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Adverso vigía
De pie, en el umbral de su casa de barro, con la camisa desabotonada y la cara
agrietada por el sol los años el campo la vida, un hombre otea la llanura. Un mechón de
pelo grasiento sobre la frente. Unas alpargatas desgastadas en pies hinchados de uñas
enmohecidas. De pie, desde el umbral, oteando, mateando, silbado de a ratos, el
hombre, que alguna vez rasgó una guitarra antigua en alguna pulpería de pueblo, y que
otras tantas veces supo guerrear en la frontera contra el indio, y luego contra otros tantos
como él, y que acaso alguna vez, invadido por la humareda del fuego de artillería supo
perderse en el desierto sin atinar a comprender de dónde provenían los gritos que le
demandaban rendirse, desde el umbral -la mirada fina apresada por unos párpados
grotescos- contempla, en la llanura distante, y más allá de los límites del campo del
patrón, a un hombre solo, o acaso una silueta, que se acerca lentamente. El hombre,
desde el umbral, observa a la silueta que, cree notar, viste elegante. No titubea e irgue el
pecho. A la distancia, el que camina no encaja en el contexto. El hombre del umbral,
que lleva meses sin ver a otro ser humano, y que el día anterior carneó una vaca para
luego separar la lengua destinada a un secreto festejo privado, comienza a modular e
intenta recobrar el habla. Desde el umbral, y a la distancia, lejano en la llanura y perdido
en esa frontera de nubes y pasto, la silueta negra se detiene. Entonces ahora, intranquilo,
el hombre del umbral se sienta de cuclillas y observa al hombre elegante que, también,
estático y pensativo, sentado prolijamente en los restos de un viejo ombú –la camisa
elegante y pulcra, los zapatos brillosos- estudia al otro, con marcada preocupación. En
la llanura, bajo el sol del mediodía, el hombre elegante cruza las manos y mastica un
pedazo de pasto. Desde el otro extremo del desierto, y con marcada desconfianza, el
hombre del umbral matea, lentamente, sin quitarle la mirada de encima al hombre que
viste elegante. Durante toda la tarde persistirán en esa tarea. Ninguno cruzará la
distancia que los separa para ir a entrevistarse con el otro. Pero cuando el sol casi no
provea ningún destello, y ante la mirada cada vez más enemistada de su vigía, el
hombre del umbral abandonará lentamente su posición, volcará prolijamente la yerba en
un pozo, y con un gesto de cortesía se despedirá para luego adentrarse en la humedad de
su casa de barro. El hombre que viste elegante no sabe, no puede saber, desde su
enemistad manifiesta, desde su rostro cada vez más autoritario, que el hombre del
umbral se retirará a la oscuridad de la precaria construcción. No puede saber que desde
la penumbra oirá detonar un disparo de carabina. No sabe que morirá sentado en los
restos de un viejo ombú, con una línea de sangre que nacerá desde su frente. No lo sabe.
Contempla a su rival, con marcado gesto de cólera.
Por: Jonatan S. Lukasievicz.