Empieza a leer - El enviado de Cronos

P UE R TA
A LA H ÉL A D E
Mig uel Me rino Ri va s
P UE R TA
A LA H ÉL A D E
{ E L E NV IA DO DE C R ON OS I }
{COLECCIÓN METEÓRICA}
Primera edición, mayo 2015
© Miguel Merino Rivas, 2015
© Esdrújula Ediciones, 2015
ESDRÚJULA EDICIONES
Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada
www.esdrujula.es
[email protected]
Edición a cargo de
Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz
Diseño de cubierta: Guido Carini Espeche
Impresión: Safekat
«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el
Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas
de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo
o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier
tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»
Depósito legal : GR 615-2015
ISBN : 978-84-943826-7-3
Impreso en España· Printed in Spain
«El futuro nos tortura y el pasado nos encadena.
He ahí por qué se nos escapa el presente.»
GUStAVE FLAUBERt
BABILONIA,
PRIMAVERA DE 323 A.C.
«Vivir con la gloria o morir con ella
es el destino del valiente.»
SóFOCLES
Hacía mucho calor aquella noche de primavera. El bochorno
y la agobiante humedad se apoderaron de Babilonia haciendo
presagiar un temible verano. Nos habíamos reunido una vez más
para celebrar por todo lo alto los éxitos de nuestra larga campaña
en tierras de Asia, la ansiada vuelta y por fin el merecido des-
canso. Y allí estábamos disfrutando de los festejos, rodeados de
un lujo y derroche sin igual y siendo testigo mudo del evento
el majestuoso palacio imperial, tan bello y sobrecogedor como
también de difícil descripción para un simple mortal como yo.
Por fin estábamos de vuelta. todos los grandes ejércitos
del mundo conocido habían sido sometidos y solo fue en las
lejanas tierras de la India cuando, agotados y diezmados, decidimos no seguir con esta locura. Exhaustos y debilitados por
las fiebres y la pertinaz lluvia, acosados por los parásitos, las
heridas y las enfermedades, destrozados por las interminables
marchas, los largos años de lucha y con la añoranza de ver de
nuevo a nuestras familias, entre nosotros cundió un total descontento y, todos a una, expusimos nuestras quejas y anhelos
y rogamos a nuestros superiores regresar a la patria. El rey
entró en razón al cabo de unos interminables días de espera e
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incertidumbre y accedió a nuestras súplicas, no sin antes
lamentarse en público ante los ojos avergonzados de toda la
tropa de aquella decisión.
Comenzó entonces la marcha de vuelta. Al principio con
mucha alegría y determinación, agradeciendo a los dioses su
bondad infinita. Después, conforme pasaban los días, la cruda
realidad nos golpeó salvajemente el cuerpo y el espíritu. Por
fin, tras un larguísimo y penoso camino de retorno por los
parajes más inhóspitos de aquel mundo tan desconocido,
regresamos a la civilización, al abrigo del tibio sol, del azul del
cielo y del mar, de nuestra añorada tierra, aquella que con-
quistamos con tanto esfuerzo, dolor del alma, sangre y gloria.
Miles se quedaron en el camino allá mismo donde cayeron,
olvidados, consumidos, muertos por la sed o enloquecidos por
el calor del ardiente sol del desierto salado de Makran. Otros,
los más afortunados, después de superar el infierno más
tórrido, conseguimos continuar, recorriendo los mismos para-
jes que años atrás habíamos atravesado con tanta ilusión,
coraje y sedientos de riquezas. Grandes llanuras se nos abrieron para nuestro regocijo, atravesadas todas ellas por ríos de
agua fresca y cristalina. Montañas cubiertas de abetos y nie-
ves perpetuas eran barridas por fuertes ráfagas de un aire
casi helado que nos retaba interponiéndose en nuestro
camino. Inmensos bosques poblados de fuertes robles enhies-
tos, de los que se habían sacado nuestras sarisas, nos dieron
de nuevo la bienvenida. Volvimos afrontando conscientes la
última marcha de nuestra vida, la más esperada y también la
más larga y costosa, la del regreso. Casi seiscientas treinta
parasangas8 superando los húmedos parajes de la India, la
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inhóspita y maldita Gedrosia, donde dejamos a tantos de los
nuestros al arbitrio de los ictiófagos. Carmania, el país de los
burros, Persia y su ardiente sol que pareció querer vengarse
de todos nosotros por las afrentas pretéritas o el paso de los
desgastados tigris y Éufrates en Mesopotamia, cuna de las
primeras civilizaciones. Caldea, en la frontera de los vastos
desiertos de Arabia, Siria, Fenicia, las suaves colinas de Cili-
cia, patria de piratas sin escrúpulos en donde creí escuchar,
arrastrados sin duda por el viento, los lamentos de los caídos
en Issos, y también la rica Capadocia repleta de minas de oro,
plata y cobre. Más tarde Frigia, escenario de legendarias bata-
llas, Misia, Caria, la tróade, patria del mítico Héctor. tracia,
lugar de aguerridos mercenarios y, por fin, la amada Grecia.
Mis compañeros, al regresar, difundirían su historia y su
leyenda por cada aldea, por cada casa, por cada ciudad y rin-
cón de su formidable imperio. Contarían las hazañas de su
propia falange, de sus compañeros y las de su rey, de cómo lo
habían visto, escuchado y seguido hasta el final, aclamado
como un dios del Olimpo, querido hasta la locura y también
maldecido por momentos.
