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Al hacerse las perennes preguntas sobre la vida y la muerte, el
bien y el mal, Jennifer se vio conducida al cristianismo, la religión de la que había renegado desde su
infancia. Avergonzada no le contó nada a nadie, excepto a
su marido, llegando a leer la Biblia en un baño público.
Un encuentro inesperado es un relato conmovedor,
profundo y divertido, de una mujer que durante
toda su vida estuvo buscando la felicidad y al final encontró a Dios, aprendiendo que para encontrar el
verdadero sentido de la vida y la verdadera felicidad a veces
hace falta perderlo todo.
«Una divertida historia sobre el viaje de una mujer
desde una larga vida de increencia a la fe y a una íntima
relación con Jesús y su Iglesia. Este libro es una lectura
apasionante donde encontrar argumentos profundos
y un encuentro entre fe y razón».
Jennifer Fulwiler
Un encuentro inesperado
Jennifer Fulwiler se decía a sí misma que era feliz.
¿Por qué no iba a serlo? Ganaba bastante dinero, acababa de casarse con un gran hombre y vivía en una buena
casa donde podía contemplar la puesta de sol tras las colinas de Austin mientras saboreaba tranquilamente una copa
de vino… Criada en una familia feliz, y atea, Jennifer tuvo
desde siempre la libertad de pensar por sí misma y seguir sus
propias reglas. Sin embargo, una sombra de oscuridad la había estado acompañando durante toda
su vida. Y esas dudas la llevaron a preguntarse qué era lo
que de verdad importaba en la vida.
Jennifer Fulwiler
UN
ENCUENTRO
INESPERADO
Cómo buscando la felicidad en todas partes
acabé encontrando a Dios
Cardinal Timothy Dolan,
Arzobispo de New York
ISBN 978-84-9061-207-1
palabra
Un encuentro
inesperado
EDICIONES PALABRA
Madrid
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Título original: Something Other Than God. How I Passionately Sought Happiness
and Accidentally Found It
Palabra Hoy
Director de la colección: Ricardo Regidor
© 2014 by Jennifer Fulwiler
Published by Ignatius Press, San Francisco, 2014
© Ediciones Palabra, S.A., 2015
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
[email protected]
© Traducción: Cristina Sánchez Díaz
Diseño de cubierta: Raúl Ostos
ISBN: 978–84–9061-207-1
Depósito Legal: M. 8.599-2015
Impresión: Gráficas Gohegraf, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
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JENNIFER FULWILER
Un encuentro
inesperado
Cómo buscando la felicidad en todas partes
acabé encontrando a Dios
PALABRA HOY
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Para Papaw,
que siempre creyó.
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«Casi todo lo que llamamos historia humana… [es] la
larga y terrible historia del hombre intentando encontrar
otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz».
C. S. Lewis
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Agradecimientos
En los seis años que llevo trabajando en este libro,
Dios ha puesto gente increíble en mi camino. Por supuesto y antes que nadie, a mi marido, Joe. Él me ha ayudado
a dar forma a cada uno de mis bocetos, ha cuidado de
nuestros hijos mientras yo trabajaba y no ha tenido miedo a escribir cosas como «este párrafo hace que parezcas
una loca». A su lado, cada uno de los aspectos de mi vida
adquiere un tono más divertido.
La madre de Joe, Lou Fulwiler, y mis padres, Pam y
Don Bishop, han hecho todo lo que ha estado en su mano
para ayudarme a cumplir con los plazos de entrega de mis
escritos, por no hablar del hecho de que su ejemplo de
amor desinteresado me iluminó más que cualquier otra
cosa en mi camino para encontrar a Dios.
Mi maravilloso agente literario, Ted Weinstein, es como un entrenador personal que te presiona hasta que ya
estás agotada y retorciéndote de dolor en el suelo del gimnasio. Tener a alguien que te arruine la vida nunca había
sido tan divertido. El equipo de Ignatius Press no deja de
sorprenderme por el duro trabajo que llevan a cabo y por
su esforzada dedicación, y les estoy profundamente agradecida por creer en este proyecto. También ha sido un honor y un placer para mí trabajar con mi editora de desarrollo Jane Rosman.
El nombre de Hallie Lord merece aparecer en algún
sitio de la portada, en reconocimiento a todas las horas
que ha dedicado a ayudarme con este libro (muchas de
las cuales en forma de escuchar mis dramas como escritora). También es una bendición tener amigos como Nancy Mohn Barnard, Abigail Benjamin, Melanie Casal,
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Brendan y Cat Hodge, Lori Keckler, Grace Patton, Frank y
Patti Scofield, Dorian Speed, el padre Michael Sullivan y
mi primo el hermano Claude Lane, que me han ayudado
con sus oraciones, su apoyo y sus sabias palabras.
Aún seguiría con el primer capítulo si no fuera por la
ayuda tan generosa de Rachel Hebert, Irma Campos, Delia Stinson, Ellen y Victoria Hebert, Gabi y Marlena Borrero, Hannah y Katie Villarreal, Annie Scofield y Abby
Brooks.
