Sangre Azul ALFREDO SEPULVEDA Por la recuperación de la identidad y memoria histórica bullanguera. Con la autogestión como principio y horizonte de consecuencia en rechazo a la empresa concesionaria de Azul Azul s.a. Viva la U libre, valiente y combativa. Los fondos irán en directa ayuda de camaradas en prisión PASION INFINITA EDICIONES 1 Sangre Azul. Más que un equipo de fútbol, esto es una pasión que se lleva adentro, compadre, algo que te toca las fibras más íntimas del corazón, algo con lo que nunca voy a permitir que me agarres para el hueveo; no sé si me voy dando a entender. Al principio eran las pichangas en el barrio, las primeras fiestas, toda esa cantidad de minas que nos pescábamos juntos. Después cambiaste, después del noventa y uno te convertiste en uno de ellos y hasta ahí llegamos juntos no más; yo no te pude seguir, tú no me pudiste seguir a mí, así es la vida. Me acuerdo, éramos los reyes de la jarana, las noches de fin de semana temblando a nuestro paso. Me acuerdo, compadre, cómo la Gran Avenida se nos abría de piernas en las discotecas, como los ingenieros de la Compañía de Cervecerías Unidas se quebraban la cabeza ideando la forma de satisfacer nuestras gargantas. ¿Puedes recordar la liguilla del ochenta, compadrito? Los dos juntos en el estadio, pendejos todavía los dos, pero ahí, en donde todo quemaba con un calor que nadie más conocía, debajo del marcador, vibrando con el penal que el loco Carballo le atajaba al llorón del Carlitos Rivas y luego ese pase largo para el chico Hoffens que corría solo por la derecha dejando atrás a los cogoteros, la pelota que recibía el Turco Salah y el Turco enchufándola con tuti adentro del arco, con Adolfo Nef y todo para adentro, rompiendo la red en el minuto ochenta y nueve. La “U” dos, Cogoteros uno, la “U” a la Copa Libertadores de América y nosotros más felices que la cresta. No podía saber entonces que lo que te gustaba a tu no era el sentimiento, la pasión, sino el gustillo a triunfo. No dijiste nada cuando el Turco se fue de entrenador a Colo Colo; de a poco comenzaste a abandonar los estadios. Cuando bajamos a segunda, amenazaste incluso con abandonar el equipo. Lo pasábamos bien, sí, pero al mismo tiempo eras bien traidor, conchetumadre. Te pegaste al televisor viendo la Copa 3 Libertadores que ganó Colo Colo, me acuerdo clarísimo; yo salté con el gol de Boca en Buenos Aires y tú ahí, sentado en el asiento, mudo, bebiendo tu cerveza como si te hubiese dolido. Ya todo estaba claro para entonces, a la semana siguiente, cuando te vi en la calle celebrando el triunfo ante Boca aquí en Santiago. Te pudiste haber ahorrado el discurso. “Necesito un equipo que sepa ser campeón, viejo”, dijiste, y entonces pensé que algunos seres humanos pueden llegar a ser más arrastrados que un gusano incluso. Supe que fuiste al Monumental para la final, te vieron con un mantelito blanco amarrado a un palo; supe que en Plaza Italia saqueaste tiendas de tan raja que estabas. Pero tu sello estaba ahí, viejo. Eras un palestino en medio de los milicos judíos, un yanqui rodeado de norvietnamitas. Llevabas el sello invisible de la “U” y por eso rompiste más vidrios que cualquier indio maricón. Ahora te veo allí a través del lente de acercamiento, en medio de la Garra Blanca, con la cara toda pintada, creyéndote un guerrero mapuche antes de entrar en la batalla contra los españoles. Una cancha de fútbol nos separa y tú no te das cuenta que te observo, ni sospechas que estoy acá. Olvidaste todo el hueveo, el carrete de cuando chicos. Ahora trabajas en una oficina y te descargas en el estadio. Me da risa; necesitas un equipo que sepa ser campeón. Sale Colo Colo, sale la “U”. El ruido, los proyectiles y el papel picado inundan el aire y la cancha. Pero hay un sonido que apenas escuchas, que no presientes que es para ti. Hay un proyectil que se te clava en la mitad del pecho y entonces caes en medio de la Garra Blanca. Sólo entonces recuerdas que a la “U” nadie la traiciona. Y, mientras te observo a través de la mira telescópica, veo que del corazón te brota sangre azul. Santiago, abril de 1992. 4 5 6 Ella decía que una vez viajamos. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy adentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso, la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos. Sin la cual (¡y qué terrible ha de ser entonces! Se decía Bruno) esos hombres que la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones profundas, son tenues, inciertas y liviantísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo. Ernesto Sábato. Sobre Héroes y tumbas. Ella, es cierto, me decía Tokio, me lo nombraba como si nombrara una fruta, me contaba esta historia que ahora, después de los años y los años, y sólo gracias a ella, a esa persistencia con la que me obligaba a repetir junto a sus labios “este esfuerzo que hago, esta porfía, se llama amor”, puedo relatar de memoria; pero yo le preguntaba qué era Tokio, qué era la “U”, por qué estaba ahí, conmigo, quién era ella al fin y al cabo: una extraña al borde de la cama, desnuda, un par de grandes ojos azules pidiéndome algo que habían extraviado de un golpe o de un accidente o de una impresión. ¿Yo mismo vestido de payaso? ¿De amarillo furioso? Ella decía que una vez viajamos a Tokio. Que fuimos a ver la final de la Copa Intercontinental de clubes. Que la “U” jugó contra el Milán. Al principio, en la época de sondas y de hospital, todas estas cosas que ella me decía caían en el cajón sin fondo de mi memoria. Y no sólo los nombres: la “U”, Tokio, el de ella misma, sino también las otras palabras, los pájaros de la gramática que unen algo que debe tener sentido, el yo-tu-él-nosotros-vosotros-ellos perdido como dos monedas de aluminio en el fondo de una piscina olímpica. La veía sentada junto a mí la mayor parte del día; una extraña que lloraba, pero sus lágrimas también eran incomprensibles, como 7 lo era el hecho de que se hiciera de noche, o de que desde afuera de la ventana llegaran los sonidos de una ciudad en movimiento. Después, cuando regresé por primera vez al lugar que era su casa y también la mía, cuando cada mañana ella dedicaba varios minutos a repetir la historia junto a mi boca para que se quedara en mí recuerdo y no me abandonara, comencé de a poco a unir los sonidos, a sentirme ansioso cuando llegaba a una parte que no podía comprender. Supongo que la miré a ella con otros, nuevos ojos, y adivino que por primera vez, aunque ya me estuviera dando, le pedí. Como un abanico mi entendimiento se abrió para atrapar cada una de sus palabras. Y la historia entró en mí. Esa noche las calles de Tokio tenían de todo, menos de ti. Santiago, México, Los Angeles, Tokio. Comprenderás cómo fue. Cada aeropuerto era como caer varios peldaños por la escalera, sangre en la nariz. En L.A. nos topamos con el equipo porque hubo tormenta y el avión de ellos se atrasó mucho. La escala duró unas cinco horas, de ahí esa foto en que salimos tú, yo y el Lulo Socías. La puedes ver si abres el álbum de fotos, está en la página del medio. Después, nuestros vuelos partieron casi simultáneamente. El Océano Pacífico es azul, grande y magnífico. Se parece a la “U”. Cuando vas hacia el Oriente te da la impresión de que el día no termina nunca. Llegar a Tokio es tan raro, en las noches sí que hay luz en esa ciudad. La mayor parte del tiempo te dedicaste a tomar cerveza y ver televisión en nuestra pieza, aunque no entendíamos absolutamente nada de lo que hablaban. Yo salía de compras. Pero no estaba enojada contigo, al contrario, te comprendía. Yo había llegado a la “U” por tu culpa, cuando te conocí, cuando me enamoré de ti. Tú, en cambio, llevabas toda tu vida esperando algo como lo que estaba pasando en Japón. Cuando no estabas en la pieza, paseando de un lado a otro como un león enjaulado, en las mañanas y en la tardes íbamos al parque que estaba detrás del hotel a ver el entrenamiento. El Turco nos hacía rodear la cancha para usarnos de escudo contra periodistas 8 y soplones, nos formaba alrededor de manera que sólo nosotros estábamos en contacto directo con el equipo. Hacía mucho, mucho frío, así que en esos momentos saltábamos y gritábamos como si estuviéramos en el estadio. Y cuando lo hacíamos, salía ese humo de nuestras bocas y narices. Pasaron muchas cosas en esa ciudad. Tú, la primera, es decir la última, pero la más importante, claro. Pero también otras. En cierto modo era como si, estando, no hubiéramos estado en esa ciudad. De alguna forma el Bulla se transformó en una especie de celofán que nos envolvía y nos hacía inmunes a todo lo demás, a lo que estaba lejos, ignorando y olvidando que nosotros mismos éramos todos los días nosotros mismos. A veces pensaba que no nos habíamos movido del sector sur, abajo, bien abajo del marcador, y que lo único que había alrededor era la sensación que nos encantaba, aunque alargada como chicle: esperar que el León saliera finalmente a la cancha. Sin embargo, lejos de lo que estábamos acostumbrados, en Tokio los días antes del partido se parecían demasiado entre sí. El turco estaba nervioso, me contaste que lo topaste en el ascensor unas cuatro veces, siempre cambiando el cigarrillo por otro nuevo. Mariano se torció la pierna una tarde y al día siguiente estaba bien. Superman dijo un día que le dolía una muela, pero en la noche se le pasó. Tarde, en el bar del hotel, veíamos las notas que hacía la televisión sobre el equipo. Algunas chicas japonesas se metieron al hotel y te confundieron con jugador y nos dio mucha risa porque me pedían permiso a mí para acercarse a ti. Diste cinco autógrafos. Sí, una vez saliste con los demás, fueron al distrito no sé cuanto, la calle de las putas y las discos. Entraron a una casa de geishas, pero volviste antes diciendo que era muy turístico y que no pasaba nada, puro gringo curado o italianos del Milán. Aunque en algún lugar de Tokio hubo una pelea contra los italianos esa noche, no estuviste ahí, y un par de horas después que habías salido, regresaste y te metiste a la cama conmigo. Al otro día los que llegaron después que tú al hotel no opinaron que la vida nocturna fuera tan aburrida y se rieron de ti, pero tú me abrazaste fuerte y los miraste con unos 9 ojos desafiantes. El día antes del partido el Turco ordenó fútbol para relajarse y jugamos –bueno, jugaste- un partido contra el equipo titular. Te reíste mucho con esa misma risa de antes, del principio, y yo me olvidé de varias cosas, menos de ti y de verte contento. El equipo formado por el Bulla se tiraba al suelo por cualquier cosa, les dejaba la pelota sola a los del León, entre ustedes mismos se hacían fouls a propósito. Mariano les hizo un gol y ustedes corrieron y gritaron y se tiraron encima para abrazarlo y después lo levantaron en andas y dimos todos la vuelta a la cancha con él. Los japoneses no entendían nada. Los periodistas se rieron. La risa vencía al frío. A la mañana siguiente, después de almuerzo, estuvimos en el lobby del hotel, esperando los buses. Fumamos. Alguien dijo que no dejaban poner lienzos en el estadio. Para los japoneses lo normal era que el Milán nos hiciera polvo. Lo sabíamos por lo que nos decían los traductores, los guías, toda esa gente. Yo tenía que contenerte para que no les pegaras cuando nos contaban estas cosas, convencerte durante varios minutos de que ellos simplemente repetían lo que decía la prensa y la calle; pero tú no, dele con que eran ellas con que qué sabían ellos; estabas nervioso. Saltábamos en la recepción, los empleados dejaban de hacer lo que hacían para vernos. Nosotros éramos los raros, los que no deberíamos estar en Tokio. Pero estábamos. Desde el bus, las calles de Tokio parecían sacadas de esos dibujos con que las empresas constructoras anuncian sus ofertas. Todo era sospechosamente limpio, la gente sospechosamente decente, el día –aunque helado- sospechosamente luminoso. Tú dijiste que en Tokio era como si una amenaza estuviera siempre presente, como si un monstruo gigantesco estuviera a punto de llegar desde el espacio para llevarse todo esto que era el ejemplo de lo precioso. El estadio al que nos llevaban se parecía al nuestro, pero limpio. Veíamos las banderas rojinegras del Milán, escuchábamos sus insultos en italiano. Estuvimos saltando desde mucho antes del partido, calentábamos el cuerpo. Tú empezaste a sudar casi desde el comienzo. Entre ellos y nosotros había cientos de japoneses que 10 se divertían con el duelo de las barras. Por las graderías los italianos hacían volar un pájaro azul de peluche que no era un chuncho, pero que destrozaron igual. Los asientos del estadio eran de metal e individuales, así que nos subimos a ellos y saltamos y los hicimos sonar: los indios chilenos batían sus tambores, amenazantes. Entraron decenas de pequeños policías a la gradería nuestra. Llevaban caso y uniforme raro, mezcla de carabinero del tránsito con árbitro. Esa policía amarilla, es que no deja ver, esa que te torturaba, cuando estaba Pinochet… la risa empezaba a crecer en el Bulla y el grito también. Un “¡Atención Los de Abajo!: ¡CE, HACHE, I…!!!” retumbó en un momento en que la barra del Milán estaba absolutamente en silencio. Con un solo grito podíamos ordenarle al sol que saliera. Dijiste cosas raras antes de que los equipos salieran a la cancha; pude haber pensado que de algún modo estabas advirtiéndome lo que venía, lo que pasaba dentro tuyo, pero no lo hice. Empezaste a hablar de los estadios, dijiste que un estadio no es más que un estadio, donde lo pongas, y yo estuve de acuerdo, porque pensé que el celofán funcionaba en Santiago y en Tokio y me alegré de no estar tan perdida, de que tú también pensaras como yo. Sólo la ciudad cambia, dijiste, pero ella está siempre atrás, escondida. Un estadio es como una isla, la misma isla, flotando en diferentes pedazos de agua. El León salió con el Milán al mismo tiempo. Por los parlantes cantaron primero el himno italiano. En el himno chileno el que ponía los discos se equivocó y colocó la parte de los milicos. Nos miramos sin saber qué hacer, sólo dejamos que en silencio terminara. Y cuando giré para comentarte lo del himno, no estabas, ni tus banderas, ni nada. No, no te imaginé en el baño. Te conocía demasiado como para eso y tus señales previas podían quebrar todos los vidrios en veinte cuadras a la redonda de tan fuerte que gritaban. Sin tener nada de sentido, en ese momento todo encajó perfecto, y te supe en las calles, lejos del estadio, nadando en ese mar que temías, cerrando los ojos cuando lo que más amabas se te ofrecía sin ropa. 11 Y no lloré ni me desesperé ni conté lo que pasaba ni llamé a la policía. Al contrario; me reí, me reí con unas ganas de loca de la puta madre, y me concentré en el partido, en el ir y venir de la pelota y los jugadores, sabiendo cómo iba a ser todo al final, casi con un libreto en las manos donde estaba escrito lo que iba a pasar en la cancha. Después del estadio, en el bar del hotel, aunque no, quizás en el bus de vuelta, me curé cueva, besé a varios jugadores en la boca, y sí, me acuerdo de todo, no te lo voy a negar. El tipo encargado de la seguridad el hotel me tomó para llevarme a la pieza y encerrarme ahí, pero yo le di una cachetada, y después el Turco arregló todo. En algún momento a la salida del estadio alguien le tiró una bolsa con pichí a Joai Havelange y por eso no estaba ninguno de los dirigentes con nosotros. Entre el Bulla y el León teníamos cerrado el bar y habíamos decretado bar abierto. La Copa Intercontinental de clubes era un cilindro brillante que, si lo besabas, los labios se te quedaban un poco pegados. Superman Vargas chuteó la pelota dentro de la recepción y rompió una lámpara de lágrimas enorme. Mucha gente lloraba. Yo traté, pero no pude. Entonces llegaste tu, abriste muy despacio la puerta y nadie excepto yo se dio cuenta de tu presencia, tal vez porque para ellos nunca te habías ido. Sólo cuando notaron el hilo de sangre que te bajaba desde la frente, la mirada como de haber pasado ocho siglos bajo una mina de carbón, tus ropas rasgadas y mi frenético abrazo a tu cuello, mis besos como golpes a tus mejillas, se dieron cuenta de que estabas ahí; pero sólo eso, que estabas, porque yo podía oler que de un modo incomprensible y secreto, antiguo y maravilloso, te habías ido para siempre. Como si tomara a un sobrino chico de la mano te tomé a ti y subí las escaleras que nos llevaban a nuestro cuarto, mientras oía cómo los garabatos chilenos se trasladaban del bar a la piscina temperada, y podía sentir los chapuzones y los gritos. Luego la noche de Tokio nos dio un respiro, se hizo oscura, nos acogió. 12 Y después entró esta historia en mí no como ella hubiera querido, no en la forma de esa cadena invisible que me tendía para anclarme con el que fui antes: el que se reía durante los entrenamientos en Tokio, el hombre que ella amó. La historia entró en mí, sí, pero tomó otro camino, uno que ella no podía prever. Escogió la ruta que siguen las buenas historias o los rezos que el agnóstico reflota cuando enfrenta un peligro inminente. Porque el amor no fluyó como un pétalo de agua, la porfía no bastó, como en una película, y las mañanas y las despedidas fueron más grandes que las noches y los besos. La historia bajó flotando como al fondo de un pozo, y ahora, cada vez que la necesito, acudo a ella para mirarme, para tener lo que me falta: es un tesoro que es un espejo, una máscara al final de todas las máscaras. 13 14 No son lacrimógenas. La “U” no tiene mala cueva, mijita, a la “U” se la están tratando de cagar, la quieren hacer desaparecer porque el fútbol lo manejan indios disfrazados. Antes tenían a Pinochet para que los ayudara y ahora están solos, así que la consigna es cagarnos por debajo arreglando árbitros como el que nos tocó esta noche. ¿Te aburre estar aquí, afuera del camarín, con frío, tanto rato? Espérate un poco que este infeliz ya sale. Bueno, aguántate, qué culpa tengo yo. Sí, sí, no te preocupes, no vamos a salir por Grecia. Ya sé que está quedando la cagada ¿Crees que soy sordo, mi amor? Yo te advertí que iba a quedar la escoba a la salida del estadio y tú me dijiste que no te importaba, que te trajera igual pascual. No, al contrario, me gustó haber venido contigo, no digas eso, pero ahora no molestes por favor. Ya, dame un besito. Uno no más. Esperemos al cabrón ese aquí, medio escondidos entre los periodistas. Así no tenemos que salir al tiro a la calle y nos salvamos de la cagada que está quedando afuera. A propósito, espero que hagamos recagar a estos indios. Nos podrán robar en la cancha, pero en la calle van a ver con quién se están metiendo. ¿Me das un besito? Princesa, no me pongas esas caritas, que me da pena. Cuando salga ese árbitro, corazón, lo menos que haré será bailar como en el recital de Metallica, pero sobre su hocico. ¿Te acuerdas del recital? ¿Ah, no fui contigo? ¿Cómo que no fui contigo? Fui contigo. ¿Cómo no me voy a acordar?: Obey your master, master, characharacharacharán. ¿Volado? ¿Y desde cuando que tú…? ¿Qué tiene que ver el pito, se puede saber? ¿Tú crees que empecé a fumar marihuana el año pasado? Ya, no te pongas así, no hay para qué, si igual no podemos salir todavía porque están los indios afuera y no quiero que te toquen el poto, no quiero matar a nadie. ¿A qué hora pensará salir este infeliz? ¡Apúrate, pos conchatumadre, que tengo que ir a sacarle la chucha a otros colocolinos como tú! Pero si se rieron, mi amor, mira cómo se rió la gente ¡Bueno ,si estamos en el estadio, qué tanta huevá!¡Ya pos, sale conchatumadre! ¿Ves como agarra papa 15 la gente? Ya están tirando botellas. Ese árbitro va a tener que salir antes de que se nos acaben, porque la verdad es que estoy tan caliente que al primer indio que pase por mi lado le reviente la cara con esta botella. ¿No quieres tirarla tú, mi amor? Si, puede ser que haya salido por otra puerta, pero conozco todo este estadio como si fuera mi casa y no creo que… Ya, vámonos no más. Vamos, vamos, vamos. Camine más rápido, mijita. Después te explico. Porque los pacos nos cacharon, mierda. Tantas preguntas que haces. Hazme caso, no más. No, no corras, pero camina rápido. Ya, ahora mezclémonos con la gente que sale del estadio. ¡Metete el mantelito blanco en el culo, indio conchetumadre! ¿Por qué no venís vos para acá y me la chupai, hijo de puta? ¡Se te hace, colizón culiado, sin el árbitro te cagai en tres tiempos! Ya, mi amor, ya pasó, ya me tranquilicé. Oye, no tienes para qué estar tan nerviosa. ¿Le tienes miedo a estos tipos? ¡Pero si son unas minas, qué miedo les puedes tener! Ya, tranquilízate, en serio. . No va a pasar nada. Colo Colo, a la cama, que el burro está en pijama. No, no es olor a lacrimógena, mi amor, lo que pasa es que cuando estos picantes transpiran parece que llevaran un regimiento de cebollas en los sobacos. No te asustes, mi amor. Aquí tienes sal, póntela debajo de la lengua. Aunque no venía preparado… Ja, ja. Guarda un poco en la cartera. Mírenla, con cartera en el estadio, toda cuida. Ya, ya, perdón. ¿Pero qué se ha imaginado esta policía verde? ¡Primero nos roban en la cancha y ahora nos quieren llevar al campo de concentración! ¡Corre! Casi te mojaron, ¡por la chucha, tienes que estar más atenta! Bueno, es que me pongo nervioso. Si, ya vamos a salir de aquí. ¡Es que no quiero que te pase nada! ¡Porque te quiero, pos tonta, por eso te grito, porque no quiero que te pase nada! Confía en mí ¿ya? Dame un beso. ¡Cuñado de la conchetumadre, cogotero culiado! ¿Qué? Pero déjame irle a dar la dura a ese huevón, mijita, por favor. A ese indio apestoso y vuelvo, nada más. No, no voy a dejar que nos huevee cuando estamos besándonos. Es una huevá de honor, por la chucha, ¿tanto cuesta que te entre? ¿Viste? Ya se escapó el indio, le dio miedo, se muere de susto. Chi…Le… Chi Chi Chi… Le Le Le… ¡Universidad de Chile!... y dale, y dale, y dale bulla dale. Grita también, pues linda. Sí, si a mí también me raspa la garganta, no pensé que esta policía lanzara tantas lacrimógenas 16 Por la chucha, por eso ahora estamos tratando de salir de aquí ¿ya? No te me desmayes, un poco no más, un poquito más y salimos, aguanta. ¡Hijo de puta, la próxima rueda después que incendie tu estadio te quemo vivo a vos! Ya mi amor, ya voy, no me estires las mangas de la camiseta de la “U”, pues reina, ¿no ves que quedan todas gualalientas y después parezco huevón? Sí, ¿no te prometí que no me iba a garrar con nadie? ¿Y me he agarrado con alguien? ¿Viste? Puros gritos, nada más. Ningún cornete, ninguna patada. Limpio. Lo prometido es deuda, princesa, dame un beso largo, lengüita, así, así. Cuidado. ¡Corre! Esa lacrimógena cayó cerca, voy a ir a devolvérsela a los pacos, quizás se les cayó por equivocación, voy a hacerles un favor. No te muevas de aquí, es sólo una patada que le voy a dar, no me va a pasar nada. No te muevas de aquí. ¡Pero suéltame! Yo también te quiero, yo tampoco quiero que te pase nada. Ahí viene otra, córrete. Pásame la sal, ¿te queda? Voy y vuelvo. . ¡Así se patean estas huevás!¡Tomen pacos culiados colocolinos! ¿Viste? Volví. ¿Te he mentido alguna vez? No, no te estoy preguntando eso, te pregunté si te he mentido alguna vez. Ah, ya. ¿Viste? ¡Chucha! ¿Qué te pasa? ¿Quieres vomitar? SI quieres hazlo ahora no más. Aquí estamos a salvo. ¡Una bomba muy cerca, compadre! ¡No, no hay problema, no se preocupe, gracias! ¡Grande la “U”, aunque pierda! ¡Eso, compadre! Ya pues, mijita, vomite, no ve que estamos pintando el terrible mono aquí. ¡Por tu culpa, indio conchatumadre! Corre, mi amor. Más rápido. Y dale y dale y dale bulla dale. ¿Todavía están detrás? ¡Están alzados estos indios infelices! No tengas miedo, no hay problema. Doblemos por acá. Eso, respira hondo. Uf, así está mejor, ¿o no? ¿Dónde, amigo? ¿Seguro? ¿Ya te sientes mejor tu? Sí, si sé que por acá no pasa la micro. Vamos a otra parte primero. No, no puedo dejar de ir. Ni cagando, tú no te separas de mí. No. ¡HEY, ESCUCHA! Tú no te separas de mí, ¿está claro? Sí, estás cagada, pero mucho menos que si intentas irte sola entre medio de todos esos cogoteros. Mírales las caras no más, mi amor. Ya vas a ver donde vamos. Piolita, segurola. No te pongas así, mi amor ¿ya? No, es que el olor a lacrimógena queda dando vuelta un rato, no es que estén tirando más. ¡Un fósforo, un fósforo! ¿Tienes? Tienes pero no quieres prestar un fósforo todo cagón. No importa, ¿ves? Ahí el compadre tiene un fósforo. Gracias, socio. 17 Qué bonito se ve el neumático. ¡Ahora hagamos un asado! ¿Ves como se ríe la gente? Coco Legrand, ya, bueno. Sí, soy Coco Legrand ¿contenta? Ya estas enojada de nuevo, por la chucha. ¿Ves? Ahí está. Por l que nos devolvimos, pues. Sí, es un bus, mi amor, pero no cualquiera. Adivina quiénes son los que van adentro. ¡Cogoteros de la conchesumadre! ¡Hijos de puta! Ven, ven, ven, princesa. Un hueco, por favor, señores, gracias. Empuja mi amor. Así, ¿ves? Mira las caras de cagados de miedo de estos indios en las ventanillas. Ahí esta el Chancho Yáñez, tírale un escupo. Así mi amor. ¡Ajjj! Chancho…Chancho…¡Todo el cuerpo contra el bus mijita! No, no hay nadie en el otro costado, esa es la idea. ¡Quédate acá, no te vayas más lejos! Un segundo no más, Y va a caer, y va a caer. Un par de rasmillones no más, qué les puede pasar a estas mierdas, corazón. ¡Puta la huevá heavy! ¡Un último esfuerzo! ¡Uf! ¡Eso! ¡Bravo! Y ya cayóy ya cayó. ¿Dónde? ¡Chucha, trajeron al regimiento entero estos pacos! Corre, mi amor, no me sueltes la mano. Quizás podamos pasar piola, caminemos no más, alejémonos un poco de la gente. ¡Cresta, las barricadas! Saltemos. ¿Se te ocurre algo mejor? ¡Ya, rápido, pues! ¿Viste?, no fue tan terrible. Ya, ahora para la casa. Puta madre. . ¡Tírate al suelo! ¡Abrázame! No va a pasar nada. Aguanta no más. Ya va a pasar, mi amor, ya va a pasar. ¡Chucha! ¡Ahh! ¡Puta! Aguanta, aguanta, aguanta. Te quiero, te quiero, te quiero. Pasó, pasó, pasó. Ahí se van. Por suerte estábamos en el camino y no donde era peludo de verdad. Mira esos resplandores allá. A ver, ¿no te hicieron nada los pacos? ¡Qué! ¿Eso? ¿Esa huevá en mi brazo? Eso es un rasmillón todo cagón, mijita. ¡Ah, cresta! Nada. No, no duele. Sí, puedo ponerme de pie. Ayúdame un poco. Levántame de a poquito. Puta, la espalda. No, no es nada. Ya, vamos. Vamos ¿Tienes plata para taxi? Oye. Te quiero. ¡Bueno, no es culpa mía que no sea la ocasión! Quería decirte que te quiero. Bueno, aunque parezca lo contrario, ¿y qué? ¡Puta, pero déjame decirlo! ¿Puedo decirlo? Te quiero más que la chucha. Dejémonos de huevear y casémonos. ¿Tengo cara de estar hueveando? Bueno, no es culpa mía todo esto. Casémonos, linda. En serio. Sí, me duele un poco. Qué hospital, mi amor, vámonos a la casa, lo único que quiero es estar contigo. No, no es hueveo. Es en serio. No, no son las lacrimógenas. Eres tú misma. Tú solita. 