Pero otros muchos decidimos permanecer junto a él en
Babilonia para siempre, para la eternidad me atrevería a
decir. El tiempo pasó, siguiendo su rumbo, su camino, curando
las heridas del cuerpo y del alma y haciendo que la moral de
la tropa estuviese otra vez en lo más alto. Por ello honrábamos
a los dioses sacrificando más de cien bueyes y repartiendo su
carne entre el pueblo, como no podía ser de otra manera. Se
premió y felicitó a los más valientes, se celebraron juegos, tor-
neos de lucha y carreras de caballos y se dio de comer y de
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beber a las gentes venidas de todos los rincones del imperio
para vitorear al rey como el más grande, alabando sus conquistas y su enorme generosidad. En palacio, el vino corría
entonces a raudales para todos y la gran mesa central estaba
cubierta de viandas inimaginables para un mortal, entre jóve-
nes flores de increíble fragancia y olor. Al fondo, un grupo de
bailarinas persas próximas al frenesí danzaban incansables
al son de cítaras, timpanones y siringas mientras contonea-
ban la cintura lentamente, repartían miles de miradas
sugerentes a los comensales, perfiladas con largas pinceladas
de kohol denso y negro. Hacían sonar los cientos de cascabe-
les, platillos y collares dorados que adornaban sus cuerpos
sensuales, bronceados, ungidos con aceites perfumados y casi
desnudos para nuestro deleite.
Un montón de acróbatas en el extremo opuesto distraían
a los invitados con sus malabares, cabriolas y piruetas de sal-
tos imposibles. Aquí y allá, repartidos por el lujoso salón de
celebraciones, decenas de embajadores de numerosas delega-
ciones de todo el mundo conocido, totalmente extasiados,
alababan el festín y todas la comodidades de las que gozaban,
mientras trataban en vano de concertar alguna audiencia con
nuestro rey e intentaban engatusar con lisonjas a los más cercanos a él.
Una suave brisa movía los cortinajes de fino algodón de los
grandes ventanales levantándolas ligeramente, dejando pasar
el incipiente frescor del anochecer, bañando de sombras argén-
teas cada rincón de aquel extraordinario palacio. Enormes
candelabros de plata de varios brazos iluminaban la estancia,
y tapices y alfombras de intrincados dibujos se disputaban un
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sitio en el lujoso suelo de mármol multicolor pulido como un
inmenso espejo, agradando a todos los asistentes.
Muchos de ellos preferían la comodidad de las terrazas,
conversando y disfrutando de la magnífica velada. Desde allí
se podía ver como a través de un arco de triunfo profusamente
decorado, se accedía a un enorme patio porticado por mil
columnas de fino fuste rematadas por capiteles dobles con
forma de toros alados. Después de tres puertas forradas de
gruesas planchas de plata con magníficos bajorrelieves, se
entraba en la sala del trono, de increíbles dimensiones, diáfana y sin un solo pilar que entorpeciera la vista. La fachada
exterior de la sala estaba revestida de azulejos esmaltados en
añil, dorados y verdes, similares a los utilizados en la puerta
de Ishtar. Miles de frescos decoraban las altísimas paredes,
destacando una serie de árboles estilizados parecidos a pal-
meras de exquisito detalle que representaban la longevidad,
la abundancia y la fertilidad, todo ello mezclado con algunos
motivos florales y trazos geométricos. todo el friso estaba car-
gado de fieros leones, símbolo de la diosa Ishtar, que encarna
la fuerza y la pujanza del rey.
En un lateral del magnífico salón de celebraciones, presi-
diéndolo todo, estaba Alejandro sentado en un gran trono de
oro macizo. Descansaba apoyando sus manos sobre los brazos
de este, dos cabezas de leopardos con aspecto amenazante. En
el respaldo, muy por encima de su cabeza, se podía distinguir
algunas figuras vegetales y animales superpuestas en oro y
plata creando un efecto delicado y sutil. Multitud de incrusta-
ciones de cristal, loza, calcita y piedras semipreciosas
adornaban la parte trasera con un ostentoso calado de armas.
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A ambos lados del sillón real, un toro alado portaba la corona
imperial apoyada en el lomo de este realzando aún más, si
cabe, la estampa de nuestro rey. Dos esclavos nubios de piel
brillante le abanicaban acompasados y sin descanso con gran-
des plumas de avestruz. No parecía divertirse como otras
tantas ocasiones, más bien sufría en silencio. Un rictus de
dolor y malestar cruzaba su cara de niño casi imberbe. Sin
apetito, apenas pudo probar el vino que tanto le gustaba. Per-
ladas gotas de sudor corrían por su frente y era evidente que
tenía fiebre, pues a veces parecía tener los ojos en blanco,
enmarcados por unas oscuras y amenazantes ojeras. Yo lo
observaba preocupado desde el otro lado de la estancia y sabía
que en pocos días pasaría aquello que tanto temía y me hacía
pasar las noches en vela escribiendo sin descanso esta larga
odisea rayando casi en la desesperación. ¡Hace tanto tiempo
que el silencio y el temor me acompañan! Sé que el final se
acerca y el mío en cierta forma también. Es difícil convivir con
los que más quieres sin poder expresar lo que verdaderamente
sabes y sientes.