Nona Aguilar, Cindy Cavnar, Bert Ghezzi y Patrick
Madrid son como mis hadas madrinas en esto de escribir,
por todos los ánimos que me han dado y las oportunidades que me han puesto en el camino. También estoy especialmente agradecida a Kevin Knight, que me ayudó a encontrar una audiencia para mi libro.
Debo además un profundo agradecimiento a Raymond Arroyo, al padre James Martin, a Tucker Max y a
Gretchen Rubin, que han sido lo suficientemente amables
como para aprobar este proyecto desde el principio, y a
Amy Welborn, Brandon Vogt, Dorian Speed, Arthur Nielsen, Leila Miller y Nona Aguilar, que se tomaron el tiempo
necesario para leer el manuscrito y hacer una crítica
constructiva que considero inestimable.
Tom Wehner, Dan Burke, Jeanette DeMelo y el resto
del equipo de National Catholic Register han supuesto para mí una grandísima ayuda, ya que he tenido que estar
mucho tiempo fuera del trabajo, bien para trabajar en el
libro o bien cuando he tenido a mis hijos (o, en ocasiones,
para ambas cosas).
Adoro a los lectores de mi blog, y he de mostrarme
tanto humilde como emocionada por el apoyo que me
han dado a lo largo de los años. Ojalá pudiera agradecérselo a ellos uno por uno.
En nuestra familia, una de las mayores bendiciones es
el hecho de estar rodeados de una comunidad vibrante y
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Agradecimientos
llena de fe como es la de la parroquia de San Guillermo, y
especialmente de Noé Rocha, el padre Dean Wilhelm, el
padre Uche Andeh, y también el padre Alberto Borruel, el
padre Joel McNeil y el padre Jonathan Raia.
Agradezco a mis hijos su comprensión cuando mamá
se pasaba todo ese tiempo mirando la pantalla de su ordenador, y gracias en general por ser tan maravillosos. Ser
su madre es el honor más grande de mi vida.
Y, por supuesto, gracias a Dios, la fuente de todo aquello que es bueno. Verdaderamente, Él nunca olvida a ninguna de sus ovejas, incluso a aquellas que están más perdidas.
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Mi supervisora del campamento de verano del este de
Texas se acercó caminando por el suelo de grava y empezó a preguntarnos si queríamos abrir nuestro corazón a
Cristo. Mientras se abría paso entre la fila de niñas que
había a mi lado aproveché para intentar pensar una respuesta algo mejor que un simple «no». Por suerte yo era
la última del grupo y estaba sentada en uno de los extremos de una mesa de picnic, donde nos habíamos colocado en fila como si estuviéramos en una clase del colegio.
No obstante, nuestra supervisora se movía con rapidez.
Se plantó delante de mi amiga Jessica, que había venido al campamento conmigo y con un grupo numeroso de
niñas de quinto de primaria de nuestro barrio. Jessica
pertenecía a una de esas familias tan poco comunes que
no iban a la iglesia los domingos, así que me paré a escuchar el diálogo atentamente. Probablemente hablaría por
todo el equipo y le diría a esa fanática que se fuera.
La supervisora, a quien solo conocíamos por su apodo, «Tippy», respiró hondo antes de hablar. Después colocó sus manos en las rodillas desnudas de Jessica, justo
por debajo de sus mallas cortas de flores, y dijo:
—Jessica, ¿quieres aceptar a Jesucristo como tu Señor
y Salvador?
El resto de las niñas se inclinaron hacia adelante y ladearon la cabeza. Jessica nos miró a nosotras y después a
Tippy. Empezó a decir algo pero después titubeó. Yo asentí para animarla, porque no era algo fácil.
—Yo… ¡sí! ¡Estoy lista! ¡Quiero que Jesucristo sea mi
Señor! —dijo.
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Las otras niñas estallaron en gritos y aplausos, cubriendo a Jessica de abrazos y golpecitos en la espalda.
Después me miraron a mí.
—Jenny —dijo Tippy, al tiempo que el festejo del resto
de las niñas empezaba a disminuir—. Mírame a los ojos,
Jenny.
Levanté la mirada y vi cómo sus globos oculares brillaban de la emoción y su barbilla temblaba.
—Jenny, ¿estás completamente segura de que vas a ir
al cielo cuando mueras?
—Esa es una gran pregunta… —dije, intentando ganar tiempo para pensar. Empecé a moverme, inquieta, bajo la presión de la mirada de las otras niñas.
Aunque para mí no tenía ningún sentido en ese momento, no podía quitarme de la cabeza esos anuncios del
campamento en Pine Grove, que decían que no hacía falta
ser cristiano para apuntarse, lo cual era la única razón
por la que mis padres me habían dejado ir. Esos folletos
tan profesionales que me dieron mis amigas en el colegio
estaban llenos de fotos a todo color de niños sonrientes
haciendo esquí acuático y equitación. En ese folleto no
había ninguna referencia a interrogatorios religiosos.
—¿Ha estado hablándole el Señor a tu corazón? —quiso saber Tippy.