18 19 20 Hammer vive. Carlos Hammer. La noche del 20 de diciembre, por primera vez en nuestra historia, abandonamos el estadio de Colo Colo antes de que terminara el partido. En el cielo estallaban los fuegos artificiales y el recentar de las luces se confundía con el sonido de algunas balas disparadas al aire por frenéticos hinchas albos. Minutos antes de la retirada habíamos dejado de saltar y contemplábamos despavoridos cómo Universidad de Chile dejaba que corrieran los minutos caminando, equivocando los pases, observando con las manos en la cintura cómo Colo Colo se ganaba el derecho a permanecer en Primera División y cómo la “U” lo perdía. Sólo ahora, ya que usted me pide hacer esta especie de gigantesca maqueta con mis recuerdos, ordenándolos uno a uno como en un rompecabezas de cinco mil piezas, puedo decir que habíamos enmudecido, que Los De Abajo habíamos capitulado y que nuestro silencio, oculto esa noche por los gritos ensordecedores de los colocolinos, era la mejor prueba de nuestra derrota. El núcleo, el centro, el corazón fundamental de la barra azul era prisionero de un silencio pavoroso. Contemplando como estatuas el estúpido y sin sentido pasto verde del Estadio Monumental, fijando nuestra vista de tal manera que los jugadores azules y blancos que se desplazaban por la cancha bien podían haber sido fantasmas, hombres imaginarios, caricaturas, figuras de taca taca, veíamos cómo el sueño se iba a la basura, por fin y para siempre. Pero a usted le interesa que hablemos de Carlos Hammer, ¿no es así?¿Qué veía en esos instantes Carlos Hammer, me pregunta? Sueños, yo creo. Al contemplar su rostro impasible lo pensé por un segundo en ese momento, y durante todo el resto de mi vida he tenido la seguridad de que era, de que fue así. ¿Qué sueños? No lo sé. En 1989, cuando la “U” bajó por primera vez a la Segunda División, Carlos Hammer, lejos de abatirse como todo el resto de las legiones 21 azules, vio pasión, multitudes, lágrimas, banderas, vio que la “U” podía ser una razón para vivir tan válida como la mejor. Era un sueño del futuro. Pocas veces pasa, pero a él le pasó. Tuvo una visión del porvenir. Y así nacieron Los de Abajo. Pegados a la reja de contención y lejos de la decadente Barra Oficial, ese primer año en el descenso éramos veinte, veinticinco personas que, cuando terminaba el grito ¡Universidad de Chile!, seguíamos de largo con el y dale, y dale, y dale bulla y dale. Primero, (Carlos Hammer por supuesto que no, él nunca) lo tomábamos como una nueva entretención que nos hacía olvidar el desastre de equipo que era la “U” y concentrarnos en algo nuevo: la destrucción de la Barra Oficial, esa manga de ancianos frustrados por la pérdida del campeonato de 1980, que cuando el equipo perdía pifiaban y cuando ganaba decían “con su deber no más cumple”. Y no sé cómo esto pasó de diversión a pasión. Hammer, obviamente fue Hammer el que lo logró, pero no me pregunte cómo lo hizo; no lo sé. Su mano invisible estaba en todas partes: en las banderas gigantescas, en los gritos, en el organizado caos en que Los De Abajo simulaban chocar entre sí, subir y bajar desde lo más bajo a lo más alto de la galería y volver, en los rayados callejeros y en las inscripciones con plumón detrás de los asientos de los autobuses. Del país de la desesperación, Hammer nos llevaba a un territorio de esperanzas y promesas, donde había que darle todo al equipo, sin importar lo que el equipo daba a cambio. La camiseta azul y la “U” roja en el pecho valían más que cualquier gol, triunfo, punto, rueda o campeonato. Y era eso lo que nos diferenciaba de los otros equipos, lo que explicaba la imbatible tenacidad con que año a año apoyábamos a la “U”, la persistencia heroica con que, torneo tras torneo, renovábamos nuestra fe en que esa vez sí íbamos a ser campeones. La “U” funcionaba por sentimientos, no por resultados. Y, gracias a Dios, Carlos Hammer había entendido temprano (acaso en esos instantes de revelación que sólo ocurren en las peores situaciones) que sólo esa fe y esa pasión podían salvar a la “U”. Porque si la “U” hubiese dependido de sus resultados para sobrevivir, habría desaparecido en pocos años o, en el mejor de los casos, hubiese sido engullida en el pozo oscuro del tiempo, como Magallanes o Audax Italiano, equipos que hoy en día agonizan y no han muerto sólo a causa de las glorias ganadas en mil novecientos 22 treinta. Bueno, eso sin contar lo que pasó después. Pero en ese tiempo fue gracias a Carlos Hammer que la “U” se transformó en algo más que un equipo cuyo objetivo era ganar partidos; la “U” se convirtió en un equipo con alma, en algo que podía trascender. Y eso era porque Los de Abajo le regalábamos el corazón y había sido Carlos Hammer el primero en desprenderse de él. De esa manera, entonces, el paso de la “U” por la Segunda División había servido para algo: para templarnos, para hacernos crecer en medio de la adversidad, como flores que asoman su cabeza en un depósito de estiércol. Comprenderás entonces hasta qué punto la derrota con Colo Colo esa noche de diciembre significó para nosotros el fin del sueño, y por qué, a partir de esa ocasión, nuestros espíritus se secaron y nuestros cuerpos quedaron huecos como cantimploras vacías. De sopetón ingresábamos a una región donde se comprende que se ha recorrido todo el camino, pero también, por eso mismo, se descubre que no hay vuelta atrás ni tampoco se puede andar hacia adelante, y por lo tanto la esperanza muere y los hombres quedan a merced del viento y del óxido, como gastadas carrocerías de automóviles golpeadas por la lluvia. Como le he dicho, Carlos Hammer miraba la cancha esa noche de derrota con los ojos que se usan para mirar un cadáver que aún no se entierra pero que tampoco ha muerto recién: eran los ojos de alguien luchando por comprender, por entender, por habituarse; la mirada de una persona que gustosa detendría el reloj que marca el paso del tiempo y quién sabe si le gustaría ponerlo en marcha otra vez. Le dije que nos fuéramos, que nos apuráramos, mientras terminábamos de plegar la inmensa bandera de la “U” que habíamos llevado al Monumental, y que, de alguna manera, acaso recortada y con sus pedazos escondidos bajo nuestras sudadas camisetas, intentaríamos sacar del reducto albo. Los De Abajo, los originales De Abajo, los veinte que apoyamos a la “U” en el desastre de enero de 1989, repetíamos de nuevo la experiencia del descenso, pero esta vez con un extraño y amargo miedo al futuro, miedo al futuro inmediato, no a los años venideros 23 sino a los próximos cinco minutos, y en verdad deseábamos que el temor pudiera endosarse como un cheque a fecha, que nadie pudiera cobrarlo inmediatamente. Los ya silenciados gritos de la “U” habían quedado rebotando dentro de nuestras gargantas y las hacían arder. Sin embargo, Carlos Hammer no se movía del lugar donde estaba. Parecía otro Carlos Hammer, acaso el mismo de antes de Los de Abajo; un anónimo hincha más de la “U” en la década del ochenta, la que comienza con esa estúpida pérdida del campeonato de 1980 en Coronel y termina con la debacle frente a Cobresal, nueve años más tarde, como si el camino del equipo estuviera marcado por una maldición que los dioses dieron a sus antepasados. Durante unos minutos, los minutos en que debíamos decidir qué hacer, yo veía el rostro de Carlos Hammer que Los de Abajo no conocían, y tal vez por eso era un Carlos Hammer que nos daba miedo, inmóvil sobre las graderías del estadio de Colo Colo. -Vamos, Carlos- le insistí, y pareció que pasaron años antes de que me respondiera. -¿Qué pasa? -Tenemos que irnos. Creí que nos iba a detener, que diría que el partido aún no terminaba, que la “U” podía hacer dos goles en dos minutos, que iba a iniciar un canto, que resucitaría de esa avalancha que le había caído encima. Pero Hammer dijo: -Bueno. Y se puso en movimiento, junto con la gran cantidad de hinchas de la “U” que dejaban desnudo el sector del Estadio Monumental que les correspondía. Entonces, cuando ya estábamos afuera, se detuvo y dijo: -Esperemos. Ahora todo el mundo cree saber la verdad, y es lógico; después de todo la policía culpó a esos pobres infelices, porque a nadie, ni a mí 24 que era el lugarteniente de Carlos Hammer, que estuve junto a él desde 1989, le podía caber en la cabeza que las cosas se hubieran dado como realmente se dieron esa noche. Él, por supuesto que no. Yo creo que Hammer sabía cómo iba a terminar todo desde hacía meses antes; tal vez gracias a un rumor, una conversación escuchada al pasar en un baño, el rayado en un asiento de una micro. No sé cómo, pero Carlos Hammer sabía. Es que así son los verdaderos líderes, y en esta guerra que algunos consideran ridícula pero que en verdad fue la última guerra entre la pasión y la abulia, entre el sentimiento y el dinero, entre la creatividad y el plagio, Carlos Hammer era el mejor general que podíamos tener; él sabía dónde estaba el verdadero enemigo. Por eso nos hacía detenernos; imagínese la estupidez, la jefatura de Los de Abajo esperando, dejando pasar los minutos en la puerta del Estadio Monumental la noche en que Colo Colo nos enviaba a la Segunda División. Era como si un grupo de vacas intentara colarse en la fila que conduce al matadero. Recuerdo que mandó de vuelta a tres, mientras el resto nos parapetábamos sigilosamente detrás de las boleterías. Les dijo que cuando comprobaran que toda la gente de la “U” se había retirado, volvieran y nos lo hicieran saber. Ordenó también que nos dispersáramos un rato, que escondiéramos las banderas. Mientras la marea de hinchas de la “U” salía del estadio, las pequeñas radios a pila que pasaban a nuestro alrededor nos regalaban ráfagas de los últimos instantes del partido, de la histérica voz de los comentaristas diciendo cada dos segundos cuánto tiempo quedaba para el final, de las mil y una razones que justificaban la permanencia de Colo Colo en Primera y el hundimiento de la “U”. Sobre el suelo yacían miles de banderas azules abandonadas, con sus telas rajadas; había gorros, banderines, calcomanías. Feroz y horrible como era el abandono de las banderas, uno podía llegar a entenderlo, había que hacer un esfuerzo muy grande pero al final podía llegar a comprenderse. Y en estos momentos límites, usted sabe que la cabeza trabaja a mil, tratando de entender lo que pasa, porque frente a la desesperación, siempre el ser humano 25 precisará un salvavidas para no ahogarse. Por eso, en pocos minutos traté de convencerme de que nadie de la “U” podía arriar la bandera que flameaba en su alma y que por eso, al fin y al cabo, romper los símbolos del equipo era una furia abstracta y pasajera, pero irreal, como la de alguien que, frente a la muerte de un ser querido, maldice a Dios. La comprensión, la verdadera comprensión del fenómeno llegó más tarde y sin aviso. Obedeciendo la orden de Hammer de dispersarnos momentáneamente, caminaba yo alrededor del sector en que estábamos, empinándome sobre las cabezas de los hinchas azules para no perderlo de vista; aún podía ver su silueta confundida tras las rejas de las boleterías, y a la vez me mantenía pendiente del grupo de avanzada que había ido a investigar el momento exacto en que toda la “U” hubiera abandonado el Monumental y tocara el turno de los colocolinos para retirarse. Y de pronto sorprendo un diálogo, dos tipos hablando en voz alta, concitando, además, la atención, la aprobación y los aplausos de la gente que los rodeaba. -Todo esto es culpa de Hammer. -Ese maricón nos engrupió a todos. -Todos estos años tras de un equipo que valía callampa. -¿Adonde está ahora ese chuchasumare? -¡Gozando de la palta que le pasaron los dirigentes! -Si lo vemos le damos la dura. -¡Hammer vale callampa! Sólo en ese momento el silencio, la resignación, la pasividad que por primera vez descubríamos en Carlos Hammer adquirió un sentido para mí. Los de Abajo, la criatura que él había forjado casi de la nada, esa multitud de personas a las que él había dado algo para creer, algo que les hiciera sentir que la vida no era, después de todo, un disparate, se transformaba luego del partido contra Colo Colo en un animal furioso que buscaba a su padre para devorarlo. 26 Entonces la muerte de Carlos Hammer no fue, como se piensa hasta el día de hoy, la consecuencia de una orden emanada desde la alta dirigencia de la Garra Blanca. Tampoco fue la primera demostración de que los numerosos grupos que componían la barra de Colo Colo se habían por fin unido. Todas esas son pamplinas, mera propaganda colocolina. La gente que fue arrestada esa noche en los amplios operativos que la policía desplegó en las poblaciones marginales de Santiago, no negó su participación en el crimen porque haber dado muerte a Carlos Hammer representaba el sueño de cualquier bastardo de la Garra Blanca; y estoy seguro que usted se ha documentado bastante y ha visto fotografías de los cientos de personas que habían fila para entregarse en las comisarías asegurando haberlo asesinado. Incluso están esas poleras inmundas: YO MATÉ A CARLOS HAMMER. Bueno, qué importa eso ahora. Lo que importa es la verdad. Y la verdad es que a Carlos Hammer lo mató la misma gente de la “U”. Colo Colo no tenía agallas para eso. ¿Le sorprende? El presentía su fin y hasta figuraba la forma en que éste ocurriría. ¿Por qué entonces, si no presentía la muerte vendría desde la esquina inesperada, nos obligaba a permanecer en el Estadio Monumental la misma noche en que éramos más que nunca presa fácil de nuestros eternos enemigos? Seguí con la mirada durante un rato al grupo que vociferaba y amenazaba a Hammer hasta que se perdió entre la multitud, afortunadamente lejos del lugar en que él esperaba el regreso de nuestros expedicionarios. Las luces rojas de la policía parecían brillar por todas partes, pero eso no era garantía de nada, nunca habíamos confiado en las fuerzas de la ley, menos en esos momentos en que la “U” se retiraba tranquila, pero no en silencio. De todas partes pequeños coros de hinchas mencionaban el nombre de Carlos Hammer. Hammer, jódete. Hammer, púdrete. Espontáneamente brotaban de cientos de gargantas breves cánticos que pedían la muerte del jefe de Los de Abajo, voces que lo acusaban de venderse, de lucrar con el descenso de la “U”. Cortas pero contundentes melodías lo culpaban del fin del sueño y en cierto modo tenían razón, él era el responsable de todo: sin Hammer jamás hubiera 27 habido un sueño que soñar. El grupo de retaguardia regresó en un raro momento de silencio y tranquilidad. La gente de la “U” había abandonado el estadio, y los buses se habían colmado de hinchas cabizbajos que volvían a sus barrios, a sus bares, a sus casas; hinchas que esa noche no verían los programas de fútbol que transmitían a medianoche, y que al día siguiente, al volver a lo que el resto del mundo identifica como “sus vidas”, soportarían las estupideces que les iban a decir en sus lugares de trabajo gentes que no entendían cómo la vida podía estar realmente en otra parte, en una casaquilla azul, en un equipo que sufre, en un corazón que late. La ciudad azul no estaba hecha de edificios, sino de corazones, y esos corazones eran conducidos por la policía como un rebaño de mansos corderos a los buses. Sin embargo, si uno se acercaba a esos corazones, podía sentir un incendio furioso, y el terreno que la “U” pisaba estaba sembrado de dormidos volcanes escuchando simultáneamente el despertador. No había explicación para lo sucedido. Como todo en la vida, las explicaciones son las que los mismos seres que las buscan han inventado. Y la explicación, en este caso, se llamaba Carlos Hammer. Y ahí estaba Carlos Hammer, entre la salida de la “U” y la de Colo Colo, en un momento parecido al de un huracán que posa su ojo en el centro de una ciudad devastada. Los de Abajo originales nos habíamos agrupado en torno a nuestro líder y discutíamos los pasos a seguir. El grupo de retaguardia había palpado el odio contra Hammer que se esparcía en la hinchada y todos, por primera vez en nuestras vidas, nos sentíamos a salvo estando lejos de la gente de la “U”. Carlos Hammer prendía un cigarro tras otro. Los demás argumentaban a favor o en contra de ir aquí o allá. Él no intervenía. Yo argumentaba que, fuese como fuere, debíamos movernos, porque la hinchada de Colo Colo no nos iba a regalar dulces cuando nos encontrara. Estábamos acorralados entre dos paredes que se acercan la una a la otra. Sentíamos como si la “U” no sólo se fuera a la Segunda División; la “U” había desaparecido y éramos los náufragos de un barco fantasma. 28 Cuando las puertas del sector colocolino se abrieron y un verdadero carnaval de gente dichosa y ebria llenó la atmósfera, la discusión se tornó más ácida. Había partidarios de quedarse, de irse, de esconderse. Obviamente, nadie mencionó la posibilidad de confundirse entre la masa colocolina. Pero, sorprendiéndonos a todos, de pronto Carlos Hammer botó el cigarro al suelo y empezó a caminar. -¿Adónde vas? -A Campo de Deportes- dijo. ¿Se ha dado cuenta que cuando alguien muere, los lugares por donde caminó esa persona súbitamente tienen otro significado para los que quedaron? Pasa algo parecido, por ejemplo, con la camiseta que empleó Iván Zamorano en Cobresal o la pelota con que la “U” ganó la liguilla de Copa Libertadores en 1981. ¿No son esos artículos casi religiosos? ¿Por qué, a lo largo de los siglos han acudido multitudes al cerro Gólgota a rememorar la pasión de Jesucristo? En todas estas cosas he pensado para intentar explicarme la porfía con que Carlos Hammer se dirigió esa noche a la sede de Universidad de Chile en la avenida Campo de Deportes. Empezó a alejarse de nosotros como quien se aleja de un grupo de desconocidos con los que provisoriamente le ha tocado ir sentado en un bus. Comenzó a caminar con la mirada fija, imagino que frente a sus ojos se presentaba un paisaje imaginario que sólo él podía contemplar: un pasillo en el cual se abrían puertas y desde las puertas brotaban cuchillos que él debía esquivar. Traté de disuadirlo para que volviera, o para que al menos nos dirigiéramos a un lugar más sensato. Ya todos nosotros habíamos escuchado lo que se decía de él entre los de la “U”. Sin embargo, los colocolinos habían empezado a abandonar su estadio y pasaban al lado nuestro con los ojos inyectados de sangre. No crea usted que les teníamos, jamás tuvimos miedo de ninguno de esos cerdos, uno solo de nosotros valía más que cien de ellos. Pero el paso de una manada de elefantes al lado de uno es algo como se debe tener en cuenta, y, como fuera, comenzamos a marchar 29 junto a Hammer. El camino fue una verdadera misión de guerra. Nos cuidábamos de la policía, de Colo Colo y de la “U”. Santiago de Chile, como tantas otras veces, era una ciudad sitiada, de movimientos controlados, de seres agazapados. Avanzábamos entre pequeñas casas, por calles muchas veces de tierra, alejados de las grandes avenidas. En las pequeñas ventanas resplandecía el fulgor de los televisores que repetían el partido, los goles, la vuelta olímpica de Colo Colo que celebraba así su permanencia en la división de honor del fútbol. En algunas casas, oscuridad y silencio. En otras, gritos, aroma de vino y carne asada. En cada esquina nos deteníamos, alguno de nosotros se asomaba y chequeaba que no hubiera problemas para poder continuar. Los postes de alumbrado público relejaban una mortecina luz blanca. El rostro de Carlos Hammer era una luna haciendo guardia en la mitad de la noche, sus ojos estaban abiertos y su respiración ansiosa. A usted todo esto que le estoy contando le debe parecer una locura. Y no crea que a mí, que a nosotros, entonces, no. La noche de ese veinte de diciembre también era una locura, y eso sirve para comprobar que, al fin y al cabo, nada cambia tanto como dicen que cambia. Que el romanticismo de antes, que el espíritu práctico de ahora. Idioteces que dice la gente que no sabe, formas de llenar el aire vacío de una conversación. ¿Cómo podían veinte hombres grandes, que se afeitaban y pagaban cuentas, poner en peligro sus vidas por el capricho de uno de ellos? Y sin embargo ahí estábamos, dirigiendo nuestros pasos hacia Campo de Deportes, que a esa hora –sabríamos después- ya comenzaba a recibir los primeros piedrazos de los furiosos residuos humanos de la hinchada de la “U”. Las pequeñas calles que Hammer había elegido para llegar hasta la sede de la “U” nos prestaban una protección momentánea y nada de segura. A medida que los canales de televisión volvían a sus programas habituales y las radios terminaban sus despachos, ese terreno que durante las horas del partido había sido un pueblo fantasma, se llenaba de gente que se apostaba a conversar en las 30 esquinas, de individuos que con banderas blancas y garrafas de vino en la mano caminaban hacia un lugar donde parecía que iban a encontrar la felicidad. Realmente era como si COlo COlo fuese el único equipo del mundo. Al pasar éramos saludados por grupos de borrachos que festejaban y nos confundían, y debíamos arreglarnos para caminar frente a ellos lo suficientemente rápido como para que nuestro silencio y la tristeza en nuestras caras no nos delataran. Yo ahora me fijo en detalles, ahora que recuerdo me fijo en detalles, pero la verdad es que en esos momentos no creo que estuviésemos especialmente preocupados de lo que los colocolinos nos fueran a hacer. Carlos Hammer estaba empecinado en llegar a Campo de Deportes y, aunque todos sabíamos que era un error que iba a pagar caro, aunque ninguno de nosotros en el fondo quería acompañarlo, porque en esos momentos difíciles la cobardía se viene encima como un piano sobre una caricatura animada, y el que diga que nunca ha sentido el grito destemplado que la cobardía despliega en los oídos en momentos así está mintiendo, porque en instantes decisivos, importantes, de elecciones que determinan años de vida o la muerte, la cobardía tiene el par de piernas más bellas que uno ha visto, la cobardía es el llamado que hace la vida para que no jueguen con ella, para que las cosas sigan su curso conocido, para evitar el fin. Y si bien ninguno de nosotros, a pesar del miedo que nos envolvía, estaba convencido de ir a la sede azul, ninguno de nosotros tampoco iba a detener a Carlos Hammer. Íbamos a llegar con él hasta el final. Porque lo queríamos; porque ese era el gesto final que nos estaba pidiendo, atravesábamos con Carlos Hammer calles desconocidas, avenidas amenazantes. Porque si él no iba a presentarse a la gente de la “U”, algo iba a faltar: Los de Abajo, la “U”, la eterna búsqueda del campeonato, iban a ser actos ridículos y carentes de sentido. Pensemos en un tonto general extraviado que antes de la guerra fue humorista y que, quemando los mapas, intenta hacerle una broma a la tropa. Imaginemos un niño que juega a los soldados y de pronto los amigos crecen y el potrero donde se divertían se convierte en un inmenso condominio de lujosos edificios. Carlos Hammer se dirigía a cerrar un círculo, lo iba a cerrar de una manera 31 misteriosa, oligofrénica, sólo comprensible para él, es cierto, pero mientras fuera así estaba bien, estaba bien que su mundo todavía se mantuviera en pie durante unas horas. Por mientras, el cielo de Santiago se salpicaba de fuegos artificiales que estallaban por todos lados. Aunque tratábamos de ir por los rincones más oscuros, nuestras figuras igual eran iluminadas con los brillantes colores del artificio, de la celebración y la juerga. La transpiración empapaba nuestros rostros, eran varias las horas que llevábamos caminando y, como tratábamos de evitar las grandes avenidas, nadie sabía a ciencia cierta cuánto faltaba para llegar a Campo de Deportes. En estricto rigor era sólo Carlos Hammer quien parecía estar seguro de un rumbo, eran sus pasos los que, a través de la noche, del silencio y del miedo, eran calcados por los demás. Llegó un momento en que las pequeñas casas, la tierra en las calles y la pobre iluminación blanca se acabaron. Estábamos frente a una avenida gigantesca, alumbrada por poderosos focos naranja, cruzada de buses y automóviles que iban agitando inmensas banderas blancas. Creí que Hammer se detendría, que regresaría a buscar una nueva calle, por la que continuar. Para nosotros, en ese momento Santiago era un archipiélago en el delta de un inmenso río, Américo Vespucio un brazo de ese río, Vicuña Mackenna otro, y no había manera de pasar al otro lado sin mojarse. Pero Carlos Hammer avanzó sin importarle que todo Colo Colo estuviera frente suyo. Avanzó y se metió entre los buses que se movían a cinco kilómetros por hora para no arrollar a la gente, avanzó caminando tranquilamente, encendiendo y dando una pitada a un nuevo cigarro, sin mirar si lo seguíamos. Yo, que iba detrás de él, llevaba enrollada en mi estómago parte de la gigantesca bandera de la “U”. En otras circunstancias, los gritos a favor de Colo Colo a mi alrededor me hubieran dado náuseas, pero en esos momentos los sentía tan lejanos, distantes como si hubiera tenido los oídos tapados durante años. Carlos Hammer se dio vuelta, me miró y me ordenó acercarme. 32 -¿Qué?