Resignado y enrabietado con mi hado, dejaba que mi
memoria vagase por el pasado, por aquellos años de gloria y
pasión de esta larga campaña a pesar de todas mis dudas y
recelos. Esos años de aciagos y memorables momentos. Ese
pasado que me dio tanto a cambio de nada. A veces sonrío
recordando el miedo, la angustia y el desasosiego en la víspera
de cada batalla. Es el hombre el que se enfrenta al enemigo
soportando multitud de privaciones junto con el dolor por tantas muertes. He aprendido a odiar y a matar pero también a
comprender la forma de ser de mis semejantes. Mi alma se ha
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endurecido y mi espíritu ya no es lo frágil que era. Hace
tiempo que perdí la moral de mi consciencia a la hora de aba-
tir a un enemigo, a una persona de carne y hueso. Ya no me
despierto cada noche bañado en sudor y lágrimas, con el cora-
zón latiendo con fuerza y el pulso acelerado como antes de un
combate. He visto tanto, he vivido, sufrido y gozado de tantas
cosas que quizás ya no las valore como se merecen.
En un descanso, nuestro adalid, nuestro rey, se desmayó
después de lanzar un alarido inhumano al sentir unos pun-
zantes dolores en la espalda y las articulaciones. Los festejos
entonces se dieron por finalizados. Se hizo un silencio solemne
y denso, cesó la música y se despachó a toda prisa a los acto-
res. Los rumores, el desconcierto y los posteriores cuchicheos
de los presentes se extendieron por todo el palacio y pronto la
ciudad entera se sumió en un mutismo sobrecogedor. Desde
allí fue conducido en volandas por sus colaboradores más
directos a los aposentos reales, donde durmió durante tres
días cerca de un elegante estanque repleto de nenúfares blan-
cos de suaves y delicados matices y aromas. Descansó al
abrigo de la fresca brisa del sur, mecido por el susurro de cientos de pequeños surtidores de agua pura, fresca y saltarina.
Fue cubierto por sábanas de fino hilo egipcio y atendido por
más de cincuenta esclavos y sirvientes.
En la siguiente semana, el rey tuvo accesos de fiebre muy
recurrentes por las noches pero estos solían desaparecer al
amanecer, permitiéndole reunir fuerzas para incluso levan-
tarse y seguir planeando con Nearco, almirante de la flota, y
sus más íntimos esa nueva e inminente expedición a la península arábiga con más de mil barcos de guerra. Los episodios
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febriles pronto se volvieron más intensos y seguidos. A prin-
cipios de junio, las calenturas persistieron también durante el
día, incrementándose por la noche, marchitando su bello y
juvenil rostro. Por primera vez se vio claro que estaba en peli-
gro. Al final, la enfermedad se estaba imponiendo a su
formidable constitución y a sus indomables ganas de vivir y
de sentir. ¡tenía aún tantas cosas que hacer, tantos proyectos
inconclusos, tantos lugares que conquistar y dominar!
Algunos de sus generales de confianza como Átalo, Peitón,
Demofonte, Peucestas y Seleuco velaron toda la noche en el
templo de Serapis y preguntaron desesperados a los sacerdo-
tes si no sería más oportuno llevar al rey al interior del
santuario para que el dios le devolviese la salud. Pero al final
no se hizo nada de ello pues aquellos religiosos decidieron que
su dios no estaba dispuesto esa noche a recibir a nadie en su
casa y mucho menos a que durmiera en ella. Fue Demofonte
el que desenvainó el arma en el mismo templo dispuesto a cor-
tar el cuello al sumo sacerdote bajo la mirada atenta del
mismo Serapis, pero al final la cordura se impuso y fue sacado
a rastras por sus compañeros mientras maldecía como un
poseso a todos los dioses conocidos.
Una mañana, al despertar, el rey ordenó a los superiores
de la tropa, aquellos macedonios y griegos pertenecientes a la
nobleza más distinguida, que se reunieran en el patio central
y fuera llevado ante ellos para darles las últimas consignas.
Mientras, los de menor rango tuvimos que esperar en el exte-
rior tras las gigantescas puertas de madera maciza de cedro
de Líbano. Gritamos y golpeamos las hojas con insistentes
aldabonazos y pedimos a voces a nuestros compañeros que nos
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dejaran entrar en el palacio. Queríamos verle pues nos temíamos lo peor. Fue tolomeo el que bajó por la inmensa
escalinata y nos rogó que guardásemos silencio mientras orde-
naba a los centinelas abrir aquellas pesadas puertas para
dejarnos pasar y ver a nuestro rey postrado en su lecho, extin-
guiéndose y tiritando como esa nieve desvalida cuando se
acerca el verano. Una vez que entramos con el más absoluto
de los respetos, Alejandro nos saludó a cada uno de nosotros
con sus extraños ojos y una débil sonrisa ya que para entonces
había perdido la voz. Quizá podía emitir un débil susurro,
pues momentos después, con un hilo de vida, pidió que su
cuerpo fuera trasladado a la bella Alejandría y ofrecido al Dios
Amón. Muchos de nosotros nos arrojamos al suelo entre sollo-
zos. Nosotros que fuimos sus compañeros de mil aventuras,
los hombres de hierro que habían domado grandes ríos como
el Nilo, el tigris, el Éufrates y el Indo. Valerosos hombres en
el campo de batalla, derrotados al ver a su amado rey consumido por una vil enfermedad. Por primera vez en mi vida
pude ver al más grande claudicar e hincar la rodilla. Más
tarde pidió a su ayudante de cámara que le quitase el anillo
de regente. Este se arrodilló junto a él e hizo lo que se le
ordenó. Un silencio espeso se cernió sobre todos, recorriendo
cada rincón de nuestra alma. Vi a la muerte, una vez más,
erguida en su famélica montura, vestida con sus apestosos
harapos, paseando entre todos nosotros sin dejar de sonreír,
señalando y haciéndome ver quien debía acompañarle ese
aciago día.