Había tanta confusión en torno a esa pregunta que ni
siquiera sabía cómo empezar a responder. Estaba bastante convencida de que «el Señor» se refería a Jesús, que era
un tipo que vivía en Oriente Medio, pero a veces se refería
también a Dios, que era esa especie de espíritu invisible
que vivía en el cielo. Era imposible quedarse con todos los
detalles de esa mitología. Además, yo no tenía ni idea de
cómo alguien podía ir por ahí hablándole a los corazones
de la gente. Pensé en sugerir que el Señor me hablaría al
oído en el futuro, pero no era momento de hacer bromas.
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—Él… mmm… No estoy muy segura… —dije. Aparté
la vista y me puse a mirar un inmenso nogal por encima
de su hombro.
—¿Quieres salvarte?
—Mire, yo…
Entonces ella se interpuso entre aquel árbol y yo.
—Si no te salvas, no irás al cielo. Acabarás en el infierno para siempre. Tú no quieres ir al infierno, ¿verdad,
Jenny?
De nuevo otra pregunta difícil. Necesitaba más información sobre aquel lugar antes de poder tomar una decisión acertada. Yo no creía en el cielo ni en el infierno, pero, aunque fingiera hacerlo, tampoco estaba segura de
que el infierno sonara tan mal. Varias personas creyentes
me habían asegurado que mi familia y yo íbamos a ir allí,
y decían que era un lugar horrible, pero hasta ese momento lo único que sabía al respecto era que la gente como ella no iba a estar allí. Por lo que sabía, quizá podría
gustarme.
Miré a Jessica, que estaba apoyada sobre la chica que
estaba a su lado, emocionada por aquel gran momento
que acababa de protagonizar. Traidora.
—Así es, Jenny —dijo Tippy—. ¿Quieres aceptar a Jesucristo como tu Señor y Salvador?
Me hubiera encantado mentir y darle una respuesta
capaz de aumentar mi popularidad entre las de mi cabaña, pero quizá fuera contraproducente. Temía que empezara a preguntarme detalles sobre cómo había sido mi comunicación con Jesús y entonces echar todo a perder. Al
parecer mis amigas utilizaban su imaginación para pensar que Jesús les daba instrucciones detalladas sobre su
vida diaria, pero yo no sabía cuáles eran los límites de tales fantasías. ¿Podía decir que Jesús me escribía una nota? ¿O que me dejaba un mensaje en el contestador? No lo
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sabía. Sería mejor intentar encontrar una manera de salir
de todo aquello.
—¿Puedo pensármelo? —pregunté dubitativa.
Una de las niñas dio un grito, y otra sacudió la cabeza
y se marchó. Tippy continuaba mirándome fijamente:
—Nunca he tenido ninguna niña en mis cabañas que
no se salvara —dijo, y me lanzó otra mirada vidriosa, asegurándome que estaba profundamente preocupada por
que fuera a arder en el infierno durante toda la eternidad.
Yo notaba cómo me iba poniendo roja. Fundamentalmente era por vergüenza, pero también porque me enfadaba la certeza de que esa supervisora debería estar avergonzada de su propio sistema de creencias. Yo era una
buena persona, más o menos. Está bien, hubo una época
en la que solía meterme a escondidas en la clase durante
el recreo y echaba pegamento en el escritorio de algún
compañero, y después dejara que echaran la culpa a algún niño que no me cayera bien. Sin embargo, por lo general, era tan maja como cualquier otra de las niñas que
había allí sentadas en el banco. Debía de tener unos diez
años nada más, pero incluso yo me daba cuenta de que
adorar a un dios que enviara a gente buena al infierno no
era nada de lo que estar orgulloso.
Finalmente Tippy llegó a la conclusión de que yo no
iba a salvarme nunca y anunció que ya era hora de volver
a nuestra cabaña. Al día siguiente tuvo lugar el gran momento de Jessica. Ella y Tippy se fueron para hacer no sé
qué cosa relacionada con eso de «salvarse» y, cuando volvieron, todo el mundo salió a celebrar que había una nueva cristiana en el mundo. Yo me quedé en mi litera. Como
era el último día, habían quitado ya las sábanas, así que
me tumbé sin más sobre el colchón de plástico. El ruido
del aparato de aire acondicionado que había junto a una
ventana vieja no era suficiente como para ahogar todos
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los gritos y risitas que estaban haciendo ahí fuera mis
compañeras de cabaña.
Hasta ese momento, nunca me había definido según
mi punto de vista religioso. Crecí sabiendo lo evidente:
que el mundo físico que nos rodea es todo lo que hay, y
nunca se me había ocurrido que una opinión tan normal
necesitara siquiera una palabra que lo definiera. Sin embargo, según escuchaba las risitas y los aullidos de aquellas niñas que llegaban a través de la puerta cerrada de la
cabaña me di cuenta de que mis creencias eran tan radicales y fundamentalmente diferentes de las de otras personas que aquello iba a afectar a todos los aspectos de mi
vida. Por primera vez me puse a mí misma una etiqueta,
una única palabra que me definiera: atea. El concepto se
acoplaba perfectamente a mi situación, como si fuera la
ficha de un puzle, y, por primera vez en unos días, esbocé
una gran sonrisa de oreja a oreja.