- le pregunté. Se quedó callado y después hizo un gesto con la cabeza como de que no me preocupara, que todo estaba bien. Supongo que para él no era esa la hora de los balances, eso que cuentan de que… ya sabe, que la película con toda la vida de uno vuelve a pasar en cosa de segundos. En el caso de él, por lo menos tenía más que segundos para ver proyectada esa cinta, caminando hacia Campo de Deportes, aun era algo lejano, algo que en esos minutos todavía podíamos llamar “el futuro”. Quizás en medio de la revisión de su vida se topó conmigo, con 1989, y me llamó para decirme algo. Y creo –aunque quizás peco de falta de modestia- que en ese segundo Carlos Hammer me iba a preguntar si quería hacerme cargo de Los de Abajo. ¿Ridículo? ¿Pero por qué no iba a poder él creerse un rey abdicando el trono en favor de su protegido, su favorito o lo que fuera? Es cierto que Carlos Hammer no era Dios, tenía fallas, ambiciones. Pero por esos mismos motivos tenía derecho a fallar y a ser ambicioso. Además, el poder no era algo que le desagradara. Sin embargo, antes de juzgar a Hammer por esas minucias, recuerde que los grandes hombres se miden con la vara de lo que hacen con ese poder que ambicionan. Dese cuenta de lo que fueron Los de Abajo. ¿Por qué yo, entonces? ¿Por qué yo, el sucesor? Supongo que porque, mal que mal, yo llevaba parte de la gigantesca bandera de la “U”, el símbolo de Los de Abajo; porque la transportaba enrollada a mi cuerpo, mezclando con las hordas de colocolinos que esa noche se tomaban nuestra ciudad. ¿Qué por qué se calló Hammer? ¿Y de qué me iba a dejar a cargo, dígame usted? ¿De una ciudad entera que lo buscaba para asesinarlo? ¿De un montón de amargados que, para no sentir dolor, habían decidido hacer como si Universidad de Chile no existiera? ¿De traidores? Jamás vi lágrimas en los ojos de Carlos Hammer. Sin embargo, cuánto le debe haber dolido darse cuenta de que no me podía dejar a cargo de nada, porque no había nada de lo que me pudiera dejar a cargo. No le pregunté por qué se había quedado en silencio. Simplemente seguí caminando junto a él, confundidos todos entre esa marea de 33 colocolinos, sin que nos importara un carajo. En un lugar la policía había dispuesto un desvío para evitar que la gente de la “U” que se agolpaba frente a la sede del equipo, se encontrara con la de Colo Colo que venía celebrando. Desde donde estábamos podíamos escuchar el griterío de la desilusionada barra de Universidad de Chile. Bocinazos, quebrazón de vidrio, sirenas. Tantas veces desde Campo de Deportes habían partido los buses a provincia, con las banderas azules colgando desde las ventanillas; tantas veces los gritos, los chistes, la noche que no terminaba nunca. Tantas veces, a la entrada de las ciudades, la policía local, temerosa de lo que Los de Abajo pudieran hacer, disponía feroces dispositivos de seguridad, interminables pasillos de radiopatrullas y funcionarios que nos escoltaban hasta el mismo estadio. Campo de Deportes era nuestra ciudad capital, ahí comprábamos las entradas con días de anticipación, ahí interpelábamos a los dirigentes que llegaban en sus lujosos automóviles. Ahora toda la “U” era como si los habitantes de un planeta se hubieran disgustado con su mundo y se esmeraran en hacerlo trizas. Carlos Hammer nos miró, esperó a que llegáramos y trató de convencer al policía para que nos dejara pasar. -Somos de la “U”. -¿Todavía? El carabinero nos miró y nosotros a él. Era casi un niño. Su mirada hacía pensar que algún entraño mecanismo lo había depositado en la trinchera equivocada. -Tú eres Carlos Hammer-dijo de pronto. -Sí-Ten cuidado- dijo levantando la cinta de plástico con la que habían cerrado la calle. Caminamos hacia el poniente. Aunque los fuegos artificiales de la celebración colocolina se habían terminado, un resplandor rojizo se filtraba hacia las estrellas algunas cuadras más allá. Hammer 34 respiraba nerviosamente, como si se hubiera venido corriendo a toda velocidad desde el estadio de Colo Colo. Y de pronto, de veras echó a correr. Fue sin aviso, como todo lo que él había hecho esa noche; pero esta vez fue tan sin aviso que tardamos varios minutos en darnos cuenta de que ya no estaba con nosotros. Era mucha la gente que parecía ir en dirección de Campo de Deportes. Gente sin distintivos, banderas, gorros, insignias, nada. Niños, lumpen, estudiantes que creían estar en medio de la fiesta más apasionante de sus vidas. Poleras sudadas, no necesariamente azules, y si eran azules lo eran por simple casualidad, eran el uniforme oficial de esas personas que corrían a Campo de Deportes, a ver o a participar del saqueo e incendio de esa vieja casa donde la “U” había vivido tantos años, desde donde se gestionaba su grandeza y su perdición. ¿Carlos Hammer corría a salvar la casona de Campo de Deportes? Su pregunta es difícil de contestar. En parte, porque ya en ese momento no volví a verlo con vida y, en parte, porque –aunque usted puede ver que he estado cerca- ni siquiera puedo imaginar qué pensamientos recorren la geografía de la mente de un hombre en los instantes previos a morir, sobre todo cuando ese hombre sabe que va a morir. Ya le dije que él iba a cerrar un círculo. Sin embargo, no creo que haya estado pensando en cerrar un círculo mientras sus piernas corrían a toda velocidad, pisando el aún caliente asfalto de Avenida Grecia. Tal vez su vida seguía desfilando ante sus ojos: probablemente los requeríos de una playa en el litoral central, tal vez los reflectores del estadio de Antofagasta, quizás el agrio paso del pisco por su garganta, acaso besos, caricias, sábanas. Como sea, el espectáculo a medida que él se acercaba –y así lo corroboramos nosotros minutos después- era dantesco: la sede de Campo de Deportes era ya una estructura negruzca, el humo la envolvía como una grasa pegajosa y mortífera, llamaradas iluminaban cada una de sus ventanas y había gente, mucha gente en el exterior, vociferando cosas incomprensibles, cosas que no eran sino gritos aislados, individuales, un lenguaje desconocido que la multitud paría por separado una serie de palabras inconexas que nacían frente a las ruinas de la “U”: frustraciones, pequeñas y mezquinas iras personales. El gran grito de cuerpo, 35 la perfecta armonía y sincronización del y dale y dale y dale bulla y dale ya era, entonces más que nunca, a sólo minutos de la desaparición de la “U”, un asunto del pasado. ¿Sentimos un disparo, un alarido? No, no escuchamos ni sentimos nada. Durante todo ese rato éramos más que un ejército sitiado, más que un comando de espionaje infiltrado en el corazón de la Alemania nazi, seres tan patéticos como Abott y Costello en el planeta de las amazonas. Frente a nuestros ojos las personas se desplazaban en movimientos distorsionados o imposibles, como dentro de una pesadilla. El fuego se reflejaba en nuestros ojos, el humo se colaba por nuestras narices. Alguien que repartía piedras para terminar de destrozar los vidrios depositó un pedazo de cemento en mi mano, que se abrió automáticamente como si me estuvieran haciendo un regalo; una vez que el tipo se fue, boté el proyectil. De pronto, estaba solo. Había perdido totalmente de vista a mis compañeros. Solo en medio de una multitud que estaba cambiando el curso del tiempo. ¿A qué equipos irían ahora? ¿Qué reemplazaría a la “U”? Esos que un día fueron parte de Los de Abajo, ¿serían, de ahí en adelante, mejores padres, amantes, esposos, novios, mejores trabajadores, seres más inteligentes, sensibles, ahora que podían canalizar sus energías hacia otros sueños, unos más privados y a la vez menos gloriosos? La agitación a mi alrededor, como un grupo de frenéticos virus moviéndose en un charco de sangre, parecía envolverme de la manera que lo hacen los besos de una mujer que ha estado con otro hombre y regresa. Cargas intermitentes de electricidad se desplazaban por mi espinazo. Cerraba y abría los ojos con la esperanza de que la pesadilla podía de esa manera terminar. Por todos lados, tal como un par de horas antes, en el estadio de Colo Colo, había banderas azules en el suelo, abandonadas y pisoteadas, con la diferencia de que ahora muchas de ellas estaban reducidas a cenizas. Qué piensa uno en momentos como ese? Nada. Sinceramente se lo digo. No pensaba en nada. No es por hacerme el que no me importa nada, por mantener el mito de Los de Abajo: esa mentira de que 36 éramos tipos duros y todo eso. Los de Abajo éramos gente como cualquiera, tal vez la diferencia era que nuestro sueño era más real que cualquier otro. Qué se yo. Piense en tener una pareja para toda la vida, por ejemplo, como los cisnes, como los abuelos de uno. Hubo gente que persiguió ese sueño y mire usted. Qué más le puedo decir. La democracia. Hubo gente que murió por ella, por la igualdad, por el Chile Libre. Fíjese usted. Nos llamaban pendejos, fanáticos, delincuentes. Pero éramos los únicos con un sueño que podíamos palpar semana a semana, que tenía un color, unos cánticos: un sueño del cual podíamos hablar de domingo a domingo. Eso era Universidad de Chile. Nuestro sueño despierto. No, no fui yo el que encontró a Carlos Hammer. Eso sólo pasa en las películas. En las películas al jovencito le pasan las cosas. A mí, en la vida me han pasado algunas cosas, y yo le estoy contando una, la mejor, la más poderosa. Sin embargo, no encontré a Hammer. Supongo que algunos de Los de Abajo originales me avistó y se acercó y me dijo. Cuando llegué junto al cuerpo habían pasado unas tres horas desde que nos separamos, al menos eso me dijeron ellos. Esto se lo cuento basándome en lo que ellos me relataron después, en el juicio, en los largos interrogatorios de la policía y de los abogados. De esa noche, de lo ocurrido en Campo de Deportes, sólo tengo en la retina la imagen de la sede destruida, en los tímpanos el eco de los bramidos de la multitud y en la nariz el penetrante hedor de los materiales chamuscados. Supongamos que alguno de Los de Abajo se acerca, entonces, y me dice que mataron a Hammer. Supongamos que llego hasta el cuerpo y que Carlos Hammer está de costado, como si el cansancio al final lo hubiera vencido y, para recuperar energías, está recostado en el antejardín de una casa cualquiera, con los ojos cerrados, como a la hora de siesta. Yo lo muevo, como para despertarlo. Mis amigos me toman del hombro y me hacen a un lado. Y eso es todo. No hay nada más, no hay última vez que le vi la cara, no hay ningún signo de la “U” frente a él, salvo ceniza e incoherentes restos de seda azul que delatan que ese cuerpo perteneció alguna 37 vez a Carlos Hammer, el hombre que levantó del polvo a un equipo, a varios miles de personas; el tipo que entendió que el verdadero heroísmo ya no estaba en las guerras, sino en el desprendimiento, en la generosidad que roza la idiotez. No sé por qué, por qué se le ocurrió eso de darlo todo por un equipo. Porque si uno se pone a analizarlo fríamente ¿qué le puede dar un equipo a un hombre? Una sonrisa una tarde de domingo. Nada más. Cierto nerviosismo que atraviesa los días de la semana, pero nada más. No hay familia, no hay paz en el espíritu. Y sin embargo, como si se tratara de la mujer de su vida, Carlos Hammer se entregó a Universidad de Chile, en cuerpo y alma. Y no sé por qué lo hizo. Nunca fui a su casa, nunca supe si era casado, si tenía hijos o sobrinos, si trabajaba o robaba o mendigaba. Y eso que fui su lugarteniente durante más de veinte años, fin de semana tras fin de semana, en Santiago o en provincia, donde quiera que vayas yo voy contigo, fumando marihuana y chupando vino, si no jalamos coca jalamos anfetas, si no agarramos poto agarramos teta. Participando de algo más allá de un equipo de fútbol. Tal vez se lo enseñaron en el colegio. Dar, dar, dar, dar. Tal vez fue lo único que se le quedó grabado. Si quiere, no me haga caso. ¿Por qué va a hacerle caso a un pobre viejo de mierda? ¿Qué sae usted de Universidad de Chile? Ni siquiera yo tengo esta historia del todo clara. Es muy probable que le haya mentido, que le haya estado mintiendo todo el tiempo, porque ese 20 de diciembre lo tengo casi entero borrado, los mecanismos de defensa, ya sabe, las explicaciones de los psicólogos. Todos estos años defendiéndose uno. Enfrentándose a las implacables mentiras de la gente, aceptándolas para conseguir un poco de paz, alimentándose de los mendrugos de esta historia que no escribimos nosotros, que no es más que la suma de las faltas de ortografía que Colo Colo ha garabateado en una hoja de papel. Hasta ahora, que he hablado con usted. Aunque usted no exista, aunque usted no sea más que el reflejo en el espejo de un anciano que con el dedo traza sobre el aire letras, escurridizos signos que se desvanecen en el viento. 38 39 40 Lámpara. Un hombre sin familia no es un hombre. Marlon Brando en “El Padrino”. Se despertó con los gritos en la casa de los vecinos. Caminó hasta el dormitorio de su hija y, aunque desde arriba comprobó que todo en el resto de la casa marchaba bien –le bastaba escuchar, concentrar su atención dos segundos en el silencio-, bajó la escalera en dirección a la cocina porque quería cerciorarse, porque tenía sed y porque le parecía que aún quedaba algo de jugo de naranjas. En el pasillo, al mirar por la puerta entreabierta del baño, se descubrió a sí mismo en el espejo. Abrió la puerta y se miró con atención. En su juventud casi había entrado al primer equipo de Universidad de Chile. Pero le fue mal en la prueba porque en realidad no estaba dispuesto a sacrificar la Medicina, aunque era bueno para el fútbol, muy bueno, y a pesar de que cada año que pasó se fue haciendo menos bueno y más lento, siempre estuvo convencido – y lo estaba incluso ahora- de que había algo en él que no cambiaba, que no podía cambiar, porque se negaba a aceptar las leyes de la Zorro Álamos lo probó durante un entrenamiento del Ballet Azul y después le dijo que tenía que optar entre el fútbol y la carrera y él respetuosamente le dijo “mire don Luis, yo voy a ser doctor”, y el Zorro lo insultó e incluso le dio una patada en el trasero porque, bueno, así era el Zorro, tan así era el Zorro, tan de adentro le salían las cosas, que él jamás le guardó ningún rencor, sino al contrario: gracias a que el entrenador era así, la “U” de esos años era como era. En ese tiempo en que Leonel Sánchez y Carlos Campos jugaban en la “U”, Claudio tenía el pelo negro y brillante y su espíritu parecía correr delante de él como una sombra huyendo de su dueño. Pero ahora, frente al espejo, solo en medio de la oscuridad de su casa en Las Condes, se miraba y pensaba que todo era un desastre, 41 y negaba con la cabeza como si ese movimiento le fuera a devolver lo que un día había sido diferente. “Esto no soy yo”, pensó sin siquiera apretar el interruptor del baño para mirar mejor su reflejo, le bastaba la mortecina luz que provenía de un farol en la calle y que se colaba por la ventana. Trató de agudizar el oído. Los vecinos seguían gritando. Aún sin los vecinos –esos extraños que hacía poco se habían mudado a la casa del lado- el tiempo lo había vuelto tan sensible a los ruidos de la noche como su mujer; pero Claudio solía esconder esta facultad y reírse de Carmen, decirle que era una nerviosa, casi una histérica, que siempre esperaba lo peor y que por eso no descansaba nunca. Desde el baño del primer piso, Claudio exploró a su familia con sus oídos, adivinó cada movimiento y ronquido. Se concentró en los de Natalia. Natalia en la pieza de arriba, junto a la de ellos, a pesar de que hacía menos de un minuto había estado allí y comprobado que todo estaba en perfecto orden. Pero con Natalia siempre era así, todo parecía marchar sobre ruedas y, de pronto, como un rayo, la epilepsia, y la hija de Claudio caía sin conciencia, sin que sus brazos pudieran reaccionar para evitar que la cabeza se azotara contra el suelo. Al principio, la primera vez, cuando Natalia tenía como cinco años, Claudio y Carmen habían sentido esa desesperación que tratan de imitar en las novelas, la verdadera angustia, y no había sido ningún chiste. Después vino lo otro, con más pena pero con menos dramatismo fueron constatando lentamente que Natalia no era la de antes, que hablaba más lento, que le costaba más entender el mundo, que las palabras se le iban, que se quedaba callada en medio de las frases como si hubieran terminado solas. Después de eso, y durante un par de años, Claudio y Carmen estuvieron yendo a un psicólogo. Claudio, en realidad, fue a dos sesiones y después estimó que no servía, y pensó entonces que lo realmente importante en la vida era que a Natalia nunca le faltara nada, así que se abocó a ello. Para Natalia el colegio se puso cuesta arriba y los cursos se hicieron más y más difíciles de pasar, y vinieron los años repetidos y las 42 búsquedas de colegios especiales que Natalia aborrecía porque (y era una teoría que Claudio tenía pero que jamás había compartido con Carmen), en el fondo pasaba lo mismo que con él: acaso Natalia creía que en algún sitio remoto y aislado de sí misma estaba la verdadera Natalia, la Natalia sin la estúpida enfermedad, tratando de salir de ahí, tal como el jugador de fútbol que en verdad era su padre aguardaba el momento propicio para saltar a la acción, como un reserva calentando al borde de la cancha, abandonando las camas y la rutina. Salió del baño y entró en la cocina tratando de no meter ruido. “Todo el mundo tiene el sueño liviano en esta casa” pensó Claudio para sí, mientras abría el refrigerador en busca del jugo de naranjas que quedaba. Todo el mundo tenía el sueño liviano como si temiera que durante la noche, cuando la guardia se relajaba, un hada o algo que repartía felicidad a domicilio acudiera a su casa, golpeara a la puerta y, luego de un rato, se marchara riéndose de que no hubieran abierto por haber estado durmiendo. Por eso dormían así, a sobresaltos, pensaba Claudio, para abrirle la puerta a quien repartía felicidad. Llenó un vaso whiskero con jugo de naranjas y volvió al dormitorio. Carmen lo esperaba despierta. Había encendido la televisión y la luz. -¿Llamaste a los carabineros? –preguntó ella. -No. Tenía sed. Fui a servirme un poco de jugo. -Deberías llamarlos. Ya no aguanto más. Claudio se sentó en el borde de la cama y de un sorbo acabó el vaso. Los gritos de los vecinos se hacían patentes en su habitación, como si fueran enanos saltando a los pies de la cama. Hablaban en un idioma extranjero que Claudio no entendía. Era raro que los vecinos estuvieran peleándose esa noche de esa manera, hasta el punto de despertarlos. Pese a vivir a menos de veinte metros de ellos, Claudio y Carmen habían tenido apenas uno o dos atisbos de sus figuras, que, en cuanto se sentían observadas, 43 se perdían dentro de las puertas o cerraban las cortinas. Eran extranjeros, árabes o indios o filipinos, a juzgar por las facciones de un niño como de dos años que de vez en cuando se asomaba por el patio que se podía ver desde la habitación de Claudio y Carmen. -Llama a los Carabineros- insistió la mujer. -Démosle tiempo para que arreglen sus diferencias. -Dios mío. -Bueno, cálmate. No hacen esto todas las noches, ¿o sí? Claudio volvió a meterse dentro de la cama y apagó la luz. Carmen se volvió dándole la espalda y se tapó la cabeza con la almohada. Claudio se quedó mirando el techo con los ojos abiertos e intentó poner atención a la pelea. Los gritos de los vecinos subían y bajaban. A veces eran un susurro. A veces, como si ese susurro llevara una maldición, otra voz respondía fuerte, tan fuerte que la garganta se desagarraba. A veces, también, dejaban caer estrepitosamente objetos al suelo. -¿Qué dirán?- se preguntó Claudio. -Algo de pedir o no pedir no sé qué- respondió Carmen desde debajo de la almohada-. Hoy hablaron algo de castellano también. -Estarán en bancarrota. Querrán un préstamo. -No. Es como si toda la familia tuviera que estar de acuerdo en algo muy rápidamente. Claudio… -Okey, okey. Voy a ir yo. Dejemos a los pacos fuera de esto. Por segunda vez se bajó de la cama. Fue hasta la silla que estaba en la esquina de la pieza y se puso los pantalones blancos que había usado durante el día, en el hospital. Buscó los zapatos blancos y se los puso, pero sin calcetines. También se puso la camisa. La dejó fuera del pantalón. -Vuelvo. -Pareces panadero. 44 En vez de bajar directamente la escalera, Claudio abrió la puerta de Natalia, que había encendido la luz y tenía los ojos muy abiertos. -¿Están peleando?- le preguntó asustada. Claudio sonrió. -Son los vecinos. -¿Y por qué pelean? -No sé. -¿Vas a hacerlos callar? -Voy a pedirles. Espero que me hagan caso. Claudio avanzó y llegó hasta el borde de la cama de su hija. Le dio un beso en la frente. -¿Quieres ir al baño? -No. -¿Quieres que venga la mamá? -No. ¿Todo está bien? -Sí. -Vuelvo. Claudio bajó la escalera, tomó las llaves de la reja y salió al jardín. El farol que estaba frente a la casa daba una potente luz naranja, que caía sobre el techo de su auto estacionado. Miró hacia las ventanas de las otras casas para ver si había alguien más despierto, como él, a causa de los gritos. Pero todas las ventanas estaban a oscuras. Entonces abrió la reja de su casa, salió a la calle y tocó el timbre del vecino. Tenía que reconocer que desde la calle los ruidos se sentían mucho menos fuerte que desde su habitación. En realidad, ni siquiera podía determinar si los gritos habían cesado o no a causa de que él había 45 tocado el timbre. Esperó algunos minutos y volvió a apretar el interruptor. -¿Sí? Una voz salía desde una de las ventanas. Claudio se sintió un poco incómodo, por la hora que era de la noche, aunque los que lo habían despertado y los que estaban haciendo ruido eran, en realidad, los otros. -Buenas noches. ¿Qué quiere? -Soy el vecino. -Váyase dormir. -Yo no… ¿Puede salir usted un segundo, por favor? -Mierda. Ya ir. Se prendió la luz del living y con algo de impaciencia Claudio aguardó la aparición del vecino. Miró hacia su propia ventana, todavía iluminada, y se imaginó a Carmen tras la cortina apenas abierta, escrutando sus movimientos. La puerta de la casa se abrió y entonces Claudio pudo ver por primera vez al hombre que, desde la casa del lado, no lo dejaba dormir. Era un tipo alto, con lentes redondos, extremadamente moreno, de nariz muy aguileña. Sobre su cabeza llevaba un turbante gris que dejaba escapar algunos mechones de pelo. -Buenas noches- repitió Claudio. El hombre del turbante no respondió al saludo. -¿Usted vecino? ¿Qué chucha querer? Claudio se puso tenso. Pero se le ocurrió que tenía que ser firme, que su nerviosismo no debía notarse. -Escuche- dijo-. Este lugar antes era un barrio decente, donde los vecinos no se trataban con groserías. 46 -Anda lavarte raja- le respondió el vecino-. Maracos hay que tratarlos como señoritas. Hombres aguantan todo. Había pocas cosas que lograban sorprender a Claudio. En casi veinticinco años trabajando en los servicios de urgencia de los hospitales públicos lo había visto casi todo. “Soy como taxista”, solía jactarse. Pero una de las cosas que siempre lo sorprendía era la violencia verbal. Sobre todo cuando le tocaba recibirla a él. No era que le molestara, exactamente. Cuando cosas así pasaban Claudio se sentía como prisionero dentro de una película estúpida, donde todo el mundo sabía que estaba interpretando un papel, pero nadie iba a dejar de interpretarlo aunque eso implicara un incendio, una explosión o la tercera guerra mundial. -Escuche- dijo. Mi intención era arreglarme por las buenas con usted. Pero creo que voy a tener que llamar a los Carabineros. -Llama pacos no más. Llama mamita mejor. El vecino estaba imitando la voz de una mujer. Claudio no supo qué responder, así que simplemente volvió sobre sus pasos y entró en la casa de nuevo. Carmen había bajado y lo esperaba en el comienzo de la escalera. -¿Qué haces aquí?- dijo él. -¿Qué pasó? -Anda a acostarte, te vas a resfriar. -¿Vas a llamar a los Carabineros? -Acuéstate primero. Carmen subió lentamente la escalera. Claudio la siguió. -¿Papá? Claudio entró en la habitación de Natalia. Su hija estaba de pie en medio de la pieza como si estuviera esperando la llegada de un tren. -Acuéstate, princesa. ¿No ves que te puedes caer? 47 -No. -Hazlo, por favor –Claudio se acercó y la tomó suavemente de los hombros. -No puedo dormir con esos gritos. -Voy a llamar a los Carabineros. Pero primero métete en la cama. Natalia hizo lo que le pedía su padre. Natalia dormía con un perro de peluche que se llamaba Tobi. Ahora Tobi estaba en el suelo, así que Claudio lo tomó y se lo entregó. -¿Hablaste con el señor del lado? -Sí. Pero no me hizo caso. Voy a apagarte la luz. Lo anunció desde el dintel de la puerta, y después se concentró en el espacio oscuro que se había generado en la habitación. Trató de ubicar los ojos de su hija en la oscuridad. -Ya se van a tener que callar, hijita. -¿Están peleando por la lámpara? -¿Qué lámpara? -La lámpara. A veces pelean por una lámpara. Yo los he escuchado antes. Pelean en las tardes. Claudio volvió a su habitación. Carmen estaba sentada en el borde de la cama. Se sentó junto a ella y tomó el teléfono. Lo atendió una mujer. Claudio dio las buenas noches y luego explicó detalladamente lo que pasaba, haciendo hincapié en lo grosero que su vecino había sido. Los gritos en la casa del lado parecían haber disminuido algo, pero cuando Claudio estaba en el teléfono la voz del hombre del turbante se elevó nítida y poderosa. -¿Qué fue eso?- preguntó la telefonista. Cuando colgó, Claudio miró a Carmen. Estaba muy pálida. -Mañana tengo que estar en el colegio con Natalia a las siete y media- dijo abriendo el cajón de su velador en busca de una cajetilla 48 de cigarros. -No te irás a poner a fumar ahora-le dijo Claudio-. No en el dormitorio, por favor. Creí que teníamos un trato. -¿Y qué quieres que haga? Estoy desvelada. -Yo también tengo que levantarme temprano mañana. Carmen se puso de pie. -Voy a ir a la cocina a fumar-dijo-. ¿Te dijeron cuánto se iban a demorar? -No- respondió Claudio. Ahora una voz de mujer respondía como ametralladora a los gritos del hombre. Claudio ya no podía distinguir muy bien si se trataba del hombre que se había reído de él hacía algunos minutos o si se trataba de alguna otra persona. Claudio tuvo la sensación de que su mujer iba a repetir sus pasos por la casa sumergida en la oscuridad: que pasaría a ver cómo estaba Natalia, que bajaría la escalera, que la puerta entreabierta del baño le revelaría un rostro del que no estaba conforme; que alguna especie de Ballet Azul también vendría a su cabeza. Claudio cerró los ojos. Los gritos en la casa del lado continuaban, pero ahora algo había cambiado. Los que metían ruido parecían haber abandonado la discusión y se concentraban ahora en reírse de algo ajeno a ellos. Claudio estaba seguro que en su extraño idioma se estaban riendo de él. Que las palabras que en voz alta brillaban por su sonoridad y se repetían una y otra vez por el aire nocturno equivalían a “pelotudo”, “tarado”, cosas así, que hacían referencia a alguien que no podía arreglárselas solo en la vida, a alguien que debía llamar a la policía para que vigilara su sueño. Cerró los ojos e intentó dormir. Al poco rato sintió que en los espacios libres que dejaban los gritos podía conseguirlo, pero luego, cuando el sonido inundaba el aire, su esperanza se desplomaba. Una vez jugando fútbol le habían dado una patada en la boca del estómago. Claudio permaneció tirado en el pasto varios minutos y desde ahí 49 veía las piernas de sus compañeros, de sus rivales, del árbitro y de los guardalíneas. Mientras trataba de recuperar el aire pensaba que, en realidad, nada de eso estaba pasando, y que él era otra persona, muy lejos de ese dolor y de ese lugar, que por equivocación estaba experimentando ese dolor y ese lugar, y que, por lo tanto, todo lo que estaba sucediendo a su alrededor era sólo un chiste del que momentáneamente no se podía reír, porque, tal como le sucedía ahora con el sueño, cuando parecía que iba a poder respirar, algo le recordaba que no podía y la garganta se le atoraba. Por un momento trató de imaginarse por qué discutían los vecinos. ¿Alguna vez él le había gritado a Carmen o a Natalia de la manera en que la familia del lado lo hacía? “Dios mío”, pensó, “espero que no”. Nuevamente renunció a sus intentos por dormir y simplemente se quedó quieto en la oscuridad, imaginando ser un grifo que espera durante años un incendio en una esquina. Puso atención a las palabras que le llegaban desde afuera. “Lámpara”, escuchó, y recordó lo que Natalia le había contado. “Deseo”, “imbécil”. Las pequeñas irrupciones de castellano en medio de la extraña lengua que usaban los vecinos alertaron a Claudio. Encendió la luz y tomó el reloj que al acostarse había dejado sobre el velador. Habían pasado veinticinco minutos desde que intentó arreglarse por las buenas con el vecino. Aguzó el oído para intentar sentir a Carmen en la cocina, pero sólo percibió los gritos de la gente del lado. Tomó el teléfono para volver a llamar a los Carabineros, pero cuando dio el primer tono de llamado, lo colgó, en parte ´porque no quería parecer un imbécil insistente y en parte porque temía que la policía seleccionara los casos de ruidos molestos que atendía sobre la base del grado de insistencia que uno pusiera: a menor insistencia, más posibilidades de que la patrulla acudiera. Un rayo de luz del mismo farol que estaba frente a la casa, el que alumbraba el capó de su auto y bajo el cual Claudio había hecho el ridículo hacía unos minutos, se filtraba a través de su pieza para proyectarse en la hoja de la puerta. Natalia atravesó ese rayo y Claudio se sorprendió. -Hija. Sabes que no debes hacer eso sola. 50 -La puertecita de la escalera estaba cerrada. Claudio suspiró. -De todas maneras- dijo. -No puedo dormir. ¿Alguien va a hacer algo? -Estamos esperando que lleguen los Carabineros. -¿Dónde está la mamá? -En la cocina. Natalia se quedó en la puerta, mirando a su padre en la oscuridad. -Siéntate en la cama. -¿Escuchaste lo que decían, papá? -Algo. Siéntate. -¡Déjame tranquila un rato! -Es por tu bien. Natalia dio media vuelta y regresó a su pieza tan rápido como había entrado en la de Claudio. Él tomó el control remoto y prendió la televisión. Comenzó a hacer un zapping rápido, el sonido del aparato no era nada comparado con la discusión del lado. En la Televisión Española repetían un gol de Iván Zamorano. En ESPN jugaba Miami contra Detroit. Sonó el timbre. Claudio se levantó y miró por la ventana. Aunque no podía ver el automóvil de la policía, sí alcanzaba a ver la luz roja proyectada en la calle, apareciendo y desapareciendo como si fuera un espíritu. Volvió a ponerse la ropa y en el intertanto sintió cómo Carmen abría la puerta, intercambiaba un par de palabras con los carabineros y después subía la escalera a buscarlo. -Son ellos- le dijo entrando. Van a hablar con los vecinos inmediatamente. -Ya voy- dijo Claudio poniéndose los zapatos. 