El anillo entonces fue depositado suavemente en la palma
de su mano. Lo apretó con fuerza y paseó su mirada entre
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todos sus fieles generales, sus inseparables compañeros, hasta
que encontró a Pérdicas, su comandante de caballería y guardaespaldas personal de mayor confianza. Le tendió el brazo
tembloroso y aquel se postró y le besó la mano, sin conseguir
articular palabra. El rey dibujó una fugaz sonrisa en sus
labios y, asiendo el dedo anular de su derecha, le colocó el ani-
llo de regente entre sacudidas incontrolables de su ya débil
cuerpo. El resto de compañeros se abalanzaron al instante
sobre él y le preguntaron atropelladamente:
—¿A quién pretendes legar el imperio, oh Alejandro?
—dijo Crátero finalmente.
Y él, después de una larga pausa, haciendo un enorme
esfuerzo, abrió sus ojos, suspiró y respondió con un exánime
susurro:
—Al más digno…9 —respiró entonces un par de veces y
tomó fuerzas para despedirse— Ya me imagino… lo ostentoso
que será el funeral en mi honor...
Finalmente Pérdicas le preguntó cuándo quería que se le
ofrecieran los honores divinos y él contestó:
—Solo… cuando seáis felices…
tras lo cual expiró lanzando un largo suspiro. Estas fueron
las últimas palabras del más grande entre todos los hombres
de la tierra. Las últimas palabras de un rey, de una gran per-
sona, de un dios. En ese momento, todos los hetairoi nos
arrodillamos como uno solo, muchos sollozaban, otros se
habían quedado sin habla y algunos salían de la estancia lan-
zando grandes alaridos reverberados por cada rincón de
aquellas suntuosas salas de palacio. La mayoría apenas podí-
amos creernos lo sucedido y yo, de pie, compungido y desde un
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rincón, observaba incrédulo e impotente cómo la persona que
más había admirado y querido en toda mi vida fallecía sin
remedio.10 Solo el llanto desesperado de Roxana, arrodillada
junto a su lecho, nos hacía volver con toda crueldad a la más
atroz de las realidades. Con ambas manos se sujetaba el vien-
tre mientras todo su cuerpo se sacudía, presa de grandes
espasmos mezclados de un dolor inconsolable. Luego supimos
que decidió vivir solamente por la criatura que llevaba en sus
entrañas, por tener algo de aquel a quien tanto amaba, el hijo
de Alejandro, el verdadero y legítimo heredero del trono. A los
dos días encontraron a Leptina, su amante, desnuda con las
muñecas abiertas sobre su lecho, desangrada, pálida como un
día nuboso de nuestro invierno en Pella. Sisigambis, la reina
madre, se dejó morir de inanición sentada de cara a la pared
pues su vida ya carecía de sentido.
Al año siguiente, Alejandro el Grande fue conducido en un
majestuoso catafalco hacia la tierra de los faraones, donde
quiso descansar para la eternidad, y me correspondió a mí
entre otros el honor de acompañarlo, escoltándolo fielmente,
como siempre había sido.
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VERGINA, ANTIGUA EGAS, NORTE DE GRECIA,
29 DE OCTUBRE DE 2027
«Hijo, búscate un reino que se iguale a tu grandeza,
porque Macedonia es pequeña para ti.»
FILIPO II
—¡Maldita sea, Bernardo! ¡Como no pare de llover jamás
conseguiremos sacar nada en claro de este sucio agujero!
La lluvia caía sin tregua. Una tupida cortina de agua se
precipitaba desde un cielo algodonado. No daba tregua al
equipo de trabajo de Alcibíades, que se mostraba muy preocu-
pado por los resultados obtenidos. Apenas habían conseguido
desenterrar algunos objetos de ínfimo valor, casi sin interés
científico. Un furioso Alcibíades se resguardaba bajo la
enorme carpa de polietileno reforzado que hacía las veces de
oficina. Lanzó lejos el bolígrafo, harto de hacer anotaciones y
esquemas en su vieja libreta de campo. El trabajo en oficina
estaba bien aunque no había nada como salir al exterior y desenterrar la historia a golpe de pala y piqueta metido en una
zanja o en la pared de algún talud perdido en medio de la
nada; o quizás, en algún yacimiento con claros vestigios de
haber sido en alguna época un enclave importante. Era un
amante de los métodos tradicionales, los de toda la vida, tal
como su padre le había enseñado cuando era apenas un ado-
lescente. Estaba calado hasta los huesos y en su rostro se
podía distinguir cierta pesadumbre y desazón.
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—Por Dios, ¿cuándo va a escampar? —gritó desesperado
dirigiéndose a su capataz.
—No se preocupe, patrón, lo cubriremos de nuevo todo. El
personal encargado de la zona norte puede seguir trabajando
normalmente bajo las protecciones que instalamos la semana
pasada, y creo que ya estamos cerca de algo importante, cré-
ame. tengo la certeza que pronto se hará la luz. Mi intuición
no me suele engañar, ya lo sabe.
El capataz era un hombre de mediana estatura, de tez
morena y pelo ralo. Su cara era el poema de su vida, con gran-
des y profundas arrugas surcando su frente y sus mejillas. En
sus enormes manos sostenía un sombrero de paja que retorcía
una y otra vez, presa de los nervios. Su voz emanaba tranqui-
lidad. Conocedor de su oficio, era la mano derecha y el hombre
de confianza de Alcibíades desde hacía mucho tiempo.