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—¿Que ella qué? ¿Se ha «salvado»? ¿Y eso qué es? —decía mi madre al teléfono.
Fue el lunes después de que yo volviera a casa, a las
afueras de Dallas. La madre de Jessica había llamado para informar de lo que había ocurrido en el campamento.
Al terminar de hablar, mi madre se volvió hacia mí:
—¿Tú también has hecho eso?
Yo me quedé helada mientras me llevaba a la boca un
tenedor lleno de tortitas empapadas en sirope. Estaba
bastante segura de que la respuesta correcta era un «no»,
pero no estaba del todo segura. Cuando se trataba de este
tipo de cosas, mi madre era un poco impredecible. Por
otra parte no era absolutamente nada partidaria de esa
gente que va por ahí imponiendo su religión a los demás.
Era del noreste del país, un lugar donde, evidentemente,
no era común que la gente sacara en una conversación
informal la pregunta de si querían aceptar a Jesucristo
como su Señor y Salvador. A diferencia de mi padre, mi
madre no era atea ni tampoco agnóstica. Creía que la espiritualidad era un asunto privado y parecía considerar
irrelevantes los dogmas religiosos. Ella y yo no hablábamos de religión pero, si lo hacíamos, quizá hubiera dicho
que lo importante era sencillamente ser una buena persona. ¿Por qué había que tener las reglas concretas de un
sistema religioso de creencias que te dijera cómo tratar a
los demás con amor?
Aunque no era religiosa y no parecía tener ningún
problema con el ateísmo de mi padre, en alguna ocasión
pude darme cuenta de que en ella se albergaba cierto res21
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peto por la religión. Cuando nuestro colegio público invitó a un grupo cristiano a dar Biblias de bolsillo a los
alumnos, cogí una para usarla en mis proyectos de plástica. En casa arranqué varias páginas, recorté con ellas
unas estrellitas y unos corazones y los pegué en una cartulina como parte de un collage que colgué en la pared
principal de mi habitación.
Cuando mi padre lo vio, le pareció creativo, pero
cuando mi madre entró allí con la rebosante cesta de la
colada para colocar mi ropa limpia, al ver mi obra de arte, dio un grito y toda la ropa estuvo a punto de caerse al
suelo. Lo miró como si hubiera rociado la pared de cruces
gamadas con un espray, y me dijo claramente que no volviera a arrancar páginas de ninguna Biblia. De modo que,
¿cuál era la pregunta adecuada a esto de salvarse? ¿Era de
mala educación no aceptar la figura religiosa de otros como el Señor de tu vida? No se me ocurría ninguna mentira que pudiera garantizar una buena respuesta, así que
dije la pura verdad: «¿No?». Y esperé su respuesta.
—Gracias a Dios —dijo sacudiéndose la cabeza—.
Siento que te presionaran de esa manera. Me parece lamentable.
Suspiré y decidí masticar mis gofres.
Después de desayunar, mi madre dejó los platos sucios
en la pila, se puso el reloj en la muñeca y se fue a la clínica de optometría donde trabajaba de contable a media
jornada. Nos dijimos adiós y, cuando iba a llamar a una
de mis amigas para ver si quería quedar, me detuve, porque todos los niños del barrio habían quedado para estudiar la Biblia esa tarde, así que ninguno iba a estar disponible.
Hacía solo unos días que habíamos vuelto del campamento, pero la relación con mis amigas se había enfriado
notablemente. Parecía que aquel campamento de verano
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nos había afianzado a todas en nuestras creencias: a ellos
en su cristianismo y a mí en mi ateísmo.
Durante años había sospechado que la fe en Dios de
otras personas estaba impidiendo que yo ascendiera en la
escala social del colegio. Cuando el último trabajo de mi
padre gestionando proyectos de construcción nos llevó a
Dallas justo antes de empezar tercero de primaria, yo estaba convencida de que aquel era el lugar donde por fin
iba a encontrar mi sitio adecuado como reina de la popularidad. Me imaginaba rodeada de amigas que llenaban
mi sillón en una fiesta de pijamas, todas riéndose y haciendo bromitas mientras nos tirábamos palomitas unas
a otras. Entre clases nos reuniríamos en los pasillos del
colegio y todos nos reconocerían por nuestras chaquetas
vaqueras a juego, de color azul lavado, susurrando mientras los pobrecitos que pertenecían a círculos sociales inferiores pasaban a nuestro lado, de manera que no pudieran oír ninguna información confidencial de nuestro
grupo.
Las cosas no salieron según lo planeado y yo estaba
segura de que no tenía nada que ver con el hecho de que,
por mi altura, siempre dejaba al descubierto un buen trozo de piel blanca entre mis pantalones de pinzas y mis
calcetines rosa flúor. Mis intentos de afeminar mi flequillo terminaron pareciendo más un experimento fallido de
taxidermia en mi propia frente, y mi postura encorvada
junto con mis zapatos de la talla 39 hicieron que mis compañeros me llamaran «bigfoot»1 tan a menudo que los
alumnos nuevos que iban llegando al colegio ni siquiera
sabían mi nombre verdadero. Aun así, no veía ninguna razón por la que cualquiera de estas cosas pudiera evitar
que las chicas más populares quisieran pasar tiempo conmigo. Los complejos religiosos de otras personas eran la
1 Este
apodo equivaldría en español a decir «pies grandes» (N. de la T.).
