Propaganda es lo que hacen los demás: Cómo la estructura ritual

Propaganda es lo que hacen los demás:
Cómo la estructura ritual del noticiero de televisión formatea
nuestras mentes
por Pierre Mellet
Si bien el telespectador actual pone cada vez más atención al tratamiento de ciertas
noticias en particular en los noticieros de televisión, lo cierto es que raramente se
cuestiona la estructura misma de este tipo de programa. Sin embargo, para Pierre Mellet,
la forma es el fondo, en este caso: concebido como un rito, el desarrollo del noticiero
televisivo es en sí toda una pedagogía, es en sí mismo una forma de propaganda que nos
enseña a someternos al mundo que nos muestran y que pretenden hacernos aprender, pero
cuya comprensión tratan de impedirnos al tiempo que tratan de impedirnos también que
pensemos ese mundo.
26/Septiembre/2007
Fuente: voltairenet.org
El noticiero de televisión es el corazón de la información contemporánea. Este espacio, que
hoy constituye la principal fuente de información de una gran parte de los franceses,
comenzó siendo, en la Francia de 1949, un simple subproducto conformado con imágenes
que la casa Gaumont y las Actualités Françaises no habían querido proyectar en las salas
cinematográficas. Fue, al principio, un simple desfile de imágenes acompañadas de un
comentario sonoro. El «presentador» no se sentó ante el telespectador hasta 1954, cuando el
noticiero televisivo fijó su horario, a las 20 horas, o sea las 8 p.m. A partir de entonces, la
puesta en escena del noticiero de televisión se ha ido incrementando constantemente
durante todos estos años mientras que la información ha quedado marginada –si alguna vez
estuvo realmente presente– para convertir este teatro no ya en un noticiero sino en un
espectáculo ritualizado, en una ceremonia litúrgica. La función del noticiero de las 8 p.m.
no es informar, en el sentido de establecer un esfuerzo de comprensión de mundo, sino
divertir a los telespectadores, al tiempo que les recuerda aquello que deben saber.
El siguiente análisis se basa en los dos principales noticieros televisivos que se transmiten
en Francia a la 8 p.m., el del canal TFI y el de France 2, pero puede, en muchos aspectos,
tener muchas similitudes con los noticieros de televisión de otros países, principalmente en
«Occidente».
El contexto
Con su horario de las 8 p.m., el noticiero de televisión se ha convertido, como lo fue la misa
en su época, en la cita de toda la sociedad (aunque cada uno está en su casa). Se trata,
paradójicamente, de un espacio esencial de socialización. Cada cual descubre cada noche el
mundo en el que vive, y puede a partir de ese momento hablarle de ese mundo a quienes le
rodean, discutir sobre los temas del momento con seguridad en cuanto a la importancia de
estos, por el hecho mismo de que fueron mencionados en «el noticiero de televisión». Todo
está montado, preparado de antemano, como un ritual religioso: el horario fijo, la duración
(unos 40 minutos), el presentador-sacerdote inamovible, o casi inamovible, el tono
incómodo, serio, distante, casi objetivo, pero nunca verdaderamente neutro, las imágenes
seleccionadas, el orden jerárquico de las noticias. Como en todo ritual, lo mismo vuelve
permanentemente, y se integra alrededor de una aparente evolución cotidiana. En los
mismos horarios se anuncian las mismas historias, contadas por los mismos reportajes,
introducidas y comentadas con las mismas palabras, poniendo en pantalla a los mismos
personajes, ilustradas con las mismas imágenes. Se trata de un ciclo sin fin y sin fondo.
En la apertura, la presentación introduce una música abstracta que sugiere la mezcla del
tiempo que pasa, la precipitación de los hechos, y una forma de intemporal necesaria en
toda ceremonia mística. Mientras se oye la música, un globo antecede a la aparición del
presentador, o un travelling hacia éste último lo pasar de la sombra a la luz. Todo sucede
como si nos fueran a revelar la verdad del mundo.
El presentador hace el papel de guía y de autentificador. Personaje principal y
trascendental, el presentador está en el centro mismo del dispositivo de credibilidad del
noticiero de las 8 p.m. La noticia nos llega a través de él, también es él quien la legitima, le
confiere importancia y la da como «verdadera». Es también el presentador quien puede
tranquilizar al telespectador: si el mundo va mal y parece completamente indescifrable, el
presentador es «el que sabe» y el que nos lo puede explicar.