—Lo sé Bernardo, soy consciente y disculpa mi mal humor,
pero el tiempo se nos agota y los fondos también; apenas nos
queda para un mes.
Alcibíades abría los brazos con cierta pesadumbre, seña-
lando el cielo gris oscuro.
—Es que no quiero que nos ocurra como en Alejandría, que
justo cuando creíamos que lo teníamos se nos fue todo al traste.
El capataz miró fijamente a su jefe, recordando aquellos
meses de arduo trabajo. Fueron jornadas muy duras. Cuando
todo parecía aclararse y empezaron a aflorar restos de cerá-
mica, monedas egipcias y griegas y otros objetos de menor
relevancia, se presentaron la autoridades locales instándolos a
abandonar la zona pues la licencia había caducado, paralizando
de este modo la excavación hasta nuevo aviso. Aunque siempre
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quedaba la opción de untar convenientemente al funcionario de
turno para una renovación inmediata. Alcibíades no era parti-
dario de ello pero alguna que otra vez estuvo tentado de hacerlo
para no tener que esperar como mínimo seis meses. Bernardo
era consciente de la obcecación de su jefe con todo lo relacionado
con aquel periodo en el que Macedonia y toda Grecia se erigie-
ron como una potencia mundial. Casi nunca quería sacar este
tema a colación ya que sabía que Alcibíades vivía para y por la
arqueología, máxime cuando estaba en su mano aclarar algo de
la vida y hechos de Alejandro Magno.
El joven arqueólogo daba la espalda a su amigo mientras
descorría la tela que hacía de cerramiento de la carpa y se aso-
maba al exterior en busca de algún tono azul en el inmenso
cielo color plomo. En el interior, el equipo de limpieza y catalo-
gación se esmeraba en clasificar, limpiar, fotografiar y dibujar
todos los pequeños objetos que hasta la fecha habían descu-
bierto. Aquí y allá, en grandes tableros de madera descansaban
las innumerables piezas desenterradas. Figurillas de cerámica,
vasijas, vasos, monedas de cobre, utensilios domésticos, peque-
ñas tablillas escritas en griego clásico se disputaban el espacio,
pero si bien tenían cierto valor, para Alcibíades eran de menor
importancia. El ansiaba encontrar una pista, algo que lo llevara
a aclarar lo que andaba buscando desde que ganó, en una
carrera a caballo, hacía ya tanto tiempo, el famoso libro de Ale-
jandro Magno. Quería averiguar dónde estaba la tumba de
Alejandro y era consciente de su obsesión.
—Bernardo, voy a dar una vuelta, necesito despejarme y
pensar en algo nuevo. Sin recursos económicos poco podremos
hacer. Me llevo los caballos. ¿Puedes avisar a la cuadra?
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—Pero patrón, está lloviendo… —el capataz no había ter-
minado de acabar la frase cuando ya se había arrepentido.
—Ya sé que está lloviendo pero me da igual, necesito estar
solo para aclarar mis ideas. ¡Llama a la cuadra, por favor!
—Sí, patrón.
Salió del campamento hecho una furia y emitiendo gruñi-
dos cada vez que se cruzaba con algún operario a su cargo. Al
cabo de unos minutos llegó a las cuadras chapoteando entre
charcos, donde fue recibido por un joven mozo que ya tenía pre-
parado su caballo, y salió de inmediato a pasear bajo la lluvia.
Ya de regreso, cerca de un pequeño acueducto, el arqueó-
logo se detuvo al ver dos enigmáticos y veloces BMW negros
de alta gama circulando a toda velocidad por la carretera
hacia el conjunto arqueológico de Vergina. Se los quedó
mirando con extrañeza hasta que se perdieron por la húmeda
calzada. Segundos más tarde, enfilaron el sendero de tierra
en dirección a su excavación. Aquello lo turbó enormemente y
decidió regresar sin tardanza. En ese momento, su celular
sonó en uno de sus bolsillos. Era Bernardo, que sin duda necesitaba la presencia de su jefe.
—Sí, dígame.
—Patrón…
—Dime, Bernardo.
—tengo dos noticias que darle, una buena y otra mala.
—Empieza por la buena.
—Los chicos han encontrado algo que le puede interesar…
—Fantástico, voy para allá. ¿Y la mala?
—Aquí hay unos señores que preguntan por usted y no me
gusta nada el aspecto que tienen.
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Alcibíades ahora espoleó con vigor su montura, que se
lanzó al galope. Al llegar al campamento, había dejado de llo-
ver. Dejó su caballo atado en la rama de un viejo olivo y se
adentró en el yacimiento que tantos quebraderos de cabeza le
estaba dando en los últimos meses. A escasos metros estaba
Bernardo, presa de una gran excitación. Su rostro reflejaba
una gran felicidad.
—Aquellos hombres son los que le esperan —dijo seña-
lando hacia la carpa que hacía las veces de oficina y donde
unos hombres de traje oscuro y gafas de sol parecían acompa-
ñar a otras dos personas, un hombre de mediana estatura y
una mujer de inmejorable aspecto resguardada bajo un
enorme paraguas bicolor.
—¡Dime qué hemos encontrado, Bernardo! Alégrame el
día, por favor.
Alcibíades, ignorando a las visitas, se dirigió hacia su
amigo con ansiedad.
—¡Lo conseguiste, Al, lo conseguiste! —le dijo Bernardo,
sacudiéndolo por los hombros.
