriosos que gobiernan la pasión azul.
Para ella entonces, para ti este golazo de Pato Mardones, y más
todavía, estos minutos de gozo previos al pitazo final. Para ti mi
temblor, mi sudor, mi nervio, mi soledad que se puede ir al carajo o
puede quedarse o puede hacer lo que quiera, yo aquí estaré con la
“U”, con la dama ésta, conectado mágicamente a través del viento
y las palabras, conectado tan mágicamente como lo estoy al resto
de ustedes.
En estos momentos, señora, señor, he salido del automóvil y
siento en mi rostro la sequedad del viento desértico, los miles de
piedrecillas que se me clavan en la piel. En este minuto, amables
radioescuchas, procedo a abrir la caja de maletas del automóvil y
saco una botella de cerveza que me dispongo a despachar. Todavía
hace calor en este paraje donde en unos instantes más, apenas el sol
se esconda, reinará el frío, el olvido y la oscuridad. Y sólo el viento
emite ululantes sonidos en este lugar alejado de la mano de Dios,
como si hubiera un bosque y un lobo lejano. ¡Vamos “U”, qué grande
eres! Qué pequeñas se ven las tragedias de la vida cotidiana desde
esta perspectiva. La historia nuestra y de la dama envidiosa, por
ejemplo, qué mezquina la contemplamos, parados en la atalaya que
nos brinda este instante de gloria, superior a cualquier desperfecto
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Amigos, amigas, el partido está por finalizar. Estamos presenciando,
viviendo, empapándonos de un momento histórico, una piedra
angular de decenas de miles de vidas a lo largo del país. Ahí viene
un automóvil, señoras y señores, ahí se acerca un automóvil por la
carretera, todavía es parte del espejismo de agua que domina el
horizonte, pero ya está saliendo, se acerca cada vez más, ahí viene.
Nos posicionaremos cerca de la ventanilla del conductor para hacer
sonar la bocina y saludar su paso. ¿Dónde está la bandera la “U”? En
el asiento de atrás. Ahí está, la tengo. Ahí viene el automóvil, amigas
y amigos. Veremos si es de la “U”, si toca su bocina… Ahí viene…
¡Es de la “U”! ¡Grande la “U”! ¡Nos estamos saludando, tocando la
bocina, agitando las banderas! ¡Campeones! ¡Campeones! Ahí se
va el auto. Era de la “U”. ¿Quién no es de la “U”? ¡Que se presente
para darle una patada en la raja, amigos! Miremos el reloj… el
partido debería concluir en los próximos instantes. El Campeonato
Nacional está por expirar de un instante a otro. Culminará con un
gran campeón: Universidad de Chile.
¡TERMINÓ EL PARTIDO!
¡LA “U” CAMPEONA!
¡Los jugadores se abrazan en la mitad de la cancha! ¡Grande, grande,
grande, grande! Casi no hay palabras para expresar lo que sentimos
en este momento. ¿Qué podemos decir, qué chucha podemos
decir? Digamos que, de estar aquí, la primera señorita no creería
lo que está viendo. Creería que estas lágrimas, que esta respiración
entrecortada, que este sabor en la boca son algo así como una
representación, una actuación, una función de teatro. La segunda
señorita no. La segunda señorita, para quien esta transmisión es, se
daría cuenta de lo que está pasando en la soledad de este automóvil.
Notaría que lo que está floreciendo en la mitad del desierto es
nuestro yo más profundo, ese que todos, que todos y cada uno de
nosotros, incluso la señorita número uno, guardamos como nuestro
tesoro más preciado. ¡VAMOS LA “U”! Lo que la señorita primera
no supo advertir, queridos oyentes, es que a veces las cosas que
uno busca están a la vuelta de la esquina. ¡Cuánto más dulce es que
la “U” salga campeona ahora y no, por ejemplo, en 1976 o en 1980,
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cuando estuvo a punto! ¿Y qué haría la señorita dos en caso de estar
en este auto, con nosotros? ¡Que venga, señoras y señores, que
venga y que toque la electricidad que despide mi organismo, que
beba de las lágrimas que espontáneamente me salen de los ojos!
¡Puedo llenarle una copa, la copa del campeonato, la Libertadores
de América, la Intercontinental con mis lágrimas!
Amigos y amigas, creo que nos hemos excedido un poco en
la emoción. Es cierto que ahora sólo vienen los abrazos y las
celebraciones.
Discúlpennos si llenamos el aire de esta forma, pero ¿de qué otra
manera se puede llenar? Como el papel vacío, de palabras, de
indefensas y pequeñas palabras que en vano amenazan al silencio
de este desierto. Todas las palabras están de más, amigos, es cierto.
Si es que pudiéramos hacerlo, ésta sería la hora de volver a casa.
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