51 Afuera había dos carabineros esperando junto a la reja del vecino. Claudio los saludó de mano y les contó lo que sucedía. Los gritos no habían disminuido. Incluso ahora, desde la calle, se escuchaban más fuertes. -Es un tipo grosero- dijo Claudio-. Les advierto. -Peor para él- le respondió uno de los policías, el que parecía de mayor rango. El carabinero apretó el timbre con fuerza, dos veces largas, sostenidas. Esperaron en silencio. De la radio de uno de ellos salían voces metálicas, palabras que Claudio no entendía, tan confusas como el idioma que sus vecinos esparcían a los cuatro vientos. El vecino abrió la puerta de su casa y caminó hasta donde ellos estaban sin decir una sola palabra. Miraba a los carabineros, no a Claudio, con el rostro serio. -Yo dijo señor acá no llamar a policía, hombres grandes arreglan sus cosas solo, pero señor aquí no entiende nada. -Cállese- le ordenó el carabinero que había tocado el timbre-. Cállese y dígame cómo se llama. El vecino se lo dijo. Claudio y los dos carabineros se miraron y se rieron. -Mejor me trae su pasaporte- le pidió el policía. El tipo se dio media vuelta, un poco ofuscado y volvió a entrar a la casa. Claudio miró hacia la ventana tras cuyas cortinas con toda seguridad estaba Carmen y le hizo un gesto con la mano que indicaba que todo iba a la perfección. Los policías lo miraron extrañados. -Mi señora- dijo Claudio con una risa nerviosa. Los carabineros asintieron. EL vecino regresó con su pasaporte en la mano. El carabinero que no había tocado el timbre lo recibió, lo abrió y comenzó a anotar en su libreta. -Muy bien- dijo otro uniformado-, ¿Nos puede explicar ahora por 52 qué tanto ruido? -Yo no mucha castellana- dijo el vecino-. Pero señor acá poco hombre de llamar policía y no hacer las cosas solo. Eso pasa. -El señor dice que usted y su familia no han dejado de gritar en toda la noche. -Eso cosa privada oiga, nada de explicaciones aquí, país libre. -Pero no para despertar a todo el barrio a las cuatro de la mañanaintervino Claudio. -Único histérico despierta aquí es usted señor. -Bueno, basta ya- interrumpió el carabinero-. O nos da una explicación aquí y ahora o nos acompaña a la comisaría y explica al capitán. -Tengo explicación- dijo el hombre-, pero no creerían. -Eso lo decidimos nosotros- le respondió el oficial. -Bueno, como quiera. Claudio se apoyó junto a su reja y puso atención. En el autopatrulla había otro carabinero más, que no se había bajado del asiento del conductor. Claudio pensó en su mujer y si acaso en algún momento pensaba bajar a ver qué pasaba. -Nosotros pocos años Chile- dijo el vecino-. Sólo semanas en esta casa. Antes Antofagasta. Antes India. -Siga- dijo el carabinero. -Mucho tiempo atrás pasear por Punjab con familia. Matrimonio de primo. Niños no grandes entonces. Viaje de Madrás a Punjab. No auto. Tren. Los carabinero lo miraron y se miraron como preguntándose si realmente tenían que anotar todo eso en su libreta. -No fácil viaje. Largo. Aburre. Rieles malos y bajar en ciudad pequeña a pasar noche. 53 El vecino no recordaba el nombre de la ciudad en que un día, hace algunos años, había tenido que bajar de un tren con toda su familia. Recordaba sí, que habían llegado de noche, y que, a como diera lugar, se lanzaron por las calles repletas de gente a buscar un sitio donde dormir. Y que, nadie nunca supo de donde, de pronto, el menor de sus hijos tenía una lámpara dorada en las manos. El chico aún no aprendía a hablar, de manera que no pudo explicarles bien cómo la había obtenido. Y, como estaban preocupados de encontrar hotel, tampoco le prestaron mucha atención al artefacto. Al niño lo dejaron jugar con la lámpara, le permitieron reflejarse en su dorado, hicieron posible que las antorchas que iluminaban esa ciudad perdida en la geografía de la India desfilaran ovaladamente por la superficie de la lámpara. Consiguieron un hotel cuando la noche ya era profunda, cuando los mendigos dormían. Un buen hotel –no eran la Santa Familia vagando de establo en establo hasta encontrar el menos indecente-. Desempacaron unas pocas cosas y se partieron las habitaciones. La mujer fue a acostar a su hijo menor y volvió con la lámpara a la habitación que compartía con su marido. Se miraron de inmediato, directo a los ojos. No fue como en una película, donde una cosa así llega de sorpresa. En cuanto ella se dio cuenta de la lámpara entre las manos de su hijo, supo. Y en cuanto él vio la lámpara entre las manos de su mujer, también comprendió. La lámpara estaba limpia ya, doradísima y brillante, como si su ocupante recién hubiera cumplido un último deseo a alguien. No pudieron dormir en toda la noche, con los ojos fijos en el artefacto, sudando por todos los poros. Se preguntaban si alguien los había visto, si alguien podía haberlos seguido. Habían escuchado de mafias que mataban sin compasión por conseguir artículos de ese tipo. El carabinero anotó algo en una libreta y se la alargó al vecino. -¿Qué esto es?- preguntó. 54 -Una citación al juzgado. Por mentiroso y por quitarle el tiempo a los carabineros. Y si este señor se vuelve a quejar de que usted no lo deja dormir, vamos a volver y lo vamos a llevar detenido. -Yo sabía ustedes no creer nada. -Buenas noches. Claudio y el vecino contemplaron en silencio cómo los carabineros se subían a su radiopatrulla y, sin encender las balizas, se alejaban lentamente por la calle vacía, apenas perturbando el silencio de la noche. Una vez que estuvieron solos se miraron. -Usted creer. Yo verlo en su mirada. -No sea imbécil- le respondió Claudio. -Último deseo ser el más difícil. Familia está poniéndose de acuerdo. Gritos seguir. Usted lo mismo haría. Última oportunidad. Después genio ¡pum! Desaparece. Vuelta a la India quizás. -Cállese y déjeme dormir. Es mi última advertencia- dijo Claudio y, aunque el vecino intentó continuar con las explicaciones, aunque su tono había cambiado y era ahora hasta humilde. Claudio se dio media vuelta e ignorándolo. Volvió a entrar a su casa. -¿Se callan o no?- le preguntó Carmen una vez que Claudio hubo apagado la luz y subido las sábanas. -Esperemos. Pero fue lo mismo y peor aún. Los vecinos reanudaron sus gritos con una violencia inusitada. Claudio pensó en la historia y los imaginó discutiendo, casi golpeándose entre sí, con el reflejo de la lámpara encantada descansando sobre la mesa del comedor, esperando la decisión. También se imaginó a los carabineros recorriendo la ciudad silenciosa en su automóvil, repitiendo la historia, contándosela al que maneja, riéndose de ella, y luego multiplicando las risas en el cuartel, entre sus trasnochados compañeros. Cada grito de los vecinos era ahora como si la tierra entera se moviera, como si los cimientos de la casa se remecieran cada vez 55 que ellos aullaban o lloraban o gritaban o maldecían al aire. ¿Tres deseos? Seguramente todos los que habían tenido esa lámpara habían enfrentado el mismo problema. El primero se pedía para probar si era cierto que funcionaba. El segundo, para alguna emergencia, o por orgullo, por ser el dueño de una cosa así. Solamente en el tercero uno adquiría conciencia de lo que tenía entre las manos y todo se complicaba. “Yo no”, pensó Claudio, “yo sí sabría qué pedir en el primer deseo”. Y pensó en Natalia y en la oscuridad que había en su pieza y en las noches que habían pasado y en las infinitas noches que todavía quedaban, y en el futuro y en ella sin ellos dos, y no pudo imaginarla. Y se vio entonces vestido con el uniforme de la “U”, entrando al estadio desde el pasillo del camarín, subiendo la escalera que conduce hacia la cancha, repitiendo esa sensación de ver una multitud por primera vez en su vida que tuvo cuando muy niño, la primera vez que fue al estadio. Y miró a su lado y vio a Leonel Sánchez y a Carlos Campos, y a todos los jugadores del Ballet que él no integró, saliendo juntos, levantando los brazos, saludando al público. Se vio jugando con maestría, dando los pases precisos, haciendo posible que todo el juego de la “U” fluyera limpio y transparente, como en una fuente de agua en medio de un palacio. Claudio se levantó sobresaltado. Sus pulmones subían y bajaban intermitentemente. Carmen le preguntó qué le pasaba, pero él no respondió. Abrió el último cajón de su velador hasta sacarlo y darlo vuelta, y en suelo escarbó entre miles de papales hasta dar con la pequeña pistola calibre 22. Su mujer lo contempló con los ojos abiertos de pánico, lo miró vestirse nuevamente, ponerse los zapatos sin calzárselos, desaparecer en la puerta. Claudio saltó la reja del vecino y caminó lentamente hasta la puerta. Golpeó una vez y después otra. Cuando el vecino abrió, no le dio tiempo de contestar, con un empujón lo apartó de su camino y entró en la casa. Como se había imaginado, la familia estaba reunida alrededor del comedor. Había tazas de café y restos de comidas 56 que no pudo identificar. Sin decir una palabra, apuntando al dueño de casa y dejando a todo el mundo atónito, Claudio se fijó en la lámpara que, tal como él había pensado, reposaba brillante, dorada e indiferente sobre la mesa. -Es mía- dijo, y con la pistola le hizo una seña al menor de los hijos para que se la pasara. El chico miró a su padre, el hombre del turbante asintió con la cabeza y luego el niño caminó los pasos que lo separaban de Claudio, sosteniendo la lámpara. Se la entregó. Claudio la tomó con una mano y volvió a apuntar a su vecino. -¿Va a pedir que nos callemos? Claudio lo ignoró, le dio otro empujón y salió de la casa. A su espalda sintió que los gritos se reanudaban, pero ahora la voz del vecino sonaba distinta, aguda, desconocida. Subió a la pieza con la lámpara y se la mostró a Carmen. -Claudio, ¿me puedes explicar qué…? Pero su marido, como un rayo, estaba ahora en la pieza del lado, remeciendo a su hija, despertándola del tenue sueño en que había logrado caer después de mucho esfuerzo. Carmen corrió al cuarto de su hija. Claudio estaba de rodillas, aplicándole vaho a la lámpara, y Natalia con un pañuelo restregaba la superficie, y el color de la lámpara rebotaba en sus grandes ojos. -Claudio…-balbuceó Carmen. Pero luego se calló. Estaba observando los grandes ojos de su hija. Parecían dos almendras gigantes. Parecía que, al cerrarlos, podían capturar dentro de sí toda la noche y la esperanza que se escondían en la oscuridad. 57 58 El flautista de Hamelín. En la mañana de un día de semana. Una pena como caparazón rodea a Andrés, pero de alguna manera se las ingenia para sacar la cabeza y que la cabeza esté intacta. La pena es como agua que envuelve todo su cuerpo, su cabeza sólo puede estar un par de minutos inmersa dentro de la pena o del agua o del caparazón. La cabeza sabe que va a salir de ahí, pero el resto del cuerpo no. Por eso Andrés se mueve pesadamente por la calle, como si caminara de puntillas (aunque en realidad no camina de puntillas) para que los ojos puedan ver todo el horizonte. Para dar un ejemplo: mientras caminamos, Andrés me cuenta el cuento del náufrago en la isla solitaria que tira toda la noche con Sharon Stone y a la mañana siguiente la hace vestirse de hombre y dándole una palmada en la espalda le dice: “compadre, anoche me tiré a la Sharon Stone”. Y cuando termina de contar la historia, que se prolonga por cuadras y cuadras, hemos caminado toda la avenida La Paz y estamos frente al negocio del tipo de las lápidas, y Andrés entra y yo lo espero afuera. Pasan largos minutos mientras me dedico a hacer pronósticos del tiempo según la posición de las nubes, sin importar si voy a acertar o no, y finalmente, cuando Andrés sale, el tipo de las lápidas resulta ser la muchacha de las lápidas; una chica morena y baja, de labios finos y oscuros ojos profundos, que me saluda con un movimiento de cabeza. “Bea”, me indica Andrés, y ella corrige rápidamente, con una voz silenciosa pero decisiva: “Beatriz”. Viste un delantal azul y tiene el largo pelo recogido con un colette; en su rostro no hay ni una gota de maquillaje y su cabeza está coronada por un gorro azul de la “U”. En sus manos lleva un cincel y un martillo, y un lápiz y una regla, y unos moldes con letras y una botella para esparcir agua en aerosol y un paño. 59 -La “U”- le digo a Andrés mostrándole el gorro que la muchacha lleva puesto. A Andrés lo conozco desde que teníamos diez años y la “U” es uno de sus temas favoritos. Le encanta hablar mal de la “U” porque él es de Colo Colo. Desde que teníamos diez años ha dicho que la “U” es el equipo de los fletos. -EL equipo de los maricones- dice Andrés riéndose. Beatriz camina adelante. Cuando Andrés termina de decir eso, ella se da vuelta y puedo verle la cara; su rostro con sus cejas contrayéndose como dos rayos fulminantes que caen simultáneamente sobre el punto donde empieza su nariz. Andrés saca de su billetera un calendario y me lo enseña. -Anda y muéstraselo, Cabezón- me dice. Es un calendario con una foto de Colo Colo. Le digo que no. -Estoy rodeado de chunchos- dice entonces él y se ríe precipitadamente, y su risa es una violenta tos que lo ataca tres segundos y luego su cara recupera la expresión de siempre; en rigor no la de siempre, la de hace unos días, porque desde el funeral, que Andrés tiene esa sonrisa eterna en la boca, esa sonrisa estúpida, como si no hubiera entendido un chiste y se riera para que nadie se de cuenta de que no lo entendió. Pasamos una pequeña plaza con un monumento en el medio y cuando estamos a punto de cruzar la calle, Beatriz nos advierte “cuidado”, y nos detenemos a esperar el paso de un cortejo que va llegando. Los autos llevan las luces encendidas y Andrés les hace signos con las manos para que las apaguen. Los cinco dedos de cada una de sus manos se tocan rápidamente y se separan. Finalmente el cortejo se detiene en la puerta principal y los tipos que conducen la carroza comienzan a bajar el ataúd que llevan dentro. La fachada del cementerio tiene unos vitrales de colores, y con Andrés nos quedamos quietos, absortos en ellos, mirándolos desde la vereda. 60 -No tengo todo el día- nos dice Beatriz. -¿Ah no?- dice Andrés, y entramos al cementerio. Ahora nosotros vamos al frente y la muchacha, detrás. A pesar del sol, hace frío, y un viento que se cuela entre los grandes árboles nos da una constante bofetada en la cara. Yo cierro mi parka hasta el cuello y meto las manos en los bolsillos. Los mausoleos que se alinean en la calle por la que avanzamos de alguna forma pueden ser acogedores. Hay grandes lápidas que descansan sobre la calle, a veces puertas de cristal revelan escaleras que se pierden en un subterráneo. Entre medio hay claveles y pasto, y pequeños cursos de agua en los que descansan algunas flores secas y arrugadas que la corriente apenas arrastra. -Se nos olvidaron las flores- dice Andrés. -No importa. Ayer le pusimos. -Seguro. Cuando llegamos a una esquina nos volvemos a topar con el cortejo. Primero pasan unos tipos con quepí y desteñidos uniformes azules. Uno arrastra un carro sobre el cual va el ataúd. Y otro, que va después, lleva otro carro igual llenó de coronas y flores. Más atrás, pasa la gente; los primeros lloran y caminan abrazados a otras personas. Los del final van riendo. -¿Viste?- dice Andrés. -Vi. Estaban súper ricas. Nos quedamos pegados, mirando dos chicas que van al final del cortejo, que a su vez nos miran y cierran los ojos para mandarnos un beso. -Un cachón- dice Andrés. -Igual- le respondo. 61 Andrés dobla en una calle y luego en otra. Ahora vamos como en una fila india, él primero, y yo y la muchacha, dependiendo de sus desplazamientos, confiando ciegamente. Los mausoleos llevan escritos en sus dinteles los nombres de las familias. Estamos en un pequeño vecindario de habitantes tranquilos, con hermosos árboles, sombra todo el día y un persistente olor a flores en descomposición. -Aquí es- dice Andrés de pronto, deteniéndose frente a una pequeña construcción gótica cubierta de una enredadera. Beatriz asiente. Andrés saca de su bolsillo un grueso manojo de llaves y va hasta la reja del mausoleo y la abre y la mantiene así para que entre Beatriz. Ella deja sus cosas en el piso y mira a Andrés. -Ésta- dice él tocando una lápida. -¿Abajo?- pregunta ella. -No, al lado- dice Andrés-. Al lado del nombre del tata. Beatriz toma el aerosol y un trapo y limpia el mármol. El agua hace que se vea más brillante, como si fuera una cocina, pero cuando la humedad que el trapo ha dejado sobre el mármol se retira, nada en la lápida ha cambiado y Andrés piensa que el mármol tras el cual descansan su abuelo y su hijo es una gigantesca esponja viviente y sedienta, que despierta sólo cuando alguien pasa un paño húmedo sobre ella. -¿Me puede escribir el nombre en un papel?- le pide la muchacha. -Claro- dice Andrés, y me mira. Yo me palpo por encima de la parka y en los bolsillos de atrás del pantalón, pero nunca tengo lápiz y no tendría por qué tener uno en esta ocasión. -Yo tengo lápiz- dice Beatriz sin dejar de limpiar. -Yo tengo un boleto de micro- le digo a Andrés luego de meterme una mano al bolsillo y palpar una extraña mezcla de boletas de compraventa y suaves papelitos desgastados por el roce. Andrés, 62 con la sonrisa de siempre en la boca, escribe el nombre que Beatriz le ha pedido, pero se demora minutos que parecen horas. -¿Podemos, por mientras, barrer o algo así allá adentro?- le pregunto a la muchacha. -No. Esperen que termine. -¿Te vas a demorar mucho? -No. Andrés le pasa el papel a Beatriz y después nos sentamos en un banco frente a ella. -¿Media hora?- le insiste Andrés-No- responde ella, sin mirarnos. Andrés saca su billetera y la abre y de ahí saca un paquete de papel de diario que me pasa. -No es mucho- le comento. -Igual. Mis dedos comienzan a tocar la hierba. Es una operación que he repetido mucho. Las hojas ruedan entre mi pulgar y mi índice, de modo que a un lado queda la madera, los palos prescindibles y al otro las hojas. Cuando mis dedos palpan esferas duras, las desmenuzo un poco y dejo las semillas a un lado. -Listo- le digo a Andrés. Andrés entonces toma papel de arroz y, humedeciendo un extremo con la lengua, hace dos cigarros. Y así es siempre. Yo los limpio, él los hace. Yo no sé hacer y él no sabe limpiar. -Voilà- me dice, y me entrega un grueso cañón, una reliquia de alguna de las dos guerras mundiales. Cuando acerco la cara al encendedor que Andrés mantiene a unos centímetros de mi cara, el calor me acaricia suavemente, hasta que el cigarro muestra en su punta un resplandor cobrizo. 63 -Buena- le digo a Andrés, reteniendo un buen rato el aire adentro-. Súper buena- y lo suelto. Andrés asiente con la cabeza, y cuando le devuelvo el pito, repite la operación. Dentro del mausoleo la muchacha comienza a golpear el cincel contra el mármol y un sonido seco rebota contra las paredes y sale para afuera. Una nube tapa momentáneamente el sol. Cuando se va, ambos nos encandilamos un poco con el resplandor de las cosas. -Bea- la llama Andrés. Ella interrumpe su trabajo. -Beatriz- corrige. -¿Por qué estás tan enojada, Beatriz? -No estoy enojada. Mi cara es así. Su respuesta nos hace reír, pero antes de que ella pueda enojarse de verdad, Andrés extiende el pito y se lo enseña. -¿Quieres? -Bueno- dice. Deja sus cosas en el suelo, baja las escaleras hasta donde Andrés y retira el pito de entre sus dedos. . La muchacha mira el cigarro y lo gira en torno a su eje como si estuviera examinando un delicado mecanismo de relojería. Sin cambiar la expresión de enojo, se lo lleva a los labios y da una larga pitada que consume casi la mitad. -Chuta- me sorprendo. Beatriz da varias pitadas más. Está frente a nosotros, de pie, como si nos estuviera desafiando. Andrés se frota los brazos. -Está helado acá. -No es para tanto- dice Beatriz. -¿Está buena? -He probado mejores. 64 -Entonces déjanos algo. Hay en la mirada de Beatriz un desafío constante, como si estuviera obligada a darse una ducha a una temperatura que no le agrada, que no es helada, sino que tiene una tibieza mediocre que todos los demás aceptan, pero ella no. Con el cigarro de marihuana en la mano, llevándoselo una y otra vez a la boca, como si le perteneciera absolutamente, mirándonos todo el tiempo a los ojos, parece como si ella nos estuviera enseñando a fumar. -¿Te gusta la “U”, Beatriz?- le pregunto. Ella retiene el aire en sus pulmones por un período que podría tener significación para los geólogos y me devuelve el pito. -No- dice-. Es para no ensuciarme el pelo. Y Andrés se ríe con esa risa como tos. Entonces ella, sin mirarlo, se da media vuelta y camina de vuelta al mausoleo, donde sigue golpeando el cincel contra el mármol. El golpeteo de Beatriz no termina. Con Andrés nos dedicamos a explorar los alrededores, con el segundo cigarro de marihuana pasando de su boca a la mía, dejando su señal en el viento. Avanzamos entre las tumbas. Y yo trato de no pisar los nombres de los muertos; pero a Andrés le da lo mismo. -Busquemos a las minas- dice de pronto, sin darme tiempo de pensar que el cementerio es demasiado grande como para que las encontremos. Comenzamos a correr por las calles, dejando lejos, cada vez más lejos, a Beatriz y a sus golpes sobre el mármol. Hay poca gente viva en el cementerio y la mayoría de las flores que hay en los floreros de las lápidas están tan muertas como los muertos a los que honran o recuerdan. Andrés corre y a veces se detiene, fuma, vuelve a correr. Cuando el cigarro está por terminar, nos sentamos en un banco, yo saco una caja de fósforos, extraigo la parte que tiene las cerillas y dejo sólo el envoltorio de débil madera. Le hago un pequeño agujero que 65 atraviesa un dibujo de la Cordillera de Los Andes y ponemos la cola ahí y fumamos, como si fuera una pipa. Todo nos da risa. Vamos hablando de cosas que ocurrieron hace años y nos dan risa. Los nombres de las familias nos dan risa. Los años entre los que la gente vive y muere nos dan risa. Mi risa se parece a la de Andrés, y cuando me doy cuenta de eso, trato de cambiarla, pero es muy difícil, porque él se ríe todo el rato, y al final me doy cuenta de que hace minutos que ya no nos reímos de varias cosas, sino de una, un solo recuerdo que se nos quedó pegado. Cuando hay una pausa en la risa, Andrés me pregunta si ando con plato. Algo- le respondo-. ¿Para qué? -Las podemos invitar después a tomar un trago, algo. -Es muy temprano. -Podemos quedar de acuerdo para la noche. -Podría ser. -Estaban ricas. -Súper ricas. A Andrés se le ocurre la idea de ir a la entrada del cementerio para preguntar por ellas. -Podemos preguntar qué funeral hay a esta hora –dice- y de dónde son, e ir para allá. -Muy bien –le digo yo-. Vamos. -Vamos- repite él, pero nos quedamos parados, mirándonos como si alguno de los dos tuviera algo importante que decir. -¿Por dónde?- le pregunto. -No sé. Creí que tú sabías. Estamos perdidos. En cada calle por la que hemos pasado, hemos doblado haciendo un zigzag cada vez más complicado. En el mapa 66 del cementerio hemos garabateado el dibujo de un histérico o de un niño de dos años. Andrés gira mirando las calles y apunta hacia una dirección. Comenzamos a caminar. Ahora vamos en silencio. Una señora que limpia un florero en una llave de agua nos mira mientras pasamos. Andrés le da los buenos días y ella no le responde; en cambio llena el florero de agua y lo deja así, rebalsándose, por varios segundos, sin quitarnos los ojos de encima. Cuando ya nos hemos alejado un poco, Andrés le hace una reverencia. Caminamos mucho, durante horas erramos por entre las tumbas y las flores, pisando las aceras con sus baldosas levantadas por la fuerza que hacen las raíces de los árboles. En mi cabeza, poco a poco las cosas se van organizando nuevamente; el paso del tiempo paulatinamente recupera su ritmo habitual y las cosas que me rodean dejan de sorprenderme. -Andrés. -¿Ah? -Por aquí. Y lo hago doblar por una calle hasta que llegamos al banco desde el cual salimos. Beatriz está sentada allí. Con las piernas cruzadas, fumando un cigarro. -Les dije que no tenía todo el día- protesta. -Nos perdimos- le digo. -Convídame- le pide Andrés. Ella le pasa el cigarro. Su marihuana es mucho más intensa que la nuestra, el aroma invade. Andrés da una pitada profunda y me pasa el cigarro a mí. -Bueno, ¿quieres ver cómo quedó?