—¿A qué te refieres? ¿Qué demonios hemos conseguido?
—Los chicos han encontrado algo importante, allí donde tú
insististe en continuar excavando, en el ágora, junto al templo
de Euclea.20 Apenas desapareciste cuando recibí la noticia de
los muchachos. No te he querido llamar antes hasta compro-
barlo con mis propios ojos. ¡Oh, Al, ha sido tan emocionante!
—¡No me digas! ¿Es eso cierto? —notó cómo una gene-
rosa dosis de adrenalina comenzaba a fluir por su torrente
sanguíneo.
—Y tanto, ven, vayamos rápido… Sé que te encantará.
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El corazón de Alcibíades latía con pasión. Era un es-
tado que ya había experimentado otras veces y que añoraba
decididamente.
Al llegar al lugar de los trabajos, el arqueólogo fue recibido
con un largo aplauso por parte de propios y extraños que, en pro-
cesión, se iban acercando a las inmediaciones del hallazgo. Al
fondo del todo, dos becarios le señalaban un punto en el suelo. Se
asomó a la enorme zanja, un cuadrado perfecto de unos cinco
metros de lado y uno y medio de profundidad, en donde se veían
algunas señalizaciones clavadas mediante banderitas multicolo-
res con números en el dorso indicando otros objetos descubiertos.
Alcibíades se dirigió por el entramado de madera de su interior
hacia dos becarios que sonreían con orgullo.
—¿Qué habéis encontrado, muchachos? —preguntó con
nerviosismo.
Sus experimentados ojos escrutaban la zona donde, según
parecía, habían trabajado en los últimos días.
—Parece una especie de gran olla, o de vasija de bronce,
aunque no estamos del todo seguros, doctor —musitaron al
unísono.
Efectivamente, en un lateral de la zanja, y a un metro
veinte de la superficie se distinguía la boca cegada por una
gruesa tapa de plomo, lo que a todas luces era una ánfora de
dimensiones más que considerables. Alcibíades saltó al inte-
rior y les confirmó con una mirada lo que él ya sabía. Se volvió
lentamente hacia todos y sonrió con alborozo.
—Es una urna funeraria… y parece importante.
Los estudiantes se miraron satisfechos, sonriendo a la par
mientras recibían un sonoro aplauso de sus compañeros.
{ 76 }
—Buen trabajo, chicos. Bernardo, yo me quedaré con los
muchachos, sacaremos la urna y la llevaremos al campamento
para analizarla. tú, mientras tanto, prepara el protocolo de
recepción y transporte. Por lo que veo, vas a necesitar la
pequeña excavadora.
Dirigiéndose a otro operario, ordenó:
—Quiero fotografías cada tres minutos conforme la vayáis
sacando, también de todo el entorno con varios puntos de refe-
rencia, como por ejemplo el templo de Euclea. también quiero
tomas de la zanja, dibujos, planos de situación, y que anotéis
todo lo que halláis detectado mientras estabais excavando: la
granulometría del terreno, la densidad, el color, la temperatura, la humedad y todo lo que se os ocurra… Los demás a
vuestros puestos, por favor, hay mucho trabajo por delante.
Bernardo, avisa a esos señores que me están esperando y diles
que hoy no podré atenderlos; quizás mañana, o la semana que
viene mejor, cuando la urna esté a buen recaudo… No sé…
¡invéntate algo!
Poco a poco, la tierra que llevaba cientos de años cubriendo
la urna fue desapareciendo, dejando ver la forma y dimensiones reales de esta. Los becarios se esforzaban mucho quitando
centímetro a centímetro el limo adherido a su superficie. De
vez en cuando miraban al cielo, temerosos de que la lluvia les
estropease la operación.
—tranquilos chicos, no hay prisa. Despacio, más despacio,
con suavidad.
Al cabo de cuatro interminables horas, lo que parecía una
voluminosa olla de bronce quedaba liberada de su milenaria
prisión. Con sumo cuidado fue embalada en plástico acolchado,
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protegida en una especie de jaula de tablas de madera, suspen-
dida en el aire y transportada con sumo cuidado sendero abajo,
hacia al campamento, por una pequeña grúa y con el apoyo de
varios hombres, siempre bajo la atenta mirada del arqueólogo.
Al llegar a la zona de trabajo y catalogación, Alcibíades vio con
extrañeza cómo los enigmáticos vehículos seguían aparcados en
el camino, sus ocupantes esperando pacientemente muy cerca
de ellos y conversando animadamente. Seguramente se habían
contagiado del entusiasmo general por el hallazgo, pero eso era
algo que Alcibíades ignoraba por completo. Justo cuando iba a
introducirse tras el personal en el laboratorio, fue abordado por
la mujer elegante y de exquisitos modales. La señora en cues-
tión iba escoltada por otro hombre un poco más bajo que ella,
algo rechoncho e igualmente impecablemente vestido.
—Buenos días, ¿es usted el señor Vidal? —preguntó en
español con un marcado acento francés y tendiendo una mano
resuelta y vigorosa.
—En efecto, soy yo, pero discúlpeme, ahora mismo tengo
la mañana muy complicada, quizás en otra ocasión.
—Solo necesito que me dedique un minuto de su vida…
—insistió la mujer.
Alcibíades miró la urna, luego a esos personajes que se
habían presentado en su campamento de forma tan inespe-
rada. Consultó su reloj de pulsera y después a su capataz, que
lo miraba esperando órdenes. Con un movimiento enérgico de
cabeza, instó a su colega a que se introdujese en el laboratorio.