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única explicación posible al hecho de que mis amigos podían contarse con los dedos de una mano.
Había habido algo de tensión en torno a este tema
desde el primer día que nos mudamos al barrio, cuando
dos familias se pararon y nos preguntaron a qué parroquia íbamos. En mi primer día de clase me hicieron la
misma pregunta otras cuatro veces. La excusa de que todavía estábamos «buscando nuestra parroquia» empezaba a ser cada vez menos efectiva, ya que no habíamos logrado encontrarla en tres años. Ahora, gracias a la debacle
del campamento, estaba claro: nosotros no íbamos a la
iglesia. Es más, nunca iríamos a la iglesia. No éramos una
familia cristiana. Y ahora no tenía a nadie con quién salir.
Me pasé las siguientes dos semanas deambulando por
mi casa, pensando en el hecho de no tener amigas que no
hubieran ido a sus estudios de Biblia. Solíamos pasar horas juntas mientras nuestros padres estaban trabajando.
Nuestro pasatiempo favorito era hacer bromas telefónicas
a teletienda. Recordé aquella vez que nos partimos de risa
cuando el hermano de Jessica convenció a la operadora
de que le pusiera en el aire para que pudiera gritar «¡Tengo un pedo en el culo!» en plena televisión nacional antes
de que cortaran la llamada. Nos pasábamos tardes enteras bailando por mi salón, moviendo la cabeza y sacudiendo los brazos al ritmo de la banda sonora de Dirty
Dancing. Ahora mis amigas habían cambiado toda esa diversión por lavados de cerebro religiosos, y yo estaba sola.
***
Mi padre llamó a la puerta de mi habitación, que estaba abierta, y entró para proceder a nuestra sesión de lectura nocturna. Se acomodó en la cama a mi lado y cogió
de mi mesilla el libro que estábamos leyendo: «Cosmos»,
de Carl Sagan. Habíamos empezado a leerlo justo antes
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de irme al campamento, lo cual no parecía una simple
coincidencia. Abrió de golpe las tapas duras del libro, alisó
las páginas con la mano y se preparó para leer el capítulo
sobre el trabajo de Johannes Kepler calculando la órbita de
Marte. Entonces hizo una pausa, se movió incómodo y después cerró el libro.
«Hay algo importante de lo que quiero hablarte», dijo.
Fuera lo que fuera, debía de ser algo importante, porque era
el rey de la sutileza. Mi padre pasó la mayor parte de su infancia en las junglas de México, donde tanto él como sus
amigos solían llevar pistolas en sus andanzas diarias por
lugares en los que siempre estaba presente la amenaza de
encontrarse con algún bandido o un jaguar. De adulto impartió clases de demolición a las Fuerzas Especiales y también era jefe de paracaidismo de gran altura, y más tarde se
hizo ingeniero. Era un hombre programado para el pensamiento frío y lógico, de manera que el hecho de verle una
tenue arruga en la frente me llamó la atención.
—He oído que las niñas más religiosas del campamento han estado presionándote. ¿Te ocurren mucho ese tipo
de cosas? ¿En el colegio o con tus amigos?
—Por lo general se limitan a llamarme «adoradora del
diablo».
Asintió ligeramente y se quedó un momento pensando. «Déjame contarte una historia», dijo, y me narró el
acontecimiento del naufragio de Cristóbal Colón en 1503
en lo que actualmente es Jamaica. Los nativos se habían
cansado de que Europa les solicitara recursos constantemente. Colón vio en un almanaque que estaba a punto de
darse un eclipse lunar, y entonces comunicó dramáticamente a los nativos que su Dios estaba tan enfadado con
ellos que cubriría la luna de sangre y la arrebataría del
cielo. Unas cuantas noches más tarde, en el momento
exacto en el que había predicho Colón, la luna se volvió
roja. En lo que era un hecho totalmente desconocido para
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los nativos, la tierra se había posicionado delante del sol y
su atmósfera tiñó los rayos de este. Después, la tierra se
movió a su posición original y tapó por completo la luz
del sol, y entonces la luna desapareció. Se desató el caos y
los nativos, presas del pánico, ofrecieron a Colón todo lo
que quisiera si le pedía a su Dios que les perdonara y les
devolviera la luna.
—Eso es bastante impresionante —dije con una risilla
contenida.
—¡No si hubieras sido uno de esos indios! —dijo mi
padre.
—Y ahí está la cosa: los indios no eran estúpidos. Sencillamente, no tenían el mismo conocimiento que tenía
Colón —me miró y me dio un golpecito en la pierna con
su dedo índice, y después añadió—: Lo que pasó con Colón es solo un resumen de toda la historia de la religión.