- le pregunta a Andrés. -Claro, vamos. Nos levantamos del banco y subimos los escalones de la entrada 67 al mausoleo. Junto al nombre del abuelo de Andrés, en letras más pequeñas, pero más brillantes, está el nombre de su hijo. Andrés estira la mano y pasa lentamente los dedos por las letras. -Mañana lo pinto- dice Beatriz. Entonces Andrés, con la sonrisa que no se le borra de la boca, da vuelta la cara hasta quedar frente a ella. Y la besa. Le da un largo beso, la toma por la nuca y por la espalda y pliega su cuerpo al de ella, mientras cierra los ojos y su lengua pasa sobre los dientes y la lengua de Beatriz. Ella no responde, se queda estática, sin aceptarlo, pero tampoco rechazándolo, con sus manos a los costados. Sin dejarla de besar, Andrés le quita el gorro de la “U” y le suelta el pelo, y de pronto hay una explosión de cabello negro, de negras y larguísimas mechas de pelo brillante que la mano de Andrés revuelve, y es como si una mano revolviera rayos negros, una congregación de oscuros hilos eléctricos que se amontonan en el cielo. Cuando Andrés la suelta, Beatriz simplemente recoge su cincel y sus cosas del suelo y sale del mausoleo hasta el banco. Andrés se queda en silencio, mirando el nombre de su hijo. Después salimos. Andrés cierra la reja con llave. Beatriz está en el banco. -¿Me dejaste un poco?- me pregunta. Yo le devuelvo el cigarro. Queda muchísimo. Beatriz se pone de pie y camina delante de nosotros, guiándonos hacia la salida. Seguimos la estela de su humo como si fuéramos detrás del flautista de Hamelín. -¿Cuánta plata tienes?- me pregunta de pronto Andrés. -¿Por qué? ¿Quieres volver a buscar a las minas? -No –dice-. Quiero tomar un taxi. Estoy raja. -Tengo- le digo-. No te preocupes. 68 69 70 El otro posible Baldi. Porque el doctor Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, de hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas. Juan Carlos Onetti. “El posible Baldi”. Apenas salió del aeropuerto, Baldi se imaginó encontrándose casualmente con Nené, entrando en una librería, los dedos de Nené tocándolo levemente en el hombro mientras él revisaba, distraído, un libro; la sonrisa de siempre, la sorpresa. Caminó fuera del edificio. Dejó la maleta en el suelo y contempló los diarios y sus titulares, las letras rojas y grandes que le recordaban que la “U” había salido, por fin, campeona. Aunque Baldi no había alcanzado a llegar a tiempo para verla, se alegró de la vuelta y del triunfo. Algo, pensó, por fin había cambiado en el país. Hizo parar un taxi. El conductor intentó hablarle, pero Baldi: -Cállese. Avanzaron por la Alameda hacia arriba, entre un tráfico insoportable. Santiago de Chile, pensó Baldi con ironía, evidentemente ha evolucionado. Y después pensó en Nené y en casa y en el auto y en las cuentas que llegaban a fin de mes. Y recordó las visitas a la casa de sus padres o sus suegros, y pensó después en los partidos de la “U”, los domingos, el sol poniéndose, el cielo rojo sobre la marquesina del estadio. Y pensó Baldi en la oficina y en las rentabilidades y en las tasas de interés. Y en los días, 71 que siempre llegaban puntuales. Y en las semanas, que se agotaban rápido. Y en los meses, que cada año parecían haber sido calcados. Dios, pensó, no tiene mucha imaginación. Se rió solo. Baldi era ahora un toro grande, sus brazos tenían el grosor que antes tenían sus piernas, su vientre se mantenía plano sin esfuerzo y dentro de su caja torácica parecía llegar eternamente todo el aire del mundo. Imaginó encontrarse en la calle a sus compañeros de colegio, a sus amigos de universidad, a los tipos de la oficina. Vislumbró papadas, bolsas en los ojos, panzas. Nené. ¿Cómo estaría ella? Habían pasado veinticinco años. Pasan veinticinco años, pensó, y somos una versión sin afeitar de nosotros mismos. Tal vez por dentro, en un territorio tan inexplorado como un campo de hielo, sigamos siendo los mismos, se dijo, pero son nuestras acciones las que cuentan; las acciones que están ahí, a la vista de todos, como un balance público o como una gran catástrofe. Se miró las palmas de las manos. Muchas veces, cuando llegaba el ocaso y los negros en la mina eran confinados a las barracas, Baldi contemplaba las palmas de sus manos y trataba de recordar la figura que trazaba el contorno de la cara de Nené entre ellas. ¿Qué le quedaba de ella? Un color de ojos, la sensación de cómo había sido la suavidad de la piel de Nené bajo sus dedos, el tono de su voz. Y aun así no podía estar seguro; estaba el recuerdo, pero también estaba la certeza de que el recuerdo no era sino una recreación arbitraria que el mismo Baldi había fabricado, con fidelidad al original, claro, pero copia. -¡Sudáfrica!- exclamó Ceballos, como si lo hubieran ofendido. Baldi recordó las risas de los gringos, el tono de los capataces en la mina, pero con los extremos invertidos: ¡Chile! Entonces Baldi iba a su escritorio, sacaba un gastado atlas, mostraba. -Sudáfrica- le confirmó Baldi con tranquilidad-. El sur de África. En una mina de diamantes. Mira –y le mostró el anillo. Ceballos acercó su cabeza a la mano de su antiguo amigo. -Deberías donarlo- le sugirió. 72 Baldi disparó una carcajada profunda, de tenor. -No sé. Al Hogar de Cristo. Al estadio que piensa construir la “U”. Baldi puso la joya del anillo frente a sus ojos y la giró. La luz de la lámpara encima de ellos se reflejó sobre la gema y después, describiendo un ángulo casi recto, rebotó en la pared. Volvieron a llenar sus vasos. Bebieron. -Así que guardia. -Guardia. Ceballos movió la cabeza negativamente. -Pagaban bien los hijos de puta- replicó Baldi. -¿Gringos? -Al principio. Después hubo de todo. Árabes, japoneses. -¿Y el embargo? -Las huevas. Al anochecer, cuando los negros emergían del ascensor, la figura de Baldi se recortaba contra el sol del crepúsculo como la estatua de un demonio. Mañanas de vodka, tardes de cocaína y whisky, noches de ametralladora. Una Schneider anterior a la segunda guerra, doscientas cincuenta balas por minuto. Al terminar el turno, y cuando sabía que no todos los trabajadores habían emergido del socavón, Baldi se sentaba tranquilamente frente al ascensor y esperaba. Cuando al fin, confiado en las sombras de la noche, el ladrón de diamantes salía a la superficie, con un puñado de sucias piedras sin refinar en los bolsillos, Baldi disparaba, borracho de adrenalina, contemplando en cámara lenta cómo la cabeza volaba del cuello. En ese tiempo los días se alargaban y alargaban como telarañas que van de un derrumbado muro de adobe a otro, y a Baldi le parecía que algo por fin había tenido sentido, que de alguna manera el día no había pasado tan rápido, que el alcohol y la cocaína eran sus aliados: el ancla que lo protegía del huracán que era el paso del tiempo. 73 -¿Has sabido de Nené? No, Ceballos no la había visto hacía mucho. Entró la hija de Ceballos, una muchacha hermosa, con la bandeja del café; luego, su señora. Se sentaron frente a Baldi sintiendo que lo peor ya había pasado, el aroma del café extinguía el de la bestia en sus narices, y ya no era miedo, sino una familiaridad extraña, de hermano esquizofrénico encerrado para siempre en el ático. Ceballos, el domador; ellas, el público especial invitado a conocer la jaula por dentro. -La Nené. Sólo tarjetas, para la navidad- dijo la señora Ceballos, y la misma sonrisa, la cabeza afirmando para convencerse de que así era. Baldi también asintió. Hubiera preferido que no lo escuchara preguntando por Nené, pero ¿cuánto importaba en realidad? La casa de Ceballos tenía ese calor que tenía su casa cuando niño, ese espíritu de todas las cosas en su lugar, de camisas limpias en el clóset, de baños luminosos, de comidas a sus horas; y todo eso lo vencía, se colaba por sus poros. Nené se quitaba los lentes, apoyaba la cabeza en el hombro de Baldi, subía las piernas y las ponía en la mesa del medio; y Baldi se quedaba quieto para no despertarla, concentrado en la película, esperando que llegara la niña, una chica como de la edad de la hija de Ceballos; y cuando llegaba, Baldi se llevaba el dedo a los labios, y la niña entendía y seguía hacia adentro de la casa en silencio; entonces sacudía levemente a Nené, que despertaba de un sueño a otro, simplemente menos profundo, y apoyada en él caminaba hacia la pieza, apagaba la luz que no fue. -Pero sabrán, al menos, si se casó. -Claro, se casó. -¿Ah, sí? ¿Y con quién? Los Ceballos se lo dijeron. 74 Salió de la casa de los Ceballos sin que lo despidieran afuera; le sugirieron llamar un radiotaxi, pero dijo que prefería caminar. Santiago, una ciudad sin estrellas. Y sin estrellas, sin correspondencia en el universo, pensó Baldi. Era tarde, y por las calles se desplazaban adolescentes borrachos que gritaban para afuera de las ventanillas de sus vehículos. Actuales rockeros, se dijo, futuros Presidentes de la Pontificia Liga de Protección a la Familia. Abogados, ingenieros, arquitectos; pequeñas, pero bellas casas en barrios nuevos. -Mijito, venga a conversar. Baldi se detuvo junto a la muchacha. -Allí, en la plaza- dijo ella. Él sacó un billete de su bolsillo, se lo pasó a la chica, y ella se puso en movimiento rápido, caminando ligera la cuadra que los separaba de la plazoleta. -No hablas mucho tú, ¿ah? Y Baldi se agitaba sobre ella, extrayendo los diamantes de la mina, invocando las piedras preciosas con insultos aprendidos en decenas de idiomas. La muchacha eran dos chicas en La Habana a cambio de cocaína y bluyines; una tímida mujer en El Cairo; un animal de ojos grises y magnéticos en un prostíbulo de Marsella; una bailarina de largas piernas en Moscú; una cantante con voz de manantial en Manila; un pulpo de ochenta brazos en los suburbios de Denver. La muchacha lo contemplaba con los ojos abiertos, tratando de devolverlo a Santiago de Chile aun cuando lo conocía hacía quince minutos y aun cuando todo lo que estaba pasando entre los arbustos de la plazoleta era parte del negocio. -Socio. ¿tiene diez pesos? El cuerpo de Baldi se contrajo. La voz venía justo detrás de él, acaso del pasado o del presente de la muchacha. -Ya, anda pasándole todo- recomendó ella. Bueno, bueno ya, y cuando su mano fue a la billetera, fue en realidad a la pistola, y cuando la sacó, la bala travesó la frente del asaltante. 75 Y cargando el muerto, bajo una noche sudafricana que reventaba de estrellas, entraba en la casa, lo sentaba en el diván, le ponía una taza de té sobre el regazo y comenzaba a hablar de las mentiras que aún no cumplía, pero que iba a realizar en el futuro. Era su manera de pagarle, porque sólo la actividad de un ladrón podía dar sentido a las largas jornadas de Baldi con Baldi mismo, a la estupidez con que el tiempo pasaba, colándose torpemente entre las rendijas de su choza. El negro, con la sangre aún fresca en el rostro, le ponía la atención de la ganadora de un concurso que conoce a su estrella de rock favorita. Baldi llevaba al negro a Colombia, le mostraba cómo conversaba con los pequeños niños en la calle, los subía a la camioneta, les inyectaba algo en la vena. Los niños iban poco a poco quedándose dormidos, agotados después de tanto llorar y suplicar, y cuando entraba a la clínica clandestina, alguien en la puerta le entregaba los dólares y luego Baldi se iba en la camioneta. O ponía al negro en Marsella, entraban en un bar, cambiaba pistolas por ácido lisérgico en el baño, había un tiroteo, Baldi rompía la ventana, tomaba un pedazo de vidrio, lo clavaba en un cuello, huía. Entraban al palacio de gobierno de Ruanda, el demonio blanco disparaba con sangre en los dientes, los cadáveres hinchados aguardaban en vano inútiles discursos en las bancas del parlamento, la pólvora bajaba desde el cielo. Con el negro miraba el horizonte en el mar, en un barco en el Mar de las Filipinas, listo para saltar al abordaje. Y cuando Baldi ya no sabía de lo que hablaba, cuando el hedor del muerto se hacía insoportable porque eran muchos los días que habían pasado, volvía a cargar al negro hasta subirlo a la camioneta y allí viajaba hasta los grandes pastos, donde descargaba el cadáver como un saco de papas, Santa Claus de las aves de rapiña. -No sé- dijo Nené-. No estoy segura. Baldi le acomodó la silla y después se sentó frente a ella. Habían llegado unos minutos antes y casi no se reconocieron. Nené no sonreía. Tenía poco tiempo. Ambos, las imágenes gastadas del espejo, el polvo sobre el vidrio, ese olvido de desván y papales de diario a lo largo de las décadas. -Mi marido me espera. 76 Mientras sus dedos se entrecruzaban nerviosos, su mirada huía de la de Baldi, sus pies exploraban en busca de un lugar debajo de la mesa donde el suelo no quemase. Una noche hacía veinticinco años había quedado de pasar a verla. Veinticinco años atrás podía hacer muchas cosas, atravesar la ciudad para besar a Nené, abrazarla, caminar por el barrio, levantarla como su bandera máxima. Sin embargo Baldi tenía esos pasajes en el bolsillo, los extendía a la mujer de la compañía, chequeaba en Interpol. Besaba los labios de la aventura con una ansiedad de león en el cuello de la gacela. Baldi enumeraba para ella los países en que había estado, las playas que había visitado, los océanos que había cruzado. Omitía detalles: la sangre, los puñales, los secretos ritos de las noches del mundo. Lejos de las ciudades, de los muros, de los aires acondicionados y de las calefacciones, Baldi había perdido el idioma que Nené usaba ahora con él. Cambiaban palabras como antes Baldi cambiaba drogas o dinero falso. -Aquí en Chile han hecho unos supermercados estupendos, gigantescos. Voy una vez al mes, compro todo. Baldi suspiró. Luego cerró los ojos. Nené miraba su reloj. El sol caía en Santiago, la luna subía, la gente regresaba a sus casas más lento de lo que iba a sus oficinas. Súbitamente, Baldi sintió al crepúsculo entrar en él. La noche se fue abriendo dentro del aire que ocupaba para respirar, como una inmensa flor negra. Los hijos de Nené, la Universidad, la futura nuera una chiquilla simpática. El marido, la empresa, los trabajadores flojos. Un pétalo negro y brillante desperezándose lentamente, luego otro y otro. La cabeza de Nené, pequeña, perdida en un mar de otras pequeñas cabezas girando y comiendo helados. Y entonces Baldi pensó que había otra vida, que tenía que haber una más allá de la verdadera y de la falsa, una que escapaba al posible Baldi de Santiago de Chile, con rentas e impuestos, amor y sopa. Esa vida se encontraba a miles de kilómetros del Baldi real, del que había vivido como un hombre, de aquel Baldi que había traicionado 77 y matado y robado y comprado y fornicado, el que había hundido sus manos en el estiércol y el que llevaba en su nariz el aliento de la tormenta. Esa otra vida, aunque no podía vislumbrarla, la esperaba, y en esa espera se imaginaba a otro posible Baldi, uno que sí podía soportar. 78 79 80 Hasta que las micros vuelvan a pasar. Muy bien, hablemos. Dime todo lo que quieras decirme, de una vez por todas. Yo no golpearé la mesa, no daré portazos, no derribaré estantes con libros viejos, el polvo de esos libros no quedará flotando en la pieza para que mañana en la mañana los rayos de sol te obliguen a contemplar las partículas en suspensión y a recordar. No haré nada de lo que suelo hacer para evitar caerte encima con un festival de golpes y patadas, para borrarte esa rosa estúpida que tienes en la boca. Pero, por favor, tampoco me desafíes a que lo haga, porque esta vez no respondo de mí, esta vez sí que podrías ir a parar al hospital, como tantas otras veces que lo has pedido, creyendo, jurando que es una forma de pagarme por todo y que si hago eso quedamos empatados. ¡Qué sé yo por qué mierda estamos así! ¿Lo sabes tú? A ver, dímelo. Bueno, pero ya no estamos como al principio. Ya no somos ese par de imbéciles. Recuerda esa foto que me regalaste, en que tienes un chupete en la boca y tu mamá me tiene en brazos. ¿Eres esa persona? ¿Eres la misma persona? Eso es lo que digo yo. Ya no somos los de antes. Ya no te puedo contar las mismas cosas del principio, ya no hago idioteces para seducirte. Mira, sorpresa, estoy hablando. Me senté aquí, frente a ti, y te dije: muy bien, hablemos. Mira como abro mi boca, como muevo la lengua, ¿Ves las caries? Mira, mira para adentro, observa bien, como buena dentista que eres. Asómate. Hablo, hablo, estoy hablando. Pensé que había una especie de correo metafísico entre los dos, un sistema medio telepático, un protocolo de comunicaciones. Pensé que teníamos eso, que funcionaba. Pensé que lo usábamos, que podíamos estar orgullosos. Pero ya, no importa, está bien. Hablemos. Hoy en día todos los huevones hablan y siguen igual de como las huevas que siempre. ¿Es lo que quieres? ¿Qué hable? Estoy hablando. Hablemos todo. Yo no voy a decir eso que te desarma, que te demuele. No lo voy 81 a decir aunque sea verdad. Mírame a los ojos. No lo voy a decir aunque me hayas obligado a hablar, porque hablar, claro, hablar también significa sacar una brocha de mierda y pasártela por la cara. También significa eso. Pero hablemos, está bien. Sin brocha, voy a ceder. Voy a ceder una vez más. Porque, ¿sabes?, el correo telepático sí funciona, funciona aunque no lo quieras (aunque es probable que sí lo quieras, que igual en esos momentos con el saco de huevas ese tuyo mandabas la señal telepática para avisarme, porque te sentías mal de estar haciéndome eso, porque así pensabas que eras honesta, honesta a tu manera, que te redimías, y quién sabe si no). Huelo el olor de ese culeado en cada poro de tu piel, así que por favor anda al baño y báñate en ese Pachulí picante que tanto te gusta, conchetumadre. Jaja, qué buena eres para contar chistes, qué graciosa. ¡Aunque sea de la “U” también, qué mierda importa en estas circunstancias que el huevón sea de la “U”! Cualquier pelotudo que entra a tu consulta puede ser de la “U”, de cualquier equipo. Ahora eres tú la que hace ese tipo de chistes. ¿Te gusta huevear con la “U”, te gusta hablar de la “U”, hacerte la que sabes mucho? Escucha esto entonces, escucha bien: la “U” está en la Segunda División. . Ayer te llamé por teléfono como enfermo y no estabas, y después me fui al estadio, a dar la última gota de aliento, pero no sirvió para nada, te quería decir por teléfono que iba a dar la última gota de aliento, que nos desearas suerte a mí y a la “U” porque la íbamos a necesitar. Para eso te llamé, no te llamé para otra cosa. Puedes hacer con tu vida lo que chucha te dé la gana, no hay problema. Hasta donde yo sé no nos hemos casado, y aunque así fuera, ¿o no? ¿No es así el asunto? Ahora la “U” está en el descenso, en la mierda misma. Ya no queda ninguna huevá. Ni siquiera quedas tú. Ya, pero querías que hablara. Dices que nunca hablo, que tienes que adivinar cada uno de mis pasos, que nunca sabes si esto es de verdad, si palpito contigo. ¿Y si te dijera que sí? ¿Cambiaría eso algo? Ahora estoy hablando, ahora te lo digo: sí, palpito contigo. Una vez te lo dije, ¿quieres que lo ande repitiendo como huevón? Al principio te lo dije. ¿Y por qué iba a cambiar? Antes de meterte 82 con ese culeado hocico de goma, ¿por qué iba a ser distinto? ¿No estaba yo todo el tiempo contigo? ¿No íbamos a todas partes? ¿No te ayudaba en tus huevás? ¿Y entonces por qué iba a cambiar? ¿Por qué tenía que decírtelo? ¿Ni siquiera lo sospechabas? ¡Me cuesta hablar, por la chucha! ¡Eso lo sabías de antes! Decías que yo era diferente de los otros pelotudos que habían estado contigo, de toda esa bola de huevones chupacallampa. Bueno, eso era lo diferente, que me quedo con mis cosas, que no ando cargando a la otra gente con mis huevás, que me las banco solo, que trato de no ser una vieja copuchenta y conventillera, pidiéndole permiso a los amigos y conocidos, al paco de la esquina o a la mamá para amar o para dejar de amar a una mujer como tú. Porque disculpame, no es que yo sea un arrastrado de mierda que te alaba después de todo lo que pasó, pero me gusta decir la verdad, me gusta decir tal como fueron las cosas, ¿no es para eso que estamos aquí hablando?: A ti había que robarte de la joyería, desconectar las alarmas, ser piola, saber hacer las cosas, no andar publicando todo lo que pensaba hacer. Un rubí, un rubí me imaginaba que eras, pero chántate ahí, no te vengas a vanagloriar conmigo, cabrita, no ahora. Yo no voy a decir lo que fuiste al final sólo porque eso acordamos, que no iba a decir eso, porque si lo digo te paras y te vas y te pierdes entre la gente para siempre, la ciudad te traga, como se tragó ya a la “U”, como sea tragado tantas otras cosas. Ahora que la “U” se fue al descenso se me ocurre que ya nada va a volver a ser como antes, a pesar de que estoy seguro de que el noventa vamos a estar de vuelta en primera, pero ya nada va a ser como antes, ya nada va a ser mágico, ninguno de los instantes, por la chucha. Llamándote como pelotudo ayer por teléfono se me ocurrió eso, cuando “no, no está, no sé a qué hora llega”, cuando “¿no estaba con usted?”; entonces se me ocurrió que las cosas en las que uno cree aparecen y desaparecen como aftas en la lengua, como lluvia sobre el vidrio de un bus en la carretera, como el momento que queda grabado en una diapositiva, como la melodía que uno inventa sobre un piano sin anotarla, como un charco de sangre después de un crimen, como la idea para un cuento que aparece en la micro, 83 como la cuenta bancaria de un tipo quebrado, como una ampolleta que se revienta, como alguien que te lleva a dedo, como una chica que me gustó en una fiesta pagada, como un reserva de Naval de Talcahuano, como Naval de Talcahuano, como un archivo grabado en un diskette rasca, como un amigo de primero básico, como una golpiza que te da tu vieja, como una excursión a la cordillera, como una canción que pasa de moda, como una mediapista robada de la puerta de la casa, como el guardia que dejó embarazada a la empleada, como los gritos de una protesta callejera, como un perro que se escapó de la casa, como un grupo de estudio en la universidad, como una moneda que se traga un teléfono público, como una lección sobre los verbos del idioma castellano, como un penal desperdiciado, como yo yéndome dentro de ti, besando tus pezones, intentando amarte más adentro de tu útero, suplicando que inventaran algo más profundo que el sexo para poder demostrarte todo lo que te quería dar. Dime ahora, ¿qué te puede dar el tufo ese? ¿De qué mierda te enamoraste? ¿De su sarro? La luz de tu ampolleta quirúrgica, ¿caía sobre su hocico como la luna llena? ¿Tenían sus dientes un brillo especial? Pudiste haber sido psiquiatra, así te hubiera podido demandar, cagarte para siempre por meterte con tus pacientes. Lo habría hecho, te juro que lo habría hecho. Discúlpame, pero estamos hablando. Es lo que querías, hablar. Que yo hablara. Esto es, poh. Este soy yo hablando. Así soy yo cuando me pongo a hablar. Esto es lo que soy. No me vengas con esa estupidez de que existe un amor de cama y otro no de cama. Si piensas darme el otro amor, métete ese otro amor por el culo, y disculpa mi francés. Esa es la idiotez más grande que he escuchado en mi vida; pareces dirigente de la “U”: yéndote directamente a la mierda; con la diferencia que tú no ´puedes abandonar el barco con los bolsillos llenos de plata porque el barco eres tú misma. ¡El amor es uno solo, no me vengas con huevás! Uno solo, por la recontra chucha, ¿no te lo demostré todo este tiempo? ¿Por qué no agarras una sierra eléctrica y te cortas por la cintura, y le entregas las patas y el culo al culiado ese con que estás ahora y el resto me lo das a mí? 84 Creo que estás más loca que una cabra. Uy, uy, disculpe si la hago llorar, señorita. No, no, no, no te pases de viva. Lo que yo prometí no decir era otra cosa. Ahora me da una raja decirte que estabas loca, antes quizás me hubiera importado. Mira, no me vengas con esas a estas alturas de la vida. Sabes perfectamente que yo también sé cómo son estas cosas que pasan, que el amor se puede acabar y todo eso. Pero no vengas a hacer filosofía aquí. Un huevón te metió el pico y buenas noches los pastores. No me vengas con que tus sentimientos, que tus espacios, que tu libertad. Y mucho menos me vengas con eso de que yo no hablo nunca de nada. Ahora estoy hablando. Me cuesta, pero lo estoy haciendo. Ya es tarde, pero lo estoy haciendo. No, no es porque habláramos o no habláramos. Hablar no tiene nada que ver con conocerse. Tú hablabas hasta por los codos y mira el numerito con el que me saliste. Ni siquiera dijiste agua va, hija de puta. Un día en ese puente culiado curvo que hay sobre el Mapocho me besas y me abrazas y te ríes y dices que por fin crees haber encontrado a alguien y al otro día te encamas con uno de tus pacientes en no sé qué motelucho. ¿A propósito, cuál fue? ¿El de la Pirámide, que está en la Cinco Sur? ¿Alguno de La Reina Alta? No, si hace cualquier cantidad de bien hablar, uno llega a conocer a la otra persona súper bien, puede adivinar cada uno de sus pasos. Por favor dame un respiro, me llega a doler la mandíbula de tanto reírme. Si sé que no somos animales, que Dios nos dio cuerdas vocales. No es necesario que pongas en la mesa ese tipo de argumento, porque sabes perfectamente bien que no me refiero a ese hablar. ¿Quieres que te diga a qué me refiero? Te pregunto porque supongo que ahora te da lo mismo lo que piense yo de estas cosas. ¿Quieres que te diga? Me refiero a que cuando dos personas se aman, supongo que no necesitan decirse las cosas como si estuvieran hablando por teléfono; que hay algo más allá de lo que uno diga o no diga, una química, qué mierda sé yo, algo que funciona, lo mismo que hace que esas dos personas se quieran, estén juntas y no ande una en Temuco y la otra en Pakistán. Sí, es cierto que la psicología y la 85 huevá, pero a mí me importa un pico lo que diga la psicología. Se suponía que en nuestro amor mandábamos nosotros y no una bola de teóricos culiados. Además, tú misma me has prohibido que yo diga ahora todo, absolutamente todo. A mí me falta decir lo que acordamos que no iba a decir. ¿Y por qué tanto miedo a la palabrita famosa? Hasta donde me acuerdo, antes te era bastante indiferente, y hasta bromeábamos con cuánto podrías cobrar si te parabas en la calle, y yo te decía que tú no estabas para eso, que tenías que ir a los grandes hoteles, agarrarte gringos, árabes, directores de empresas. Poca plata, peligra poto, posible puta. Cobra caro, cuida culo, cariños Carlos. Por la mierda, cuando te ríes me gustaría masacrarte el hocico con un taladro para picar pavimento. Raro ¿ah? No te lo esperabas: cuento un chiste, te ríes, parece que te voy a hacer cariño y en cambio te confieso que me gustaría hacerte pebre todo lo que se llama cara. Las cosas súbitas son así, uno no sabe cómo reaccionar, qué pensar. Uno se pone como un niño de cinco años que se pierde en el supermercado. No es por huevearte, pero te lo digo por experiencia propia. ¿Amigos? No, ni cagando. ¿Para qué? ¿Qué te puede interesar de mí ahora? Te importaba un carajo como pareja y ahora te voy a interesar como amigo. No digas que yo te importaba como pareja. No creo que sea verdad. Bueno, si te fuiste a revolcar con otro imbécil, no creo que lo hayas hecho porque estuvieras preocupada de cómo estaba yo. Al menos no vas a ser tú la que se va a parar y se va a ir. Tú te vas a quedar sentada aquí, y yo me voy a parar y tú me vas a ver por el ventanal cómo cruzo la calle y cómo camino por la otra vereda hasta el paradero y cómo tomo una micro. Y ese va a ser el fin. El fin de la historia. Sin drama, sin mierda. Un poco de resaca, un poco de amanecer, un poco de calle. Y chao, desaparezco de tu vista, no me vuelves a ver. Sí, nos van a quedar los recuerdos, pero eso va a ser asunto de cada uno no más, de nadie más. 86 ¿O tú crees que a tu diente de dragón le va a interesar andar escuchando las historias de las cosas que hacíamos juntos? ¿O tú crees que alguna vez nos vamos a juntar para hablar de los viejos tiempos? Me duele la cabeza. ¿Podrías decirme qué hora es, si no fuera mucha la molestia? Gracias. Tengo tanto sueño que los párpados se me están cerrando solos. Qué sé yo qué va a pasar, por la chucha. Si te va bien y el huevón éste resulta ser el hombre de tu vida, tus recuerdos de mí se van a ir aconchando lentamente en un rincón de tu cerebro. Y en un momento no vas a saber qué corresponde a mí y qué corresponde al Lengua de Queso, y si alguien más después del Encías de Fierro, qué corresponde a ese alguien más, y al final tus recuerdos van a ser como una majamama tibia a la que recurres para que te dé un poco de calor, para que te ancle un poco con una mujer que fuiste antes, en el pasado, una que era menos suelta, que tenía menos arrugas y las tetas y el poto más firmes. Y vas a pensar en esa mujer eras tú y poco importará quién estaba contigo en esos momentos que recuerdas. Así va a ser la huevá y no hay nada que hacer al respecto. Y a mí me va a pasar lo mismo, alguna cosa tuya quedará grabada completamente en mi memoria, tal vez sea esa vez que tostabas pan y se te quemó y te lo comiste igual, pero eso va a ser todo, y el resto será un territorio incierto de voces y momentos de los cuales no voy a estar muy seguro. Y fíjate que tal vez me acuerde de una idiotez, tal vez las cosas que ahora pienso que son importantes de ti se me van a borrar completamente y eso me quedará de ti, la imagen de dos marraquetas quemadas, su sabor salado, y todo esto de que te hayas acostado o no con un tipo ni siquiera existirá. Así es la cosa, así es la historia. Todavía queda un poco antes de que las micros empiecen a pasar de nuevo, todavía tengo que quedarme aquí un rato más. Hace mucho frío, es cierto, pero qué le voy a hacer. Tal vez tengas razón, tal vez hablar hace bien, pero todavía no me convenzo del todo. Chucha, me duele la cabeza, estoy como si me hubiera pasado toda la Garra Blanca por encima. 