(En otros casos, los presentadores son dos. La relación con el telespectador se hace
entonces muchos menos profesoral y paternalista, pero más parecida a la conversación, y
puede parecer más frívola. Claro está, no tendremos nunca dos presentadoras, o dos
presentadoras, sino siempre un dúo heterosexual. El asunto es no asustar a la representación
de la familia burguesa cristiana. Como ese tipo de puesta en escena resulta poco frecuente
en Francia, no abundaremos en ese sentido).
Credibilidad e información
«Señoras y señores, veamos los titulares de la actualidad de este lunes 6 de agosto», nos
dice el presentador al principio de cada noticiero. Por consiguiente, no se trata de un
sumario, de una selección que la redacción ha hecho entre la información del día, sino de
los «titulares de la actualidad», o sea que se trata precisamente de lo que hay que saber
sobre el mundo en este día. No hay nada que entender, el «periodismo» no busca más que
enseñarnos el mundo [en el sentido de aprender]. El presentador no da ninguna clave, él no
descifra nada, solamente nos dice lo que es. No se nos presenta una «visión» de la
actualidad sino la Actualidad misma.
A partir de ahí, lo importante para el presentador es «aparentar». Su credibilidad no está
basada en su calidad de periodista sino en su carisma, en la empatía que logra crear, en su
manera de tranquilizar y su apariencia de hombre honesto e inteligente. David Pujadas
puede perfectamente anunciar que Alain Juppé se retira de la vida política y Patrick Poivre
d’Arvor nos puede presentar una falsa entrevista de Fidel Castro [El autor menciona aquí
dos incidentes que realmente sucedieron. Nota del Traductor.]. A pesar de ello, los
mantienen en el mismo puesto, con el apoyo de sus superiores, y sin perder por ello su
estatus como «periodista» [1] ni su credibilidad ante el público. Todo sucede como si las
noticias que nos entregan finalmente no tuvieran importancia. La noticia está ahí
únicamente para justificar el ritual, como la lectura de los Evangelios en la misa, sin ser
nunca la razón central, el núcleo, que en realidad está siempre en otra parte, en la repetición
constante de las consignas morales, políticas y económicas del momento. «Este es el Bien,
este es el Mal», nos dice el presentador.
La jerarquía de la información es por tanto inexistente. Aunque una de las primeras cosas
que se hace en todo «diario» es determinar los temas que parecen más importantes para
tratar de establecer un desarrollo (específico en cada redacción) de la información en orden
decreciente, de lo importante a lo insignificante, en el noticiero no es así, ni en lo más
mínimo. Nos llevan de los restos mortales del cardenal Lustiger al accidente de la Feria des
Loges, y después viene el desenlace del caso del secuestro del pequeño Alexandre en la isla
de la Reunión, seguido del suicidio de un agricultor ante las acciones de los militantes
antiOGM, para pasar después al subsidio de inicio del curso escolar, a la espeleóloga belga
atrapada en una cueva, la campaña electoral antiestadounidense entre los demócratas, la
intervención de Reporteros Sin Fronteras que denuncia la falta de libertad de expresión en
China, la propia China como destino turístico, el despido de Laure Manaudou, un accidente
durante una carrera en Estados Unidos, el festival Fiesta de Sete, el fallecimiento del
periodista Henri Amouroux y, para terminar, el del barón Elie de Rothschild [2]. No existe
ni la más mínima coherencia, en ningún momento. Los temas parecen haber sido escogidos
únicamente en función de su insignificancia casi generalizada, o de su aparente
insignificancia. Todo aparece mezclado, amor y odio, risas y llantos, la empatía se mezcla
con la grandilocuencia, las imágenes espectaculares o risibles con los dramas patéticos, y la
omnipresencia de la fatalidad nos recuerda constantemente el predominio de la muerte
sobre la vida.
El reportaje
Después de los «titulares» anunciados, el presentador pasa a la introducción del reportaje.