No hizo falta más, él sabía lo que tenía que hacer.
—De acuerdo pues… ¿Les apetece que tomemos asiento?
¿Quieren tomar algo? Disculpen por haberles hecho esperar
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tanto tiempo, pero muchas veces el deber hace que mi educación brille por su ausencia.
—No se preocupe, señor Vidal, lo entendemos perfecta-
mente. Pues sí, un café caliente nos vendría bien.
tomaron asiento en el interior de la carpa, en torno a una
gran mesa central de madera de keruing y unas sillas apilables de pvc verde muy humildes y precarias. Preparó y sirvió
unos cafés expresos bastante cargados y ofreció leche caliente
y pastas que fueron bien acogidas.
-—Pues bien, díganme qué se les ofrece.
Alcibíades tomó asiento con la esperanza de que aquella
improvisada reunión terminase lo antes posible.
—Mi nombre es Marie Girard y este es mi colega, el señor
Bettega, Paolo Bettega. Dirigimos un proyecto de gran tras-
cendencia y envergadura en el CERN o, lo que es lo mismo, en
la Organización Europea de Investigación Nuclear. ¿Ha oído
hablar del CERN, señor Vidal? —preguntó la mujer tras dar
un largo sorbo a su café.
—Claro que sí. No soy un experto en la materia pero estoy
más o menos al corriente de qué se ocupa.
—Mis colegas me reprochan que sea una persona dema-
siado directa y creo que, debido a las actuales circunstancias,
su tiempo y el nuestro son de un incalculable valor, así que, si
me lo permite, voy a ir al grano.
—No sabe usted cuánto se lo agradezco, pero por favor llá-
meme Al.
—De acuerdo, Al. Sabemos que usted es una eminencia en su
profesión. O, si me lo permite, creemos, y no solo nosotros, que
es la persona con mayores conocimientos sobre el mundo clásico.
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—Bueno, yo no diría tanto… Se hace lo que se puede. Reco-
nozco que estoy entre los mejores pero no deben olvidar al
profesor Steve Pope ni a Mario Schillaci, y no hablemos de
Laura Singlenton que, a mi modesto entender, está unos escalones por encima de todos nosotros.
—Ya, eso es cierto. En realidad somos conscientes de lo
que nos dice pero independientemente de su magnífica trayec-
toria como arqueólogo, sabemos que se doctoró en Princeton
con el máximo reconocimiento. Sabemos que sus descubri-
mientos han sido de lo mejor que se ha hecho en este último
quinquenio. Conferencias por todo el planeta lo avalan, al
igual que la gran cantidad de libros y artículos en revistas
especializadas que ha publicado, todos referentes a la época
clásica, tanto griega como romana. Y, para nuestro asombro,
a pesar de su juventud.
—Le agradezco enormemente los halagos pero no sé a
dónde quiere llegar... Si se trata de financiar alguna excavación, los fondos serán recibidos como el agua de lluvia —miró
hacia el cielo y sonrió.
—Bueno, no va mal encaminado, Al —le contestó Marie—
. Está bien, venimos a proponerle algo.
Alcíbiades sonrió encantado. Después de todo, parecía que
el día había dado un vuelco a pesar de su mal comienzo.
—Dígame. Soy todo oídos.
—Estamos muy interesados en que nos ayude a encontrar
la tumba de Alejandro Magno.
Alcibíades dio un respingo. Por un momento creyó que
estaba soñando. Dejó su taza de café sobre la mesa, cuidando
de no derramarlo por el temblor de su mano, y echó su cuerpo
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hacia delante. Con la mirada perdida y la boca abierta, total-
mente estupefacto, parecía haber entrado en una especie de
trance. Pasados unos instantes de total silencio, balbuceó
señalando a sus interlocutores.
—¿Quieren… encontrar… la tumba… de Alejandro?
—Así es.
—¿Me están hablando en serio? ¿Son conscientes que eso
es casi imposible?
—Bueno, eso tendrá que decírnoslo usted si acepta nuestra
propuesta.
Alcibíades no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
Se preguntó si no sería una broma de mal gusto y si, de un
momento a otro, no iba a aparecer tras las cortinas un tipo
muy sonriente con una cámara y un micrófono para hacerle
una entrevista televisiva, como en esos infames concursos
tan apreciados por el vulgo. Incrédulo, se levantó y comenzó a
ir y venir por la estancia mesándose los cabellos con ambas
manos.
—¿No me estarán tomando el pelo?
—En absoluto, señor Vidal —esta vez fue Paolo Bettega el
que habló.
—No recuerdo haber hablado más en serio en toda mi vida.
Marie Girard se levantó de su asiento, apuró su café y son-
rió. Sacó de su bolso una tarjeta en la que hizo unas rápidas
anotaciones y la dejó sobre la mesa. Sabedora de que la situa-
ción había cambiado y que había tomado las riendas de la
conversación, continuó tomando de forma rápida y concisa
una serie de disposiciones similares a las órdenes que trasmitía a su equipo en el mismo CERN.
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—Aquí tiene un teléfono de contacto y la dirección de un
hotel en Ginebra. Le cito dentro de dos días, Alcibíades Vidal,
concretamente el próximo lunes a las siete de la tarde en la
cafetería del mismo hotel para informarle debidamente de
todo el proyecto. No se retrase pues solamente le esperaré diez
minutos. Pasado ese tiempo, si no ha llegado daré por hecho
que no le interesa trabajar con nosotros. Hasta aquí puedo
hablar. Esperamos no haberle molestado y mucho menos
haberle hecho perder el tiempo. Lo dejamos con su reciente
descubrimiento y deseamos que sea algo importante. Muchas
gracias y buenas tardes, señor Vidal.