87 ¿Viste? No dije que eras una puta. Te lo grité muchas veces, pero ahora no lo dije. Bueno, te sonará raro, pero si quieres, hablemos un poco más: tengo hasta que las micros vuelvan a pasar. Total, a estas alturas del partido, la huevá da lo mismo. Si quieres, hablemos un rato, juguemos a que somos dos viejos amigos que se juntan a tomar un trago, que van curándose de a poco, que, mientras conversan, ven reinar y abdicar la noche sobre Santiago. 88 89 90 Montreal siempre estuvo cerca. La noche en que Universidad de Chile hizo pebre a los cogoteros en el Monumental, la noche en que el Bulla fue un ejército victorioso sobre las ruinas del estadio de Colo Colo, la noche en que la “U” añadía, por fin, la estrella número ocho a su bandera, los aviones siguieron remontando el vuelo en Pudahuel hacia lugares en que la “U” era sólo una parte del alfabeto. Tú ibas en uno de esos aviones. Ibas sentado junto a la ventanilla y mientras te elevabas podías ver los fuegos artificiales azules estallando sobre un mar de luces amarillas; un pequeño plumero eléctrico en el espacio. Sabías lo que estaba pasando. Te fuiste con la oreja conectada a la pequeña radio portátil hasta que la señal desapareció. Después de eso viste las nubes desde arriba, iluminadas por la luna. Viste las estrellas más de cerca. Viste montañas y mar. La noche junto a la ventanilla de un avión en pleno vuelo te puede hacer olvidar muchas cosas, te puede hacer creer que eres otra persona. Miami te puede hacer creer lo mismo, pero ese alguien diferente que eres durante las horas de espera en ese aeropuerto es muy posible que no te guste. Ves fotos de fútbol americano en los diarios y, si bien nunca has comprendido cómo es posible que haya gente en el mundo que pueda vivir sin que le guste la “U”, en ese momento no te puedes explicar en tu cabeza cómo hay gente que puede vivir sin el verdadero fútbol. A Montreal se llega casi siempre de noche, casi siempre con frío y con nieve. El taxi que tomas a la salida del aeropuerto emprende el viaje por carreteras brillantes, con carteles en sus costados escritos en francés e inglés o sólo en francés. La nieve en los campos y en las casas más allá de la carretera tiene un fulgor de neón, bajo la luz de la luna, y te imaginas que en algunos lugares, con esos colores, la vida puede ser distinta. 91 Es muy tarde cuando llegas al centro de la ciudad y el taxi te deja en el hotel. Cuando te instalas en la habitación descubres que tienes hambre y pides que te suban algo. ESPN no tiene fútbol “latino”, y si lo va a tener, será como en una semana más, y es muy probable que en una semana más ya no estés aquí. Entonces te tiras en la cama, giras, enfrentas el teléfono y piensas que en todas partes del mundo los teléfonos son iguales. En Santiago las líneas estuvieron copadas anoche, la gente se puso de acuerdo para ir a la celebración de la “U” en el centro. En Montreal las calles de noche tienen una timidez respetuosa que te descoloca. En Montreal sólo la nieve hace ruido al caer en sus calles. Al día siguiente te demoras mucho en salir de la cama. El agua de la ducha tiene un olor a cloro que crees anormal, pero en la recepción te tranquilizan. Miras por la ventana las calles blancas. La gente camina lentamente, tratando de no tropezar. El recepcionista te ataja en el hall y te dice que has olvidado los guantes y que puede hacer que el botones suba para traértelos. Tú no tienes guantes y la gente en Montreal comienza a ser demasiado amable. El tipo te sugiere comprar y cuando ya has caminado una cuadra en la calle, le encuentras razón, así que entras a un lugar en la esquina y te compras unos guantes de ski muy rojos y muy fosforescentes. En invierno no es una ciudad para pasear. Andrea te lo dijo muchas veces, tú le respondías que no había frío que te pudiese parar, le contaste de esa vez que acompañaste a la “U” a Concepción y cómo la lluvia empapó tu ropa. Ahora sabes que en invierno no es una ciudad para pasear. Es una ciudad para otras cosas, para buscarla a ella en las calles, por ejemplo, con el secreto deseo de encontrarle mientras arrugas en tu bolsillo el papel donde tienes anotada su dirección. 92 Montreal, en realidad, tiene esos millones de pasillos subterráneos por donde caminas ahora. La nieve en tu pelo se derrite. Piensas en la estación de metro “Universidad de Chile”, pero sabes que no es igual. Vas hasta esas máquinas rojas, echas medio dólar, abres y piensas en salir escapando con todos esos diarios y venderlos después, pero quién te los va a comprar. Te sientas en un café y en las páginas de deporte del Globe and Mail pasas por jugadores de hockey sobre hielo que no conoces, por basquetbolistas negros y gigantes, por tipos de terno que no sabes qué están haciendo allí, hasta que en un costado de abajo, a la izquierda, encuentras un recuadro con South American Soccer: dos líneas dicen que la “U” se tituló campeón del fútbol chileno al vencer a Colo Colo por cinco goles a uno. Y sería todo, pero te sientes bien y el café está condenadamente bueno y los dueños son brasileños; pero tratas de hablar con el hijo que no sabe portugués y mucho menos entiende castellano. Cuando sales a la calle nuevamente sientes que cada vez que parpadeas la película de lágrimas que envuelve tus ojos se quiebra, y tratas de que no ocurra, o de abandonar el lugar lo antes posible. Aspiras hondo y haces parar un taxi. El tipo te pregunta adónde vas y tú le das la dirección de Andrea. Piensas en que deberías haberle avisado que venías o, por lo menos, llamarla desde tu hotel. Te esperas que el barrio donde Andrea vive sea así porque lo has visto muchas veces en fotos, conoces la casa de ladrillos, el color de los jardines ahora cubiertos por la nieve, las flores que salen en la pequeña, lejana, pero potente primavera de Quebec. Aunque el taxista te mira para atrás y te pregunta ahora qué, te bajas y caminas. Sabes el nombre de la calle, el número de la casa, pero de todas maneras registras en tus bolsillos hasta encontrar el papel arrugado y sabes que sí, que si das unos pasos más allá encontrarás su casa. 93 No necesitas nada más cuando llegas porque quieres demasiado como para olvidar. Pero mientras caminas y estás a unos metros, se abre la puerta y Andrea sale. Sale con un tipo y ninguno de los dos te ha visto mientras se dirigen a un auto amarillo que espera frente a la casa. Él lleva un terno muy elegante y ella está también como para salir. Antes de que abra la puerta del auto la tomas del brazo y la saludas. Ella se da vuelta y simplemente abre su boca y te nombra. -¿Cuándo llegaste? -Ayer. -¿Y por qué no avisaste? -La “U” salió campeona. Andrea se ríe y no sabe qué más decir. El tipo no entiende castellano y se queda allí, esperando que Andrea te presente. Ella tiene la misma luz de siempre en sus ojos, y la nieve cae, no deja de caer sobre ella. Cuando pasa su mano por tu rostro, comprendes que la nieve, tal vez, no dejará de caer nunca sobre Andrea. Han pasado los años y desde ese lejano campeonato que te perdiste por estar en un avión, la “U” no ha hecho nada más que cosechar victorias, triunfos que te han hecho vibrar y que te han hecho feliz, si no para siempre, al menos por un momento. Desde entonces, sin embargo, no ha pasado un día, un solo día en que no pienses en esa muchacha de Montreal y en todo lo que significó para ti. Y aunque sabes que la distancia que los separa es mucha, y que el tiempo ha pasado como un camión sobre ustedes dos, cuánto te gustaría aparecer de nuevo en esa ciudad refrigerada, tomarla del brazo, invitarla a bailar. Y mientras la música hace que tu boca se acerque a su oído, que tu cuerpo se pliegue al de ella, cómo quisieras fingir que no ha pasado nada, que los dos siguen siendo los mismos de siempre, los de cuando ella estaba acá. 94 95 96 Historia en la arena. Javier me llama a la oficina, pero no estoy, y me deja dicho que va a pasar todo el día en la clínica porque a su hermano lo trasladaron a la Unidad de Cuidado Intensivo y yo pienso que, desde ahora en adelante, el camino se hace todavía más empinado. Pienso en piedras y en gravilla, en lluvias y en barro. Cuando llego a la clínica vengo de atravesar casi todo Santiago. Se me olvidó, como siempre, poner el protector solar y el auto es un horno donde todo quema. Los semáforos complotan contra mí y a favor de Javier poniéndose todos en verde, así que llego a la clínica rápido y sin pintarme. Cuando me bajo del auto y avanzo por el estacionamiento el calor me golpea, y entonces suena el celular y lo dejo sonar un rato para que quien sea que llama se aburra y cuelgue, pero al final no aguanto más y la Graciela en la oficina me pregunta si es que voy a volver hoy y yo le digo que no sé, aunque en realidad quiero decir no. Traspasando la puerta de la clínica hay aire acondicionado y respiro y miro a la gente que está sentada. No me he sacado los anteojos de sol, así que me los saco, pero no veo a Javier, y me acerco a la recepción y pregunto por Cristóbal y me dicen que sí, que lo llevaron a la UCI en la mañana, y que la familia podría estar en el cuarto piso, pero no me aseguran nada porque no, no los ubican. Como he venido antes, ya sé dónde está el baño, así que voy y cuando estoy adentro me encuentro con la Julia Wilms y me pregunta por mi mamá y yo le digo que bien, pero no le hago caso y comienzo a pintarme y la dejo que me pregunte por Javier y por Cristóbal, porque ella ya debe saber, siempre sabe todo antes, aunque pase encerrada en su casa y no conozca a nadie. Ella dice cosas como qué terrible, qué horrible, y que tendrá a Cristóbal presente en sus oraciones. Yo le doy las gracias y no le ruego que se quede. En el cuarto piso no está ni el tío ni la tía y sólo hay unos escolares perdidos que me preguntan si conozco a Cristóbal y resultan ser sus compañeros de curso. Me siento un rato en un sofá que hay 97 en el pasillo esperando que aparezca alguien, pero no aparece nadie, así que por si acaso marco el número de Javier y sólo suena la contestadora y ni siquiera le dejo un beso bien ruidoso como otras veces que lo llamo, y al rato se acerca un tipo con barba que me pregunta también si conozco a Cristóbal y resulta ser el profesor jefe y me acuerdo que ando con minifalda, por el calor, pero al rato pienso que nada que ver y que lo importante es Cristóbal. Con el profesor vamos hasta la recepción del cuarto piso, donde hay unas enfermeras que me confirman que no podemos entrar a ver a Cristóbal por ningún motivo y que no saben dónde está la familia. Trato de definir qué voy a hacer ahora y lo único que sé es que no voy a volver a la oficina, y me despido del tipo, y la despedida suena como si él me estuviera tuteando, pero yo no a él. Debe tener la edad de Javier, aunque Javier se ve más cabro chico, a Javier no se le nota la edad y la Pati Arata siempre dándole con que soy una profanadora de cunas cuando el Javier tiene apenas un año menos que yo, un año casi justo. Como el marcador del ascensor dice que está en el primer piso, abro la puerta de las escaleras y empiezo a bajar por ellas sin saber muy bien hacia dónde voy, y pienso un poco en Cristóbal jugando paletas en la playa conmigo y otro poco en Javier y un poco más en que no me puedo ir de la clínica, que tengo que quedarme a pesar de que me estén dando hartas ganas de irme, aunque en realidad son más ganas de que esto no le hubiera pasado nunca al Cristóbal para que así el Javier estuviera como siempre es, y me gustaría que hubiera alguien cerca a quien poder echarle la culpa de todo, y después ir al cine, relajarme en un pub, tomarme un trago o algo con el Javi, quedarnos dormidos súper cansados. En el tercer piso hay gente esperando no sé qué cosa, pero no está Javier ni el tío ni la tía. La cordillera se ve inmensa y café y se ven también unos árboles gigantes por lo que no pasa ni el viento. Hay una máquina que vende bebidas y busco en la cartera sencillo mientras camino a la máquina, y cuando me voy dando cuenta de que no tengo monedas, me entra la duda de si acaso confirmé el segundo tramo de los Goycochea en Europa, ese que incluía San 98 Petersburgo, los países bálticos y Finlandia. Los Goycochea son amigos de mi mamá y cumplen cuarenta años de casados. Llamo por celular a la Graciela, pero está ocupado y cuelgo. Me apoyo contra el ventanal, de frente a los ascensores, abro la cartera para sacar los cigarros y enciendo uno a pesar de que está prohibido, pero después me arrepiento y lo aprieto contra el basurero y en eso se abre por un segundo la puerta del ascensor y Javier está dentro. No me alcanza a ver, porque está atento arriba, al marcador que señala los pisos, tiene la pera un poco levantada y se ve como divertido, pero las puertas se cierran y el ascensor sigue para el segundo piso, así que parto corriendo a las escaleras para alcanzar el ascensor abajo. Se me caen los lentes, los recojo y sigo. Lo único que diferencia a un piso de otro en esta clínica es el color de las alfombras, al cabo de un tiempo una va conociendo bien cada rincón y yo creo que, después de mi departamento del de Javier, éste es el lugar en que más me he fijado cómo es, no por nada no Javier andamos por acá como desde hace cuatro días. Antes, el Cristóbal estaba en este piso y lo venía a ver y todo, y le decía que le iba a hacer gancho con la Nicole, que es la hermana chica de la Vanessa Camus, un poco menor que él, y el pobrecito se ponía todo colorado. Es todo un caballero el Cristóbal, pero es demasiado serio para la edad que tiene y a mí me da la impresión de que no se divierte como otros niños. Entonces abro la puerta del pasillo de Pediatría y el sol sólo se ve en una ventana al final. En el pasillo sólo hay luz eléctrica, y veo la espalda de Javier avanzando, pasando entre las enfermeras y niños en sillas de ruedas. Me pongo a correr, los anteojos se me vuelven a caer de la cara, pero alcanzo a agarrarlos en el aire y decido dejarlos en la mano, aunque esté toda traspirada, y las enfermeras me ven pasar corriendo. Alguien me pregunta adónde voy y Javier desaparece en uno de los cuartos. Yo abro unos cinco segundos después y él me mira con cara de que acá no pasa nada raro. -Hola- me dice. 99 Está sentado en la cama que antes ocupaba su hermano, donde ahora no hay sábanas ni nada, está sentado frente a la ventana desde donde se ve el estacionamiento. Tiene en las manos una pequeña libreta de notas y un lápiz, me mira con una sonrisa y todos los dientes le brillan y parece muy tranquilo, cualquiera diría que hasta está contento. -¿Qué estás haciendo aquí?- le digo. Me sale un poco brusco, como si lo estuviera retando y nada que ver, pobrecito, así que carraspeo un poco, hago como que la corrida por el pasillo me cansó más de la cuenta, me acerco y lo beso en la boca. -Es la pieza en que estaba el enano- me dice. -Ya sé. Te estuve buscando por toda la clínica. ¿Hay novedades? -Ninguna. Javier se queda en silencio y mira por la ventana para afuera. Desde donde estamos, sólo podemos ver el estacionamiento de la Clínica. Me acerco a la ventana y veo mi auto y los autos de los doctores que ocupan los estacionamientos donde hay sombra. Veo un enfermero que pasa y pasa también un perro y después el estacionamiento se queda tranquilo. -Te llamé a tu casa, pensé que te habías ido- le digo. Él hace un ruido con la boca que podría significar cualquier cosa, mira para afuera y se pone a notar en la libreta. -Le dije a la Graciela que no voy a volver, pero se me olvidó el segundo tramo del viaje de los Goycochea, esos amigos de mamá, ¿te acuerdas que te conté? Así que debería volver a la oficina aunque no tengo muchas ganas. Yo creo que no voy a volver a la oficina, aunque debería. Javier sigue anotando cosas en la libreta y se levanta de la cama y se acerca hasta donde estoy yo y cuando creo que me va a dar un beso, sigue mirando con más atención el estacionamiento y sigue anotando cosas en la libreta. 100 -¿Tus papás dónde están? –le pregunto-. Porque si se quieren ir para la casa a descansar yo me puedo quedar, total ya le dije a la Graciela que no pensaba ir y lo del segundo tramo lo puedo arreglar mañana con la gente de Lufthansa, total la Queca Fuentes me debe como cien mil favores, no creo que la gente se esté dando cuchilladas por ir a Siberia en invierno. Si quieres, dile a los tíos que se vayan y yo me quedo y si quieres puedes irte a descansar también tú, mi amor, ¿has estado acá todo el día o fuiste a trabajar? -He estado acá. ¿Ese es tu auto? En los ojos de Javier el estacionamiento de la clínica se curva. -¿Qué? -En el estacionamiento. -Sí, es el mío. Deja un rato la libretita al lado y me mira. -¿Ese hueco lo encontraste vacío o justo iba saliendo alguien? -¿El hueco? Estaba vacío. No, miento, iba saliendo alguien. -¿Qué? -Un Peugeot. -¿Peugeot? ¿Qué Peugeot? -Un doscientos cinco. -¿Un junior? -No, un doscientos cinco. -¿Y de qué color? -No me acuerdo, pues Javier. -¿Qué color?, Sole, cómo no te vas a acordar. -Así medio gris, mi amor, no sé. -Gracias101 Anota en la libreta Peugeot, anota 205, anota gris. Tiene otras cosas escritas en la libreta, tiene otros autos, horas, colores. Tiene anotadas cosas como doctor Sepúlveda sale, abre, saca maleta, cierra, delantal, pantalón blanco, vuelve. Tiene dibujadas flechas que van y vienen. -Ese Peugeot estuvo muy poco –dice-, no lo alcancé a notar. Voy a tener que dejar guardia-. Y se ríe. Me mira y me acaricia el pelo. -¿Puedo preguntarte algo? Pero Javier está ya en la puerta y lo alcanzo a oír respondiéndome “después” y ni siquiera cierra la puerta, sino que deja que se cierre sola. Se aleja corriendo y yo me asomo al pasillo, pero ya ha desaparecido. Así que vuelvo a la pieza vacía y abro el clóset y quedan un par de cosas de Cristóbal ahí adentro y cuando cierro el clóset me doy cuenta de que no sé qué hacer, y tomo el celular, pero también está el teléfono de la pieza y no sé por cuál de los dos llamar, así que no llamo, y pienso en Javier y en Cristóbal y en que la tía debería saber esto, pero después pienso que le daría pena, y pienso que el tío debería saber esto, pero nunca me he atrevido a hablar mucho con él, no me da confianza, y me siento y espero a Javier suponiendo que volverá en algún momento y me pregunto a qué lugares de Europa iría con él en el caso de que los dos estuviéramos muy viejos y pienso que no a Rusia. Javier vuelve y tiene el pelo desordenado y la camisa abierta. Todavía anda con la libreta en la mano y por su respiración se nota que bajó tan rápido como subió. -¿Alguna novedad?- pregunta. -Por acá ninguna –le digo yo-. ¿Por allá? -Acá es lo que importa- dice, y camina rápido hasta la ventana y se queda mirando el estacionamiento y luego mira las anotaciones en la libreta y después escribe algo. -¿Puedo saber qué…? -Es para el enano –me interrumpe-. Él me pidió. 102 -¿Te pidió qué? -Venir y contarle lo que pasa. Me lo pidió antes de que vinieran a llevárselo. En la UCI lo tienen todo el rato mirando el techo. -¿Lo que pasa? No pasa mucho-le digo. -Acá al menos veía el estacionamiento. Sale Volvo café. Cuatro y media. Mujer, pelo blanco. Abajo la Julia Wilms se sube a su Volvo y, aunque ha chocado como trescientas veces sacando eñl auto desde estacionamiento y el seguro ya no le paga nada, consigue hacerlo bien y comienza a salir de la clínica. -Javier. -¿Qué? Pobrecito, me acerco y lo abrazo, pero como que me da la corriente y lo siento sin muchas ganas de que lo abracen. Me sonríe y me besa en la boca, pero rápido. -Me pasó esta libretita donde anota sus cosas –dice. -¿Y te has pasado en eso todo el día? Un escarabajo entra y dobla para ocupar el lugar que dejó la Julia Wilms. Una señora pasa con una bolsa en los brazos y parece que lleva ropa. Un pájaro se posa en la mitad del estacionamiento, mira para los dos lados y después vuela. -Sí- dice él sin dejar de anotar-. Todo el día. De pronto me pasa el lápiz y saca una hoja de la libreta. “Atenta”, me dice, e indica el estacionamiento. Javier da esas trancadas largas y me acuerdo cómo caminaba esa vez cuando me llevó a mí y al Cristóbal a ver a la “U”. Es lo único raro que tiene Javier y su familia, que les gusta la Chile, yo siempre he andado con gallos de la Católica, como de San Carlos de Apoquindo, pero supongo que son cosas como esa las que hacen que la relación con Javier sea como entretenida. Esa vez que me llevó al estadio caminaba con esas 103 zancadas gigantes, “para agarrar asiento”, decía, y yo no entendía porque me imaginaba que me llevaba bajo la marquesina, donde me habían dicho que los asientos eran numerados; y nada, de repente estaba entrando a la galería del Estadio Nacional, y los rotos me gritaban de todo y él se enfrentó con uno de ellos con unos garabatos que ni yo conocía y tuve que agarrarlo para que no fuera a pelearse a combos y me asusté y nos peleamos. El Cristóbal nos escuchaba en silencio esa vez, cuando volvíamos a la casa en el auto. Antes de que Javier cierre la puerta lo detengo. -Javi. Y él se da vuelta y me dice: -¿Qué? -¿Y Cristóbal escucha lo que le dices? -No sé. Yo le hablo a la oreja. Dicen que sí. Pero no sé. Me gustaría tener un brazo de tres metros para agarrarlo del cuello y sentarlo para que se tranquilice. -Javier. -A la vuelta, ¿ya? Se escapa por el pasillo y me quedo de nuevo sola, con la hojita de papel y el lápiz, mirando por la ventana. Me siento un poco ridícula; sin embargo, mientras pasan los minutos pienso que me gustaría anotar que el sol se está poniendo, que los colores en el cielo cambian, pero falta mucho rato para eso todavía. El pavimento es negro y los autos brillan con el sol y dentro de ellos todo es un horno. Veo mi auto que está sin la protección solar otra vez, pero espero que cuando me vaya de acá sea de noche y ya todo se haya enfriado. Pienso en los Goycochea preparando las maletas y me acuerdo que mañana a la Graciela le operan a la mamá, así que voy a tener que ir a la oficina del señor Goycochea yo, por la cresta, al centro, por la cresta, con el calor y todo. Y mañana en la noche ojalá que Javier me lleve a ese lugar donde me encantaron las Margaritas 104 que hacen, claro que no sé si mi mamá vaya a hacer esa comida ridícula mañana, que sería el cumpleaños de mi papá, donde va la Wilms y todos esos viejos que fueron sus amigos en vida, porque si es así tendríamos que ir a Viña donde mi mamá, y es una lata, porque además ella nos hace dormir en piezas distintas al Javier y a mí, pero qué se le va a hacer. No le dije a Javier que la vieja del Volvo era la Julia Wilms y pienso anotarlo en el papelito, pero no lo hago, y tomo el celular y llamo a la Queca Fuentes de Lufthansa, pero ya se fue, viaja rumbo a su casa o a la de su amante por algún lugar de las calles horrorosas de calor, lejos de la ventana y de la clínica, lejos de lo escrito en la libreta de Cristóbal. 