El reportaje es el ejemplo que nos demuestra lo que el presentador nos dice. En efecto, todo
lo que será dicho y demostrado en el reportaje aparece ya en la introducción del mismo. El
presentador resume constantemente, en vez de limitarse –como debiera hacerlo– a
presentar. Esto crea una redundancia. Lo que ya se ha dicho una vez en forma de
introducción se repite después sistemáticamente en el reportaje. Se enuncian las mismas
informaciones, resumidas la primera vez y la segunda alargadas para la elaboración de la
historia que se cuenta. El reportaje agrega muy poco a lo ya dicho por el presentador, no
hace más que desarrollar los detalles anodinos que sirven de contrapeso a «la objetividad»
del presentador creando el «acercamiento». A los elementos iniciales, mencionados en la
introducción, se agregan después en la historia los detallitos románticos necesarios para
concretar su enseñanza lúdica.
El reportaje se compone de dos cosas: la imagen y el comentario de la imagen. Si quitamos
el sonido, la imagen pierde todo su significado. Todo tendría que estar basado en la imagen,
pero lo que se produce en la televisión es precisamente lo contrario: el comentario nos
cuenta lo que la imagen no hace más que ilustrar. Esta última está ahí solamente para
realzar el comentario. Es una sucesión de paisajes similares, de rostros y gestos
intercambiables, pegados uno detrás del otro y sin vínculo alguno entre sí. En la televisión,
la imagen sólo sirve para justificar el comentario, para autentificarlo. La imagen permite
que el comentario parezca «verdad». Y se lo permite precisamente porque, al no decir nada
la imagen por sí misma, el comentario la transforma en aquello que nos dice el comentario.
Y es ahí precisamente donde reside el verdadero peligro de este medio. Al tener la imagen
una fuerza de convicción muy importante, es más fácil convencer cuando, luego de haber
despojado la imagen de todo su sentido, usted la convierte en prueba que autentifica el
discurso. A partir de ahí, todo se basa en el comentario, y en el carácter creíble de la
historia que nos van a contar.
«En el reportaje, señala el antropólogo Stephane Breton, el comentario es lo que nos
soplan desde los bastidores, ese submundo prohibido al telespectador (…) y del que brota,
como una revelación, un sentido que se impone a la imagen. La significación no aparece
en la escena sino fuera de ella, cuando la dice alguien que sabe» [3]. El periodista no
aparece sino muy raramente, al final del reportaje. Oímos, por tanto, una voz
despersonificada. Se trata de una palabra divina que se nos impone para explicarnos aquello
que no entenderíamos mirando solamente las imágenes. Al no haber interlocutor, no hay
contradicción. El reportaje es como un hilo que se desenrolla siguiendo una lógica propia,
la que el periodista quiere que nos aprendamos, aquella en la que los «testigos» aparecen
uno detrás de otro únicamente para acreditar la palabra que de todas maneras ya nos dijo lo
que ellos han de explicarnos. Como mismo sucede con la introducción, la redundancia es
constante en el reportaje. Todo «testigo» es presentado no según su función, ni con el
objetivo de justificar su lugar en el reportaje en ese preciso momento, sino en dependencia
de lo que va a decirnos. Y la palabra del «testigo» acredita el comentario dando un punto de
vista necesariamente «verdadero». «Si él lo dice, así debe ser». Y muy a menudo, el
«testigo» no tiene absolutamente nada que decir, pero de todas maneras lo dice porque el
periodista tiene que dar prueba de su objetividad y de la autenticidad de su reportaje, de su
investigación, demostrando que realmente estuvo en el lugar y que por tanto puede hacer
que veamos lo que es.
El reportaje, en el noticiero de televisión, no es la realización de una investigación que
explora diferentes pistas sino el relato de un hecho cualquiera mostrado como algo
fundamental. Es una visión del mundo sin otra alternativa, que trata de dar una apariencia
de objetividad. El presentador dice lo que es, y el reportaje lo muestra. Y es ahí
precisamente que la imagen peca por su falta de sentido, y que el comentario parece
convertirse en palabra divina. «He aquí el mundo», nos dice el presentador, «y he aquí la
prueba», continúa el reportaje. Y ¿cómo poner en duda la prueba si nos la ponen ante
nuestros asombrados ojos? La realidad se construye entonces sobre la anécdota, en vez de
construirse sobre un conjunto de hechos más o menos contradictorios que permitan mirar
una situación en un intento de tener de ella una visión global para poder dar después un
análisis.