La profesora y su homólogo estrecharon fuertemente la
mano al joven arqueólogo, que apenas pudo articular alguna
palabra de despedida. Justo antes de desaparecer tras la lona,
Alcibíades se revolvió y por fin pudo hablar.
—¡Profesora Girard! ¿Puedo hacerle una última pregunta?
—esta se volvió, deseosa de contestar lo que ya sabía y, son-
riendo, conminó al arqueólogo a hablar.
—Por supuesto que sí.
—Hay arqueólogos de prestigio por todo el mundo, mucho
mejor preparados que yo. Con una más que contrastada expe-
riencia, llevan buscando a Alejandro prácticamente toda la
vida y en sus bibliotecas no verá más libros que los habituales
sobre el tema. ¿Entonces, por qué me han elegido a mí?
Marie Girard suspiró lentamente, sonrió y, encogiéndose
de hombros, le contestó resuelta y confiada:
—Porque para nosotros usted es el mejor, es inteligente,
intrépido y además joven, no como sus colegas. ¡Ah, la juventud, divino tesoro!
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Dicho esto, se dirigió al coche que la llevaría de vuelta a la
civilización. Alcibíades vio cómo los dos potentes automóviles
arrancaban entre salpicones de barro. En su mano sostenía la
tarjeta y no dejaba de pensar. De repente apareció Bernardo
tras los pesados cortinajes.
—Patrón rápido, tiene que ver esto. Creo ciertamente que
nuestra suerte ha cambiado.
Alcibíades se encaminó presto tras los pasos de su colega.
Al entrar en el laboratorio, vio el ánfora protegida por una gran
campana de policarbonato trasparente sobre una mesa de gran-
des dimensiones. Se hallaba en perfecto estado de conservación,
sin aparente corrosión profunda y acababa de ser limpiada
superficialmente. El recipiente medía unos ciento veinte centí-
metros de altura por un metro en su parte más ancha. tanto la
base como la boca se estrechaban ligeramente. Estaba tapada
por una gruesa lámina de plomo tosca y mal rematada, sin nin-
gún tipo de inscripción o dibujo que delatara nada de su
interior. Pero lo que más llamaba la atención era su aspecto
sencillo, aunque en sus laterales se podía distinguir la famosa
estrella Argéada.21 Alcibíades creyó por un momento estar
soñando. Sin duda se trataba de un descubrimiento relevante.
Por su sencillez sabía que no contenía los restos de un perso-
naje de importancia, pero aquello le producía cierta inquietud.
—¡Una estrella Argéada, símbolo de la realeza Macedonia!
—dijo, presa de un gran nerviosismo.
—¿Cuántas puntas tiene? ¡Por Dios, que alguien me diga
cuántas puntas tiene!
—¡Dieciséis, profesor! —exclamó una voz femenina desde
el fondo— ¡Es sin duda un hermoso Sol de Vergina!
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—¡Qué demonios!
Al llegar a la altura de la urna se detuvo para observarla
detenidamente. Comenzó a rodearla muy lentamente, como un
tigre a su presa, estudiando el momento de actuar mientras su
cerebro procesaba toda la información que podía captar. El
paso del tiempo y la humedad le daban un aspecto azul ver-
doso y se veía que necesitaba un largo proceso de limpieza. Su
decoración rayaba el minimalismo, lo que no dejaba de ser una
sorpresa tratándose de un enterramiento real, como todos los
indicios apuntaban. Una diminuta guirnalda decoraba el borde
de la boca, rematada esta por la lámina de plomo.
—¿Cuánto pesa? —preguntó el arqueólogo sin apartar la
mirada del recipiente.
—Calculo que unos trescientos kilos.
—¿tanto? Esto no me cuadra… —musitó mirando a Ber-
nardo con aire desconfiado— Demasiado peso…
—ten en cuenta que es de bronce, Al —apuntó él.
—Lo sé, pero a pesar de ello es extraño. Una urna tan
grande, con la estrella Argéada, símbolo de la realeza grabada
en la panza, de bronce y luego esa tosca tapa de plomo a modo
de cierre… Parece como si el enterramiento se hubiese hecho
con prisa o por alguien poco ducho en estos menesteres. A nin-
gún miembro de la realeza, por muy humilde que fuera, se le
enterraría así. Sinceramente, Bernardo, no lo comprendo.
—¿Cuándo tienes pensado abrirla? —preguntó el capataz.
—Dentro de unos días. Mañana mismo salgo de viaje a
Ginebra. Vosotros seguid trabajando hasta nuevo aviso.
Quiero que te encargues personalmente de la limpieza, reco-
gida de datos, catalogación, fotografía y dibujos de todo lo que
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rodea el nuevo descubrimiento. Quiero que las condiciones de
luz y humedad sean las idóneas hasta que las autoridades
griegas se hagan cargo del hallazgo. No quiero descuido ni
fallo alguno. Y quiero vigilancia in situ las veinticuatro horas
del día. ¿Lo has entendido? A mi regreso abriremos la urna.
—Sí, patrón, como usted diga, pero… ¿cuándo volverá?
—tres o cuatro días a lo sumo. Creo que la suerte nos son-
ríe por fin, querido Bernardo.
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