105 106 Medianoche mirando día. Antes, estar a favor o en contra de Gustavo Córdoba, el hombre más temido por el periodismo de entonces, tenía mucha importancia: uno podía matar o morir por culpa de él. Ahora, recordando esa época, me atrevo a decir que parece parte de una película. Lo parece mucho más si se está aquí, en este balcón, en esta playa, Reñaca, que siempre, atravesando todos los gobiernos y toda la sangre y todas las sirenas de policía, ha tenido la facultad de permanecer ajena a todo, concentrándose sólo en sí misma y olvidándose del resto. Hace algunos años Reñaca era un mal ejemplo. Lo contrario a la solidaridad, qué se yo, al triunfo del No, a la democracia. Ahora es como si todos estuviésemos intentando aprender algo de lugares como éste. Como si estuviéramos en clases intensivas para alcanzar a adaptarnos a tiempo. Al menos ya nadie nos culpa por querer hacerlo. Ya no somos “traidores”, “revisionistas”, “oportunistas”, “vendidos”. El futuro de Chile ya no está en nuestras manos. Ahora los jóvenes son otros. La carne de cañón se ha renovado y los cañones, por el momento, están en silencio. Observo la playa y a los últimos surfistas que montan olas, que se desplazan sobre ellas acariciándolas, amando la libertad que da el mar un fin de semana, la promesa de Isla de Pascua o Australia, miles de kilómetros más al Oeste, la lejanía de una ciudad que asfixia. Es la última hora de la tarde, y la multitud sobre la arena empieza a recoger sus toallas, sus mates y a subirse a sus autos con patentes blancas o negras, a copar las avenidas y las carreteras rumbo a las duchas y a la diversión nocturna. Gustavo Córdoba me alcanza un vaso con hielo y me lo llena de whisky. Pese a que conozco al detalle cada minuto de su vida, pese a que en mi archivo personal tengo apiladas casi un metro de fotografías de él, a pesar de que en mi mente me he formado una y otra vez la imagen de este encuentro, ésta es la primera ocasión 107 en que lo tengo cara a cara. Y aunque siempre pensé que cuando esta entrevista ocurriera de verdad el que haría las preguntas sería él (este balcón sería un sótano y este asiento una plataforma de metal), nada de eso ocurre y, en cambio, me siento tranquilo. El Gustavo Córdoba que está frente a mí no es de temer. Es un hombre viejo, de rostro redondo y rojo que, a pesar de la brisa del mar, suda por cada poro de su piel. -Claudia debe ser uno de esos puntitos que andan sobre esas cosas- confiesa, con la vista fija en los surfistas-. Pon eso si quieres. Ponlo por ella, no por mí. La Claudia va a ser una de las estrellas de esa burrada. Ya vas a ver. Ella es mucho más interesante que yo. Además, es más bonita. No pierdas el tiempo conmigo: anda a hacerle el reportaje a ella. Por un momento pienso que me está dando una orden, que la entrevista se ha cancelado, pero después el “Huaso” se relaja y vuelve a su asiento con la botella de whisky, llena su vaso y espera. Durante semanas he dado vueltas una y otra vez en mi cabeza, el cuestionario, el orden de las preguntas para esta entrevista. He abierto el cajón de más debajo de mi cómoda para volver al archivo, he hecho llamadas, he hablado con gente, me he preguntado cuántas personas van a leer esto, a cuántas les interesará de verdad. Por lo menos la “U” ahora anda bien, y por primera vez en años está peleando un campeonato, dejando atrás los años negros en que Gustavo Córdoba fue su presidente; y creo que la gente que es de la “U” ahora se ocupa de otras cosas, la página se ha dado vuelta, y gracias a Dios que es así. Pienso también en la otra gente que, al leer el nombre de Gustavo Córdoba impreso en alguna parte, podría interesarse en los familiares de los desaparecidos; y también mi mente vaga por los rostros de los oscuros y anónimos funcionarios que trabajaron con él y que ahora andan por cualquier calle o ciudad, trabajando como todos, manteniendo a sus familias, mezclándose con los civiles. Dónde están los desaparecidos es una de las preguntas que está en mi cuestionario, pero obviamente es un saludo a la bandera, una oportunidad que se echa a volar para ver qué pasa, sabiendo que el viento es malo y débil, que siempre lo será cuando un gran cerro lo está tapando. 108 Lo que me ha traído hasta Gustavo Córdoba es otra cosa, algo que está mucho más allá y mucho más acá de la política y de los Derechos Humanos, de la historia de Chile de la Universidad de Chile. Lo que me hace estar frente a Gustavo Córdoba, aceptar beber con él de su whisky, compartir el ocaso desde el balcón de su departamento, tiene que ver con la tranquilidad que se le nota, con su panza, con sus manos que no tiemblan, con el bien decorado departamento que no parece para nada frío, con los buenos chistes que contó a la hora de almuerzo y que, con sorpresa y algo de horror, descubrí que me hicieron reír, con Claudia. -Claudia siempre ha tenido buen gusto-le digo-. Se le sigue notando. -¿Lo dices por la decoración o por mí?-pregunta riendo. -Por la decoración. Córdoba le da un trago a su whisky y lo deja en la mitad. Después mira para adentro y asiente. El departamento es amplio y blanco, y de una de las paredes cuelga una foto de él junto a Claudia, tomada –me informaron al llegar- en México. Ahí, a pesar de la diferencia de edad, no parecen un abuelo con su nieta, sino lo que son de verdad: marido y mujer. También hay grandes vasijas de algún tipo de áspera cerámica blanca, mullidos sofás, una alfombra y muchos libros esparcidos por todas partes. Las ventanas están limpias: es un trabajo que el propio Cristóbal hace todas las tardes para ver mejor la puesta de sol, porque no todos los atardeceres son iguales a éste, no todos son tranquilos, casi siempre hay un viento endemoniado que impide permanecer en el balcón por más de cinco minutos, y la brisa del mar arrastra partículas de sal que chocan contra el vidrio y lo van cubriendo de a poco. Gustavo Córdoba aprovecha estos raros momentos en que puede estar en la terraza casi sin hacer caso de mí, como si yo no fuera más que un accidente ajeno a él, en la carretera que une Santiago y Valparaíso. Claudia lo ha convencido de que me reciba (sé que 109 hasta a ella le ha costado trabajo hacerlo), y por un momento pienso en él imaginándose que yo soy parte del precio que debe pagar, después de todo, por Claudia eso sí, solamente por ella, porque estoy seguro de que por lo otro considera que no hay nada que pagar, más aún si ahora hasta sus viejos enemigos piensan igual que él, aunque, claro, cuando los verdaderos enemigos de uno son un puñado de fantasmas, no hay mucho de qué preocuparse. Es fácil desde esta posición mirarlo –su cara, su cuerpo echado hacia atrás- y pensar qué era lo que todos temían de él hasta hace cinco años; porque definitivamente en este balcón, en este lugar, eso no se ve. Ahora, frente a mí, tan sólo hay un hombre viejo que sonríe despreocupadamente, porque tal vez está enamorado, porque acaso ha tenido la suerte de encontrar alguien que lo quiera. ¿Y qué pasa con todo lo de atrás? No lo sé. El “Huaso” Córdoba nació en 1933, en Copihue, un pequeño pueblo, casi un caserío entre Parral y Linares, en lo que es hoy la Séptima Región. Su padre era capataz en un fundo. Su madre murió al dar a luz a su hermano Pedro, quien ahora es ministro de la Corte Suprema. Al concluir la educación primaria, entró a la Escuela Militar. Al graduarse se casó con la hermana de un compañero de promoción, de la cual enviudó pocos años más tarde. El matrimonio no tuvo hijos. Después de eso, el Ejército fue su vida, su hogar y su pasión hasta 1979, cuando se retiró voluntariamente con el grado de Teniente Coronel, para asumir la presidencia del Club Deportivo Universidad de Chile. Esa es la historia conocida, la que sale en el diccionario biográfico de Chile. La otra historia del “Huaso” Córdoba la sabe sólo la gente para la cual él, para bien o para mal, aunque en realidad más para mal que para bien, significa algo. 110 Esta otra historia comienza con la serie de destinaciones –las más inverosímiles del Ejército- que caracterizaron la carrera militar del “Huaso”. Durante más de veinte años, los cinco continentes y los lugares más apartados de Chile conocieron la presencia de Córdoba. Su prolongada viudez era mal vista por sus compañeros de armas, sobre todo por los maridos –muchas veces colegas suyos- de los centenares de mujeres que los rumores le adjudican hasta hoy. De modo que no había nada mejor que mantenerlo alejado. -Antes del golpe- comienza el “Huaso” apenas prendo la grabadorame especialicé en explosivos en Panamá. Eso fue como en mayo o junio del setenta y tres, no recuerdo bien. Pero no pienses lo típico. No tuvo nada que ver con el pronunciamiento. Yo era un capitán de cuarenta y dos años al que le habían asignado esa comisión porque alguno de mis superiores tenía esta idea fija, esta obsesión con respecto a la penetración del Sur, de lo que son hoy las regiones Décima y undécima, la actual carretera Presidente Pinochet. No pienses que te estoy dando información chueca, era verdad que no sabía yo nada del pronunciamiento durante mi permanencia en Panamá, y tampoco tenían idea los superiores que me destinaron allá. Fíjate tú que tan inocente era el viaje, que a la vuelta, a fines de septiembre (me enteré de los sucesos allá y quedé absolutamente en el aire, no sabía qué pasaba), no tenía idea de cómo se combatía el terrorismo con los principios que había aprendido volando cerros en la montaña. Tuve que aprender todo de nuevo. Tenía la base, claro, pero en Santiago tuve que investigar yo. En Panamá todo lo que vi fueron colinas, cómo hacer cresta cerros para dejar un espacio para el camino, nada más. En diciembre de 1973, el entonces capitán Córdoba fue asignado a una de las divisiones más desconocidas de la seguridad del nuevo gobierno, un grupo que ocupaba unas oscuras oficinas en calle Dieciocho. Era el Departamento de Control de Explosivos de la Dirección Nacional de Inteligencia Nacional, conocido más en confianza por su sigla: DECEX. 111 En el papel, el DECEX estaba encargado de la “seguridad, buen manejo, control periódico y asesoría técnica de todo el material explosivo en poder de los demás departamentos de la Dirección de Inteligencia Nacional”, pero en la práctica se encargaría de controlar menos y actuar más, y más allá del molde que lo contenía: la propia DINA. Su jefe máximo fue, de inmediato, Córdoba, pese a la oposición de la mayoría de las cúpulas. En todo el Ejército de Chile era el único oficial que dominaba a cabalidad el “estado del arte” relacionado con los materiales explosivos. -Por ejemplo, suponte tú, en un operativo se le incautaban ocho kilos de amón gelatina al MIR. En esos años el amón gelatina recién hacía su aparición, y estos tipos ya la tenían. Bueno, como sea. Nuestra misión era ir hasta donde los tipos que estaban cuidando el lugar donde había sido el operativo, evaluar el tipo de material explosivo que se incautaba, darle a los gallos las indicaciones para que lo manejaran bien, qué sé yo, que no lo agitaran, que no fumaran encima (había gente así de huevona, no te sorprendas), velar porque el explosivo llegara bien a la bodega, dar nuevas indicaciones ahí, y buenas noches los pastores. Como puedes ver, el DECEX nunca tuvo en realidad una acción directa, era más bien una asesoría indirecta. Todo lo que se diga de más es puro chamullo. -El resto del aparato de seguridad… ¿los miraba en menos o algo así por no participar directamente de las operaciones? -No, para nada, nos respetaban porque éramos los únicos que sabíamos del asunto, y gracias a nosotros nunca hubo una tragedia grande que lamentar en nuestras bodegas, apenas quemaduras leves, estupideces de ese tipo. Fíjate tú que la gran mayoría de las veces en que hubo problemas, eran los pacos los que salían heridos; ellos se metían a jugar con estas cosas que no conocían, qué sé yo, guardaban material en sus comisarias y no nos avisaban, pero cantidades ínfimas, el resto de las incautaciones las teníamos guardadas nosotros, bien seguras, eso hacíamos, eso era lo que sabíamos hacer y punto. 112 -¿Me está diciendo que ustedes nunca hicieron explotar una bomba? ¿Ni para Año Nuevo? -Al descampado, solamente al descampado, para hacer desaparecer el material o para estudiar el tipo de explosión. Nos interesaba evaluar bien ese tipo de cosas, los otros gallos iban evolucionando en sus formas de terrorismo y teníamos que estar al día. -O sea que ustedes aprendían de ellos. -Bueno… es un decir, ¿no crees? Nadie sabe exactamente cuál fue la primera operación directa de la DECEX, la primera que Gustavo Córdoba no está dispuesto a reconocer. Algunas personas con las que he hablado señalan el derrumbe de una casa en La Serena, en febrero de 1974. Otros, un atentado a una torre de alta tensión en Santiago, adjudicado al MIR, en mayo de ese mismo año, donde murieron tres militantes de ese movimiento. Como sea, a partir de 1974, las operaciones no reconocidas de la DECEX hacia el exterior de la Dirección de Inteligencia fueron cada vez más requeridas por los altos mandos. Si las guerrillas urbanas izquierdistas en algún momento pensaron que en las bombas estaba el futuro del enfrentamiento directo, militar, con el régimen, es a Gustavo Córdoba a quien tienen que culpar por haber frustrado esa posibilidad. Con una efectividad mortífera, ese primer año de actividad Córdoba y sus hombres llevaron a cabo ciento cuarenta y tres operaciones, veinte de las cuales fueron de acción directa, nada de asesorías ni embalajes ni mantenciones en bodegas. Los de la DECEX volaron casas, autos, torres de electricidad, incluso puentes. Estas nuevas operaciones al año siguiente fueron plenamente autorizadas (aunque en forma confidencial). Las bombas, si las colocaban profesionales, no dejaban rastros. Los incendios, luego del estallido, consumían todo lo que significara molestas preguntas posteriores y ahorraban las mentiras que había que fabricar para responderlas. -Era un trabajo que podría calificarse de rutinario. Todo lo contrario de las mentiras que andan contando ahora, de que hacíamos volar 113 por los aires a cuanto cristiano se nos pusiera por delante. Mucho archivo, mucho trabajo de laboratorio. Sí, teníamos uno pequeño, para hacer las pruebas y ver qué nuevos materiales estaban llegando. Y eso era todo. El resto ni siquiera me molesto en desmentirlo. Y pon eso en letras bien grandes. Una noche de noviembre de 1976, Gustavo Córdoba bajó de su Fiat 125 particular y pisó barro. Él y uno de sus hombres habían viajado toda la noche desde Santiago, y ahora se encontraban en un terreno húmedo y agreste, al borde de una playa en la costa de la Araucanía, lejos de todo. El “Huaso” contempló la oscuridad del camino ripiado hacia ambos lados, encendió un cigarro y luego le alcanzó uno a su chofer. Hacía frío y, como pudo, subió el cuello de su abrigo en un vano intento para que le tapara totalmente las orejas. Esperó quince minutos, en silencio, hasta que escuchó el ruido del camión que venía del Sur. Después vio las luces. El 23 de noviembre de 1976, la noche en que Gustavo Córdoba vio avanzar ese camión, la DINA comenzaba una serie de operaciones más importantes, secretas y terroríficas de toda su historia. En ellas el DECEX iba a protagonizar el papel principal. Fue un trabajo que se prolongó por años y que los hizo abandonar cualquier otro tipo de operaciones que hasta ese momento hubieran llevado a cabo. Ese camión que se acercaba hasta el “Huaso” Córdoba venía cargado con veinte cadáveres de militantes izquierdistas muertos en los campos de concentración que el régimen había instalado en el Sur. La misión del DECEX consistiría, desde esa noche y durante varias noches durante muchos años, en hacer desaparecer los restos mortales de esas personas. -¿Qué hay de los rumores? Puerto Saavedra, Contulmo, Lonquimay, Putre, todos esos lugares que se mencionan como cementerios de desaparecidos. -¿Y? ¡Que se mencionen, pues! Qué me dicen a mí. 114 -Dicen que usted, que la DECEX dinamitó cadáveres en todas esas partes. -¿Eso dicen? Fíjate tú. No me habían avisado. El método empleado por la DECEX en Puerto Saavedra esa primera noche de operaciones arrojó un resultado más que satisfactorio en relación a objetivos que se había fijado la jefatura de la DINA. Gustavo Córdoba comenzó a ser requerido cada vez con más frecuencia. La DECEX empezó a fijar turnos, a controlar que las decenas de sitios de entierro en los lugares de detención fueran efectivamente limpiados de cadáveres, a preocuparse de que no quedara ni siquiera el más mínimo rastro de cualquier persona muerta a manos de los Servicios de Seguridad o de las Fuerzas Armadas. Las actividades de “Acción directa” de la DECEX se mantuvieron constantes hasta que, en un comentado golpe de timón, el ex presidente Pinochet cambió el nombre y las jefaturas de la Dirección de Inteligencia. Sin embargo, Córdoba, aunque ya no con las mismas tareas, siguió siendo una especie de respetada eminencia al interior del complejo club de los jefes de los Servicios de Seguridad. Durante su período de actividad, y al contrario de muchos de sus pares y superiores, nunca perdió la sangre fría en el transcurso de sus misiones. Pese a que su labor ha sido descrita en documentos confidenciales como “formidable”, Córdoba jamás invitó a nadie a contemplar las explosiones, ni mucho menos fotografió, ni se jactó de su trabajo ni lo comentó ante el resto de la DINA. Impuso al DECEX una disciplina férrea, un código del silencio que transformó en alma y corazón del departamento, aunque, como todo código, fue quebrado por un par de sus colaboradores que fueron quienes me relataron lo que él, desde este balcón, niega enfáticamente. -Hasta cuando con la burrada esa, oye- dice más aburrido que enojado-. Es hora de dar vuelta la página. Aunque inventen e inventen quien mató hace veinte años a esos comunistas, nada de eso va a devolverles la vida. 115 Así que ¿para qué seguir con el asuntito? Yo creía que me ibas a preguntar cosas de la “U”, que estás escribiendo la historia del club, al menos eso me dijo la Claudia. Sólo por eso le dije que bueno, que te recibiría. -A eso iba- le respondo-. Pero usted, gracias a su paso por la “U”, se transformó en un personaje público, y al leer la entrevista, la hinchada va a querer saber si… -Bueno, ya sabe. Ya sabe lo que tengo que decir. No maté a nadie, no dinamité a nadie, ni muerto ni vivo. Sigamos con la entrevista. Dios mío, esta niñita a qué hora pensará volver. Los dos miramos hacia la playa, como si pensáramos que a simple vista podemos ver a Claudia subiendo su tabla de surf al auto, prendiendo el motor, dirigiéndose de vuelta al departamento. Tal vez el “Huaso” lo haga de verdad; deduzco que cada tarde, antes de que el sol se ponga, repite el mismo procedimiento, y que la vista se le ha mejorado. -Tal vez siga en las olas hasta que el sol se ponga –sugiero-. Así aprovecha que no hay viento. -No –dice resuelto-. Me tiene prometido que va a ver todas las tardes la puesta de sol conmigo. No me ha fallado nunca. -¿Hace cuánto están acá? –le pregunto, pero él hace como que no escuchó, y sigue concentrado en el reflejo del sol sobre el mar. Quedan aún unos veinte minutos de sol sobre la diáfana línea del horizonte, sin nubes que amenacen con tapar las estrellas, a la noche. Si alguien ha cambiado en este matrimonio, pienso, ese alguien debe ser Claudia, Claudia regalando minutos de playa y de olas a su viejo marido. -Muy bien –le digo a Córdoba-. Aún tenemos tiempo. Vamos con la “U”. -Espérate –me dice, y se levanta del sofá, va hasta la botella de whisky, avanza hasta mí con ella y me llena el vaso que descansa sobre la baranda, recortándose contra el océano azul. 116 Como las operaciones eran un tema que no se tocaba en las oficinas de la DINA, lo que distinguía a Gustavo Córdoba entre sus pares era su irrestricto fanatismo por Universidad de Chile. -No sé por qué era así –asegura-. Tal vez de cabro chico, de la primera vez que vine a Santiago, con un tío, el año cuarenta, y vi a la “U” campeona. Tengo vagos recuerdos de esa vez, pero los tengo, y fíjate tú que yo tenía apenas nueve años, era un muchacho, un pendex como diría la Claudia. Me acuerdo de haber visto a la gente llenando los estadios, al Pulpo Simian bajo los tres palos. No puedes negar que para un niño que viene de Copihue eso tiene que ser algo impresionante. Después, después, bueno, la “U” siempre fue el único vicio que tuve, incluso en la Escuela Militar. Y luego vino el Ballet Azul, imagínate, recuerdo que me escapaba del regimiento para ir a verlo jugar, que algunos superiores míos –colocolinos- me castigaban. Y todos esos años que estuve destacado en provincia vivía los fines de semana con la oreja pegada a la radio; durante esas horas el mundo se borraba para mí, me importaba un carajo. No te voy a decir lo que era este asunto cuando estaba en el extranjero: llegaba a matar por saber algo de la “U”. Tengo dentro de mí ese tipo de cosas que no se pueden borrar. Cuando el “Huaso” abandonó el Ejército, en vez de replegarse en la oscuridad y el silencio como la gran mayoría de la gente que salió de la DINA al mismo tiempo que él, comenzó a llenar frenéticamente páginas y páginas de diarios. Pero no era la crónica roja o las páginas políticas, y ni siquiera eran los titulares de los periódicos que clandestinamente circulaban en Santiago los que portaban su fotografía, sus ácidos discursos y sus contundentes declaraciones. Eran las páginas deportivas. Gustavo Córdoba se perfilaba como uno de los candidatos más seguros a ganar la presidencia de Universidad de Chile. -Te estoy hablando del año 79 –dice-. Diez años que no salíamos campeones, imagínate, un escándalo. 117 Ahora eso a nadie le importa, ya van no sé cuántos años sin ganar nada, ya perdí la cuenta, es cierto, pero qué va, te estoy hablando de esa época. La “U” estaba comandada por un montón de ignorantes, los mismos que la dirigen ahora no más. Le faltaba disciplina a la institución, cada huevón hacía lo que quería. Había que poner orden en la casa, era la única manera de salir campeones. El período de Gustavo Córdoba frente a Universidad de Chile tuvo un estreno de lujo. A pesar de haber perdido el campeonato de 1980, ese año marcó la vuelta de la “U” a las competencias internacionales: el equipo ganó la clasificación para la Copa Libertadores de América. Sin embargo, pocos el año ochenta preveían que el ingreso de la “U” en los grandes circuitos del dinero internacional iba a traer consigo el descalabro institucional más grande de su historia. Esta parte de la vida del “Huaso” es menos privada que la anterior. Durante el transcurso de la investigación previa a esta entrevista, encontré cientos de personas, hinchas y antiguos dirigentes, ansiosos de mostrar cómo Gustavo Córdoba traspasó para su bolsillo el dinero de la “U”, y cómo, durante sus ocho años de administración, la “U” casi desapareció del mapa del fútbol. Las acusaciones que pesan sobre él son muchas y muy graves. Sin embargo, el “Huaso” está tranquilo. Cinco años después de su alejamiento del club, la Corte Suprema, que como ministro tenía a su hermano Pedro (quien, eso sí, se declaró incompetente para el proceso), lo absolvió de toda responsabilidad con respecto a los catorce millones de dólares que se esfumaron de las distintas cuentas corrientes de la “U” durante su administración. -Qué se esfumaron ni qué ocho cuartos –dice con firmeza, y es la primera vez que lo veo enojado de verdad, rojo, agitando sus grandes y gruesos brazos, olvidándose del vaso que descansa en su mano-. ¡En ese tiempo compramos un estadio y un sitio para construirlo! 