Las consignas
Todo esto se relaciona con la lógica de difusión de la moral. El noticiero de televisión,
como casi todos los medios, es un órgano de difusión de las consignas del momento. Nunca
discute el sistema, parece como si ni siquiera conociera su existencia, pero destila
constantemente las órdenes de la clase dominante. El noticiero de televisión forma parte de
ese «servicio público», al que se refiere Guy Debord en sus Commentaires sur la société du
spectacle[Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Nota del Traductor.], «que
[administra] con un “profesionalismo” imparcial la nueva riqueza de la comunicación de
todos mediante los medios masivos de difusión, comunicación que ha alcanzado al fin la
pureza unilateral, en la que se no obliga a admirar pasivamente la decisión ya tomada. Lo
que nos comunican son órdenes; y, muy armoniosamente, quienes han impartido esas
órdenes son precisamente los mismos que nos dirán lo que piensan de ellas» [4] .
El noticiero de las 8 p.m., surgido de una sociedad en la que se ha destruido la memoria,
transmite las consignas, como en toda forma de acondicionamiento, mediante la repetición
permanente y cotidiana. Las historias que nos cuentan parecen diferentes entre sí, cuando
en realidad son todas similares. Todo en ellas se repite, noche tras noche, constantemente, y
a todos los niveles. Sólo cambian los nombres y los rostros. Pero la película es siempre
idéntica. Nos muestran un presente perpetuo y que permite ocultar todos los movimientos
del poder. Si ya no se muestran las evoluciones, es porque ya no tienen vigencia. El
noticiero de televisión divulga por tanto la moral burguesa (cristiana y capitalista) en un
bloque compacto. Es un vómito largo y lento que se escurre, diluido y diseminado durante
toda la duración del noticiero de las 8 p.m. Y que comprende varias formas de difusión:
La acusación. Es constante, y generalmente la enuncian los «testigos», lo cual permite
hacerle creer al periodista que ha mostrado una «opinión» y que por tanto ha presentado
una visión objetiva de la situación. Un incendio destruye una casa, y es porque los
bomberos deberían haber llegado antes. Un violador ha salido de prisión porque tenía
derecho a una reducción de la condena, y es porque la justicia no funciona bien. Un
gobierno se niega a plegarse al ultimátum de Occidente, y se trata de una dictadura, de un
país subdesarrollado donde se mezclan la estupidez y la barbarie, y, mejor aún, donde la
censura amordaza a los opositores, que a su vez están necesariamente de acuerdo con los
puntos de vista de Occidente pero no lo pueden decir. El objetivo es siempre encontrar
alguien a quien condenar para recordar lo que está «bien» y lo que está «mal» y poder
aplicar toda la semántica cristiana del «perdón», de la «decadencia», etc.
La evidencia. Utilizada sobre todo para zanjar sin discusión las cuestiones económicas,
esta consiste en divulgar los dogmas o las decisiones gubernamentales sin ponerlas jamás
en tela de juicio. Este es el caso, por ejemplo, del «crecimiento», que constituye siempre la
vía necesaria para la supervivencia que nunca se pone en tela de juicio y cuyas cifras nos
anuncia el presentador con cara de catástrofe: «el crecimiento será sólo de 1,2% este año,
según los expertos»...
La hagiografía. Al igual que la misa, el noticiero de televisión tiene que hablar de sus
santos. Así nos ofrecen el retrato de alguien que «ha triunfado», ya sea porque acaba de
fallecer, porque «ha ganado en todo», porque «se hizo a sí mismo», etc. Es el prisma de la
excepción que establece el modelo a seguir suscitando admiración y respeto. «Esto es lo
que usted no ha logrado ser, lo que usted debería ser, lo que usted nunca llegará a ser y lo
que usted por consiguiente debe adorar», nos repite constantemente el noticiero de
televisión.