La gente pronto se dio cuenta de que, si llenabas el vacío
provocado por la ignorancia de otros y decías que aquello
era la obra de algún dios y después afirmabas que estabas
muy cercano a ese dios particular, tenías un poder casi
ilimitado, siempre y cuando la gente te creyera.
—¡Vaya!
Se quedó pensando un momento y escogió delicadamente sus palabras, porque todo lo que dijera podía ser
repetido e introducido por un: «Sí, bueno, mi padre dice…» la próxima vez que me encontrara en el patio, en
medio de una discusión con mis amigos religiosos.
—La fe en dioses y ángeles y cosas de esas es un alivio
para mucha gente —continuó diciendo—. No les culpo
por ello si les hace sentirse bien, pero lo que no me gusta
es que obliguen a otras personas a ello, y menos si se trata
de mi hija.
—No, si yo no…
—Simplemente asegúrate de que no caes en eso. Asegúrate de que no quieres empezar a creer cosas solo por26
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que otra persona te dice que son verdad, incluso si soy yo
el que te las dice. Cuestiónate todo.
¿De verdad mi propio padre creía que era así de estúpida? La expresión de mi cara debió de dejar ver lo que
pensaba, porque levantó las manos en broma como en un
gesto defensivo.
—¡Lo sé, lo sé! Solo te digo que, cuando seas mayor,
las cosas serán diferentes. Cuando seas adulta la vida no
será tan fácil como ahora. Quizá te sorprenda lo tentador
que es creer en todo aquello que te hace la vida más fácil.
—Vale —dije, queriendo dar a entender que su consejo
no era necesario.
Abrió Cosmos de nuevo y buscó la página anterior para asegurarse de que no nos estábamos saltando nada.
Entonces empezó a leer, con sus palabras dulcificadas por
un cierto acento tejano. Me hundí en su hombro, me apoyé en su brazo y escuché la suave voz de mi padre hablándome de las maravillas del universo.
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Las espinas me arañaban los tobillos mientras yo me
hundía en las ramas bajas y detectaba notas de cebolla
salvaje en medio de los aromas ásperos de la vegetación.
El machete de mi padre sonaba como una campana mientras daba hachazos a las lianas y a las ramas de los árboles. Después, por fin, conseguimos abrirnos camino.
Nos quedamos de pie en lo que parecía una catedral
de la naturaleza, con las ramas de los árboles arqueándose hacia el cielo y el arroyo chapoteando apaciblemente
por debajo. Comprobamos nuestro equipamiento para
asegurarnos de que teníamos tanto el cincel como el martillo. Me recogí el pelo en una coleta y, como si fuéramos
unos buscadores de oro, nos dirigimos hacia el frío arroyo, alimentado por un manantial. En nuestro caso, sin
embargo, el tesoro que buscábamos eran los fósiles. Aquella tierra llevaba en mi familia más de un siglo, y yo llevaba yendo allí once años de mi vida. Cada vez que mis padres y yo visitábamos a mis abuelos en el centro de Texas
hacíamos una pequeña excursión a «El arroyo», que era
como mi familia conocía este sitio. Para mí, en medio de
las muchas mudanzas a las que nos sometíamos por el
trabajo de mi padre, aquel lugar era toda una referencia;
siempre tenía cierta sensación de llegar a casa, un consuelo en ese paisaje que no cambiaba excepto por el color
de las hojas.
A mi derecha se encontraba una orilla ligeramente en
cuesta donde mi bisabuela y su mejor amiga solían quedarse a charlar mientras refrescaban los pies en el agua.
Más allá del acantilado, a mi izquierda, estaba la tierra de
cultivo que mis antepasados habían visto por primera vez
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a través de la tela hecha jirones de sus carromatos. Según
íbamos por el arroyo, reconocí los bosques de arbustos
que había visto ya antes en esas fotos apagadas color sepia.
Normalmente, estar rodeada de la historia de este lugar me hacía sentirme protegida, conectada a algo más
grande que yo misma. Esta vez notaba más la ausencia de
mis antepasados que su presencia. Cada vez era más consciente y por eso intentaba sacudirme esa sensación, moviendo literalmente la cabeza rápidamente de un lado a
otro como si hubiera una mosca molestándome.
El nivel del agua estaba cada vez más bajo según el
arroyo, que estaba cubierto de guijarros. Iba creciendo
bajo nuestros pies hasta llegar a la orilla. En frente de nosotros estaba nuestra sección favorita de muro de piedra.
Con el tiempo el agua había atravesado su dura superficie
milímetro a milímetro, dejando ver cada vez más pared al
cabo de unos cuantos miles de años.
Las ramas caídas crujían bajo mis pies mientras me
dirigía hacia el muro. Miré su parte superior, que era tan
alta como una casa de un piso, pero mis ojos se detenían
allí. La parte buena estaba siempre más abajo. El muro
era como una línea del tiempo, con los millones de años
de un arroyo atravesando la tierra y dejando ver la historia antigua de una era cubierta por otra. Justo debajo de
una tierra de cultivo cubierta de hierba que había arriba
se encontraba una capa de tierra enterrada por la que en
su día habían caminado los conquistadores españoles.