118 -Un estadio prefabricado cuyos fierros después se vendieron como chatarra, porque durante años se oxidaron en la aduana de Iquique –le recuerdo-. El club dijo que no tenía la plata para hacer la internación. -Los hijos de perra que no me querían ver en la dirigencia del club arreglaron eso. La plata estaba. Cómo se te ocurre que voy a comprar un estadio entero si después no tengo la plata para pagar los derechos de internación. Lo que pasó fue que ellos, la banda de buitres, empezaron a adquirir deudas y más deudas, compraban jugadores últimos de malos a precios astronómicos. Y qué podía hacer yo, si estaba, como dice la Claudia, “en otra”. Estaba preocupado de la grandeza del club, no estaba calentando el asiento en una oficina. A la “U” había que refundarla, yo la quería eficiente, grande, gloriosa. Y mientras yo viajaba a cada pequeño pueblo a organizar sedes de la barra de la “U”, para que nunca fuéramos visita en ninguna ciudad de Chile, en mi ausencia los ratones se dedicaban a aserruchar lo que yo avanzaba. -¿Y por qué no lo querían a usted? –le pregunto- ¿Por feo? El “Huaso” recupera la risa y el aire jovial. -Por política-dice como si no le importara, como si hablara de una película que vio en el cine-. Todas esas ratas demócratacristianas no me soportaban. En 1985, un triple asesinato con degollamiento de tres dirigentes comunistas choqueó a Chile. Fue el crimen más espeluznante cometido por los Servicios de Seguridad del régimen militar. El recuerdo de la sangre fría y la impunidad con que actuaron los asesinos aún hoy conmueve al país. Uno de ellos, Santiago Nattino, un publicista, había inscrito una semana antes de su asesinato su postulación a la presidencia de Universidad de Chile. Era la primera vez que, en una elección realizada durante la presidencia de Córdoba, éste enfrentaba algún tipo de oposición. Hoy en día son pocos los dirigentes de la “U” que saben de la participación de Nattino en la campaña del 85. Como no alcanzó 119 a haber debate ni campaña, y sólo pudo firmar su inscripción, casi nada se sabe de él en ese aspecto. La prensa de la época que conocía el hecho calló lo que sabía. Las revistas opositoras no se enteraron nunca tal vez, porque jamás imaginaron que podía haber una conexión con un equipo de fútbol en el caso de los Degollados. Y los registros de la “U” de esa época hoy son ceniza; un “cortocircuito” dio cuenta de ellos pocos meses después del asesinato. -He escuchado esa mierda antes –dice Córdoba-. Y si tenías pensado preguntarme por Nattino, te ahorro la saliva y te respondo: no lo maté yo, no tengo idea quién lo hizo. Quizás los mismos comunistas por hacerle olitas al gobierno. La investigación posterior, accidentada y demorada durante años, reveló que muchos de los implicados en el crimen de los profesionales degollados habían trabajado con Córdoba en el DECEX. Por lo menos dos de ellos fueron formados personalmente por él. Por otra parte, una de las mayores dudas que aún persiste en el caso es el motivo del asesinato de Nattino. Las otras dos personas representaban, para los Servicios de Seguridad, una amenaza desde hacía mucho tiempo; no así el publicista quien, pese a militar en el Partido Comunista, no estaba en la mira directa de los continuadores de la DINA en la época del asesinato. Como sea, el hecho de que Nattino iba de candidato a la elección fue silenciado totalmente, y lo concreto fue que el “Huaso” siguió frente a la “U” por algunos años más. Sin embargo su férreo gobierno del club, y su personalidad (que sus ex colaboradores describen como “monárquica”), no se tradujeron en victorias, sino en fracaso tras fracaso deportivo. Además, la barra se puso en su contra, lo consideraban un infiltrado del gobierno en la “U”. Los viejos dirigentes de la entonces Barra Oficial me han comentado la tesis que se manejaba en esa época: Córdoba –en realidad un colocolino- había sido puesto por Pinochet –otro colocolino- en el cargo sólo para destruir a la “U” y dejar el camino libre al club albo. No se puede negar que la situación económica del “Huaso” mejoró luego de su paso por la presidencia de la “U”, a la que renunció cuando el equipo descendió, por primera vez en sus más de cuarenta 120 años de historia, a la Segunda División del fútbol. Es verdad que ahora estamos sentados en el balcón de su departamento de 180 metros cuadrados en Reñaca Alto, pero también estamos en un edificio que construyó y vendió él mismo hace un par de años. Córdoba posee, además, otros ocho edificios repartidos entre Reñaca, Con Con y Pucón, e incluso dos en Angra dos Reis, Brasil. Por si fuera poco, el “Huaso” es accionista mayoritario y participa en el directorio de cinco compañías. El año pasado pagó doscientos treinta millones doscientos veintitrés mil seiscientos quince pesos en impuestos. -Sí, tengo plata; pero me la he ganado yo solo, con estos brazos, mira, y con esta cabeza. Toca. No está hueca ¿te das cuenta? –dice mientras hace que le toque la cabeza como si estuviera golpeando una puerta-. Además, no todo ha sido color de rosa. La plata no me la gano quedándome en la casa ni levantándome a las dos de la tarde. -Supongo que a la Claudia tampoco se la ganó así –le digo. -No –me responde sonriendo-. Tuve que ir a muchas discotecas y recitales para ganármela. Yo, que soy de la época de Frank Sinatra, imagínate. -A la Claudia le gusta Sinatra. -Ah, entonces era cierto que le gustaba de antes. Yo no le creía. -Créale ahora. Gustavo Córdoba cierra los ojos. Definitivamente Claudia no ha cambiado nada desde que estaba en la Escuela de Periodismo. Después de tres años, y al contrario de lo que le ha sucedido a la mayoría de los del curso, al menos a los pocos que sigo viendo, parece que ´para ella el término de la carrera significó el final de las incertidumbres, no el principio; y ahora alrededor de su vida percibo sólo brillo y una felicidad contenida que, por respeto, intenta no enseñarla demasiado al 121 resto del mundo. Por lo menos imagino que eso hace conmigo. Lo digo porque mientras converso con el “Huaso”, Claudia ha entrado en el balcón sin que nos diéramos cuenta, como si algo de lo que su marido practicó durante años en la DINA se le hubiera traspasado mágicamente. Sigue bella y fina, como siempre, y todavía tiene puesto el traje térmico de surf. Me mira con la cabeza ladeada, porque con una toalla se está secando su largo pelo rubio. -Hola –me dice. -Hola –digo. -¿Se han llevado bien? -De lo mejor –le respondo. -¿Mi marido no se ha puesto celoso? –me pregunta. -Tendrías que preguntarle a él mismo. -Ya estoy viejo para esas cosas –le dice Córdoba, y con su gran mano busca su cintura y la atrae hasta él y la besa en la boca. -¿Cómo es posible que sigan acá? –nos dice como si fuera nuestra madre- ¿No se han dado cuenta que está empezando a hacer frío? -Queríamos ver la puesta de sol –le dice Córdoba. Claudia entonces se acerca a él y le pellizca la mejilla, y después se sienta a su lado y lo abraza. -Veámosla –le dice, estirando sus pies mojados y salados hasta ponerlos sobre la mesa. Sobre el horizonte el sol actúa como un inmenso faro naranja, el crepúsculo tiñe todo con su luz traicionera de día falso, de eclipse incompleto, de farol destruido por una piedra. Esperamos unos segundos y entonces ocurre. La cabeza, el largo pelo de Claudia descansa sobre el pecho de Gustavo Córdoba, mientras el sol se sumerge en el mar y en su cara proyecta el cambio de los colores, del naranja al rojo, del rojo al púrpura. El “Huaso” toma la mano de su esposa y pasa sus dedos sobre los de ella. 122 Lo hace lentamente, como si Claudia fuera de arena y el más ligero movimiento en falso la fuera a desarmar. Los dos se quedan quietos, muy quietos; son dos estatuas en el balcón hasta que la última curvatura de sol desaparece en el mar. Entonces Claudia se pone de pie, como si alguien hubiera vuelto a dar la corriente eléctrica que recorre su cuerpo. -Entren –nos ordena-. Se van a morir de frío aquí. -Estás toda mojada-le dice su marido-. No te preocupes de nosotros y anda a ducharte. -Milico mandón –ríe ella, me guiña el ojo y después se tira encima de Córdoba y comienza a hacerle cosquillas en los costados y a besarlo en todas partes de la cara. “Mandón, mandón, mandón”, le grita con una vocecilla aguda. Córdoba la abraza fuerte y cuando Claudia descubre que no tiene fuerza para despegarse de su abrazo comienza a chillar y a insultarlo. El “Huaso” se ríe muy fuerte y la desafía a soltarse por sus propios medios, y la voz de Claudia retrocede años en el tiempo, cada vez más niña de seis años, durante minutos, hasta que en un suspiro le comunica a su esposo que se rinde, que la suelte, y cuando Córdoba lo hace, ella le pega una patada en los tobillos, y él la vuelve a tomar de la cintura, la bota sobre el sofá y se tira encima para dejar un gran beso en su boca. Cuando todo termina, Claudia se aparta el pelo de la cara y me queda mirando, respirando agitada por el esfuerzo. El “Huaso” se vuelve a meter dentro del pantalón la camisa que Claudia le ha levantado al hacerle cosquillas. Parece menos cansado que ella. -La medianoche mira al día-dice misteriosamente, alargando las palabras como si detrás de cada una de ellas hubiera un juramento que lo obliga a recorrer mentalmente, ida y vuelta, el espacio que, desde el crepúsculo, lo separa de la medianoche y del día. Entonces acerca su boca al cuerpo de Claudia, baja el cierre del traje de surf y en su estómago deposita un beso que deja ahí por un rato que me parece eterno. Claudia se ríe mientras le acaricia la cabeza. 123 -Es una lesera que me dice siempre –me confiesa. -¿Y qué significa? -¿Me lo preguntas para ponerlo en tu reportaje? -Depende de lo que respondas. Nos quedamos un segundo callados. La noche empieza a hacerse notar ahora, los contornos se hacen difusos, las figuras poco probables. -¿Le decimos? –consulta Claudia a su esposo. Entonces el “Huaso”, el temible “Huaso” Córdoba, lejos de todos los pronósticos y de todas las maldiciones, ajeno a la justicia y a los derechos de los hombres, atrae a su mujer, la sienta en sus rodillas, y niega lentamente con la cabeza, mientras acaricia ese largo pelo rubio que hace algunos años atrás, cuando creíamos que el bien se imponía sobre el mal de una manera cristalina y absoluta, yo también acaricié. 124 125 126 Campeón, llorar, señoritas story. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. Pablo Neruda. Buenas tarde Santiago, buenas tardes Chile. Desde aquí, desde una carretera perdida en el norte de nuestro país, damos comienzo a esta transmisión que, muy probablemente, no saldrá más allá del interior de este automóvil descompuesto, que, muy probablemente, apenas se exportará a los dos metros de desierto inmediatamente circundantes a este vehículo en el cual hasta hace unas horas viajábamos hacia la ciudad de El Salvador, con la idea de presenciar la tarde gloriosa en que la “U”, la Universidad de Chile, el equipo mágico, se ciña la octava corona de su gloriosa carrera deportiva. Pero una jugarreta del destino, una traición perpetrada contra este coche, nos ha dejado en la mitad de este desierto que –y podemos asegurarlo con absoluto conocimiento de causa- no es sólo físico, sino también moral y sicológico. Es un excelente campo de experimentación para poner a prueba el temple y el carácter. Respetados auditores, el hecho es que mientras Universidad de Chile, el león azul, disputa los últimos cuarenta y cinco minutos de este campeonato mil novecientos noventa y cuatro, nos encontramos abandonados, absolutamente solos en medio de la nada, con las piedras, el calor abrasador y el profundísimo color azul que Dios, nuestro Señor, derramó sobre el cielo de estas regiones, como únicos testigos de nuestro destino. ¿Cómo llegamos a esta situación? A mí no me extrañaría que gente ligada a la Universidad Católica sea la responsable de este extraño desperfecto mecánico. Porque, queridos amigos y amigas, sepan ustedes que el día de anteayer a este automóvil le fue efectuada una exhaustiva revisión técnica, la cual determinó que el vehículo se encontraba en perfectas condiciones para efectuar el viaje. Sin embargo, de improviso, cuando llevábamos más de la mitad del 127 trayecto recorrido, el automóvil falló. Yo pregunto a la audiencia: ¿qué conclusiones quieren que saquemos? ¿Qué es lo que piensan nuestros amables oyentes, ahora que conocen en detalle la situación que nos afecta? Habría que ser un ciego o un extraviado mental para no darse cuenta que esta insólito incidente automovilístico encaja perfectamente en la estrategia que algunos elementos de la Universidad Católica –y no digo que todos, digo que sólo algunoshan venido empleando durante las últimas semanas para evitar que la “U” salga campeona. Es cierto que la frustración es tan grande como el deseo que teníamos de presenciar, en vivo y en directo, el momento de la ansiada vuelta olímpica azul. Sin embargo hay un hecho que demuestra que, hagan lo que hagan, nuestros rivales no nos pueden amargar la fiesta, y no es que estemos –como se dice vulgarmente- picados. Ese hecho es indesmentible: Universidad Católica gastó millones de dólares en tener un plantel de primera categoría y la “U”, actuando un poco como el Ladrón de Bagdad, le arrebató el título. La frustración de ellos, por lo tanto, es infinitamente superior a la que podamos sentir nosotros por este minúsculo contratiempo. Porque aunque es verdad que la “U” juega ahora en una cancha de fútbol, también está jugando en nuestros corazones, de modo que, hagan las cochinadas que hagan, jamás podrán alejarnos del equipo de nuestros amores. Así que pueden dejarnos botados en el desierto e, incluso, pueden dejarnos botados en la luna si quieren; pero no nos van a quitar la alegría inmensa de ver flamear el pabellón azul en el tope del mástil de la gloria. Esa alegría, pase lo que pase, vengan los terremotos que vengan, así se salga el mar y arrase con esta larga y angosta faja de tierra, esa alegría digo, perdurará en todos los que tienen el corazón azul. Y podremos recurrir a ella cuando queramos. Queridos amigos, sepan ustedes que desde nuestra ubicación, aquí en la carretera, hemos visto pasar una infinidad de automóviles con las azules insignias de la “U” emergiendo de las ventanas. Niños, mujeres, hombres de todas partes del país se han dirigido a la fiesta que, lamentablemente, nosotros no podremos disfrutar. 128 Hemos observado gente que van en buses, en las partes de atrás de las camionetas, que se mueve en motos o, simplemente, recorre a pie el desierto, pidiendo que los demás vehículos la lleven a El Salvador. El peregrinaje de este pueblo azul concluyó hace un par de horas y, en estos momentos, la carretera se presenta vacía y silenciosa frente a nuestros ojos. La paz del desierto se ve interrumpida esporádicamente por camiones de carga que se lanzan a toda velocidad por la ruta, y permítannos ustedes aventurar la teoría de que los choferes de esos vehículos pertenecen a equipos sin trascendencia como Colo Colo o la misma Universidad Católica, ya que de otra manera estarían donde hay que estar en este minuto: presenciando el juego de la ”U”. Sin embargo, y pese a todo lo que se pueda pensar, tenemos que decir que no estamos solos en esta transmisión. A falta de presencia directa, las demás radioemisoras son nuestros ojos en El Salvador. Aquí, en la carretera, como en casi cualquier parte del país, las ondas de la banda de amplitud modulada dan fe de lo que nuestros colegas de las estaciones presentes en la ciudad minera relatan en sus micrófonos. Y el sonido de esas voces llevando hasta nosotros el último partido de la “U” es un bálsamo que nos protege del calor, del frío, del polvo y, por que no reconocerlo, señoras y señores, considerando que somos gente que no le hace asco a los sentimientos, considerando que somos de la “U”, nos protege también de la soledad. Empleando este procedimiento es como, respetable audiencia, nos hemos enterado de que la “U” no ha dejado de atacar el arco de Cobresal. Que los once leones que visten de azul buscan desesperadamente el gol que les otorgue la victoria. Lamentablemente, también hemos sabido que hace cosa de minutos, un jugador de Cobresal logró vencer al gran Superman Vargas, estableciendo una ventaja parcial para el elenco nortino. Son, por lo tanto, momentos de intenso dramatismo para la hinchada azul. Y, para este humilde relator que, desde este automóvil abandonado, no relata para nadie más que para él mismo, éste es, indudablemente, uno de los instantes más 129 significativos de su vida. Pero ya que de momentos importantes se trata, y ya que en estos instantes de incertidumbre la soledad se asoma por los vidrios del automóvil como la cabeza de la Medusa y de algún modo debemos conjurarla, queremos aprovechar la ocasión, si ustedes nos lo permiten, para enviar un mensaje a una dama en Santiago que, aunque no nos está escuchando, bueno… por qué no hablarle, por qué no imaginarse que el desierto es ella. Porque la “U” va perdiendo y este hecho nos trae a la memoria otra pérdida, una de orden más personal, acaso tan grande como si este cero-uno con el que va cayendo Universidad de Chile se mantuviera hasta el final de los noventa minutos. ¿Sabrán ustedes disculparnos si, por unos minutos, tocamos el tema de la señorita en cuestión? Ella muchas veces le dijo a este relator, más bien dicho conminó a este humilde periodista deportivo a que dejara fluir sus sentimientos. Y claro, aunque muchas veces, principalmente para gente que no ha entendido a cabalidad qué significa ser de la “U”, jactarse de que el equipo está primero que el amor de pareja es algo común, permítanme responderle a la señorita ésta que, en realidad, estaba muy equivocada. Nosotros dejábamos salir nuestros sentimientos. Nosotros la amábamos; si, la amábamos, y vamos a decirlo con fuerza y vamos a hacer hincapié y vamos a dejarlo muy en claro porque hay por ahí algunos dirigentes irresponsables que andan diciendo que no, que lo nuestro era en realidad egoísmo y que nunca hubo amor. Yo me pregunto: ¿qué saben del amor estas personas? ¿Qué saben de esa dama y de este relator? No saben nada. Hablan por hablar. Hablan, quizás, influenciados por lo que la señorita les dice ahora; pero, en rigor, la señorita de ahora no tiene mucho que ver con la señorita de antes. Al menos, en lo que a este periodista se refiere. Es cierto que no poníamos con ella la misma pasión que ponemos cuando estamos alentando a la “U”. Pero eso no tiene nada que ver con más o con menos, no hay operaciones matemáticas que intervengan en este asunto. A ella la amábamos con una pasión distinta, pero en ningún caso inferior. La amábamos día a día, noche a noche, 130 palabra a palabra, discusión a discusión, sábana a sábana. Que no se nos notara era otra historia. Que ella no lo advirtiera era otra cosa. Incluso, que ella lo notara pero no le sirviera era una materia totalmente distinta a lo que constituía el centro del problema. Porque, en el fondo, siempre fue un problema solucionable, por los problemas se pueden solucionar, es cosa de conversarlos. Ya ven ustedes el desastre que hasta hace tres años era la “U”, y mírenla donde está ahora: a la par que Universidad Católica y todas sus contrataciones multimillonarias, a punto de ser campeona si es que le hace un gol, apenas un gol, a Cobresal, un equipo ya descendido a la Segunda División del fútbol. A propósito, queridos oyentes, no se impacienten con respecto al partido. Según lo que capta nuestro aparato de radio, las cosas siguen igual, la “U” buscando el gol como endemoniada, aunque sin mucha claridad ofensiva. En cuanto haya un cambio en el marcador, se lo haremos saber. Porque lo que nos interesa en este minuto es aclarar las cosas. Las otras cosas, por supuesto. Lo que esta dama en Santiago cuenta respecto a nosotros. Aunque ella lo niega, por supuesto. Ella niega que a las amistades comunes les ha dicho que nosotros somos incapaces de amar. Que nuestros sentimientos están tan escondidos como la cuenta corriente de un narcotraficante. Que muchas mañanas ella sentía que despertaba abrazando a un oso de peluche. ¡Qué cantidad de calumnias encierra el amor, amigos y amigas! Pero, tal como en el fútbol, bajo la superficie de mentiras, pequeñas envidias y rastreras zancadillas, si uno bucea, puede encontrar perlas. Y tal como en el fútbol existe la “U”, existe esa hinchada gloriosa de corazón puro; en nuestro amor por esta dama –que reconocemos pudo haber sido árido y rudo y, si es que fue así, fue a consecuencia de nuestra personalidad-, existía una fuerza incontrolable y unas ganas de darle de patadas en el culo al mundo hasta que reventara. 131 Nos han llegado rumores de que en la actualidad esta señorita está ligada sentimentalmente a una persona en específico. Una persona que, señora, señor, tiene el gusto en el trasero. Y conste que no decimos que tiene el gusto en sus posaderas por su relación con la dama a la que hacemos referencia, a quien sin duda seguimos respetando porque somos caballeros. Lo decimos porque este personaje a quien hacemos mención es un reconocido hincha de Universidad Católica. Y de esta manera, señoras y señores, el panorama se va aclarando, pues, ¿quién sino él pudo haber entrado a hurtadillas en la intimidad de nuestro hogar y, con malas artes, intervenir mecánicamente este automóvil? Y conste que no queremos pensar mal de la señorita, que no tenemos ganas de imaginárnosla dando instrucciones a este ser humano respecto de cómo llegar a nuestra casa, cómo convencer al portero del edificio de que nos conoce y que debe sacar algo de nuestro automóvil, que tiene la llave. Y no queremos pensar que este hincha de Universidad Católica haya hecho lo que hizo por una razón tan baja como puede ser impresionar a la dama y así lograr que ella acceda más rápidamente a sus requerimientos de índole sexual. No, no, no. Nosotros somos optimistas, nosotros, por ser de la “U”, nos hemos hecho en la adversidad y preferimos creer que el mundo es brillante y limpio y maravilloso. Amigos y amigas, pensemos que este pequeñoamante-latino-cruzado hizo lo que hizo por amor a su equipo, porque sintió en él el impulso irrefrenable de hacer todo lo posible, ya sea legal o ilegal, para ayudar a su club. Pero atención. Atención que Marcelo Salas se va en demanda de la portería de Cobresal. Salas va entrando al área rival, hay un hombre que intenta darle alcance, hágalo Marcelo, denos el regalo… ¡PENAL! ¿Cobró o no? Hay penal clarísimo, estamos seguros de que… ¡Cobró! ATENCIÓN QUE HAY PENAL EN EL SALVADOR. PENAL A MARCELO SALAS. PENAL PARA LA “U”. La gente de Cobresal rodea al árbitro para reclamar… ¿Qué reclama esa gente, señoras y señores? ¡Que se dediquen a jugar y no a reclamar! Atención la “U”. Atención azules desde Arica a Punta Arenas. Estamos a un gol de ser campeones, a un escaso gol. 132 La pelota está a doce pasos del título. Momento de gran expectación. Patricio Mardones es el encargado de ponerla dentro de la red. El cañonero de la “U”. El verdugo de los penales. Dios santo, por favor que lo haga. Por favor, por favor, que lo haga. Patricio Mardones frente al balón. Comienza a correr, dispara… ¡GOOOOOOOL! ¡GOL, GOL, GOL, GOL, DE LA “U”! ¡GOOOOOOOOOOOOOOO OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL! ¡DESDE LOS DOCE PASOS, CON UNA SANGRE FRÍA MONUMENTAL, PATRICIO MARDONES ACABA DE DESCONTAR PARA UNIVERSIDAD DE CHILE! ¡LA “U” UNO, COBRESAL UNO! ¡LA “U” A PUNTO DE TITULARSE CAMPEÓN DEL FÚTBOL PROFESIONAL CHILENO! ¡Qué tarde más maravillosa estamos viviendo, señora, señor, niño azul! Desde este lugar perdido nos imaginamos la alegría que empieza a crecer en los corazones azules, esta vez para quedarse. Qué grande es la “U”. Está jugando mal este partido, los nervios amenazan desde todos los costados, pero de todas maneras qué grande es. Estamos a escasos minutos de ver coronados todos nuestros sueños. Basta que el juez dé el pitazo final a este eléctrico partido y ya la “U” es campeona. ¡Qué increíble pronunciar la palabra “campeón”! ¡Qué sonido tiene en los labios y en la boca! ¡Qué sabor dulce! Señoras y señores, dejemos a un lado las pequeñas menudencias a las que hacíamos referencia momentos atrás en la transmisión. Ahora que parece que hasta las piedras a ambos costados de la carretera se han puesto azules, imitando el color de Chile, de este potente cielo, digamos una verdad irrefutable: esto no tiene comparación con nada, esto es más fuerte que todo. Les cuento que en estos precisos momentos estamos haciendo sonar la bocina de nuestro vehículo como endemoniados, que la nota ronca y monocorde que da el claxon del automóvil viaja transportada por el viento a todo lo largo de nuestro país, uniéndose así a millones de bocinas en decenas de ciudades que comienzan a celebrar la estrella más hermosa de toda la historia de la “U”. 133 Y por qué no pensar que el sonido de esta solitaria bocina que saluda a la “U” desde el desierto no viaja a la capital colgada de las nubes y del viento y se deposita en los oídos de una señorita, otra señorita, una distinta, porque después de una señorita viene otra señorita, otra que también se lleva clavada al corazón, por menos tiempo, es cierto, pero ya dijimos que estas cosas no se trataban ni de más ni de menos. Y si a alguien echamos de menos en este minuto de soledad, es a esa señorita y no a la anterior, queridos amigos, porque la vida a veces es como un tren que pasa a toda velocidad. Sí, amigos, dediquémosle estos momentos mágicos en que la “U” está a minutos de tocar el cielo a esta señorita, que no tiene problemas para dejarnos marchar a más de mil kilómetros de Santiago a ver a la “U”, que se admira de lo que un equipo como el equipo mágico pueda hacerle a una hinchada, que secretamente, y de eso estamos seguros, respeta los mecanismos sutiles, secretos, místicos y misteriosos que gobiernan la pasión azul. Para ella entonces, para ti este golazo de Pato Mardones, y más todavía, estos minutos de gozo previos al pitazo final. Para ti mi temblor, mi sudor, mi nervio, mi soledad que se puede ir al carajo o puede quedarse o puede hacer lo que quiera, yo aquí estaré con la “U”, con la dama ésta, conectado mágicamente a través del viento y las palabras, conectado tan mágicamente como lo estoy al resto de ustedes. En estos momentos, señora, señor, he salido del automóvil y siento en mi rostro la sequedad del viento desértico, los miles de piedrecillas que se me clavan en la piel. En este minuto, amables radioescuchas, procedo a abrir la caja de maletas del automóvil y saco una botella de cerveza que me dispongo a despachar. Todavía hace calor en este paraje donde en unos instantes más, apenas el sol se esconda, reinará el frío, el olvido y la oscuridad. Y sólo el viento emite ululantes sonidos en este lugar alejado de la mano de Dios, como si hubiera un bosque y un lobo lejano. ¡Vamos “U”, qué grande eres! Qué pequeñas se ven las tragedias de la vida cotidiana desde esta perspectiva. La historia nuestra y de la dama envidiosa, por ejemplo, qué mezquina la contemplamos, parados en la atalaya que nos brinda este instante de gloria, superior a cualquier desperfecto 134 Amigos, amigas, el partido está por finalizar. Estamos presenciando, viviendo, empapándonos de un momento histórico, una piedra angular de decenas de miles de vidas a lo largo del país. Ahí viene un automóvil, señoras y señores, ahí se acerca un automóvil por la carretera, todavía es parte del espejismo de agua que domina el horizonte, pero ya está saliendo, se acerca cada vez más, ahí viene. Nos posicionaremos cerca de la ventanilla del conductor para hacer sonar la bocina y saludar su paso. ¿Dónde está la bandera la “U”? En el asiento de atrás. Ahí está, la tengo. Ahí viene el automóvil, amigas y amigos. Veremos si es de la “U”, si toca su bocina… Ahí viene… ¡Es de la “U”! ¡Grande la “U”! ¡Nos estamos saludando, tocando la bocina, agitando las banderas! ¡Campeones! ¡Campeones! Ahí se va el auto. Era de la “U”. ¿Quién no es de la “U”? ¡Que se presente para darle una patada en la raja, amigos! Miremos el reloj… el partido debería concluir en los próximos instantes. El Campeonato Nacional está por expirar de un instante a otro. Culminará con un gran campeón: Universidad de Chile. ¡TERMINÓ EL PARTIDO! ¡LA “U” CAMPEONA! ¡Los jugadores se abrazan en la mitad de la cancha! ¡Grande, grande, grande, grande! Casi no hay palabras para expresar lo que sentimos en este momento. ¿Qué podemos decir, qué chucha podemos decir? Digamos que, de estar aquí, la primera señorita no creería lo que está viendo. Creería que estas lágrimas, que esta respiración entrecortada, que este sabor en la boca son algo así como una representación, una actuación, una función de teatro. La segunda señorita no. La segunda señorita, para quien esta transmisión es, se daría cuenta de lo que está pasando en la soledad de este automóvil. Notaría que lo que está floreciendo en la mitad del desierto es nuestro yo más profundo, ese que todos, que todos y cada uno de nosotros, incluso la señorita número uno, guardamos como nuestro tesoro más preciado. ¡VAMOS LA “U”! Lo que la señorita primera no supo advertir, queridos oyentes, es que a veces las cosas que uno busca están a la vuelta de la esquina. ¡Cuánto más dulce es que la “U” salga campeona ahora y no, por ejemplo, en 1976 o en 1980, 135 cuando estuvo a punto! ¿Y qué haría la señorita dos en caso de estar en este auto, con nosotros? ¡Que venga, señoras y señores, que venga y que toque la electricidad que despide mi organismo, que beba de las lágrimas que espontáneamente me salen de los ojos! ¡Puedo llenarle una copa, la copa del campeonato, la Libertadores de América, la Intercontinental con mis lágrimas! Amigos y amigas, creo que nos hemos excedido un poco en la emoción. Es cierto que ahora sólo vienen los abrazos y las celebraciones. Discúlpennos si llenamos el aire de esta forma, pero ¿de qué otra manera se puede llenar? Como el papel vacío, de palabras, de indefensas y pequeñas palabras que en vano amenazan al silencio de este desierto. Todas las palabras están de más, amigos, es cierto. Si es que pudiéramos hacerlo, ésta sería la hora de volver a casa. 136 137
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