El vecindario. Particularmente eficaz. El objetivo es decir que «Francia es el último país
de Europa en abordar este asunto». Es el mecanismo que rige la sociabilidad de base, la
pertenencia al grupo mediante la imitación, mediante la reproducción de lo que parece
hacer o de lo que parece ser. El presentador nos dice entonces: «Ellos hacen esto. ¿Por qué
nosotros hacemos otra cosa?», presuponiendo que nuestra manera de actuar es
necesariamente menos adecuada. «En Estados Unidos, trabajar después de los 65 años no
representa ningún problema». No se hace nunca el más mínimo análisis de los puntos
positivos y negativos del sistema del vecino. Se nos ofrece únicamente una mirada
«objetiva», que nos dice: «Esto es lo que hacen allá, y por eso es mejor que aquí».
El folklore. Aquí es cuando nos presentan, con una sonrisa en los labios y con la
indulgencia con la que se mira al artista que puede parecernos un poco loco pero que a fin
de cuentas no le hace daño a nadie, a la gente que vive de forma un poco diferente. Es única
y exclusivamente en este tipo de tema que el presentador subraya el carácter «excepcional»
de las personas que nos van a presentar, como para disuadirnos de actuar como ellas.
Esto no son más que algunos ejemplos.
Anécdota y fatalidad
Dos formas de representación del mundo caracterizan principalmente el noticiero de
televisión, y constituyen los dos movimientos principales de difusión de las consignas: la
anécdota y la fatalidad.
La anécdota aparece al principio de cada tema. Todo parte del hecho en particular, del
hecho específico del día, y se extiende hacia el problema más amplio que este parece
contener en sí mismo, o que los periodistas hacen como si creyeran que lo contiene. Es una
retórica particular que encontramos hoy en la base de todo discurso político o periodístico,
una inversión de la lógica, del desarrollo efectivo de la demostración y del análisis del
mundo: ahora es la excepción lo que explica la regla, lo que la construye. Todo parte del
hecho particular para prolongarse, como si este último contuviera en sí mismo todas las
causas y todas las consecuencias que han dado lugar a la situación más general que se
supone que demuestra. El noticiero de las 8 p.m. no se preocupa jamás por describir
fenómenos endémicos, o los saca siempre de la cadena de hechos que los han llevado a la
situación actual. Es una necesidad dialéctica lógica para quien quiere transmitir las
consignas sin tomarse el trabajo de explicarlas, lo cual lo obliga a complicar todavía más su
propia demostración y lo lleva a darse cuenta de que las cosas son menos simples de lo que
él trató de hacer creer. Para que las consignas sean divulgadas eficazmente, no se puede
dejar abierta la posibilidad de contradecirlas. Por tanto, más vale no explicar nada. De todas
formas, como ya dijimos anteriormente, el objetivo no es que la gente entienda, sino que
aprenda.
La fatalidad, por su parte, mece el conjunto del noticiero de televisión. Los hechos
suceden por causa de una desgracia fortuita, de un azar distraído que por desgracia afecta
siempre a los mismas (personas, naciones…). Es un lamento constante: «si los bomberos
hubieran llegado antes», «si el violador no hubiese salido de prisión», «si África no fuera
un continente pobre y corrupto», etc. La fatalidad es el basamento de toda religión ya que
permite no tener nunca nada que justificar y porque recuerda el deber de sumisión ante la
trascendencia, ya que siempre estamos «por debajo». La fatalidad equivale a repetir
permanentemente una especie de condena, y agrega con amargura (aunque no siempre):
«las cosas son así». El sistema se regula a sí mismo y es «el mejor sistema posible», el
hombre es un ser «malo» y se pasa la vida «cayéndose» y «volviéndose a caer» a pesar de
todos los intentos por «perdonarlo», el pobre es responsable de su propia situación porque
es demasiado perezoso para buscar soluciones y aplicarlas, incluso hasta cuando se le da la
solución, etc. Es un suspiro constante, un llamado permanente a la impotencia y a la
sumisión ante el sufrimiento. El mundo gira y nada podemos hacer…
Una vez terminada la transmisión de las consignas, el mensajero divino se despide de
nosotros, concluyendo el sermón del día y sin olvidarse nunca de citarnos para el día
siguiente a la misma hora. Y luego, desaparece. Mientras recoge los papeles que
demuestran su seriedad, la cámara se aleja de él, la penumbra se hace más intensa y se
funde poco a poco con el mismo tipo de música que dio inicio a la ceremonia.