Unos centímetros más abajo estaban los restos de suelo
que habían pisado los primeros humanos que habían visto esa tierra y, casi dos metros más abajo, como a la altura
de mis ojos, pudimos viajar en el tiempo decenas de millones de años. Ahí era donde estaban siempre los tesoros.
Papá dijo algo, quizá algún chiste sobre quién iba a
conseguir el mejor descubrimiento esa vez, pero apenas le
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oí. Esa oscuridad deforme que yo había intentado espantar antes se había acercado, y mi mente corrió a ver de
dónde venía. Me incliné hacia adelante y toqué la pared
en un sitio concreto. 80 millones de años antes de aquella
mañana de domingo, ese sitio concreto de la tierra era el
barro que había al fondo de un océano plano. Mi padre
me había explicado con sorpresa que, en el tiempo que
había transcurrido desde entonces, el continente africano
se había movido por la tierra, el monte Everest había surgido de una tierra plana y un océano entero se había desvanecido y había secado esta tierra, dejando apenas un
arroyo para cruzarla.
Entonces vi algo: la marca de una amonita de tamaño
mediano, de un diámetro aproximado al de un coco pequeño. Enseguida saqué el cincel de mi bolsillo y me puse
a dar golpecitos a la maleable roca blanca que había a su
alrededor.
—¡Un gran descubrimiento! —dijo papá mientras se
acercaba dando saltos por encima de las rocas para ver
cómo la extraía.
Me llevó varios minutos conseguir aflojar mi nuevo
descubrimiento sin romperlo, pero al final vi aparecer
unas grietas negras que asomaban en la parte del muro
que rodeaba el fósil. Las piedras que lo sujetaban estaban
cediendo. Cuando intenté sacarlo, mi padre colocó las
manos debajo para coger todas las piezas que cayeran, y
entonces emergió una amonita completa.
—¡Vaya! Mira esto —susurró papá.
Ambos nos quedamos mirando la forma fosilizada de
una concha redonda en forma de espiral, con unas pequeñas ondas saliendo desde el centro en una simetría perfecta. Aquella criatura llevaba tanto tiempo descansando
en ese lugar de la tierra, que su cascarón brillante se había transformado en piedra, molécula a molécula. A unos
centímetros por debajo del hueco que había dejado en el
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muro había otro fósil, una de esas conchas sencillas de un
período de tiempo completamente diferente, quizá incluso del jurásico superior. Miré arriba y abajo el espacio que
había entre los dos fósiles. Millones de años condensados
en unos pocos centímetros. Mirar ese muro de roca y fósiles era comprender que mil años no son nada —un siglo,
aún menos— y que la vida de una persona es tan corta
que ni siquiera merece la pena hablar de ella.
Mi corazón latía cada vez más deprisa. Dio un paso
atrás y me dirigí hacia donde terminaba el agua. De repente, el fósil que tenía en las manos me pareció demasiado pesado, así que me dejé caer y me senté sobre la orilla
llena de piedras.
Mi padre había vuelto a sus labores de excavación, y
los raspones y los crujidos de su cincel se difuminaban en
medio del ruido de mis pensamientos. De repente se
abrieron las puertas mentales que luchaban contra esa oscura sensación de comprensión y todo me vino clamorosamente a la cabeza: eché un vistazo a la amonita, que
había acomodado entre mis zapatillas empapadas, y comprendí por primera vez que mi destino no era muy diferente al suyo.
Siempre había pensado que esas criaturas eran radicalmente distintas a mí. Eran cosas muertas y yo era alguien vivo, algo que siempre sería así. Ahora me preguntaba qué me habría impedido entender el hecho de que
mirar esas formas vivas que llevaban tanto tiempo muertas era como mirar una bola de cristal con lo que me esperaba a mí, excepto el hecho de que, a menos que me
muriera y me cayera a un charco de barro suave, yo no
acabaría siendo un fósil. Pensé que dentro de diez millones de años no quedaría nada de mí.
Miré a mi padre y él me vio y me sonrió. Señaló el muro con una expresión exagerada, bromeando con que había encontrado un espécimen aún mejor. «¿Él también?»,
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pensé. ¿No era demasiado fuerte como para morir? ¿Acaso no era lo suficientemente interesante y guay como para
burlar el destino de esos antiguos moluscos pegados al
muro de fósiles? Seguro que el universo no podía seguir
adelante sin él.
—¿Estás bien? —su voz me sacó de mis pensamientos
por un momento.
—Sí, solo estoy pensando —dije, y me incorporé. De
mi ropa mojada empezaba a percibir cómo subía un olor
a humedad por el agua del arroyo.
—Es impresionante, ¿verdad? Siempre que venimos
aquí recuerdo la increíble suerte que tenemos de tener este lugar —dijo hablando casi sin respiración, como si El
Arroyo fuera la octava maravilla del mundo.
Me planteé contarle lo que me estaba atormentando,
pero me pareció inútil. O bien a él no se le había ocurrido,
por lo que no tenía sentido ponerle esa argolla y esa cadena de dos toneladas, o bien ya le había dado vueltas a
aquello y entonces no había nada más que hablar. Realmente, ¿qué vas a decir si estás pasando un buen día y la
persona con la que estás empieza a decir cosas sobre cómo nos vamos a morir todos?
Por pura fuerza de voluntad conseguí volver al momento actual. Aparté de mi mente todos esos pensamientos inoportunos, como cuando me agotaba de ordenar mi
habitación y obstruía mi armario con todo el desorden,
apoyándome para hacer fuerza y poder cerrarlo. Caminamos por el agua otros treinta metros, pero no tuvimos
suerte. A la vuelta, paramos en la primera orilla para coger la amonita que había encontrado y después fuimos
hacia la camioneta.
—¿Quieres conducir? —me preguntó papá cuando llegamos a la camioneta. Era un Ford azul y blanco del 78
que se había construido como un tanque y que siempre
pedíamos prestado a mi abuelo cuando íbamos allí. Como
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la camioneta podía resistir prácticamente todo y, de todas
maneras, no había nada en aquella propiedad que pudiera estropearse, solían dejarme ir conduciendo por la carretera principal.
Me senté al volante y mi piel pegajosa enseguida agradeció el calor que desprendían los asientos de cuero. Era
alta para mis once años y por eso, en cuanto arranqué,
pude llegar a los pedales sin problemas. Era un coche automático, así que eché un vistazo al indicador de la marcha para asegurarme de que ya había pasado de la N a la
D y entonces tiré de la palanca en la columna de dirección
y después levanté el pie izquierdo del freno, toqué el acelerador con el derecho y noté cómo la camioneta empezaba a dar tumbos hacia adelante.
Fuimos dando brincos por el sendero y, mientras tanto, por la ventana, veíamos los árboles a lo largo del arroyo y los saltamontes aparecían y desaparecían delante de
la camioneta como si fueran copos de maíz que explotaban e iban convirtiéndose en palomitas. Había un pequeño hueco en la valla que dividía la parte de madera de los
campos, y siempre tenía que concentrarme para que la
camioneta entrara por ahí. Tenía la mirada tan puesta en
la puerta, que me llevó un momento percibir cierto movimiento en el suelo. Una serpiente negra y gorda se deslizaba por el camino delante de nosotros, tan cerca que estuvo a punto de desaparecer bajo el capó. Pisé el freno
con el pie izquierdo antes de pensar en la intensidad de
tal acción, y papá y yo nos vimos impulsados al unísono
hacia el parabrisas delantero mientras el fósil y el machete cayeron al suelo desde el asiento de atrás. La serpiente
huyó disparada hacia una maraña de cactus, volteándose
convulsivamente mientras se movía como si le molestara
la presencia de la camioneta.
Tras un momento de silencio, papá y yo empezamos a
reírnos. Y, cuando me reí, fue para mí un momento de ale34
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gría pura y sobrecogedora. Todos los pensamientos que
me habían preocupado antes me parecieron entonces tan
baladís que sencillamente desaparecieron, y, durante unos
segundos, todo lo que conocía era el placer de estar sentada ahí al volante de una camioneta enorme al lado de mi
padre.
Volví a poner el pie en el acelerador y maniobré con la
camioneta hasta hacerla pasar por la puerta. Mientras
nos acercábamos a la carretera principal, esa agradable
explosión de distracción y descanso empezó a desvanecerse. Para cuando miré por encima del asiento del pasajero, esos pensamientos tan perturbadores volvieron de
nuevo a la superficie.
Cuando volvimos a casa de mis abuelos era ya hora de
empezar a hacer las maletas, con la idea de poder hacer el
trayecto de tres horas de vuelta a Dallas antes de que se
nos hiciera demasiado tarde. Me puse ropa seca y empecé
a echar a mi mochila cómics de Garfield y cuadernos para
dibujar, y en cada uno de mis movimientos sentí la misma
sensación de desmoronamiento que había tenido en El
Arroyo.
Después de una cena a base de barbacoa para llevar,
que yo apenas probé por esas náuseas debidas al estrés
que tenía en el estómago, mis padres y yo nos despedimos
de mis abuelos y nos metimos en nuestro Oldsmobile.
Cuando salimos de la calzada, los faros iluminaron la camioneta.
Mi problema no tenía solución, porque ni siquiera era
un problema; era sencillamente una nueva conciencia de
la realidad. Sin embargo, cuando eché un vistazo a la camioneta antes de que desapareciera de mi vista, tuve la
sensación de que había alguna respuesta en ese breve lapsus de felicidad que había experimentado mientras conducía la camioneta. Esa ardua verdad que había desenmascarado no se había esfumado, pero de alguna manera
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parecía volverse menos significativa en mis momentos de
diversión.
Ya había empezado a preocuparme por el hecho de
que viviría el resto de mi vida con esos pensamientos horribles sobre mis espaldas, a cada segundo, pero ahora
sentía un hilillo de esperanza de que se podía encontrar
algún alivio si era capaz de vivir más experiencias como
aquella. Puede que no fuera una solución, pero puede
también que perseguir esos momentos de felicidad fuera
todo lo que tenía a mi alcance.
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